Estaba lavando los platos que había utilizado cocinando para Calvin. En mi pequeño adosado reinaba la paz y la tranquilidad. Si Halleigh estaba en casa, no se oía ni una mosca. No me importaba lavar los platos, a decir verdad. Era un buen momento para dejar vagar mi mente y yo era una persona que acostumbraba a tomar buenas decisiones mientras hacía cosas completamente mundanas. No es de sorprender, pues, que estuviera pensando en la noche anterior. Intentaba recordar qué había dicho exactamente Sweetie. Algo de lo que había dicho me resultaba contradictorio, pero en aquel momento no estaba precisamente en posición de levantar la mano para formularle una pregunta. Era algo que tenía que ver con Sam.
Al final recordé que aunque le había dicho a Andy Bellefleur que el perro del callejón era un cambiante, ella no sabía que se trataba de Sam. Tampoco tenía nada de extraño, pues Sam no había adoptado su forma de collie habitual, sino la de un sabueso.
Después de haber recordado qué era lo que me preocupaba, pensé que por fin estaría tranquila. Pero no fue así. Había algo más…, algo que Sweetie había dicho. Le di vueltas y más vueltas, pero no me venía a la cabeza.
Me sorprendí llamando a Andy Bellefleur a su casa. Su hermana Portia se quedó tan sorprendida como yo cuando cogió el teléfono y con cierta frialdad me dijo que esperara un momento mientras iba a buscar a Andy.
—¿Sookie? —La voz de Andy sonaba neutral.
—¿Puedo formularte una pregunta, Andy?
—Sí, dime.
—Es acerca de cuando dispararon contra Sam —dije, e hice una pausa para pensar bien lo que iba a decir.
—De acuerdo —dijo Andy—. ¿De qué se trata?
—¿Es verdad que la bala no encajaba con las demás?
—No recogimos balas en todos los casos. —No era una respuesta directa, pero seguramente era lo mejor que podría conseguir.
—Hummm. De acuerdo —dije. Le di las gracias y colgué, no muy segura de si me había enterado de lo que quería saber. Tenía que alejar aquello de mi mente y dedicarme a otra cosa. Si había algún tema, acabaría ascendiendo al primer puesto de las diversas preocupaciones que ocupaban mi cabeza.
Lo que me recordó que estaba siendo una tarde tranquila, un placer de lo más inusual. Con una casa tan pequeña que limpiar, tenía muchas horas libres por delante. Dediqué una hora a la lectura, hice un crucigrama y me acosté hacia las once.
Sorprendentemente, aquella noche no me despertó nadie. No murió nadie, ni hubo incendios, ni nadie me despertó con ningún tipo de urgencia.
A la mañana siguiente, me levanté más en forma que en toda la semana. Una mirada al reloj me informó de que había dormido hasta las diez. No me extrañaba. El hombro apenas me dolía y mi conciencia se había tranquilizado. Me parecía que no tenía muchos secretos que guardar y sentí una tremenda sensación de alivio. Estaba acostumbrada a guardar los secretos de los demás, pero no los míos.
Justo cuando estaba apurando mi café matutino, sonó el teléfono. Dejé mi novela boca abajo sobre la mesa de la cocina para marcar por dónde iba y me levanté para cogerlo.
—¿Diga? —respondí alegremente.
—Es hoy —dijo Alcide, con un tono de voz que vibraba por la excitación—. Tienes que venir.
La paz había durado treinta minutos. Treinta minutos.
—Me imagino que te refieres a la competición para ocupar el puesto de líder de la manada.
—Por supuesto.
—Y ¿por qué tengo que ir?
—Tienes que ir porque toda la manada y todos los amigos de la manada tienen que estar presentes —dijo Alcide con una voz que no admitía contradicciones—. Christine, muy especialmente, considera que no deberías faltar.
Podría haberle discutido si no hubiese añadido aquel detalle sobre Christine. La esposa del antiguo líder de la manada me había parecido una mujer muy inteligente y con la cabeza fría.
—De acuerdo —dije, intentando no parecer malhumorada—. ¿Dónde y cuándo?
—Al mediodía, en el local vacío del 2005 de Clairemont. Se trata del antiguo local de David Se Van Such, la imprenta.
Me explicó cómo llegar hasta allí y colgué a continuación. En la ducha, pensé que al fin y al cabo se trataba de un acto deportivo, por lo que me vestí con mi vieja falda vaquera y una camiseta roja de manga larga. Me puse unas medias rojas (la falda era bastante corta) y unas manoletinas de color negro. Estaban un poco gastadas y confié en que Christine no me mirara los zapatos. Adorné la camiseta con mi cruz de plata; su significado religioso no molestaría a los hombres lobo, aunque quizá sí el material.
La antigua imprenta de David & Van Such estaba en un edificio muy moderno, en un parque industrial igualmente moderno que estaba prácticamente desierto aquel sábado. Las construcciones eran todas similares: edificios bajos de piedra gris y cristal oscuro, rodeados por arbustos de mirto, medianas cubiertas de césped y bonitos bordillos. David & Van Such tenía un puente ornamental que cruzaba un estanque y la puerta principal era de color rojo. En primavera, y después de un poco de restauración y mantenimiento, no estaría nada mal por tratarse de un edificio moderno de oficinas. Pero aquel día, a finales de invierno, las malas hierbas que habían crecido a lo largo del último verano se agitaban a merced de un aire gélido. Los esqueléticos mirtos necesitaban una buena poda y el agua del estanque estaba llena de basura, además de estar estancada. En el aparcamiento de David de Van Such había una treintena de coches, incluyendo una siniestra ambulancia.
Aunque llevaba chaqueta, el día pareció enfriar de repente mientras cruzaba el aparcamiento y el puente para alcanzar la entrada principal. Era una lástima haberme dejado el abrigo en casa, pero había pensado que no merecía la pena cargar con él para dar un breve paseo entre espacios cerrados. La fachada de cristal de David & Van Such, interrumpida únicamente por la puerta roja, reflejaba el cielo azul y las malas hierbas.
No me parecía correcto llamar a la puerta de una empresa, de modo que entré sin llamar. Dos personas que habían entrado delante de mí habían atravesado ya la solitaria zona de recepción y acababan de cruzar unas puertas dobles de color gris. Les seguí, preguntándome dónde estaría metiéndome.
Entramos en lo que imaginé había sido la zona de fabricación; las imprentas habían desaparecido de allí hacía ya tiempo. O tal vez fuera en su día un área llena de mesas ocupadas por empleados que recibían órdenes o realizaban tareas contables. Las claraboyas del techo dejaban pasar alguna luz. En mitad del espacio había un grupo de gente.
No había elegido bien mi atuendo. Las mujeres iban mayoritariamente vestidas con pantalones elegantes y se veía también algún que otro vestido. Me encogí de hombros. ¿Cómo iba a saberlo yo?
En el grupo había gente a la que no había visto en el funeral. Saludé con un movimiento de cabeza a una mujer lobo llamada Amanda (con quien había coincidido en la Guerra de los Brujos) y ella me devolvió el saludo. Me sorprendió ver entre los presentes a Claudine y a Claude. Los gemelos estaban estupendos, como siempre. Claudine iba vestida con un jersey de color verde oscuro y pantalones negros, y Claude llevaba jersey negro y pantalón verde oscuro. El efecto resultaba de lo más llamativo. Y ya que el hada y su hermano eran los únicos entre el gentío que no eran licántropos, me acerqué a ellos.
Claudine se inclinó y me dio un beso en la mejilla, y Claude hizo lo mismo. Dos besos gemelos.
—¿Qué sucederá? —Susurré la pregunta porque el grupo estaba casi en silencio. Veía cosas colgadas del techo, pero la luz era tenue y no podía discernir de qué se trataba.
—Habrá varias pruebas —murmuró Claudine—. No eres de las que gritan, ¿verdad?
No precisamente, pero me pregunté si hoy empezaría a serlo.
Se abrió una puerta de un extremo de la sala e hicieron su entrada por ella Jackson Herveaux y Patrick Furnan. Iban desnudos. No he visto a muchos hombres desnudos y, en consecuencia, tengo poca base para poder comparar, pero he de decir que los dos hombres lobo no eran precisamente mi ideal de belleza. Jackson, pese a estar en forma, era un hombre mayor y de piernas delgadas, y Patrick —aun teniendo también un aspecto fuerte y musculoso— tenía un cuerpo que recordaba a un tonel.
Después de acostumbrarme a la desnudez de ambos hombres, me di cuenta de que iban acompañados cada uno por otro hombre lobo. Alcide iba detrás de su padre y a Patrick lo seguía un joven rubio. Alcide y el hombre lobo rubio iban completamente vestidos.
—No habría estado mal que fueran también desnudos, ¿no te parece? —susurró Claudine, moviendo la cabeza en dirección a los hombres más jóvenes—. Los segundos, me refiero.
Como en un duelo. Miré a ver si llevaban pistolas o espadas, pero iban con las manos vacías.
No vi a Christine hasta que se colocó delante de todos los reunidos. Levantó la cabeza y batió las palmas una sola vez. Pese a que antes nadie estaba alzando la voz, la sala se sumó entonces en el más completo silencio. La delicada mujer de cabello plateado solicitó la atención de los presentes.
Antes de empezar a hablar, consultó un pequeño bloc.
—Nos hemos reunido aquí para conocer al nuevo líder de la manada de Shreveport, conocida también como la manada de los Dientes Largos. Para llegar a ser el líder de la manada, estos hombres lobos deberán competir en tres pruebas. —Christine hizo una pausa para consultar su bloc.
El tres era un buen número místico. No sé por qué, pero me esperaba alguna cosa relacionada con el tres.
Confiaba en que en ninguna de las pruebas se produjera derramamiento de sangre. Pero no había ninguna probabilidad de que fuera a ser así.
—La primera prueba es la prueba de la agilidad. —Christine hizo un gesto indicando una zona acordonada que quedaba a sus espaldas. En la penumbra, parecía un patio de juegos—. Después vendrá la prueba de la resistencia. —Señaló entonces una zona alfombrada a su izquierda—. Y finalmente la prueba de la fortaleza en la batalla. —Movió la mano en dirección a una estructura que quedaba también detrás de ella.
Basta ya de sangre, por favor.
—A continuación, el vencedor se apareará con una loba para garantizar la supervivencia de la manada.
Esperaba que esta cuarta parte fuese simbólica. Al fin y al cabo, Patrick Fuman tenía esposa; y se encontraba allí, sentada con un grupo de gente que decididamente era partidaria de Patrick.
Tal y como acababa de explicarlo Christine, me daba la impresión de que se trataba de cuatro pruebas, y no de tres como ella había anunciado, a menos que la parte del apareamiento fuera una especie de trofeo para el vencedor.
Claude y Claudine me dieron una mano cada uno y me las apretaron simultáneamente.
—Va a ser terrible —susurré, y ambos asintieron al unísono.
Vi a dos enfermeros uniformados en el fondo del gentío. Su estructura cerebral me dio a entender que eran cambiantes de algún tipo. Y los acompañaba una persona —una criatura, más bien dicho— a la que llevaba meses sin ver: la doctora Ludwig. Se dio cuenta de que la miraba y me saludó con un movimiento de cabeza. No medía ni un metro de altura, de modo que no tenía mucho espacio para inclinar la cabeza. Le devolví el saludo. La doctora Ludwig tenía la nariz larga, la piel aceitunada y el pelo grueso y ondulado. Me alegré de verla allí. No tenía ni idea de qué tipo de ser era la doctora Ludwig, no era humana, pero era muy buena médica. Si la doctora Ludwig no me hubiera atendido después del ataque que sufrí en su día por parte de una ménade, mi espalda habría quedado lisiada para siempre…, eso suponiendo que hubiera sobrevivido. Gracias a la diminuta doctora, había logrado salir del incidente con un par de malos días y una débil cicatriz blanca en los omoplatos.
Los aspirantes entraron en el «ring», que en realidad consistía en un cuadrado grande señalado mediante esas cuerdas de terciopelo y esos postes coronados con metal que se utilizan en los hoteles para delimitar espacios. Me había imaginado el cuadrado como un patio de juegos, pero cuando dieron la luz me di cuenta de que era más bien una combinación de pista de saltos para caballos y gimnasio…, o una pista para realizar pruebas de agilidad con perros gigantes.
—Ahora os transformaréis —dijo Christine, que a continuación se hizo a un lado y se mezcló con los asistentes. Ambos candidatos se tumbaron en el suelo y la atmósfera a su alrededor empezó a brillar y distorsionarse. Transformarse rápidamente y por voluntad propia era una gran fuente de orgullo para los cambiantes. Los dos hombres lobo culminaron su transformación casi al mismo instante. Jackson Herveaux se convirtió en un gigantesco lobo negro, como su hijo. Patrick Furnan se transformó en un lobo de pelaje gris claro y ancho de pecho, de longitud un poco más corta.
La pequeña multitud se acercó al ring y se colocó contra las cuerdas de terciopelo. En aquel momento, uno de los hombres más grandes que había visto en mi vida surgió de entre las sombras para adentrarse en el ring. Era el hombre al que había visto en el funeral del coronel Flood. Medía más de un metro noventa e iba descalzo y con el torso desnudo. Era increíblemente musculoso y no tenía ni un solo pelo en la cabeza ni en el pecho. Parecía un genio; habría tenido un aspecto de lo más natural vestido con fajín y pantalones bombachos, pero llevaba, en cambio, unos vaqueros gastados. Sus ojos parecían dos pozos de petróleo. Era un cambiante de algún tipo, pero no lograba imaginarme en qué podía convertirse.
—Caray —dijo Claude.
—Caramba —susurró Claudine.
—Jolines —murmuré yo.
El hombre se situó entre los contrincantes para dar inicio a la prueba.
—Una vez empiece la prueba, ningún miembro de la manada podrá interrumpirla —dijo, mirando a los dos hombres lobos—. El primer candidato es Patrick, lobo de esta manada —añadió el hombre alto. Su voz de bajo resultaba tan dramática como un lejano redoble de tambores.
Entonces lo comprendí: era el árbitro.
—Hemos lanzado la moneda al aire y Patrick será el primero —dijo el hombre alto.
Y antes de que me diera tiempo a pensar que resultaba gracioso que toda aquella ceremonia incluyera un lanzamiento de moneda al aire, el lobo de pelaje claro había iniciado ya la prueba y se movía tan rápidamente que resultaba difícil seguirlo. Subió volando una rampa, saltó por encima de tres barriles, aterrizó en el suelo, ascendió otra rampa, atravesó un aro que colgaba del techo —que se balanceó de forma violenta después de que pasara a través de él—, aterrizó de nuevo en el suelo y atravesó a continuación un túnel transparente estrecho y retorcido. Era como esos túneles que venden en las tiendas de mascotas para hámsteres o hurones, pero más grande. Cuando emergió del túnel, el lobo, con la boca abierta y jadeando, llegó a una zona cubierta de césped artificial. Allí se detuvo y se lo pensó antes de pisarla. Y todos sus pasos fueron así hasta que logró atravesar los veinte metros de longitud que mediría aquella zona. De pronto, una parte del césped artificial se abrió como una trampa y a punto estuvo de engullir la pata trasera del lobo. El lobo ladró consternado y se quedó paralizado. Tenía que ser una agonía intentar reprimirse y no correr hacia la seguridad que le ofrecía la plataforma que estaba a escasos centímetros de distancia.
Aunque todo aquello tenía poco que ver conmigo, me descubrí temblando. El público estaba tenso. Sus integrantes habían dejado de moverse como humanos. Incluso la excesivamente maquillada señora Furnan tenía los ojos abiertos de par en par, unos ojos que no parecían en absoluto los de una mujer.
Cuando el lobo gris realizó la prueba final, un salto desde posición de parada que tenía que cubrir la longitud de quizá dos coches, un aullido de triunfo surgió de la garganta de la pareja de Patrick. El lobo gris se quedó inmóvil y a salvo sobre la plataforma. El árbitro comprobó el cronómetro que tenía en la mano.
—Segundo candidato —dijo aquel hombre tan grande—, Jackson Herveaux, lobo de esta manada. —Un cerebro próximo a mí me suministró el nombre del árbitro.
—Quinn —le susurré a Claudine. Abrió los ojos de par en par. El nombre tenía un sentido para ella que ni siquiera me podía imaginar.
Jackson Herveaux inició entonces la prueba de habilidad que Patrick acababa de finalizar. Atravesó el aro suspendido con más elegancia, ya que apenas se movió cuando pasó a través del mismo. Me pareció que tardaba un poco más en pasar por el túnel. Y también se dio cuenta él, pues inició el terreno con trampas a mayor velocidad de la que consideré prudente. Se detuvo en seco, llegando tal vez a la misma conclusión. Se inclinó para poder utilizar con más perspicacia su olfato. La información obtenida le hizo estremecerse. Con un cuidado exquisito, el hombre lobo levantó una de sus negras patas delanteras y la movió una fracción de centímetro. Conteniendo la respiración, lo observamos avanzar con un estilo completamente distinto al de su predecesor. Patrick Furnan había utilizado pasos grandes, había realizado pausas prolongadas para olisquear con detalle, un estilo que podría calificarse como de correr y esperar. Jackson Herveaux avanzaba de forma regular y a pequeños pasos, olisqueando sin cesar, tramando astutamente sus movimientos. El padre de Alcide finalizó el recorrido ileso, sin pisar ninguna de las trampas.
El lobo negro se preparó para el largo salto final y se lanzó a por él con todas sus fuerzas. Su aterrizaje fue poco elegante y tuvo que esforzarse para que sus patas traseras se aferraran al borde de la zona de aterrizaje. Pero lo consiguió, y en el espacio vacío resonaron algunos gritos de felicitación.
—Ambos candidatos han superado la prueba de agilidad —dijo Quinn. Examinó con la vista a los presentes. Y diría que su mirada se posó en nuestro extravagante trío (dos hermanos gemelos de la familia de las hadas, altos y de pelo oscuro, y una humana rubia, mucho más bajita) un poco más de tiempo de lo esperado, aunque tal vez fuera sólo mi impresión.
Vi que Christine trataba de llamar mi atención. Cuando advirtió que la miraba 67movió la cabeza de forma casi imperceptible en dirección a un punto de la zona donde iba a realizarse la prueba de resistencia. Perpleja pero obediente, me abrí paso entre la gente. No me di cuenta de que los gemelos me habían seguido hasta que volví a verlos de pie a mi lado. Christine quería que viese alguna cosa, quería que… Claro está. Christine quería que utilizara mi talento. Sospechaba… artimañas sucias. Cuando Alcide y su homólogo rubio pasaron a ocupar sus puestos en el cercado, vi que llevaban guantes. Estaban totalmente absortos en la competición y no tenía manera de encontrar nada más en su cabeza. Me quedaban sólo los dos lobos. Nunca había intentado leer la mente de una persona transformada.
Con una ansiedad considerable, me concentré en abrirme a sus pensamientos. Como cabía esperar, la combinación de modelos de pensamiento humanos y caninos era todo un reto. En mi primera exploración sólo fui capaz de captar la misma concentración, pero entonces detecté una diferencia.
Cuando Alcide levantó una vara de plata de casi medio metro de largo, se me encogió el estómago. Y cuando vi al joven rubio repetir el gesto, noté que mi boca forzaba una mueca de aversión. Los guantes no eran totalmente necesarios, pues en forma humana la plata no tenía por qué dañar la piel de un hombre lobo. En forma de lobo, sin embargo, la plata resultaba extremadamente dolorosa.
El rubio segundo de Furnan acarició la barra de plata, como si buscara algún desperfecto invisible.
No tenía ni idea de por qué la plata debilitaba a los vampiros y los quemaba, ni de por qué podía ser fatal para los hombres lobo, mientras que, por otro lado, no tenía ningún tipo de efecto sobre las hadas (que, sin embargo, no soportaban una exposición prolongada al hierro). Pero sabía que era así y sabía también que la próxima prueba sería una experiencia terrible de ver.
Pero me encontraba allí para presenciarla. Algo iba a suceder que merecía mi atención. Volví a concentrarme en la pequeña diferencia que había leído en los pensamientos de Patrick que, transformado en lobo, apenas podían calificarse de «pensamientos».
Quinn estaba situado entre los dos segundos, con la suave superficie de su cabeza bajo un rayo de luz. Seguía con el cronómetro en la mano.
—A continuación, los candidatos tomarán la plata —dijo, y con las manos cubiertas con guantes, Alcide colocó la barra de plata en la boca de su padre. El lobo negro la sujetó y se sentó, y lo mismo hizo el lobo gris con su barra de plata. Los dos segundos se retiraron. Jackson Herveaux emitió un sonoro gemido de dolor, mientras que Patrick Furnan no mostraba otro signo de tensión que un fuerte jadeo. Cuando la delicada piel de sus encías y sus labios empezó a humear y a oler un poco, el lamento de Jackson se hizo más fuerte. La piel de Patrick mostraba los mismos síntomas de dolor, pero el lobo seguía en silencio.
—Son muy valientes —susurró Claude, observando con una mezcla de fascinación y horror el tormento que estaban soportando ambos lobos. Cada vez se veía más claro que el lobo de más edad no ganaría aquella prueba. Los signos visibles de dolor aumentaban a cada segundo que transcurría, y aunque Alcide estaba únicamente concentrado en su padre para darle todo su apoyo, la prueba finalizaría en cualquier momento. Excepto que…
—Está haciendo trampas —grité con claridad, señalando al lobo gris.
—Ningún miembro de la manada puede hablar. —La voz profunda de Quinn no mostraba signos de enfado, sino que habló con un tono meramente informativo.
—No soy miembro de la manada.
—¿Estás impugnando la prueba? —Quinn me miraba fijamente. Los miembros de la manada que estaban cerca de mí se retiraron hasta que me quedé sola, acompañada únicamente por los hermanos gemelos, que me miraban con expresión de sorpresa y consternación.
—Claro que sí. Huele los guantes que lleva el segundo de Patrick.
Al rubio lo habían pillado por sorpresa. Y era culpable.
—Soltad las barras —ordenó Quinn, y los dos lobos obedecieron, Jackson Herveaux con un quejido. Alcide se arrodilló junto a su padre y lo abrazó.
Quinn, moviéndose con tal suavidad que parecía que sus articulaciones estuvieran engrasadas, se arrodilló para recoger los guantes que el segundo de Patrick había tirado al suelo. La mano de Libby Furnan se precipitó por encima de la cuerda de terciopelo para recogerlos, pero un profundo gruñido de Quinn sirvió para indicarle que se detuviera. Yo misma me estremecí, y eso que estaba mucho más lejos de él que Libby.
Quinn recogió los guantes y los olisqueó.
Miró a Patrick Furnan con una expresión de desdén tan pronunciada que me sorprendió que el lobo no se derrumbara bajo su propio peso.
Se volvió hacia los presentes.
—La mujer tiene razón. —La voz profunda de Quinn otorgó a las palabras la pesadez de una piedra—. Los guantes están untados con algún tipo de fármaco. La piel de Furnan ha quedado anestesiada en el mismo momento en que la plata ha sido introducida en su boca y por eso ha podido resistir mejor. Lo declaro perdedor de esta prueba. La manada tendrá que decidir si pierde su derecho a continuar y si su segundo puede continuar siendo miembro de la manada. —El hombre lobo de cabello claro estaba encogido, como si esperara que alguien le pegara. No sabía por qué su castigo tenía que ser peor que el de Patrick; ¿tal vez cuanto inferior era el rango peor era el castigo? No lo veía muy justo, aunque, claro está, yo no era uno de los suyos.
—La manada votará —dijo Christine. Me miró a los ojos y supe entonces que por eso deseaba mi presencia en el acto—. ¿Pueden los no integrantes de la manada abandonar la sala?
Quinn, Claude, Claudine, tres cambiantes y yo salimos por la puerta y fuimos a la zona de recepción. Allí había más luz natural, lo que fue un verdadero placer. Menos agradable era, sin embargo, la curiosidad que giraba en torno a mí. Yo seguía con los escudos bajados y sentía el recelo y las conjeturas de los cerebros de mis acompañantes exceptuando, claro está, a los dos hermanos gemelos. Para Claude y Claudine, mi peculiaridad era un don excepcional y por ello podía considerarme una mujer afortunada.
—Ven aquí —dijo con voz cavernosa Quinn, y pensé en decirle que se metiera sus órdenes donde pudiera y me dejara tranquila. Pero responder así sería una chiquillada, y yo no tenía por qué temer nada. (Al menos, eso fue lo que me dije al menos siete veces seguidas). Se me agarrotó la espalda, me dirigí hacia él y le miré a la cara.
—No es necesario que levantes la barbilla de esta manera —me dijo con voz pausada—. No pienso pegarte.
—En ningún momento creí que fueras a hacerlo —dije con un tono de voz del que me sentí orgullosa al instante. Descubrí que sus ojos redondos eran muy oscuros, profundos, del color marrón tostado de los pensamientos. ¡Eran preciosos! Le sonreí de pura satisfacción… y un poco también por la sensación de alivio que sentí.
Y él me devolvió la sonrisa, inesperadamente. Tenía los labios carnosos, bien perfilados, los dientes blancos y el cuello fuerte como una columna.
—¿Cada cuánto tienes que afeitarte? —le pregunté, fascinada por su suavidad.
Se echó a reír a carcajadas.
—¿Tienes miedo de algo?
—De muchas cosas —admití con pesar.
Reflexionó un instante sobre mi respuesta.
—¿Tienes un sentido del olfato extremadamente sensible?
—No.
—¿Conoces al rubio?
—No lo había visto en mi vida.
—Y entonces ¿cómo lo supiste?
—Sookie tiene poderes telepáticos —dijo Claude. Cuando recibió todo el peso de la mirada de aquel hombre tan grande, sintió mucho habernos interrumpido—. Mi hermana es su…, su guardiana —concluyó rápidamente Claude.
—Entonces estás haciendo un trabajo horroroso —le dijo Quinn a Claudine.
—No te metas con Claudine —repliqué indignada—. Claudine me ha salvado la vida unas cuantas veces.
Quinn parecía exasperado.
—Hadas —murmuró—. Los hombres lobo no se pondrán muy contentos cuando se enteren —me dijo—. La mitad de ellos, como mínimo, te desearía muerta. Si tu seguridad es la prioridad de Claudine, debería haber hecho lo posible para mantenerte con la boca cerrada.
Claudine estaba abatida.
—Oye —dije—, basta ya. Sé que estás preocupado por los amigos que tienes ahí dentro, pero no la tomes con Claudine. Ni conmigo —añadí apresuradamente cuando vi que me miraba a los ojos.
—No tengo amigos ahí dentro. Y me afeito cada mañana —dijo.
—De acuerdo, entonces —asentí, estupefacta.
—O si tengo que salir por la noche.
—Entendido.
—A hacer algo especial.
¿Qué sería especial para Quinn?
Se abrieron las puertas y con ello se interrumpió una de las conversaciones más extravagantes que había mantenido en mi vida.
—Podéis volver a entrar —dijo una joven mujer lobo con unos tacones de diez centímetros. Llevaba un vestido ceñido de color granate y observé sus exagerados contoneos mientras nos precedía de camino a la sala grande. Me pregunté a quién estaría tratando de seducir, si a Quinn o a Glaude. ¿O tal vez fuera a Claudine?
—Hemos tomado una decisión —le dijo Christine a Quinn—. Reiniciaremos la competición allí donde terminó. Según la votación, y teniendo en cuenta que ha hecho trampas en la segunda prueba, Patrick queda declarado perdedor de la misma. También de la prueba de agilidad. Pero se le permite continuar en concurso. Para salir victorioso, sin embargo, deberá ganar de forma contundente la última prueba. —No estaba muy segura de lo que significaba «contundente» en aquel contexto. Por la expresión de Christine, me imaginé que nada bueno. Por primera vez me di cuenta de que cabía la posibilidad de que la justicia no terminara imponiéndose.
Cuando detecté a Alcide entre la multitud allí congregada, lo vi con semblante serio. La decisión inclinaba la balanza claramente a favor del oponente de su padre. No me había percatado de que había más hombres lobo del lado de los Fuman que del lado de los Herveaux, y me pregunté cuándo se habría producido ese cambio. En el funeral, la situación me había parecido más equilibrada.
Habiéndome ya entrometido en el acto, me sentía libre para entrometerme un poco más. Decidí pasearme entre los miembros de la manada para escuchar lo que sus cerebros tuviesen que decir. Pese a lo complicado que resulta descifrar los pensamientos retorcidos y laberínticos de cambiantes y hombres lobo, empecé a captar alguna cosa de vez en cuando. Me enteré de que los Furnan habían seguido un plan para ir filtrando poco a poco detalles sobre la afición al juego de Jackson Herveaux y pregonar lo poco fiable que sería como líder.
Sabía por Alcide que la afición al juego de su padre era cierta. Aun sin admirar a los Furnan por haber jugado esa carta, tampoco podía oponerme a su baza.
Los dos contrincantes seguían transformados en lobo. Si lo había entendido bien, lo que venía a continuación era una lucha. Como me encontraba al lado de Amanda, aproveché para preguntarle:
—¿Qué ha cambiado con respecto a la última prueba?
La pelirroja me susurró que la pelea había dejado de ser un combate normal, en el que el contrincante que quedara en pie transcurridos cinco minutos sería declarado vencedor. Ahora, para ganar la pelea de forma «contundente», el perdedor tenía que morir o quedar incapacitado.
Eso era más de lo que me esperaba, pero sabía, sin necesidad de preguntárselo a nadie, que no podía irme de allí.
El grupo estaba reunido en torno a una cúpula de alambre que me recordaba la de la película Mad Max: más allá de la cúpula del trueno. «Dos hombres entran y sólo uno sale», cabe recordar. Me imaginé que aquello sería el equivalente en el mundo de los lobos. Quinn abrió la puerta y los dos lobos avanzaron sigilosamente dispuestos a hacer su entrada, lanzando miradas a ambos lados para evaluar el número de seguidores que tenían. Al menos, supuse que lo hacían por eso.
Quinn se volvió y me llamó con señas.
Ay, ay. Puse mala cara. Su mirada marrón púrpura era intensa. Aquel hombre iba en serio. Fui hacia él a regañadientes.
—Lee de nuevo su mente —me dijo. Posó la mano en mi hombro. Me obligó a situarme de cara a él (bueno, es un decir), o más bien de cara a sus oscuros pezones. Desconcertada, levanté la vista—. Escucha, rubia, lo único que tienes que hacer es entrar ahí y hacer lo que ya sabes —me explicó para tranquilizarme.
¿Y no podía habérsele ocurrido eso con los lobos fuera de la jaula? ¿Y si cerraba la puerta conmigo dentro? Miré a Claudine por encima del hombro; movía enérgicamente la cabeza de un lado a otro.
—¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Para qué servirá? —pregunté, pues no era tonta del todo.
—Para saber si piensa volver a hacer trampas —me dijo Quinn en un tono de voz tan bajo que nadie más pudo oírlo—. ¿Tiene Fuman alguna forma de hacer trampas que yo no pueda ver?
—¿Garantizas mi seguridad?
Me miró a los ojos.
—Sí —respondió sin dudarlo un instante. Abrió la puerta de la jaula. Me siguió, viéndose obligado a agacharse para poder entrar.
Los dos lobos se acercaron a mí con cautela. Olían fuerte; como a perro, pero con un matiz más almizclado, más salvaje. Nerviosa, posé la mano sobre la cabeza de Patrick Furnan. Estudié su cabeza lo mejor que pude y lo único que fui capaz de discernir fue la rabia que sentía hacia mí por haberle fastidiado su victoria en la prueba de resistencia. Su determinación para ganar la pelea con crueldad era como un carbón encendido.
Suspiré, negué con la cabeza y retiré la mano. Para ser ecuánime, posé la mano sobre la espalda de Jackson, tan alta que me sorprendió. El lobo vibraba, literalmente, un débil temblor que hacía que su pelaje se estremeciera bajo mi mano. Estaba decidido a desgarrar a su rival miembro a miembro. Pero Jackson tenía miedo del lobo más joven.
—Luz verde —dije, y Quinn se volvió para abrir la puerta. Se agachó para salir y yo estaba a punto de seguirle cuando la chica del vestido ceñido de color granate gritó. Moviéndose con más rapidez de la que cabía imaginar en un hombre de su tamaño, Quinn se incorporó, me agarró por el brazo con una mano y tiró de mí con toda su fuerza. Con la otra mano cerró la puerta, y oí algo que chocaba contra ella.
Los ruidos que se escuchaban detrás de mí anunciaban que, mientras yo me encontraba clavada contra una extensión enorme de piel suave y bronceada, la batalla había empezado ya.
Con la oreja pegada al pecho de Quinn, oí un retumbar tanto dentro como fuera cuando me preguntó:
—¿Te ha alcanzado?
Ahora me correspondía a mí sufrir temblores y estremecimientos. Noté la pierna mojada y vi que tenía las medias rotas: un rasguño en el lateral de mi muslo derecho que sangraba. ¿Me habría rozado la pierna con la puerta cuando Quinn la cerró con tanta rapidez, o me habría mordido alguno de los lobos? Dios mío, si me habían mordido…
El público se había congregado junto a la jaula y observaba a los lobos, que gruñían y se retorcían. La saliva y la sangre rociaban a los espectadores. Miré hacia atrás y vi a Jackson agarrado al cuarto trasero rasgado de Patrick y a Patrick echarse hacia atrás para morder el hocico de Jackson. Vi de reojo el rostro de Alcide, absorto y angustiado.
No quería ver aquello. Prefería permanecer refugiada en aquel desconocido antes que ver a los dos hombres matándose.
—Estoy sangrando —le dije a Quinn—. Es poca cosa.
Un ladrido agudo procedente de la jaula sugería que uno de los lobos acababa de dar un buen golpe. Me encogí de miedo.
El hombretón me condujo junto a la pared. Quedaba así más alejada de la pelea. Me ayudó a volverme y a sentarme en el suelo.
Quinn descendió también hasta el suelo. Era tan ágil para tratarse de alguien de su tamaño que observar sus movimientos me dejaba absorta. Se arrodilló a mi lado para quitarme los zapatos y después las medias, que estaban destrozadas y manchadas de sangre. Me quedé en silencio y temblando cuando vi que se tumbaba boca abajo. Con sus enormes manos, me agarró de la rodilla y el tobillo levantando mi pierna como si fuese una baqueta. Sin decir palabra, Quinn empezó a lamer la sangre de mi pantorrilla. Tenía miedo de que aquello no fuera más que un preparativo para darme un mordisco, pero entonces apareció la doctora Ludwig, observó la escena y dio su aprobación con un gesto de asentimiento.
—Te pondrás bien —dijo, sin darle importancia. Después de darme unas palmaditas en la cabeza, como si yo fuese un perro herido, la diminuta doctora volvió con sus ayudantes.
Mientras tanto, aunque nunca hubiera pensado que pudiera estar otra cosa que nerviosa e inquieta por aquella situación de suspense, lo de los lametones en la pierna se convirtió en una diversión inesperada. Me agité desasosegada y tuve que reprimir un gemido. ¿Debería retirar la pierna? Observar la brillante cabeza rasurada moviéndose arriba y abajo al ritmo de los lametones me transportaba a años luz de la batalla a vida o muerte que tenía lugar en el otro extremo de la sala. Quinn trabajaba cada vez más lentamente, su lengua era cálida y algo áspera. Pese a que su cerebro era el más opaco entre los de cambiante que había encontrado en mi vida, comprendí que estaba experimentando una reacción muy similar a la mía.
Cuando terminó, dejó reposar la cabeza sobre mi muslo. Respiraba con dificultad y yo intenté no hacer lo mismo. Sus manos soltaron mi pierna, pero empezaron entonces a acariciarme. Me miró. Sus ojos habían cambiado. Eran dorados, oro puro. Estaban llenos de color. Caray.
Me imagino que por mi expresión adivinó que yo no sabía qué pensar, por no decir algo peor, de nuestro pequeño interludio.
—No es nuestro momento ni nuestro lugar, pequeña —dijo—. Dios, ha sido… estupendo. —Se desperezó, pero no estirando los brazos y las piernas, como hacen los seres humanos. Quinn se arqueó desde la base de la columna vertebral hasta los hombros. Fue una de las cosas más raras que he visto en mi vida, y eso que llevo unas cuantas—. ¿Sabes quién soy? —me preguntó.
Moví afirmativamente la cabeza.
—¿Quinn? —dije, y noté que me subían los colores.
—He oído que te llaman Sookie —dijo, arrodillándose.
—Sookie Stackhouse —dije.
Me cogió la barbilla para que lo mirara. Lo miré intensamente a los ojos. No pestañeó.
—Me pregunto qué estarás viendo —dijo por fin, y me soltó.
Me miré la pierna. La señal que había quedado, limpia ahora de sangre, era casi con toda seguridad una herida provocada por el metal de la puerta.
—No es un mordisco —dije, y mi voz vaciló al pronunciar la última palabra. La tensión desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
—No. No serás mujer lobo en un futuro —dijo, y se incorporó. Extendió la mano, se la cogí y en un segundo estuve también en pie. Un ladrido desgarrador procedente de la jaula me devolvió al presente.
—Dime una cosa. ¿Por qué demonios no pueden solucionar el tema con una votación? —le pregunté.
Los ojos redondos de Quinn, una vez recuperado su tono marrón púrpura y ya rodeados de su blanco natural, se arrugaron por los extremos; la pregunta le había hecho gracia.
—No es el estilo de los cambiantes, pequeña. Nos vemos después —prometió Quinn. Sin decir nada más, se dirigió a la jaula y mi pequeña excursión concluyó. Tenía que volcar de nuevo mi atención al suceso verdaderamente importante que tenía lugar en la sala.
Cuando di con ellos, vi que Claudine y Claude miraban con ansiedad por encima del hombro. Me dejaron un pequeño espacio entre ellos y me rodearon con el brazo en cuanto estuve allí instalada. Parecían muy preocupados y noté que un par de lágrimas rodaba por las mejillas de Claudine. Cuando vi lo que ocurría en la jaula, comprendí por qué.
El lobo de pelaje más claro estaba venciendo. El lobo negro tenía el pelaje ensangrentado. Seguía en pie, seguía gruñendo, pero una de sus patas traseras cedía de vez en cuando bajo el peso de su cuerpo. Consiguió retroceder dos veces pero, a la tercera, la pata se doblegó y el lobo más joven se abalanzó sobre él. Empezaron entonces a dar vueltas convertidos en un aterrador amasijo de dientes, carne y pelo.
Olvidándose por completo de la ley del silencio, los demás lobos gritaban y aullaban dando su apoyo a uno u otro de los contrincantes. Finalmente localicé a Alcide; aporreaba el metal, agitado y sin poder hacer nada. Jamás en mi vida había sentido tanta lástima por alguien. Me pregunté si intentaría entrar en la jaula del combate. Pero otra mirada me informó de que, aunque Alcide perdiera el respeto por las reglas de la manada e intentara correr en ayuda de su padre, Quinn le bloquearía la entrada. Ese era el motivo por el cual la manada había elegido un árbitro externo, naturalmente.
La pelea terminó de repente. El lobo de pelaje más claro había cogido al otro por la garganta. Lo sujetaba, pero no lo mordía. Tal vez Jackson habría continuado con la pelea de no haber estado tan gravemente herido, pero se le habían agotado las fuerzas. Estaba tendido en el suelo gimoteando, incapaz de defenderse, incapacitado. La sala se quedó en completo silencio.
—Patrick Furnan queda declarado vencedor —dijo Quinn con un tono de voz neutral.
Y entonces Patrick Furnan mordió la garganta de Jackson Herveaux y lo mató.