14

Dormí muchas horas.

Y cuando me desperté, Tara no estaba. Sentí una punzada de pánico hasta que me di cuenta de que había dejado la manta doblada, se había lavado la cara en el baño (la toalla estaba mojada) y se había calzado. Me había dejado, además, una notita escrita en un sobre viejo donde yo había empezado a hacer la lista de la compra. Decía: «Te llamaré luego, T.». Era una nota seca, que no evocaba precisamente mucho amor fraternal.

Me sentí un poco triste. Me imaginé que pasaría una buena temporada sin ser la amiga favorita de Tara. Y que ella tendría que cuidar mucho todo lo que le rodeaba.

Hay momentos para pensar y momentos para permanecer inactiva. Y aquél era mi día de inactividad. Tenía el hombro mucho mejor y decidí coger el coche para ir al Wal-Mart Supercenter de Clarice y hacer toda la compra en un solo viaje. Además, pensé que por allí no me encontraría con muchos conocidos y no tendría que dar explicaciones a nadie sobre el disparo que había recibido.

Ser una persona anónima en un gran almacén me proporcionó una agradable sensación de paz. Me dediqué a pasear tranquilamente y a leer todas las etiquetas. Incluso elegí una cortina para el baño del adosado. Completar toda la lista me llevó su tiempo. Luego, al cargar las bolsas en el coche, intenté utilizar sólo el brazo derecho. Cuando llegué a mi casa de Berry Street me sentía feliz.

Vi que en el camino de acceso estaba aparcada la camioneta de la floristería de Bon Temps. A cualquier mujer le da un pequeño vuelco el corazón cuando ve la camioneta de la floristería, y yo no soy ninguna excepción.

—Tengo una entrega múltiple —dijo Greta, la esposa de Bud Dearborn. Greta era chata, como el sheriff, y regordeta, también como el sheriff, pero de carácter alegre y franco—. Eres una chica afortunada, Sookie.

—Pues sí que lo soy —concedí, con una pizca de ironía. Greta me ayudó primero a meter las bolsas y luego trajo las flores.

Tara me había enviado un jarroncito con margaritas y claveles. Las margaritas me gustan mucho y su color amarillo y blanco quedaba muy bien en la cocina. En la tarjeta ponía simplemente: «De Tara».

Calvin me había enviado una pequeña gardenia envuelta en papel de seda y con un gran lazo. Estaba lista para sacarla del recipiente de plástico y plantarla tan pronto como pasara el peligro de heladas. Me impresionó lo bien pensado que estaba el regalo, pues un arbusto como la gardenia perfumaría mi jardín durante años. Y dado que había tenido que cursar el pedido por teléfono, la tarjeta exponía sentimientos de lo más convencionales: «Pienso en ti… Calvin».

Pam me había enviado un ramo mixto cuya tarjeta ponía: «Que no te disparen más. De parte de la banda de Fangtasia». Me hizo reír un poquito. Pensé de inmediato que tendría que redactar tarjetas de agradecimiento, pero en mi nueva casa no tenía material para hacerlo. Iría al centro a comprar alguna cosa. En la farmacia de la ciudad había un rincón con tarjetas y accesorios, y además aceptaban paquetes para enviar por UPS. En Bon Temps era imprescindible saber diversificarse.

Ordené las compras, colgué como pude la cortina de la ducha y me arreglé para ir a trabajar.

La primera persona a la que vi cuando entré por la puerta de empleados fue a Sweetie Des Arts. Iba cargada con un montón de trapos de cocina y se había puesto ya su delantal.

—Veo que es difícil acabar contigo —observó—. ¿Qué tal te encuentras?

—Estoy bien —dije. Me dio la impresión de que Sweetie estaba esperándome y le agradecí el gesto.

—Me han dicho que te agachaste justo a tiempo —dijo—. ¿Cómo fue eso? ¿Oíste alguna cosa?

—No exactamente —dije. Sam salió en aquel instante de su despacho, cojeando y ayudándose con un bastón. Puso mala cara. No me apetecía explicarle mi pequeña aventura a Sweetie durante un tiempo en que tendría que estar trabajando ya para Sam—. Fue sólo una intuición —dije y me encogí de hombros, lo que me resultó inesperadamente doloroso.

Sweetie movió la cabeza al ver que yo daba por finalizada la explicación y se volvió para dirigirse a la cocina.

Sam ladeó la cabeza en dirección a su despacho y le seguí con el corazón en un puño. Sam cerró la puerta.

—¿Qué hacías cuando te dispararon? —me preguntó. Le brillaban los ojos de rabia.

No pensaba permitir que nadie me culpara por lo que me había sucedido. Me mantuve inmóvil, mirando a Sam a la cara.

—Acababa de sacar unos libros de la biblioteca —dije entre dientes.

—Y ¿por qué crees que el atacante te confundió con una cambiante?

—No tengo ni idea.

—¿Con quién habías estado?

—Fui a visitar a Calvin, y luego… —La frase se interrumpió cuando acabé de pensar lo que iba a decir—. ¿Quién podría adivinar que yo olía a cambiante? —pregunté muy despacio—. Nadie excepto otro cambiante, ¿verdad? O alguien con sangre de cambiante. O un vampiro. Un ser sobrenatural.

—Últimamente, de todos modos, no hemos tenido cambiantes raros por aquí.

—¿Has ido al lugar desde donde disparó el francotirador, para oler?

—No, la única vez que estuve en el escenario de un tiroteo estaba demasiado ocupado tirado en el suelo gritando y con la pierna ensangrentada.

—Pero a lo mejor ahora podrías captar alguna cosa.

Sam bajó la vista, dubitativo.

—Ha llovido desde entonces, pero me imagino que por intentarlo no se pierde nada —admitió—. Debería haberlo pensado. De acuerdo, lo inspeccionaré esta noche, cuando acabemos de trabajar.

—Iré contigo —dije descaradamente cuando Sam se dejó caer en su silla. Guardé el bolso en el cajón que Sam tenía vacío y salí a ver cómo estaban mis mesas.

Charles estaba muy atareado y me saludó con un ademán de cabeza y una sonrisa antes de concentrarse en el nivel de cerveza de la jarra que estaba llenando bajo el grifo. Una de nuestras bebedoras habituales, Jane Bodehouse, estaba sentada en la barra sin despegar los ojos de Charles. El vampiro no daba muestras de sentirse incómodo. Me di cuenta de que el ritmo del bar había recuperado la normalidad y de que el nuevo camarero pasaba desapercibido ya en el escenario.

Jason entró por la puerta cuando yo llevaba aproximadamente una hora de turno. Iba de la mano de Crystal. Se le veía muy feliz. Su nueva vida le gustaba y estaba encantado con la compañía de Crystal. Me pregunté cuánto tiempo durarían. Crystal, de todos modos, parecía tan entusiasmada como Jason.

Me dijo que Calvin saldría del hospital al día siguiente y que se instalaría en su casa en Hotshot. Le mencioné las flores que Calvin me había enviado y le dije a Crystal que le prepararía a Calvin alguna comida especial para celebrar su vuelta a casa.

Crystal estaba prácticamente segura de que estaba embarazada. Aunque el cerebro de los cambiantes es laberíntico, leí aquel pensamiento más claro que el agua. No era la primera vez que me enteraba de que una chica que salía con Jason estaba segura de que mi hermano iba a ser papá, y esperaba que esta vez la noticia resultara tan falsa como las anteriores. No es que tuviera nada en contra de Crystal… Bueno, la verdad es que no está bien mentirse a una misma. Sí tenía algo en contra de Crystal. Ella formaba parte de Hotshot y nunca abandonaría aquel lugar. No quería que un sobrino mío se criara en una comunidad tan pequeña y extraña como aquélla, dentro de la mágica influencia del cruce de caminos que formaba su núcleo.

Crystal no le había comentado a Jason el retraso de su periodo y estaba decidida a guardar silencio hasta estar segura del tema. Se bebió una cerveza en el tiempo en que Jason apuró dos y luego se marcharon para ir al cine en Clarice. Jason me dio un abrazo de despedida mientras yo servía las bebidas a un grupo de agentes de la ley. Se trataba de dos mesas juntas en una de las esquinas, ocupadas por Alcee Beck, Bud Dearborn, Andy Bellefleur, Kevin Pryor, Kenya Jones y el último ligue de Arlene, Dennis Pettibone, el investigador especializado en incendios provocados. Los acompañaban dos desconocidos, pero enseguida capté que eran también policías y que estaban allí destacados por algún motivo.

A Arlene le habría gustado servir aquella mesa, pero estaban claramente dentro de mi territorio e, igual de claramente, estaban hablando de algo importante. Cuando me acerqué con las bebidas, se callaron todos y no reanudaron la conversación hasta que no me alejé de la mesa. Naturalmente, lo que dijeran por la boca me traía sin cuidado, pues sabía exactamente lo que pensaban todos y cada uno de ellos.

Y los que conocían mis dotes, las habían olvidado por completo. Alcee Beck, en particular, me tenía un miedo de muerte, pero también él parecía haber olvidado mis capacidades, pese a habérselas demostrado en diversas ocasiones. Lo mismo podía decirse de Andy Bellefleur.

—¿Qué se trama en esa reunión de policías de aquel rincón? —preguntó Charles. Jane se había ido al lavabo y en aquel momento se había quedado solo en la barra.

—Veamos —dije, cerrando los ojos para poder concentrarme mejor—. Se están planteando trasladar la vigilancia policial de esta noche a otro aparcamiento, y están convencidos de que el incendio de mi casa está relacionado con los ataques y que la muerte de Jeff Marriot está vinculada a todo, de una u otra manera. Se preguntan incluso si la desaparición de Debbie Pelt podría estar incluida dentro de esta serie de crímenes, ya que la última vez que fue vista estaba echando gasolina en la autopista interestatal, en la estación de servicio más cercana a Bon Temps. Y piensan que también cabe la posibilidad de que la desaparición temporal de mi hermano Jason hace un par de semanas forme asimismo parte de todo este lío. —Moví la cabeza y al abrir los ojos vi que Charles estaba turbadoramente cerca de mí. Su ojo bueno, el derecho, estaba fijo en mi ojo izquierdo.

—Tienes dotes muy excepcionales, jovencita —dijo pasado un instante—. Mi último jefe solía hacer colección de casos excepcionales.

—¿Para quién trabajabas antes de estar en territorio de Eric? —pregunté. Se volvió para coger la botella de Jack Daniels.

—Para el rey de Misisipi —respondió.

Me sentí como si alguien hubiera tirado de la alfombra que tenía bajo mis pies.

—Y ¿por qué abandonaste Misisipi y viniste aquí? —pregunté, ignorando los gritos de la mesa que tenía a un metro y medio de mí.

El rey de Misisipi, Russell Edgington, me conocía como la novia de Alcide, pero no como telépata utilizada de forma ocasional por los vampiros. Era muy posible que Edgington me guardase rencor. Bill había estado encarcelado en las antiguas caballerizas que había detrás de la mansión de Edgington, donde había sido torturado por Lorena, la criatura que había convertido a Bill en vampiro hacía ciento cuarenta años. Bill había logrado escapar. Lorena había muerto. Russell Edgington no tenía por qué saber necesariamente que yo era la causante de todos aquellos sucesos. Aunque cabía la posibilidad de que sí lo supiese.

—Me cansé de la forma de actuar de Russell —dijo Sacharles—. No me va su rollo sexual y estar siempre rodeado de perversidad acaba resultando agotador.

A Edgington le gustaba la compañía masculina, era cierto. Tenía una casa llena de hombres, además de una pareja humana fija, Talbot.

Era posible que Charles se encontrara allí cuando yo estuve, aunque no lo recordaba. La noche en que me llevaron a la mansión estaba gravemente herida. No había visto a todos los que allí vivían y tampoco tenía por qué recordar necesariamente a los que vi.

Me di cuenta de que el pirata y yo seguíamos mirándonos a los ojos. Los vampiros más antiguos tienen capacidad para interpretar a la perfección las emociones humanas, y me pregunté qué información estaría dándole a Charles Twining con mi expresión y mi comportamiento. Aquélla fue una de las escasas veces en que deseé poder leer la mente de los vampiros. Me pregunté si Eric conocería los antecedentes de Charles. ¿Lo habría acogido Eric sin antes verificar su historial? Eric era un vampiro cauto. Había sido testigo de historias que yo ni siquiera podía imaginarme y había sobrevivido gracias a su cautela.

Me volví finalmente para responder a los gritos de los impacientes clientes que llevaban varios minutos insistiendo en que les rellenara sus jarras de cerveza.

Evité continuar la conversación con nuestro nuevo camarero durante el resto de la noche. Me pregunté por qué me habría contado aquello. O bien Charles quería que supiese que me estaba vigilando, o bien no tenía ni idea de que yo había estado en Misisipi recientemente.

Tenía mucho en qué pensar.

La jornada laboral tocó a su fin. Tuvimos que llamar al hijo de Jane para que viniera a recoger a su madre, que estaba como una cuba; no era la primera vez que lo hacíamos. El camarero pirata había trabajado a buen ritmo, nunca cometía errores y daba conversación a los clientes mientras servía los pedidos. Había cosechado buenas propinas.

Bill llegó para recoger a su huésped cuando ya cerrábamos. Me habría gustado poder charlar un rato tranquilamente con él, pero Charles se plantó al lado de Bill al instante y no tuve la oportunidad de hacerlo. Bill me miró con extrañeza, pero se marcharon sin que yo pudiera comentar nada con él. De todos modos, tampoco sabía muy bien qué quería decirle. Me sentí aliviada cuando me di cuenta de que Bill, por supuesto, sí había visto a los peores empleados de Russell Edgington, pues ellos eran quienes lo habían torturado. Que Bill no conociera a Charles Twining era buena señal.

Sam estaba ya preparado para nuestra misión olfativa. Hacía una noche fría y despejada y las estrellas iluminaban el cielo nocturno. Sam iba bien protegido y yo me había puesto mi precioso abrigo rojo. Tenía unos guantes y un gorro a conjunto, y pensaba utilizarlos. Aunque la primavera se acercaba a cada día que pasaba, el invierno no había terminado, ni mucho menos.

En el bar sólo quedábamos nosotros. El aparcamiento estaba vacío, exceptuando el coche de Jane. El resplandor de las luces de seguridad acentuaba las sombras. A lo lejos oí ladrar a un perro. Sam caminaba con cautela con sus muletas, intentando sortear el desigual piso del aparcamiento.

—Voy a transformarme —dijo Sam.

—Y ¿qué pasará con tu pierna?

—Ahora lo veremos.

Sam era un cambiante de pura sangre. Podía transformarse sin necesidad de que fuera luna llena, aunque las experiencias eran muy distintas, según contaba. Sam podía transformarse en animales distintos, aunque sus preferencias se decantaban por los perros y, dentro de éstos, por un collie.

Sam se ocultó detrás del seto que había delante de su casa prefabricada para desnudarse. Incluso en plena noche, capté la alteración del ambiente que indicaba la magia que envolvía su cuerpo. Se arrodilló y jadeó, y ya no lo vi más. Transcurrido un minuto, apareció un perro sabueso, de pelaje rojizo, balanceando las orejas de lado a lado. No estaba acostumbrada a ver a Sam con aquel aspecto y tardé un segundo en estar segura de que era él. Cuando el perro me miró, reconocí enseguida que se trataba de mi jefe.

—Vamos, Dean —dije. Le puse ese nombre al Sam en versión animal antes de que me diera cuenta de que hombre y perro eran el mismo ser. El sabueso empezó a correr por el aparcamiento delante de mí en dirección al bosque donde días atrás el francotirador había estado esperando a que Sam saliese del bar. Observé los movimientos del perro. Movía mejor la extremidad trasera derecha, pero no era una diferencia drástica.

Cuando penetré en la frialdad del bosque, la oscuridad se tornó más intensa. Me había llevado una linterna y la encendí. Con aquella luz, sin embargo, los árboles cobraban un aspecto espeluznante. El sabueso —Sam— ya había llegado al lugar que la policía había designado como la posición del francotirador. El perro, agitando sus carrillos, acercó la cabeza al suelo y empezó a inspeccionar el terreno y a clasificar toda la información olfativa que iba recibiendo. Permanecí a un lado, sintiéndome inútil. Dean me miró y dijo «guau». Inició el camino de vuelta al aparcamiento, por lo que me imaginé que ya había captado todo lo que podía captar.

Tal y como habíamos acordado, hice subir a Dean al Malibu para llevarlo al escenario de otro de los ataques, concretamente el punto situado detrás de unos viejos edificios que había delante del Sonic, donde el francotirador se había escondido la noche en que la pobre Heather Kinman fue asesinada. Me adentré en un callejón que había justo detrás de los viejos almacenes y aparqué junto a la antigua tintorería Patsy, que se había trasladado a un local más nuevo y mejor situado hacía ya quince años. Entre la tintorería y el local del Luisiana Feed and Seed, desvencijado y abandonado también, se abría un hueco estrecho desde el que se dominaba el Sonic a la perfección. El restaurante de comida para llevar estaba cerrado de noche pero seguía iluminado. El Sonic estaba situado en la calle principal de la ciudad, cuyas farolas estaban encendidas; gracias a ello, las zonas que permitían pasar la luz se veían muy bien pero, por desgracia, las que quedaban a la sombra resultaban impenetrables.

El sabueso inspeccionó toda la zona, prestando especial interés al pequeño espacio poblado de malas hierbas que quedaba entre los dos viejos locales, una franja tan estrecha que apenas permitía el paso de una persona. Se le veía especialmente excitado por un olor que había descubierto. Y también yo lo estaba, pues esperaba que hubiese encontrado alguna cosa que pudiese convertirse en una prueba para la policía.

De pronto Dean dejó escapar un «¡guau!» y levantó la cabeza para mirar más allá de donde yo me encontraba. Estaba concentrado en algo, o en alguien. Casi sin quererlo, me volví para mirar. Andy Bellefleur estaba allí, de pie en el punto donde el callejón de servicio cruzaba el vacío entre los edificios. La luz iluminaba únicamente su cara y su torso.

—¡Por Dios bendito! ¡Acabas de darme un susto de muerte, Andy! —De no haber estado observando al perro con tanta atención, habría intuido su llegada. La vigilancia policial, maldita sea. Tendría que haberme acordado.

—¿Qué haces aquí, Sookie? ¿De dónde has sacado este perro?

No se me ocurría ni una sola respuesta que resultara convincente.

—Pensé que valía la pena mirar si un perro entrenado podía captar un olor único en los distintos lugares donde estuvo apostado el francotirador —dije. Dean se protegió entre mis piernas, jadeaba y babeaba.

—¿Desde cuándo formas parte de la nómina del condado? —preguntó Andy en tono coloquial—. No sabía que te hubiesen contratado como investigadora.

De acuerdo, la cosa no me estaba saliendo bien.

—Andy, si me dejas pasar, el perro y yo volveremos al coche, nos largaremos y no tendrás que enfadarte conmigo nunca más. —Estaba bastante enfadado y decidido a resolver la situación con una pelea, fuese lo que fuese lo que eso implicara. Andy quería reestructurar el mundo y hacerlo girar sobre el eje que él consideraba adecuado. Yo no encajaba en ese mundo. Y tampoco giraba sobre ese eje. Leí su mente y no me gustó nada lo que estaba escuchando.

Me di cuenta, demasiado tarde, de que Andy había bebido una copa de más durante la reunión que había mantenido en el bar. Lo suficiente como para eliminar sus limitaciones habituales.

—No tendrías que vivir en nuestra ciudad, Sookie —dijo.

—Tengo tanto derecho a vivir aquí como tú, Andy Bellefleur.

—Eres una alteración genética o algo por el estilo. Tu abuela era una mujer encantadora y todo el mundo dice que tu madre y tu padre eran buena gente. ¿Qué sucedió contigo y con Jason?

—No creo que Jason y yo tengamos nada malo, Andy —dije manteniendo la calma, por mucho que sus palabras escocieran como un ataque de hormigas rojas—. Creo que somos gente normal y corriente, ni mejores ni peores que Portia y tú.

Andy resopló.

De pronto, el flanco del sabueso, que seguía casi entre mis piernas, empezó a vibrar. Dean gruñía de forma casi inaudible. Pero no miraba a Andy. La cabeza del sabueso apuntaba hacia otra dirección, hacia las sombras oscuras del otro extremo del callejón. Otra mente viva: un ser humano. Aunque no un ser humano normal y corriente.

—Andy —dije. Mi susurro taladró su ensimismamiento—. ¿Vas armado?

La verdad es que no sé si me sentí mucho mejor cuando sacó la pistola.

—Suéltala, Bellefleur —dijo categóricamente una voz, una voz que me resultaba familiar.

—Y una mierda —dijo Andy con desdén—. ¿Por qué tendría que soltarla?

—Porque el arma que yo llevo es más grande —dijo la voz, fría y sarcàstica. De entre las sombras surgió Sweetie Des Arts, empuñando un rifle. Apuntaba a Andy y no me cabía la menor duda de que tenía la intención de disparar. Noté que me deshacía por dentro—. ¿Por qué no te largas, Andy Bellefleur? —preguntó Sweetie. Iba vestida con un mono de mecánico y una chaqueta, las manos cubiertas con guantes. No recordaba en absoluto al aspecto de una cocinera de un restaurante de comida rápida—. No tengo nada contra ti. No eres más que una persona.

Andy movió la cabeza en un intento de comprender sus palabras. Me di cuenta de que seguía sin soltar la pistola.

—Eres la cocinera del bar, ¿verdad? ¿Por qué haces esto?

—Deberías saberlo, Bellefleur. He oído tu conversación con esta cambiante. A lo mejor este perro es un ser humano, alguien a quien conoces. —No esperó a que Andy le respondiera—. Y Heather Kinman era igual de nefasta. Se convertía en zorro. Y ese tipo que trabaja en Norcross, Calvin Norris, es una condenada pantera.

—¿Les disparaste a todos? ¿Me disparaste a mí? —Quería asegurarme de que Andy escuchara aquello—. Pero creo que tu pequeña venganza tiene un detalle erróneo, Sweetie. Yo no soy una cambiante.

—Pues hueles como si lo fueras —dijo Sweetie, segura de que tenía razón.

—Tengo amigos cambiantes y el día que me disparaste abracé a unos cuantos. Pero yo no soy una cambiante.

—Pues entonces eres culpable por asociación —dijo Sweetie—. Seguro que tienes un poco de cambiante por alguna parte.

—¿Y tú? —le pregunté. No quería que volviera a dispararme. Las evidencias sugerían que Sweetie no era una tiradora experta: Sam, Calvin y yo habíamos sobrevivido. Sabía que hacer diana de noche era complicado, pero siempre existía la posibilidad de que en esta ocasión acertara—. ¿A qué viene esta venganza?

—Tengo una parte de cambiante —dijo, gruñendo casi como Dean—. Tuve un accidente de coche y me mordieron. Esa cosa medio hombre medio lobo corría por el bosque donde tuve el accidente…, y esa condenada cosa me mordió…, y luego apareció otro coche en la carretera y huyó. ¡La primera noche de luna llena después de aquello mis manos se transformaron! Mis padres vomitaron.

—¿Y tu novio? ¿Tenías novio? —Seguí hablando para intentar distraerla. Andy estaba alejándose de mí todo lo posible para que no pudiera dispararnos a ambos a la vez. Tenía pensado dispararme primero a mí, lo sabía. Me habría gustado que el sabueso se alejara de mí, pero permanecía fielmente pegado a mis piernas. Sweetie no estaba segura de que el perro fuese un cambiante. Y, extrañamente, no había mencionado nada del ataque contra Sam.

—Por aquel entonces trabajaba como stripper, vivía con un tipo importante —dijo, con la rabia revelándose en su voz—. Vio mis manos y todo aquel pelo y me aborreció. Cuando había luna llena se largaba. Se iba de viaje de negocios. Se iba a jugar al golf con sus amigos. Tenía reuniones interminables.

—¿Cuánto tiempo llevas disparando contra cambiantes?

—Tres años —declaró con orgullo—. He matado a veintidós y herido a cuarenta y uno.

—Eso es terrible —dije.

—Me enorgullezco de ello —respondió ella—. De eliminar la porquería de la faz de la tierra.

—¿Siempre trabajas en bares?

—Eso me permite detectarlos —dijo sonriendo—. Busco también en iglesias y restaurantes. En guarderías.

—Oh, no. —Tenía ganas de vomitar.

Tenía mis sentidos en máxima alerta, como cabe imaginar, y adiviné que alguien entraba por el callejón por detrás de donde estaba Sweetie. Sentí la rabia acumularse en la mente de un ser de dos naturalezas. No miré hacia allí e intenté mantener la atención de Sweetie más tiempo. Pero hubo un pequeño ruido, tal vez el sonido de un papel aplastado contra el suelo, y eso fue suficiente para Sweetie. Se volvió en redondo con el rifle y disparó. Un alarido y un lamento rompieron la oscuridad del extremo sur del callejón.

Andy aprovechó el momento y disparó contra Sweetie Des Arts mientras ésta le daba la espalda. Me aplasté contra la pared desigual de ladrillo del viejo local del Feed and Seed y cuando el rifle se despegó de su mano, vi la sangre asomando por la comisura de su boca, negra bajo la luz de las estrellas. Se derrumbó en el suelo.

Mientras Andy se abalanzaba sobre Sweetie sin soltar su pistola, me abrí paso entre ellos para averiguar quién había acudido en nuestra ayuda. Encendí la linterna y descubrí a un hombre lobo muy malherido. Por lo que el grueso pelaje permitía ver, la bala de Sweetie había impactado en pleno pecho.

—¡Coge el móvil! —le grité a Andy—. ¡Pide ayuda! —Presioné con fuerza la herida sangrante, confiando en estar haciendo lo más adecuado. La herida se movía de forma desconcertante, pues el lobo estaba en pleno proceso de recuperar su forma humana. Miré hacia atrás y vi que Andy seguía sumido en un valle de lágrimas por el horror de lo que acababa de hacer—. Muérdele —le dije a Dean, y éste se acercó al policía y le hincó los dientes en la mano.

Andy gritó, claro está, y levantó el arma como si fuera a disparar al sabueso.

—¡No! —chillé, levantándome de un salto y abandonando al hombre lobo herido—. Utiliza el teléfono, idiota. Pide una ambulancia.

La pistola cambió de dirección y pasó a apuntarme a mí.

Durante un eterno y tenso momento pensé que había llegado la hora de mi muerte. A todos nos gustaría matar lo que no comprendemos, lo que nos da miedo, y yo le daba mucho miedo a Andy Bellefleur.

Pero la pistola empezó a temblar y Andy dejó caer la mano hacia su costado. Me miraba como si acabara de comprenderlo todo. Hurgó en su bolsillo en busca del teléfono. Para mi alivio, enfundó el arma después de marcar el número.

Me volví hacia el hombre lobo, ahora completamente humano y desnudo. Mientras, oí que Andy decía:

—Ha habido un tiroteo en el callejón que hay detrás de los viejos locales del Feed and Seed y la tintorería Patsy, en Magnolia Street, enfrente del Sonic. Sí, eso es. Dos ambulancias, dos heridos de bala. No, yo estoy bien.

El hombre lobo herido era Dawson. Luchaba por abrir los ojos y respiraba con dificultad. El dolor que debía de sufrir era inimaginable.

—Calvin —intentaba decir.

—Ahora no te preocupes. La ambulancia está en camino —le dije. Había dejado la linterna en el suelo a mi lado y el haz de luz iluminaba sus enormes músculos y su pecho desnudo y velludo. Tenía frío, evidentemente, y me pregunté dónde habría dejado la ropa. Me habría gustado disponer de su camisa para realizarle un torniquete. La herida sangraba aún en abundancia. Intenté presionarla con las manos.

—Me dijo que pasara mi último día vigilándote —dijo Dawson. Tiritaba de la cabeza a los pies. Realizó un intento de sonrisa—. Le dije: «Pan comido». —Dejó de hablar, acababa de quedarse inconsciente.

En aquel momento entraron en mi campo de visión los zapatos negros de Andy. Estaba segura de que Dawson moriría, y ni siquiera conocía su nombre de pila. No tenía ni idea de cómo íbamos a explicar a la policía la presencia de un hombre desnudo. Esperad un momento…, ¿dependía eso de mí? ¿No era Andy quién tenía que dar explicaciones?

Como si acabara de leerme la mente —para variar—, dijo Andy en aquel momento:

—Lo conoces, ¿verdad?

—Muy por encima.

—Pues tendrás que decir que os conocíais bastante bien, para explicar eso de que vaya desnudo.

Tragué saliva.

—De acuerdo —dije después de una breve y sombría pausa.

—Estabais los dos aquí buscando a su perro. Tú —le dijo Andy a Dean—. No sé quién eres, pero sigue siendo perro, ¿me has oído? —Andy se retiró, nervioso—. Y yo estoy aquí porque venía siguiendo a la mujer…, actuaba de forma sospechosa.

Asentí, sin dejar de prestar atención al sonido de la respiración de Dawson. Ojalá pudiera darle mi sangre para curarle, como si fuera un vampiro. Si tuviera algunos conocimientos de primeros auxilios… Pero los coches de la policía y las ambulancias ya llegaban. En Bon Temps todo está cerca y el hospital de Grainger era el que quedaba más próximo a la parte sur de la ciudad.

—He oído su confesión —dije—. He oído cómo decía que disparó a todos los demás.

—Dime una cosa, Sookie —dijo Andy precipitadamente—. Antes de que llegue todo el mundo. Halleigh no tendrá nada raro, ¿verdad?

Me quedé mirándolo, sorprendida de que en este momento pudiera pensar en una cosa como aquélla.

—Nada raro exceptuando esa manera estúpida que tiene de deletrear su nombre. —Entonces recordé quién había disparado a la zorra que yacía en el suelo apenas a un metro de distancia de donde estábamos—. No, no tiene nada de raro —dije—. Halleigh es de lo más normal.

—Gracias a Dios —dijo—. Gracias a Dios.

Y entonces apareció Alcee Beck en el callejón y se detuvo en seco, intentando dar sentido a la escena que tenía ante él. Le seguía Kevin Pryor, y a continuación apareció la pareja de Kevin, Kenya, con su arma desenfundada. El personal de la ambulancia permaneció inactivo hasta tener la seguridad de que nadie corría peligro. Yo me encontré de pie contra la pared y cacheada. Kenya no hacía más que decir «Lo siento, Sookie» y «Tengo que hacerlo», hasta que yo le dije:

—Hazlo y ya está. ¿Dónde está mi perro?

—Se ha marchado corriendo —dijo Kenya—. Me imagino que las luces lo habrán espantado. Es un sabueso, ¿no? Volverá solo a casa. —Finalizado el cacheo, dijo—: ¿Cómo es que este hombre está desnudo, Sookie?

Aquello no era más que el principio. Mi coartada era terriblemente débil. Adiviné la incredulidad en el rostro de todos los presentes. La temperatura no era precisamente la más adecuada para hacer el amor al aire libre y yo iba completamente vestida. Pero Andy me respaldó en todo momento y nadie dijo que no hubiese sucedido como yo acababa de contarlo.

Unas dos horas después, me dejaron volver a mi coche para regresar al adosado. Lo primero que hice cuando entré fue llamar al hospital para averiguar qué tal estaba Dawson. No sé cómo, pero Calvin acabó poniéndose al teléfono.

—Está vivo —dijo con tensión.

—Qué Dios te bendiga por haberlo enviado a vigilarme —dije—. De no ser por él me habrían matado.

—Me han dicho que el policía disparó a la mujer.

—Sí, así fue.

—Y he oído decir muchas cosas más.

—Fue complicado.

—¿Nos veremos esta semana?

—Sí, naturalmente.

—Ahora vete a dormir.

—Gracias de nuevo, Calvin.

Mi deuda con el hombre pantera aumentaba a un ritmo que daba miedo. Sabía que tendría que pagársela más adelante. Estaba cansada y dolorida. Me sentía sucia por dentro por la triste historia de Sweetie, y sucia por fuera por haber estado arrodillada en el callejón ayudando al ensangrentado hombre lobo. Dejé la ropa en el suelo del dormitorio y me metí en la ducha, tapando el vendaje con un gorro de la ducha para evitar que se mojara, tal y como me habían enseñado las enfermeras.

Cuando a la mañana siguiente sonó el timbre, maldije la vida en la ciudad. Pero resultó que no era la vecina que quería saber si podía prestarle una taza de harina. Abrí la puerta y me encontré con Alcide Herveaux con un sobre en la mano.

Lo miré con ojos legañosos. Sin decir palabra, volví a mi habitación y me eché de nuevo en la cama. No fue suficiente para disuadir a Alcide, que me siguió hasta allí.

—Ahora eres doblemente amiga de la manada —dijo, como si estuviese seguro de que ésa era mi principal preocupación. Me volví hacia él y me acurruqué bajo las sábanas—. Dice Dawson que le salvaste la vida.

—Me alegro de que Dawson esté lo suficientemente bien como para poder hablar —murmuré, cerrando los ojos con fuerza y deseando que Alcide se fuera—. Pero tu manada no me debe nada de nada, pues le dispararon por mi culpa.

Por el movimiento, intuí que Alcide acababa de arrodillarse junto a la cama.

—Eso no tienes que decidirlo tú, sino nosotros —dijo como si quisiera regañarme—. Estás convocada para asistir a la elección del líder de la manada.

—¿Qué? ¿Qué tengo que hacer?

—Simplemente observar todo el proceso y felicitar al ganador, sea quien sea.

Naturalmente, para Alcide la lucha por la sucesión era lo más importante en aquel momento. Le resultaba difícil comprender que mis prioridades no fueran las mismas. Me sentía agobiada por una oleada de obligaciones sobrenaturales.

La manada de hombres lobo de Shreveport aseguraba estar en deuda conmigo. Andy Bellefleur nos debía a Dawson, a Sam y a mí el haber podido solucionar el caso. Yo estaba en deuda con Andy porque me había salvado la vida. Aunque el haber despejado las dudas de Andy sobre la normalidad de Halleigh tal vez sirviera para cancelar mi deuda con él por haber disparado a Sweetie.

Sweetie había vengado a su agresor.

Eric y yo estábamos en paz, me imaginaba.

Yo le debía alguna cosa a Bill.

Sam y yo nos habíamos puesto más o menos al día.

Alcide estaba en deuda personal conmigo, a mi entender. Yo le había acompañado para todo aquel rollo con su manada y había hecho lo posible por seguir las reglas y ayudarlo.

En el mundo en que vivía, el mundo de los seres humanos, había vínculos y deudas, consecuencias y buenas obras. Todo eso era lo que unía a la gente en sociedad; a lo mejor era lo que constituía la sociedad. Y yo intentaba vivir en mi pequeña parcelita de la mejor forma posible.

Relacionarme con los clanes secretos de los seres de dos naturalezas y los no muertos complicaba y dificultaba mi vida en la sociedad humana.

Y la hacía más interesante.

Y a veces… divertida.

Alcide había estado hablando mientras yo pensaba y me había perdido prácticamente todo lo que había dicho. Y se había dado cuenta.

—Siento mucho si te aburro, Sookie —dijo con voz tensa.

Me volví para mirarle. Su verde mirada se veía herida.

—No me aburres. Lo que pasa es que tengo mucho en qué pensar. Déjame la invitación, ¿de acuerdo? Ya te diré alguna cosa. —Me pregunté qué debía ponerse una para asistir a un combate para elegir al líder de la manada. Me pregunté si el señor Herveaux y el fornido concesionario de motos acabarían forcejeando de verdad y dando tumbos por el suelo.

La verde mirada de Alcide reflejaba ahora perplejidad.

—Actúas de forma muy rara, Sookie. Antes me sentía muy a gusto contigo. Pero ahora tengo la sensación de que no te conozco.

Una de mis Palabras del Día de la semana pasada era «válido».

—Me parece una observación válida —dije, tratando de sonar prosaica—. Yo también me sentía a gusto contigo cuando te conocí. Después empecé a descubrir cosas. Como lo de Debbie, la política de los cambiantes y la servidumbre que algunos de vosotros mostráis hacia los vampiros.

—Ninguna sociedad es perfecta —dijo Alcide a la defensiva—. Y en lo que a Debbie se refiere, no quiero volver a oír mencionar su nombre jamás.

—Que así sea —dije. Dios sabía muy bien que sentía náuseas cuando oía pronunciar aquel nombre.

Alcide dejó el sobre de color crema encima de la mesita de noche, me cogió la mano, se inclinó sobre ella y la besó. Fue un gesto ceremonial y me habría gustado conocer su significado. Pero en el momento en que iba a preguntárselo, vi que se disponía a marcharse.

—Cierra bien la puerta cuando te vayas —grité—. Basta con que gires hacia un lado el botoncito que hay en el pomo. —Supongo que lo hizo, porque me puse de nuevo a dormir enseguida, y nadie me despertó hasta que fue casi la hora de irme a trabajar. Pero encontré una nota en la puerta que decía: «Linda T. hará tu turno. Tómate la noche libre. Sam». Entré de nuevo en casa, me quité la ropa del trabajo y me puse unos vaqueros. Estaba dispuesta a ir a trabajar y ahora no sabía qué hacer.

Casi me alegré cuando me di cuenta de que tenía otra obligación, y me dirigí a la cocina para ponerme manos a la obra.

Después de una hora y media de lucha en una cocina que no me resultaba familiar y con la mitad de parafernalia de la que disponía normalmente, emprendí camino hacia Hotshot para ir a visitar a Calvin con un plato de pechugas de pollo con salsa de nata agria acompañado de arroz y unas galletas. No llamé con antelación. Mi idea era dejarle la comida e irme. Pero cuando llegué a la pequeña comunidad vi que había varios coches aparcados en el camino de acceso a la pulida casita de Calvin. «Maldita sea», pensé. No me apetecía involucrarme más con Hotshot de lo que ya lo estaba. La nueva naturaleza de mi hermano y tener a Calvin como pretendiente era más que suficiente para mí.

Con el corazón encogido, aparqué el coche y pasé el brazo por debajo del asa de la cesta de las galletas. Me puse mis guantes del horno y cogí con cuidado la bandeja caliente de pollo con arroz, apreté los dientes al sentir una punzada de dolor en el hombro y, muy erguida, me dirigí a la puerta de la casa de Calvin. Los Stackhouse siempre se comportan como deben.

Me abrió la puerta Crystal. La expresión de sorpresa y satisfacción de su rostro me dejó avergonzada.

—Qué alegría que hayas venido —dijo, haciendo lo posible para que resultara un saludo informal—. Pasa, por favor. —Se echó hacia atrás y vi entonces que la salita estaba llena de gente, incluyendo a mi hermano. La mayoría eran seres pantera, evidentemente. Los hombres lobo de Shreveport habían enviado a un representante y, para mi asombro, vi que se trataba de Patrick Fuman, pretendiente al trono y dueño del concesionario de Harley-Davidson.

Crystal me presentó a la mujer que hacía las veces de anfitriona, Mary Elizabeth Norris. Mary Elizabeth se movía como si no tuviera huesos. Estaba segura de que salía muy poco de Hotshot. La cambiante me presentó a todos los reunidos con mucho detalle, como si quisiera asegurarse de que yo comprendía la relación que Calvin tenía con cada uno de ellos. Al cabo de un rato empecé a hacerme un lío. Pero enseguida me di cuenta de que los nativos de Hotshot, salvo raras excepciones, podían dividirse en dos tipologías: los menudos, ágiles y de pelo oscuro, como Crystal, y los de pelo más rubio, robustos y con preciosos ojos verdes o de color miel, como Calvin. Se apellidaban en su mayoría Norris o Hart.

Patrick Fuman fue el último de los presentes que Crystal me presentó.

—Por supuesto que te conozco —dijo efusivamente, sonriéndome como si hubiéramos bailado juntos en una boda—. Aquí tenemos a la novia de Alcide —dijo, asegurándose de que todo el mundo le oía—. Alcide es el hijo del otro candidato a líder de la manada.

Se produjo un largo silencio, que decididamente podría calificarse como de «tenso».

—Se equivoca —dije, en un tono de lo más normal—. Alcide y yo sólo somos amigos. —Le sonreí como para hacerle saber que era mejor que no se encontrara conmigo a solas en un callejón un día de estos.

—Disculpe mi error —dijo él, suave como la seda.

Era la bienvenida a casa de un héroe. Había globos, carteles, flores y plantas, y la casa de Calvin estaba impecablemente limpia. La cocina rebosaba comida. Mary Elizabeth dio un paso al frente, se volvió para cortar las explicaciones de Patrick y me dijo:

—Ven por aquí, querida. Calvin tendrá ganas de verte. —Si hubiera tenido una trompeta a mano, habría recurrido a ella. Se notaba que Mary Elizabeth no era una mujer sutil, aunque sus enormes ojos dorados le otorgaban un engañoso aspecto de misterio.

Me imagino que no me habría sentido más incómoda de haber tenido que caminar sobre brasas encendidas.

Mary Elizabeth me hizo pasar a la habitación de Calvin. El mobiliario era precioso, de líneas definidas y limpias. Aunque no soy una entendida en muebles, diría que tenían un aspecto escandinavo…, o cierto estilo, que es lo mismo. La cama era grande y Calvin estaba cubierto con unas sábanas con motivos africanos, unos leopardos en plena cacería. (Las habría comprado alguien con sentido del humor). Calvin se veía muy pálido en contraste con los colores intensos de las sábanas y el tono anaranjado de la colcha. Llevaba un pijama marrón y se adivinaba con claridad que acababa de salir del hospital. Pero se alegró de verme. Me descubrí pensando que Calvin Norris estaba rodeado por un halo de tristeza, por algo que me conmovía aun a pesar de mí misma.

—Siéntate —dijo, indicándome la cama. Se hizo a un lado para dejarme espacio. Supongo que haría alguna señal, pues el hombre y la mujer que le acompañaban en la habitación —Dixie y Dixon— desaparecieron en silencio por la puerta, cerrándola a sus espaldas.

Un poco incómoda, me senté en la cama a su lado. Tenía una de esas mesas que hay en los hospitales, las que tienen ruedecitas para que puedan colocarse por encima de la cama. En la mesa había un vaso con té helado y un plato con humeante comida. Le hice un gesto indicándole que empezara a comer si le apetecía. El inclinó la cabeza y rezó en silencio mientras yo permanecía sentada sin decir nada. Me pregunté a quién dirigiría su oración.

—Cuéntamelo —dijo Calvin mientras desplegaba la servilleta. Empecé a sentirme más cómoda. Le conté lo sucedido en el callejón mientras él comía. Vi que la comida que había en el plato era el pollo con arroz que yo le había traído, acompañado por un poco de verdura y dos de mis galletas. Calvin había querido que viese que comía lo que yo le había preparado. Me sentí conmovida, algo que despertó una pequeña alarma en algún rincón de mi cerebro.

—De modo que sin Dawson quién sabe lo que habría pasado —concluí—. Gracias por enviármelo. ¿Qué tal está?

—Resistiendo —dijo Calvin—. Lo transportaron en helicóptero desde Grainger a Baton Rouge. De no ser un hombre lobo, habría muerto. Creo que saldrá de ésta.

Me sentía fatal.

—No te culpes por ello —dijo Calvin. De repente, su voz sonaba más profunda—. Fue Dawson quien lo eligió.

—¿El qué?

—Quien eligió su profesión. Quién eligió lo que quería hacer. A lo mejor debería haber saltado sobre ella unos segundos antes. ¿Por qué esperó? No lo sé. ¿Por qué apuntó ella hacia abajo con la escasa luz que había? No lo sé. Pero es evidente que las consecuencias dependen siempre de lo que cada uno decide hacer. —Calvin quería comunicarme alguna cosa y le costaba hacerlo. No era un hombre muy expresivo por naturaleza, e intentaba transmitir una idea que era a la vez importante y abstracta—. No hay nadie a quien culpar —dijo finalmente.

—Estaría muy bien poder creer eso, y espero poder conseguirlo algún día —dije—. A lo mejor empiezo a ir por buen camino y acabo creyéndolo. —La verdad es que estaba un poco harta de culparme de las cosas.

—Sospecho que los lobos te invitarán a su guateque de elección del líder de la manada —dijo Calvin. Me cogió la mano. Estaba caliente y seca al tacto.

Moví afirmativamente la cabeza.

—Seguro que irás —supuso.

—Me parece que tengo que ir —respondí con cierta inquietud, preguntándome cuál sería su objetivo.

—No voy a ser yo quien te diga qué tienes que hacer —dijo Calvin—. No tengo ninguna autoridad sobre ti. —No se le veía muy contento con todo aquello—. Pero si vas, te pido por favor que te cubras las espaldas. No lo digo por mí; no significo nada para ti, todavía. Sino por ti.

—Te lo prometo —dije después de una pausa. Calvin no era un tipo a quien podías decirle lo primero que se te pasaba por la cabeza. Era un hombre serio.

Me ofreció una de sus excepcionales sonrisas.

—Eres muy buena cocinera —dijo. Le devolví la sonrisa.

—Gracias, caballero —dije, y me levanté. Su mano se tensó sobre la mía y Calvin tiró de ella. No se trata de llevarle la contraria a un hombre que acaba de salir del hospital, de modo que me incliné y le acerqué la mejilla a sus labios.

—No —dijo, y cuando me volví un poco para ver qué había hecho mal, me dio un beso en la boca.

Francamente, esperaba no sentir nada. Pero sus labios estaban tan calientes y secos como sus manos, y olían a mi comida, una sensación familiar y hogareña. Resultó sorprendente, y sorprendentemente confortable, estar tan cerca de Calvin Norris. Me retiré ligeramente, y estoy segura de que en la cara se notaba mi sorpresa. El hombre pantera sonrió y soltó mi mano.

—Lo bueno de estar en el hospital fue que vinieras a verme —dijo—. No te sientas incómoda ahora que estás en mi casa.

—No, por supuesto que no —dije, ansiosa por salir de aquella habitación y recuperar mi compostura.

Mientras había estado hablando con Calvin, la salita había quedado casi vacía. Crystal y Jason habían desaparecido y Mary Elizabeth estaba recogiendo los platos con la ayuda de una adolescente mujer pantera.

—Te presento a Terry —dijo Mary Elizabeth ladeando la cabeza—. Mi hija. Vivimos en la casa de al lado.

Saludé a la chica con un ademán de cabeza. Ella me lanzó una intensa mirada antes de reanudar sus labores. Vi que no le gustaba. Era de la tipología más rubia, como Mary Elizabeth y Calvin, y estaba pensando.

—¿Piensas casarte con mi padre? —me preguntó.

—No tengo pensado casarme con nadie —dije con cautela—. ¿Quién es tu padre?

Mary Elizabeth lanzó una mirada de reojo a Terry dejándole claro que más tarde se arrepentiría de haber hablado.

—Terry es hija de Calvin —contestó.

Seguí sorprendida durante un par de segundos pero entonces, de pronto, la postura de las dos mujeres, las tareas que desempeñaban, su aire de familiaridad con la casa…, todo empezó a encajar.

No dije nada, pero algo debió de revelar mi expresión, pues Mary Elizabeth se quedó alarmada y luego habló, casi enfadada.

—No pretendas juzgar nuestra forma de vida —dijo—. No somos como vosotros.

—Es verdad —dije, engullendo mi sensación de repulsa. Me obligué a sonreír—. Gracias por presentarme a todo el mundo. ¿Puedo hacer alguna cosa para ayudar?

—Nosotras nos encargamos de todo —dijo Terry, lanzándome ahora una mirada que era una extraña combinación de respeto y hostilidad.

—Nunca deberíamos haberte enviado al colegio —le dijo Mary Elizabeth a la chica. Su mirada dorada era tanto de amor como de rencor.

—Adiós —dije. Recuperé mi abrigo y salí de la casa intentando que no se notara que tenía prisa por largarme de allí. Para mi consternación, vi que Patrick Furnan me esperaba junto a mi coche. Sujetaba un casco de moto debajo del brazo y enseguida vi su Harley aparcada junto a la carretera.

—¿Te interesa oír lo que tengo que decirte? —preguntó el barbudo hombre lobo.

—No, la verdad es que no —le respondí.

—No va a seguir ayudándote a cambio de nada —dijo Furnan, y me volví en redondo para mirarlo cara a cara.

—¿De qué me habla?

—Las gracias y un beso no le bastarán. Tarde o temprano te exigirá que le pagues por lo que ha hecho. No podrás evitarlo.

—No recuerdo haber pedido su consejo —le solté. Dio un paso hacia mí—. Y mantenga las distancias. —Dejé vagar la mirada por las casas de la aldea. Notaba todas las miradas ocultas sobre nosotros, sentía su peso.

—Tarde o temprano —repitió Fuman. De pronto me sonrió—. Espero que sea más bien pronto. Ya sabes que a los hombres lobos no puedes ponerles los cuernos. Ni a los hombres pantera. Te harán pedazos entre todos.

—Yo no estoy poniéndole los cuernos a nadie —dije, frustrada hasta casi no poder más por su insistencia en pretender conocer mejor mi vida amorosa que yo misma—. No salgo con ninguno de los dos.

—Entonces te quedas sin protección —dijo triunfante.

No entendía nada.

—Váyase al infierno —contesté, completamente exasperada. Subí al coche y me largué, dejando que mi mirada resbalara sobre el hombre lobo como si no estuviera allí. (El concepto de «abjurar», al fin y al cabo, podía resultar útil). Lo último que vi por el espejo retrovisor fue a Patrick Fuman poniéndose el casco sin apartar la mirada de mi coche.

Si hasta aquel momento me traía sin cuidado quién ganara el concurso de Rey de la Montaña que estaba a punto de celebrarse entre Jackson Herveaux y Patrick Fuman, ahora empezaba a importarme.