13

—Fangtasia —dijo una aburrida voz femenina—. Donde todos tus sueños sangrientos se hacen realidad.

—Hola, Pam, soy Sookie.

—Oh, hola —dijo con voz más alegre—. Me he enterado de que has tenido aún más problemas. Que te quemaron la casa. Si sigues a este ritmo no vivirás mucho tiempo.

—No, tal vez no —reconocí—. Oye, ¿está Eric por ahí?

—Sí, está en su despacho.

—¿Podrías pasármelo?

—No sé cómo —dijo en tono desdeñoso.

—¿Podría acercarle el teléfono, señora, por favor?

—Naturalmente. Por aquí siempre pasa algo después de que llames tú. Es casi como romper la rutina. —Pam estaba cruzando el bar con el teléfono, lo noté por el cambio en el sonido ambiental. Se oía música de fondo. De nuevo KDED. The Nigbt Has a Thousand Eyes, esta vez—. ¿Qué tal por Bon Temps, Sookie? —preguntó Pam, diciéndole a algún cliente del bar: «¡Apártate, hijo de puta!»—. Les gusta que les hablen así —me dijo tranquilamente—. Y bien, ¿qué sucede?

—Que me dispararon.

—No me digas —dijo—. Eric, ¿te habías enterado de lo que me está contando Sookie? Alguien le disparó.

—No te emociones tanto, Pam —dije—. Hay quien pensaría que incluso te importa.

Se echó a reír.

—Aquí tienes a tu hombre —dijo.

Hablando como si tal cosa, igual que Pam, Eric me soltó:

—No debe de ser tan grave, pues de lo contrario no estarías al teléfono.

Y era verdad, aunque me habría gustado una reacción algo más sobresaltada. Pero no había tiempo para pensar en minucias. Respiré hondo. Sabía lo que me esperaba, tan cierto como que me habían disparado, pero tenía que ayudar a Tara.

—Eric —dije, viéndomelo venir—. Necesito que me hagas un favor.

—¿De verdad? —preguntó él. Entonces, después de una prolongada pausa, repitió—: ¿De verdad?

Se echó a reír.

—Entendido —dijo.

Llegó al adosado una hora después y se detuvo en el umbral después de que le abriera la puerta.

—Es un nuevo edificio —me recordó.

—Eres bienvenido —dije con poca sinceridad, y entró, con su blanco rostro radiante… ¿Sensación de triunfo? ¿De excitación? La lluvia le había mojado el pelo, que le caía por los hombros en forma de greñas. Iba vestido con una camiseta de seda de color marrón dorado, pantalones a rayas marrones rematados con un llamativo cinturón que sólo podía calificarse de bárbaro: mucho cuero, oro y borlas colgando. Tal vez había sido posible sacar a aquel hombre de la época de los vikingos, pero que él prescindiera del vikingo que llevaba dentro ya era otra cosa.

—¿Te apetece tomar algo? —pregunté—. Lo siento, pero no tengo TrueBlood y no puedo conducir, por lo que no puedo ir a buscártelo. —Sabía que mi hospitalidad estaba lejos de ser excelente, pero no podía hacer nada al respecto. No se me había ocurrido pedirle con antelación a alguien que fuera a comprarme sangre para Eric.

—No tiene importancia —dijo, observando la pequeña sala.

—Siéntate, por favor.

Eric se instaló en el sofá, apoyando su tobillo derecho sobre la rodilla de su pierna izquierda. Sus grandes manos se movían sin cesar.

—¿Qué favor necesitas, Sookie? —Se le veía contento.

Suspiré. Al menos era evidente que me ayudaría, dado que prácticamente se relamía ya del poder que tendría sobre mí.

Me instalé en el borde del abultado sillón. Le expliqué lo de Tara, lo de Franklin, lo de Mickey. Eric se puso serio enseguida.

—¿Tiene la posibilidad de huir durante el día y no lo hace? —observó.

—Y ¿por qué tendría que abandonar su negocio y su casa? El que debería marcharse es él —argumenté. (Aunque debo confesar que yo también me había preguntado por qué Tara no se tomaba unas vacaciones. ¿Se quedaría mucho tiempo Mickey por aquí si la mujer de la que podía beneficiarse gratuitamente desaparecía?)—. Si intentara huir, Tara se pasaría el resto de su vida vigilando sus espaldas —dije convencida.

—Me he enterado de más cosas sobre Franklin desde que lo conocí en Misisipi —dijo Eric. Me pregunté si habría utilizado para ello la base de datos de Bill—. Franklin posee una mentalidad anticuada.

Un comentario sustancioso, viniendo de un guerrero vikingo que había pasado sus días más felices saqueando, violando y sembrando la destrucción a su paso.

—Antiguamente, los vampiros se pasaban entre ellos a los humanos dispuestos —se explicó Eric—. Cuando nuestra existencia era un secreto, resultaba conveniente tener una amante humana, conservar a esa persona…, es decir, no extraerle mucha sangre… y después, cuando ya no quedaba nadie que la quisiera… o le quisiera —añadió Eric rápidamente para que mi lado feminista no se sintiera ofendido—, esa persona era apurada hasta el final.

Sentí repugnancia y lo demostré.

—Quieres decir drenada —dije.

—Sookie, tienes que comprender que durante cientos, miles de años nos hemos considerado mejores que los humanos, hemos constituido un mundo aparte del de los humanos. —Se detuvo un instante a pensar—. Con una relación muy similar a la que los humanos, como tales, mantienen con, por ejemplo, las vacas. Os considerábamos comestibles, como las vacas, pero bellos también.

Me había quedado sin habla. Todo aquello lo intuía, claro está, pero que te lo revelaran resultaba… nauseabundo. Comida que caminaba y hablaba, eso éramos nosotros. «McPersonas».

—Iré a ver a Bill. El conoce a Tara, le alquila el local de la tienda, de modo que seguro que se sentirá obligado a ayudarla —dije furiosa.

—Sí. Se sentiría obligado a intentar matar al subordinado de Salomé. Pero Bill no ocupa un rango superior al de Mickey, por lo que no puede ordenarle que se marche. ¿Quién crees tú que sobreviviría a la pelea?

La idea me dejó un minuto paralizada. Me estremecí. ¿Y si ganaba Mickey?

—No, me temo que tu mejor esperanza soy yo, Sookie. —Eric me obsequió con una sonrisa espléndida—. Hablaré con Salomé y le pediré que convoqué a su secuaz. Franklin no es hijo suyo, pero Mickey sí. Y teniendo en cuenta que ha estado cazando furtivamente en mi zona, se verá obligada a reclamar su presencia.

Levantó una de sus rubias cejas.

—Y ya que me pides que haga esto por ti, me debes una, por supuesto.

—Me pregunto qué vas a querer tú a cambio —pregunté, tal vez con un tono más bien seco y cínico.

Me sonrió con ganas y reveló sus colmillos.

—Cuéntame qué pasó mientras estuve contigo. Cuéntamelo todo, no te olvides de nada. Después de eso, haré lo que me pides. —Posó ambos pies en el suelo y se inclinó hacia delante, volcando toda su atención en mí.

—De acuerdo. —Era como estar entre la espada y la pared. Bajé la vista hacia mis manos, que mantenía unidas sobre mi regazo.

—¿Hubo sexo? —preguntó directamente.

Durante un par de minutos, la cosa podía ser divertida.

—Eric —dije—, hubo sexo en todas las posturas que podía imaginarme, y en algunas que ni podía. Hubo sexo en todas las estancias de mi casa, y hubo sexo al aire libre. Me dijiste que era el mejor sexo que jamás habías tenido. —(En aquel momento no podía recordar todas las actividades sexuales que había mantenido. Pero me había hecho aquel cumplido)—. Es una pena que no puedas recordarlo. —Concluí, con una sonrisa modesta.

Parecía que a Eric acabaran de darle con un mazo en la frente. Durante treinta segundos, su reacción resultó de lo más gratificante. Después empezó a ser incómoda.

—¿Alguna cosa más que debería saber? —preguntó en un tono de voz tan equilibrado que resultaba simplemente amedrentador.

—Hummm, sí.

—Entonces, tal vez sirva para iluminarme.

—Me ofreciste abandonar tu puesto de sheriff y venir a vivir conmigo. Y buscar trabajo.

Tal vez la cosa no estuviera yendo tan bien. Era imposible que Eric pudiera estar más blanco o más inmóvil.

—Ah —dijo—. ¿Alguna cosa más?

—Sí. —Agaché la cabeza porque había llegado a la parte que no tenía nada de divertida—. Cuando aquella última noche llegamos a casa, la noche de la batalla contra los brujos en Shreveport, entramos por la puerta trasera, como yo siempre hago. Y Debbie Pelt…, ¿la recuerdas? ¿La «lo que fuera» de Alcide? Bien, pues Debbie estaba sentada junto a la mesa de la cocina. Iba armada con una pistola y estaba dispuesta a dispararme. —Me arriesgué a levantar la vista y vi que las cejas de Eric se habían unido en el entrecejo—. Pero tú te arrojaste delante de mí. —Me incliné muy rápidamente hacia delante y le di unas palmaditas en la rodilla. Regresé a continuación a mi espacio vital—. Y la bala impactó en ti, un detalle que fue increíblemente dulce por tu parte. Pero Debbie estaba dispuesta a disparar de nuevo, y yo me hice con el rifle de mi hermano y la maté. —Aquella noche no lloré en absoluto, pero en ese momento noté que me rodaba una lágrima por la mejilla—. La maté —dije, y jadeé, falta de aire.

Eric abrió la boca como si fuera a formular una pregunta, pero levanté la mano indicándole que esperara. Tenía que terminar.

—Guardamos el cadáver en una bolsa y tú te lo llevaste para enterrarlo en alguna parte mientras yo limpiaba la cocina. Encontraste su coche y lo escondiste. No sé dónde. Tardé horas en eliminar toda la sangre de la cocina. Había por todas partes. —Intenté desesperadamente mantener la compostura. Me froté los ojos con el dorso de la muñeca. Me dolía el hombro y me moví inquieta en mi asiento intentando que eso me aliviara.

—Y ahora resulta que te han disparado y yo no estaba allí para recibir el impacto de la bala —dijo Eric—. Te salvaste por los pelos. ¿Crees que la familia Pelt intenta vengarse?

—No —dije. Me gustaba que Eric se tomase todo esto con tanta calma. No sé qué me había esperado, pero eso no, por supuesto. De poder calificar su reacción de alguna manera, diría que había sido contenida—. Contrataron a unos detectives privados y, por lo que sé, éstos no encontraron ningún motivo para sospechar de mí más que de cualquier otra persona. De todos modos, el único motivo por el que era sospechosa fue porque cuando Alcide y yo descubrimos aquel cuerpo en Verena Rose's, en Shreveport, contamos a la policía que estábamos prometidos. Teníamos que explicar un motivo por el que habíamos ido juntos a una tienda de vestidos de novia. Teniendo en cuenta que él mantenía una relación tan inestable con Debbie, cuando dijimos a la policía que íbamos a casarnos levantamos una bandera roja que los detectives quisieron comprobar. Alcide tiene una buena coartada para el momento de la muerte de Debbie. Pero si algún día sospechan de verdad de mí, me veré envuelta en un problema porque, naturalmente, tú ni siquiera estabas en teoría aquí. No puedes proporcionarme una coartada porque no recuerdas nada de aquella noche; y, claro está, yo soy la culpable. Yo la maté. Tuve que hacerlo. —Estoy segura de que eso fue lo que dijo Caín después de matar a Abel.

—Estás hablando demasiado —dijo Eric.

Cerré la boca con fuerza. Hacía tan sólo un momento me había dicho que se lo contara todo y ahora quería que dejase de hablar.

Eric se quedó mirándome durante un espacio de tiempo que se prolongó quizá cinco minutos. No estaba muy segura de que en realidad estuviera viéndome. Estaba enfrascado en sus pensamientos.

—¿Te dije que lo dejaría todo por ti? —dijo al final de sus cavilaciones.

Resoplé.

—Y ¿cómo respondiste tú?

Eso sí que me dejó pasmada.

—Pensé que no estaba bien que te quedaras conmigo sin recordar nada. No sería justo.

Eric entrecerró los ojos. Empezaba a cansarme de ser observada a través de unas rendijillas azules.

—¿Y bien? —pregunté, curiosamente desinflada. A lo mejor es que en el fondo me esperaba una escena más emocional. A lo mejor es que esperaba que Eric me abrazara, me besara y me dijera que aún sentía lo mismo. A lo mejor me hago demasiados castillos en el aire—. He cumplido con lo que pedías. Ahora hazlo tú conmigo.

Sin quitarme los ojos de encima, Eric sacó un teléfono móvil de su bolsillo y marcó un número que tenía registrado en la memoria.

—Rose-Anne —dijo—. ¿Estás bien? Sí, por favor, si puede ponerse. Dile que tengo información que seguro que le interesará. —No podía oír la respuesta al otro lado de la línea, pero vi que Eric movía afirmativamente la cabeza, como si su interlocutora estuviese delante de él—. Naturalmente que espero. Un momento. —Y enseguida dijo—: Buenas noches también a ti, bella princesa. Sí, estoy muy ocupado. ¿Qué tal va el casino? Bien, bien. A cada minuto nace uno. Te llamaba para contarte una cosa sobre tu acólito, ese tal Mickey. ¿Tiene alguna relación de negocios con Franklin Mott?

Entonces Eric levantó una ceja y sonrió.

—¿De verdad? No, si no te culpo por ello… Pero Mott intenta imponer las cosas a la vieja usanza, y estamos en América. —Volvió a quedarse a la escucha—. Sí, te doy esta información a cambio de nada. Si decides no hacerme ningún favor a cambio no pasa nada. Ya sabes que te tengo en gran estima. —Eric sonrió de forma encantadora—. Simplemente pensé que debías estar al corriente de que Mott le ha pasado una mujer humana a Mickey. Este la tiene dominada porque la amenaza con quitarle la vida y sus propiedades. Ella se muestra muy reacia.

Después de un nuevo silencio, durante el cual la sonrisa de Eric se hizo más amplia, dijo:

—El pequeño favor sería sacarnos de aquí a Mickey. Sí, eso es todo. Basta con que te asegures de que nunca más vuelve a acercarse a esa mujer, Tara Thornton. Que no tenga nada más que ver con ella, ni con sus pertenencias ni con sus amistades. La relación debería cortarse por completo. O de lo contrario tendré que cortarle yo algo a ese Mickey. Ha actuado en mi área sin tener la cortesía de venir a visitarme. La verdad es que esperaba mejores modales de un hijo tuyo. ¿Están todas las bases cubiertas?

Aquel americanismo sonaba extraño en boca de Eric Northman. Me pregunté si en el pasado habría jugado al béisbol.

—No, no tienes por qué darme las gracias, Salomé. Me alegro de estar a tu servicio. ¿Podrás informarme cuando el asunto esté cerrado por tu parte? Gracias. Bien, volvamos al curro. —Eric apagó el teléfono y empezó a juguetear con él, lanzándolo al aire y recogiéndolo una y otra vez.

—Desde un principio sabías que Mickey y Franklin estaban haciendo algo malo —dije, conmocionada pero curiosamente poco sorprendida—. Sabías que su jefa se alegraría de saber que estaban rompiendo las reglas, pues su vampiro violaba tu territorio. Por lo tanto, esto no te afectará.

—Sólo me he dado cuenta cuando me has dicho lo que querías —observó Eric, tan racional como siempre—. ¿Cómo podía yo saber que el deseo de tu corazón sería que ayudase a otra persona?

—Y ¿qué pensabas que querría?

—Pensaba que igual querías que te pagase la reconstrucción de tu casa, o que me pedirías ayuda para averiguar quién está atentando contra los cambiantes. Alguien podría haberte confundido con una cambiante —dijo Eric, dando a entender que debería haberme dado cuenta de ello—. ¿Con quién estuviste antes de que te dispararan?

—Había ido a visitar a Calvin Norris —contesté, y Eric no puso muy buena cara.

—Por lo tanto, tenías su olor.

—Bien, sí, la verdad es que me dio un abrazo de despedida.

Eric me miró con escepticismo.

—¿Estaba también allí Alcide Herveaux?

—Vino a mi casa —dije.

—Y ¿también te abrazó?

—No lo recuerdo —dije—. No tiene importancia.

—La tiene para alguien que anda buscando cambiantes y licántropos a quienes disparar. Además, me parece que abrazas a demasiada gente.

—A lo mejor fue el olor de Claude —musité pensativa—. Caramba, eso no lo había pensado. No, espera, Claude me abrazó después de lo del disparo. Por lo que me imagino que el olor a hada no tiene relevancia.

—Un hada —dijo Eric, al tiempo que sus pupilas se dilataban—. Ven aquí, Sookie.

Ay, ay. Tal vez había exagerado mi rabia acumulada.

—No —dije—. Te he dicho lo que querías saber, has hecho lo que te he pedido y ahora ya puedes volver a Shreveport y dejarme dormir. ¿Lo recuerdas? —Le señalé el hombro que llevaba vendado.

—Entonces iré yo —dijo Eric, y se arrodilló delante de mí. Se presionó contra mis piernas e inclinó la cabeza hasta dejarla prácticamente recostada sobre mi cuello. Cogió aire, lo retuvo y lo soltó a continuación. Tuve que reprimir una risa nerviosa al ver la similitud que guardaba aquel proceso con fumar droga—. Apestas —continuó Eric, y me quedé rígida—. Hueles a cambiante, a hombre lobo y a hada. Un cóctel de todas las razas.

Permanecí completamente inmóvil. Sus labios estaban a dos milímetros de mi oreja.

—¿Qué hago?, ¿te muerdo para acabar con todo esto? —susurró—. Así no tendría que volver a pensar en ti nunca más. Acordarme continuamente de ti se ha convertido en una costumbre molesta, y quiero librarme de ella. ¿O debería tal vez empezar a excitarte para descubrir si es verdad que el sexo contigo es el mejor que he tenido en mí vida?

Me dio la impresión de que no iba a tener voz y voto con respecto a esto. Tosí para aclararme la garganta.

—Eric —le interrumpí con una voz un poco ronca—, tenemos que hablar de un tema.

—No. No. No —dijo. Y con cada «no» sus labios rozaron mi piel.

Yo estaba mirando por la ventana por encima de su hombro.

—Eric —dije en un susurro—, alguien nos vigila.

—¿Dónde? —Su postura no cambió, pero Eric había pasado de un estado emocional que resultaba decididamente peligroso para mí a uno muy diferente en el que el peligro iba dirigido a otra persona.

Teniendo en cuenta que la escena de unos ojos que observaban por la ventana guardaba un extraño parecido a la situación de la noche del incendio de mi casa, y que aquella noche el mirón había resultado ser Bill, confié en que en esta ocasión volviera a serlo. A lo mejor estaba celoso, o sentía curiosidad, o simplemente me vigilaba. Si el intruso fuera un humano, habría podido leerle el cerebro y descubrir quién era o, como mínimo, qué pretendía; pero el lugar desde donde debería transmitírseme la información estaba vacío: se trataba de un vampiro.

—Es un vampiro —le dije a Eric con el susurro más débil que logré articular, y me abrazó y me atrajo hacia él.

—Tenemos problemas —dijo Eric, aun sin hablar en un tono exasperado. Parecía más bien excitado. A Eric le encantaba la acción.

Ya estaba segura de que el mirón no era Bill, pues en ese caso se habría dado ya a conocer. Y Charles tenía que estar en el Merlotte's preparando daiquiris. Quedaba entonces un único vampiro.

—Mickey —musité, agarrándome con fuerza a la camisa de Eric.

—Salomé se ha movido más rápido de lo que me imaginaba —dijo Eric con su tono de voz habitual—. Y me imagino que él estará tan enfadado que ha decidido no obedecerla. Nunca ha estado aquí, ¿verdad?

—Verdad. —Gracias a Dios.

—Entonces no puede entrar.

—Pero puede romper la ventana —dije, al oír que un cristal se hacía pedazos a nuestra izquierda. Mickey había lanzado una piedra grande como un puño y, para mi consternación, ésta había golpeado a Eric en la cabeza. Se derrumbó como…, como una piedra. Se quedó tendido e inmóvil. Tenía un corte profundo en la sien y sangraba profusamente. Me levanté de un salto, perpleja al ver al poderoso Eric aparentemente fuera de combate.

—Invítame a pasar —dijo Mickey, desde el exterior de la ventana. Su cara, blanca y rabiosa, brillaba bajo la incesante lluvia. Tenía el pelo negro completamente aplastado sobre su cabeza.

—Por supuesto que no —respondí. Me arrodillé junto a Eric, que, para mi alivio, pestañeó. Ya sé que no podía morirse, claro está, pero aun así, cuando ves a alguien recibir un golpe como aquél, resulta aterrador. Había caído delante del sillón, cuyo respaldo estaba pegado a la ventana, por lo que Mickey no podía verlo.

Y en aquel instante vi que Mickey llevaba a Tara agarrada de la mano. Estaba casi tan pálida como él y había recibido una auténtica paliza. Tenía sangre en la comisura de la boca. El flaco vampiro la agarraba con fuerza del brazo.

—La mataré si no me dejas entrar —dijo y, para demostrar que hablaba en serio, le rodeó el cuello con las manos y empezó a apretar. Se oyó el estallido de un trueno y la luz de un relámpago iluminó la cara de desesperación de Tara, que se agarraba débilmente a los brazos del vampiro. Mickey sonrió, mostrando sus colmillos desplegados.

Si le dejaba entrar, nos mataría a todos. Si le dejaba fuera, sería testigo de la muerte de Tara. Sentí entonces las manos de Eric sujetándome el brazo.

—Hazlo —dije, sin apartar mi mirada de Mickey. Eric mordió, y me dolió muchísimo. No se anduvo con delicadezas. Estaba desesperado por curarse rápidamente.

Tendría que tragarme mi dolor. Me esforcé en no reflejarlo en mi rostro, aunque entonces me di cuenta de que tenía muchos motivos para mostrarme rabiosa.

—¡Suéltala! —le grité a Mickey, intentando ganar unos segundos. Me pregunté si habría vecinos levantados, si oirían aquel jaleo, y recé para que no vinieran a averiguar qué sucedía. Temía incluso la llegada de la policía. Aquí, a diferencia de otras ciudades, no teníamos vampiros policías que pudiesen encargarse de sus colegas delincuentes.

—La soltaré cuando me dejes entrar —gritó Mickey. Parecía un demonio allí fuera, remojado por la lluvia—. ¿Cómo está tu dócil vampiro?

—Sigue inconsciente. —Mentí—. Está malherido. —No me costó ningún esfuerzo que la voz me temblara como si estuviese a punto de llorar—. La herida es tan profunda que le veo hasta el hueso. —Gimoteé y miré a Eric, que seguía alimentándose con la avaricia de un bebé hambriento. Y mientras lo miraba vi como su cabeza iba curándose. Ya había presenciado curaciones de vampiros, pero el proceso seguía dejándome pasmada—. Ni siquiera puede abrir los ojos —añadí destrozada, justo en el momento en que los ojos azules de Eric me miraban fijamente. No sabía si ya estaba en condiciones de luchar, pero no podía quedarme mirando cómo estrangulaban a Tara.

—Todavía no —dijo Eric, pero yo ya le había dicho a Mickey que entrara.

—¡Ay! —dije, y al instante Mickey se deslizó por la ventana con una maniobra extraña, como si no tuviera huesos. Se sacudió los trozos de cristal roto de cualquier manera, como si no le doliese cortarse. Pasando al brazo la presión que antes había ejercido sobre su cuello, arrastró a Tara tras él. La dejó caer en el suelo y la lluvia que entraba por la ventana rota fue a caer sobre ella, aunque creo que no podía mojarse más de lo que ya lo estaba. Tenía la cara ensangrentada y los ojos cerrados, las magulladuras cada vez más oscuras. Me levanté medio mareada por la pérdida de sangre, procurando esconder la muñeca detrás del brazo del sillón. Notaba que Eric seguía chupándome y sabía que faltaba poco para que estuviese curado del todo.

—¿Qué quieres? —le pregunté a Mickey. Como si no lo supiera ya.

—Tu cabeza, zorra —dijo. El odio contraía sus estrechas facciones, tenía los colmillos completamente expuestos. Eran blancos y afilados y brillaban bajo la luz del techo—. ¡Arrodíllate ante tus superiores! —Y antes de que me diera tiempo a reaccionar (de hecho, antes de que me diera tiempo a pestañear), el vampiro me golpeó con el dorso de la mano y di un traspiés. Aterricé en el sofá antes de caer al suelo. Me quedé sin aire, incapaz de moverme y permanecí un agónico minuto luchando por respirar. Mientras, Mickey se puso encima de mí y comprendí enseguida sus intenciones cuando le vi dispuesto a desabrocharse el pantalón—. ¡Para lo único que sirves es para esto! —dijo, afeando más si cabe sus facciones debido al desprecio. Intentó también acercarse a mi boca, haciendo que el miedo que sentía por él me intimidara aún más.

Y de pronto, mis pulmones se llenaron de aire. Incluso bajo aquellas terribles circunstancias, el alivio que me produjo poder respirar fue una sensación exquisita. Y con el aire llegó también la rabia, como si la hubiera inhalado junto con el oxígeno. Este era el comodín que utilizaban los acosadores, siempre. Sentía náuseas…, náuseas por dejarme amedrentar por la polla de aquel espantajo.

—¡No! —le grité—. ¡No! —Y finalmente conseguí volver a pensar; el miedo me había abandonado, por fin—. ¡Tu invitación ha quedado rescindida! —grité, y el pánico se apoderó entonces de él. Se apartó de mí, con un aspecto ridículo debido a que llevaba los pantalones por las rodillas, y retrocedió hacia la ventana, pisando a la pobre Tara. Intentó inclinarse para cogerla y poder llevársela, pero yo me arrastré por la minúscula sala para sujetarla por los tobillos. Tara tenía los brazos mojados y resbaladizos debido a la lluvia y la magia se había apoderado con fuerza del vampiro. En menos de un segundo, estaba fuera de la casa, gritando de rabia. Miró entonces en dirección este, como si alguien le hubiera llamado desde allí, y desapareció en la oscuridad.

Eric se incorporó, casi tan sorprendido como Mickey.

—Has pensado con mayor claridad que ningún ser humano —dijo, rompiendo con su voz el repentino silencio—. ¿Cómo estás, Sookie? —Extendió la mano y me ayudó a levantarme del suelo—. Yo empiezo a encontrarme mucho mejor. Me has dado tu sangre sin que tuviera que pedírtela, y no he tenido que pelear con Mickey. Has hecho todo el trabajo.

—Recibiste el impacto de una piedra —le comenté, satisfecha por poder descansar un minuto antes de llamar a una ambulancia para Tara. Me sentía débil.

—Es un precio pequeño —dijo Eric. Buscó de nuevo el teléfono móvil, lo abrió y pulso la tecla de «Rellamada»—. Salomé —dijo Eric—, me alegro de que respondas al teléfono. Mickey trata de huir…

Oí una carcajada de júbilo al otro lado de la línea. Era escalofriante. No sentía ni una pizca de lástima por Mickey, pero me alegré de no tener que ser testigo de su castigo.

—¿Lo capturará Salomé? —pregunté.

Eric asintió satisfecho después de guardar de nuevo el teléfono en su bolsillo.

—Y puede hacerle cosas más dolorosas de lo que nadie podría llegar a imaginarse —dijo—. Y eso que yo soy capaz de imaginar muchas…

—Digamos que es… creativa.

—Él le pertenece. Ella es su progenitora. Puede hacer con él lo que le plazca. No puede desobedecerla sin ser castigado. Tiene que acudir a ella si lo llama, y ahora está llamándolo.

—No por teléfono, me imagino —observé.

Me miró con ojos brillantes.

—No, no necesita ningún teléfono. Él intentará escapar, pero acabará yendo con ella. Cuanto más se resista, peor será su tortura. Naturalmente —añadió, por si yo aún no lo tenía claro—, así es como debe ser.

—Pam te pertenece, ¿verdad? —pregunté, arrodillándome y acercando los dedos al frío cuello de Tara. No quería mirarla.

—Sí —dijo Eric—. Puede irse cuando quiera, pero tiene que regresar si le hago saber que necesito ayuda.

La verdad es que no sabía qué pensar al respecto, aunque lo que yo pensara carecía de importancia. Tara jadeaba y gimoteaba.

—Despierta, chica —dije—. ¡Tara! Voy a llamar a la ambulancia para que vengan a buscarte.

—No —dijo bruscamente—. No. —Parecía la palabra de la noche.

—Estás malherida.

—No puedo ir al hospital. Todo el mundo se enteraría.

—No seas tonta, cuando la gente vea que estás un par de semanas sin poder ir a trabajar, todo el mundo sabrá también que fue porque te dieron una paliza de muerte.

—Puede tomar un poco de mi sangre —se ofreció Eric. Miraba a Tara con poca emoción.

—No —dijo ella—. Antes moriría.

—Podrías morir —dije, mirándola—. Pero ya habrás tomado sangre de Franklin o de Mickey, ¿no? —Me imaginaba que sus sesiones de sexo habrían tenido un poco de «donde las dan las toman».

—Por supuesto que no —dijo, conmocionada. El horror de su voz me pilló desprevenida. Yo había tomado sangre de vampiro cuando la había necesitado. La primera vez, habría muerto de no tomarla.

—Entonces, tendrás que ir al hospital. —Me preocupaba que Tara pudiera tener lesiones internas—. Me da miedo moverte —dije cuando vi que intentaba sentarse. Pese a que podría haberla movido sin ningún esfuerzo, Don Forzudo no colaboró en absoluto, lo que me dio bastante rabia.

Por fin Tara consiguió sentarse con la espalda apoyada en la pared, mientras el gélido aire silbaba a través de la ventana rota y agitaba las cortinas. La lluvia había amainado y apenas entraba agua. El linóleo de delante de la ventana estaba empapado y había cristales cortantes por todas partes, incluso algunos fragmentos pegados a la ropa y la piel de Tara.

—Escúchame, Tara —dijo Eric. Tara levantó la cabeza para mirarlo y se vio obligada a entrecerrar los ojos porque la luz del techo la deslumbraba. Me daba lástima, pero Eric no veía a Tara con los mismos ojos que yo—. Tu avaricia y tu egoísmo han puesto en peligro a mi…, a mi amiga Sookie. Dices que eres su amiga, pero no actúas como tal.

¿Acaso no me había prestado Tara un vestido cuando yo lo necesitaba? ¿Acaso no me había prestado un coche cuando el mío quedó destrozado por el incendio? ¿No me había ayudado siempre que yo lo había necesitado?

—Esto no es de tu incumbencia, Eric —dije.

—Tú me llamaste y me pediste ayuda, por lo tanto es de mi incumbencia. Llamé a Salomé y le expliqué lo que estaba haciendo su hijo. Y ella lo ha reclamado y lo castigará por ello. ¿No era eso lo que querías?

—Sí —dije, y me avergüenza decir que respondí malhumorada.

—Entonces, voy a dejárselo claro a Tara. —La miró—. ¿Me has entendido?

Tara asintió. Las magulladuras de su cara y su cuello parecían oscurecer por momentos.

—Voy a traerte un poco de hielo para el cuello —le dije, y corrí hacia la cocina. Cogí varios cubitos y los metí en una bolsa de plástico. No me apetecía escuchar la bronca de Eric; Tara me daba mucha pena.

Cuando regresé con ellos, al cabo de un minuto, Eric había acabado ya con lo que tuviera que decirle. Tara se palpó el cuello con cautela, cogió la bolsa y se la llevó a la garganta. Mientras yo, ansiosa y espantada, me acercaba a ella, vi que Eric volvía a hablar por el móvil.

Me encogí de preocupación.

—Necesitas un médico —le insistí.

—No —se resistió ella.

Miré a Eric, que había terminado su conversación. Él era el experto en heridas.

—Se curará sin necesidad de ir al hospital —dijo escuetamente. Su indiferencia me provocaba escalofríos. Justo cuando creía haberme acostumbrado a ellos, los vampiros me mostraban su verdadera cara y me obligaban a recordarme una y otra vez que eran de una raza distinta a la nuestra. Tal vez fueran los siglos de vivencias los que marcaban esa diferencia; las muchas décadas de disponer de la gente a su antojo, de tener todo lo que querían, de soportar la dicotomía de ser los seres más poderosos de la tierra en la oscuridad y de ser completamente inútiles y vulnerables a la luz del día.

—¿Le quedará algún daño permanente? ¿Algo que podrían solucionar los médicos si la lleváramos rápidamente al hospital?

—Estoy prácticamente seguro de que lo único que tiene dañado es el cuello. Tiene algunas costillas rotas de la paliza, seguramente también algunos dientes. Mickey podría haberle partido la mandíbula y el cuello sin problemas. Pero es muy probable que se reprimiera porque quería que Tara hablase contigo. Contaba con que tú cayeras presa del pánico y le dejaras entrar. No se le ocurrió que tú pudieras pensar en una solución tan rápida. De haber sido él, lo primero que yo habría hecho habría sido herirte en la boca o en el cuello para que no pudieras rescindirme la invitación.

No se me había pasado por la cabeza esa posibilidad, y me quedé blanca.

—Me imagino que es lo que pretendía cuando te intimidó de aquella manera —prosiguió Eric, en un tono de voz carente de emoción.

Ya había oído suficiente. Le puse en las manos una escoba y un recogedor. Eric se quedó mirándolos como si fueran artefactos antiguos y no se imaginara para qué servían.

—Barre —dije, mientras con un trapo húmedo limpiaba la sangre y el polvo de mi amiga. No tenía ni idea de si Tara captaba algo de nuestra conversación, pero tenía los ojos abiertos y la boca cerrada, por lo que era probable que estuviera escuchándonos. Tal vez sólo tratara de superar su dolor.

Eric movió la escoba sin saber cómo e hizo un intento de barrer los cristales y recogerlos sin sujetar la pala. Como era de esperar, la pala se cayó y Eric puso mala cara.

Por fin había encontrado algo en lo que Eric se defendía fatal.

—¿Puedes levantarte? —le pregunté a Tara. Me miró fijamente e hizo un débil gesto de asentimiento. Me puse en cuclillas y le cogí las manos. Poco a poco y con mucho dolor, Tara empezó a doblar las rodillas y empujó a la vez que yo tiraba de ella. Pese a que el cristal de la ventana se había roto en grandes pedazos, cuando Tara se incorporó cayeron pequeñas esquirlas. Miré de reojo a Eric para darle a entender que tenía que barrerlas. Me replicó con una mueca de hostilidad.

Intenté rodear a Tara con el brazo para ayudarla a caminar hasta mi habitación, pero mi hombro herido me dio una sacudida inesperada y me estremecí de dolor. Eric dejó el recogedor. Cogió a Tara en un santiamén y la tendió en el sofá en lugar de en mi cama. Abrí la boca dispuesta a protestar y él me miró. Cerré la boca al instante. Fui a la cocina para tomarme uno de mis analgésicos y obligué a Tara a que se tomara otro. El medicamento la dejó fuera de combate, o tal vez fuese que no quería seguir escuchando a Eric. Cerró los ojos, su cuerpo se quedó flácido y, poco a poco, el ritmo de su respiración se tornó más estable y profundo.

Eric me entregó la escoba con una sonrisa triunfante. Después de que levantara a Tara, me pasó a mí su obligación. Me costó bastante por culpa del hombro herido, pero acabé barriendo todos los cristales y echándolos a una bolsa de basura. Eric se volvió hacia la puerta. Yo no había oído nada, pero Eric le abrió la puerta a Bill incluso antes de que Bill llamara. Tenía sentido: Bill vivía en el feudo de Eric, o como quiera que le llamasen. Eric necesitaba ayuda y Bill estaba obligado a suministrársela. Mi ex venía cargado con un trozo grande de madera contrachapada, un martillo y una caja de clavos.

—Pasa —dije, cuando Bill se detuvo en el umbral, y sin cruzar una palabra entre ellos, los dos vampiros cubrieron el hueco de la ventana con el contrachapado. Decir que me sentía incómoda sería un eufemismo, aunque debido a los acontecimientos de la noche no estaba tan sensible como lo habría estado en otras circunstancias. Lo que más me preocupaba era el dolor del hombro, la recuperación de Tara y el paradero de Mickey. En el poco espacio libre que me dejaban mis preocupaciones, acumulaba cierta ansiedad por cómo iba yo a sustituir la ventana de Sam y por si los vecinos habrían oído suficiente como para llamar a la policía. Suponía que no habría sido así, pues de lo contrario a aquellas alturas ya debería haber aparecido.

Cuando Bill y Eric hubieron terminado la reparación temporal, se quedaron mirando cómo fregaba yo el suelo de linóleo para limpiar el agua y la sangre. El silencio empezaba a pesar para los tres, o al menos para mí. La ternura que había mostrado Bill conmigo la noche anterior me había conmovido. Y que Eric acabara de enterarse de nuestra intimidad colocaba mi timidez en un nivel desconocido hasta entonces. Estaba en la misma habitación con dos tipos que sabían que me había acostado con ellos.

Me habría gustado poder cavar un agujero y esconderme en él, como un personaje de dibujos animados. No podía mirarlos a la cara.

Si les rescindía la invitación, tendrían que largarse sin decir palabra; pero teniendo en cuenta que ambos acababan de ayudarme, no me parecía una solución educada. Anteriormente, había solucionado mis problemas con ellos de esta manera. Y aunque me sentía tentada a repetir la experiencia para aliviar mi incomodidad personal, no podía hacerlo. ¿Qué pasaría a continuación?

¿Qué tal si iniciaba una pelea? Gritarnos los unos a los otros serviría para despejar el ambiente. O tal vez no sería más que un reconocimiento sincero de la situación…, mejor que no.

Por un instante, me imaginé a los tres en la cama de matrimonio de mi pequeña habitación. En lugar de combatir nuestros problemas o de hablar sobre nuestros problemas, podríamos…, no. Dividida entre una sensación de diversión que rozaba la histeria y una oleada de vergüenza por pensar aquello, noté que mi cara se ponía al rojo vivo. Jason y su amigo Hoyt mencionaban a menudo (y yo les oía decirlo) que la fantasía de todo hombre era acostarse con dos mujeres a la vez. Y por las veces que había intentado comprobar la teoría de Jason mediante la lectura de una muestra aleatoria de mentes masculinas, los hombres que frecuentaban el bar también se hacían eco de esa idea. ¿Por qué no podía tener yo una fantasía similar? Solté una risilla histérica que dejó sorprendidos a ambos vampiros.

—¿Te parece divertido todo esto? —preguntó Bill. Hizo un gesto que abarcaba la madera contrachapada de la ventana, a la pobre Tara acostada en el sofá y el vendaje de mi hombro. No incluyó, sin embargo, a Eric ni a sí mismo. Me eché a reír.

Eric levantó una de sus rubias cejas.

—¿Te parecemos divertidos?

Moví la cabeza afirmativamente sin decir nada. Y pensé: «En lugar de actuar como gallos de pelea, ese par de gallitos podrían enseñar su… En lugar de un concurso de pesca, podríamos celebrar un…».

En parte porque estaba agotada y tensa, y en parte también porque había perdido sangre, me dio la risa tonta. Y me puse a reír con más fuerza si cabe cuando los miré a la cara. Ambos mostraban expresiones de exasperación prácticamente idénticas.

—No hemos terminado aún nuestra charla, Sookie —dijo Eric.

—Oh, sí, ya está terminada —dije, aún sonriendo—. Te pedí un favor: que liberases a Tara de la esclavitud que vivía con Mickey. Tú me pediste un pago a cambio de ese favor: que te explicase lo que sucedió cuando perdiste la memoria. Tú has cumplido con tu parte del trato y lo mismo he hecho yo. Se acabó el tema. Fin.

Bill nos miró a Eric y a mí. Ahora sabía que Eric sabía lo que yo sabía… y me puse a reír de nuevo como una tonta. Y la tontería acabó venciéndome. Me sentía como un globo desinflado.

—Buenas noches a los dos —dije—. Gracias, Eric, por recibir el impacto de esa piedra en la cabeza y por pasarte la noche pegado al teléfono. Gracias, Bill, por aparecer a estas horas con todo lo necesario para arreglar la ventana. De verdad que lo aprecio, aunque fuese Eric quien te hiciera venir. —En circunstancias normales (si acaso existen circunstancias normales cuando hay vampiros de por medio) habría dado un abrazo a cada uno, pero me pareció demasiado estrafalario—. Hala, fuera —dije—. Tengo que acostarme. Estoy agotada.

—¿No crees que uno de nosotros debería quedarse aquí contigo esta noche? —preguntó Bill.

De haber tenido que decir que sí, de haber tenido que elegir a uno de ellos para que pasase conmigo aquella noche, habría elegido a Bill…, si hubiese estado segura de que se mostraría tan generoso y tan amable como la noche anterior. Cuando estás baja de moral y te duele todo, lo más maravilloso del mundo es sentirse querida. Pero era pedir demasiado para esa noche.

—Supongo que no tendré ningún problema —dije—. Eric me ha asegurado que Salomé encontrará a Mickey enseguida y lo que necesito por encima de todo es dormir. Os agradezco mucho a los dos que hayáis acudido en mi ayuda esta noche.

Durante un largo momento pensé que dirían que no y que intentarían decidir quién se quedaba conmigo. Pero Eric me dio un beso en la frente y se marchó, mientras que Bill, para no ser menos, me rozó los labios con un beso y salió también. Cuando los dos vampiros se hubieron ido, me sentí encantada de estar sola.

Claro está que no estaba sola del todo. Tara seguía dormida en el sofá. Hice lo posible para que se sintiese cómoda —la descalcé, saqué la manta de mi cama para taparla— y me acosté enseguida.