12

Entré abriendo la puerta con la llave que me había prestado Sam. Me correspondía el lado derecho del adosado, el opuesto al que ocupaba Halleigh Robinson, la joven maestra que salía actualmente con Andy Bellefleur. Supuse que, al menos parte del tiempo, era probable que tuviera protección policial y que Halleigh estaría ausente la mayor parte del día, lo que me venía muy bien teniendo en cuenta mis intempestivos horarios.

La sala de estar era pequeña y estaba amueblada con un sofá floreado, una mesita de centro y un sillón. La habitación contigua era la cocina, que era minúscula, naturalmente. Pero tenía fogones, nevera y microondas. No había lavavajillas, pero no me importaba ya que nunca había tenido. Debajo de una mesa diminuta había dos sillas de plástico escondidas.

Después de echarle un vistazo a la cocina, pasé al pequeño pasillo que separaba la habitación grande (que aun así era pequeña), que quedaba a la derecha, de la habitación de menor tamaño (minúscula) y el baño, que quedaban a la izquierda. Al final del pasillo había una puerta que daba a un pequeño porche trasero.

Era un alojamiento muy básico, pero estaba limpio. Había calefacción y aire acondicionado centralizado y los suelos estaban en muy buen estado. Pasé la mano por las ventanas. Cerraban a la perfección. Me acordé de que tenía que mantener giradas las persianas venecianas, pues tenía vecinos.

Hice la cama de matrimonio de la habitación más grande. Guardé mi ropa en la cómoda recién pintada y empecé a elaborar una lista de todas las cosas que necesitaba: una fregona, una escoba, un cubo, productos de limpieza…, todo el material que guardaba en el pobre porche de mi casa. Tendría que traer también el aspirador. Lo tenía en el armario de la sala de estar, por lo que imaginé que estaría en buen estado. Había traído uno de mis teléfonos para conectarlo aquí y hablaría con la compañía telefónica para que mis llamadas vinieran a parar a mi nueva dirección. Había cargado la televisión en el coche, pero antes debía disponerlo todo para que el canal por cable funcionara aquí. Tendría que llamar desde el Merlotte's. Desde el incendio, todo mi tiempo había quedado absorbido por la mecánica del día a día.

Me senté en el sofá con la mirada perdida. Intenté pensar en algo divertido, algo bueno que me esperara en un futuro. En dos meses podría tomar el sol. Eso me hizo sonreír. Me gustaba tenderme al sol con un pequeño biquini y controlar el tiempo de exposición para no quemarme. Me encantaba el olor del aceite de coco. Me gustaba depilarme las piernas y el resto del vello de prácticamente todo mi cuerpo para estar suave como el culito de un niño. Y no quiero oír discursos sobre lo malo que es tomar el sol. Es mi vicio. Todo el mundo tiene alguno.

Pero antes de eso tendría que ir a la biblioteca y coger otra tanda de libros. Había traído de casa los últimos que tenía prestados y los había dejado en el pequeño porche para que se ventilaran. Iría a la biblioteca, sería entretenido.

Antes de ir a trabajar, decidí cocinarme alguna cosa en mi minúscula nueva cocina. Para ello tenía que ir al supermercado, un desplazamiento que me tomó más tiempo del que me imaginaba porque compré muchos alimentos básicos que necesitaba. Mientras guardaba la compra en los armarios del adosado, empecé a tener la sensación de que realmente vivía allí. Doré un par de costillas de cerdo y las puse en el horno, cociné una patata al microondas y calenté unos guisantes. Cuando me tocaba trabajar por la noche, solía llegar al Merlotte's hacia las cinco, de modo que lo que me preparaba en casa esos días era una combinación de comida y cena.

Después de comer y lavar los platos, pensé que aún me quedaba tiempo para ir a visitar a Calvin al hospital de Grainger.

Los hermanos gemelos no habían ocupado aún su puesto en el vestíbulo, si es que seguían montando guardia allí. Dawson continuaba plantado en la puerta de la habitación de Calvin. Me saludó con un movimiento de cabeza, me hizo un gesto indicándome que me detuviera cuando aún estaba a varios metros de la puerta y asomó la cabeza en la habitación de Calvin. Respiré aliviada cuando Dawson me abrió la puerta para que entrara e incluso me dio una palmadita en la espalda.

Calvin estaba sentado en un sillón acolchado. Apagó la televisión en cuanto entré. Tenía mejor color, llevaba el pelo limpio y la barba bien recortada y empezaba a parecerse más a él. Vestía un pijama amplio de color azul. Vi que seguía con un par de tubos conectados. Hizo un intento de levantarse de su asiento.

—¡No, no te atrevas a levantarte! —Cogí una silla y me senté delante de él—. Cuéntame cómo estás.

—Me alegro de verte —dijo. Incluso su voz sonaba más fuerte—. Dawson me contó que no quisiste ninguna ayuda. Explícame quién fue el autor de ese incendio.

—Eso es lo más extraño, Calvin. No sé por qué aquel hombre prendió fuego a mi casa. Vino su familia a verme y… —Me quedé dudando, porque Calvin estaba en proceso de recuperación de su roce con la muerte y no estaba bien que fuera yo a preocuparlo con mis cosas.

—Dime lo que piensas —dijo, y me pareció tan interesado que acabé relatándole al cambiante herido todo lo que yo sabía: mis dudas sobre los motivos del pirómano, la sensación de alivio que experimenté cuando supe que el daño podía solventarse, mi preocupación por los problemas entre Eric y Charles Twining. Y le expliqué a Calvin que la policía había detectado otros puntos de actividad del francotirador.

—Eso despejaría las sospechas sobre Jason —señalé, y él asintió. No seguí forzando el tema—. Al menos no ha habido más víctimas —dije, tratando de pensar en algo positivo que añadir a mi triste retórica.

—Que nosotros sepamos —dijo Calvin.

—¿Qué?

—Que nosotros sepamos. A lo mejor ha habido otra víctima y está todavía por descubrir.

Me quedé perpleja ante aquella idea, pero tenía sentido.

—¿Cómo se te ha ocurrido eso?

—No tengo nada más que hacer —dijo con una sonrisa—. No leo, como tú. No me gusta mucho la televisión, excepto los deportes. —Cuando había entrado en la habitación estaba mirando el canal deportivo ESPN.

—¿Qué haces en tu tiempo libre? —le pregunté por pura curiosidad.

Calvin se mostró encantado de que le hubiera formulado una pregunta personal.

—Trabajo muchas horas en Norcross —dijo—. Me gusta cazar, aunque cazo siempre cuando es luna llena. —Con su cuerpo de pantera, era comprensible—. Me gusta pescar. Me gustan las mañanas en que puedo sentarme en mi barca si tener que preocuparme por nada.

—Caramba —dije animándolo—. Y ¿qué más?

—Me gusta cocinar. A veces preparamos gambas, o cocinamos barbos y comemos al aire libre…, barbos con tortitas de maíz, y abrimos una sandía. En verano, claro está.

Se me hizo la boca agua sólo de pensarlo.

—En invierno, trabajo dentro de casa. Corto leña para la gente de nuestra pequeña comunidad que no puede cortarla. Ya ves, siempre tengo algo que hacer.

Ahora conocía a Calvin Norris mucho más que ante de entrar.

—Cuéntame cómo va tu recuperación.

—Aún llevo este maldito gotero —dijo, gesticulando con el brazo—. Aparte de eso, me encuentro mucho mejor. Ya sabes que nosotros nos curamos pronto.

—¿Cómo explicas la presencia de Dawson a la gente de tu trabajo que viene a visitarte? —En la habitación había rama de flores, centros de frutas e incluso un gato de peluche.

—Les digo que es mi primo y que se ocupa de que no me canse mucho con las visitas.

Estaba segura de que a nadie se le ocurriría preguntar nada directamente a Dawson.

—Tengo que irme a trabajar —dije al ver de reojo el reloj de la pared. Curiosamente, no me apetecía en absoluto irme. Me gustaba poder mantener una conversación normal con alguien. Los momentos como aquél eran excepcionales en mi vida.

—¿Sigues preocupada por tu hermano? —me preguntó.

—Sí. —Pero había decidido no volver a suplicar. Calvin ya me había oído la primera vez. No había necesidad de repetir mis palabras.

—Estamos vigilándolo.

Me pregunté si el vigilante habría informado a Calvin de que Crystal pasaba las noches en casa de Jason. ¿O sería la misma Crystal la vigilante? De ser así, la verdad es que se tomaba su trabajo muy en serio. Vigilaba a Jason muy pero que muy de cerca.

—Eso está bien —dije—. Es la mejor manera de averiguar que él no lo hizo. —Me sentí aliviada con la información que acababa de facilitarme Calvin y cuanto más reflexionaba sobre ella, más me daba cuenta de que tendría que habérmelo imaginado—. Cuídate, Calvin. —Me levanté para irme y él me ofreció su mejilla. Le di un beso, casi a regañadientes.

Calvin pensó que mis labios eran suaves y que olía bien. No pude evitar sonreír al marcharme. Saber que alguien te encuentra atractiva viene muy bien para subir la moral.

Regresé en coche a Bon Temps y pasé por la biblioteca antes de ir al trabajo. La del condado de Renard es un edificio viejo y feo de ladrillo marrón construido en la década de 1930. Uno percibe perfectamente su antigüedad. Las bibliotecarias se quejan con razón sobre la calefacción y el aire acondicionado, y el cableado eléctrico también deja mucho que desear. El aparcamiento está en mal estado y la vieja clínica que hay en el edificio contiguo, que abrió sus puertas en 1918, tiene ahora las ventanas claveteadas…, una imagen que siempre resulta deprimente. El solar vecino a la clínica, abandonado desde hace mucho tiempo, parece más una selva que parte de la ciudad.

Había pensado dedicar diez minutos a cambiar los libros. Entré y salí en ocho. El aparcamiento de la biblioteca estaba casi vacío, pues era justo antes de las cinco. La gente estaba de compras en el Wal-Mart o se había ido ya a su casa para preparar la cena.

Empezaba a oscurecer. No estaba pensando en nada en particular, y eso me salvó la vida. Justo a tiempo, identifiqué una intensa excitación en otro cerebro y, de un modo reflexivo, me agaché y sentí un brusco empujón en el hombro, después un golpe de calor y un dolor cegador, y luego humedad y un ruido descomunal. Todo sucedió tan rápido que no conseguí definir la secuencia de los hechos cuando más tarde intenté reconstruir aquel momento.

Oí un grito a mis espaldas, y luego otro. Aun sin saber cómo, me encontré arrodillada junto a mi coche, con la camiseta cubierta de sangre.

Curiosamente, mi primer pensamiento fue: «Gracias a Dios que no llevaba el abrigo nuevo».

La persona que había gritado era Portia Bellefleur. Portia no lucía su habitual aspecto sosegado cuando cruzó corriendo el aparcamiento para agacharse a mi lado. Miraba en una dirección, luego en la otra, intentando detectar el peligro allí por donde viniera.

—Estate quieta —dijo secamente, como si yo estuviese dispuesta a correr una maratón. Yo seguía arrodillada, pero me daba la impresión de que pronto iba a perder el equilibrio. La sangre me caía por el brazo—. Te han disparado, Sookie. ¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío!

—Coge los libros —dije—. No quiero que se manchen de sangre. Tendría que pagarlos.

Portia no me hizo caso. Estaba hablando por el móvil. ¡La gente se pone a charlar por teléfono en el momento más inoportuno! En la biblioteca, por el amor de Dios, o en el oculista. O en el bar. Charlan, charlan y charlan. Como si todo fuera tan importante y no pudiera esperar. De modo que deposité los libros en el suelo yo sola.

En lugar de seguir arrodillada, me descubrí sentada y con la espalda apoyada en el coche. Y entonces, como si alguien se hubiera llevado parte de mi vida, me encontré tendida en el suelo del aparcamiento de la biblioteca, mirando una gran mancha de aceite. La gente debería cuidar más el coche…

Y me desmayé.

—Despierta —decía una voz. No estaba en el aparcamiento, sino en una cama. Pensé que mi casa volvía a incendiarse y que Claudine intentaba sacarme de allí. Siempre están gritándome para que salga de la cama. Pero no parecía la voz de Claudine, más bien parecía…

—¿Jason? —Intenté abrir los ojos. Conseguí mirar a través de mis párpados entrecerrados e identifiqué a mi hermano. Estaba en una habitación azul en la penumbra y el dolor era tan fuerte que deseaba llorar.

—Te dispararon —dijo—. Te dispararon, y yo estaba en el Merlotte's esperándote.

—Con qué… felicidad lo cuentas —dije entre unos labios extrañamente pegajosos y rígidos. Hospital.

—¡No pude haber sido yo! ¡Estaba rodeado de gente! Llevé a Hoyt en la camioneta conmigo porque él tiene la suya en el taller, y salimos del trabajo para ir al Merlotte's. Tengo una coartada.

—Estupendo. Me alegro entonces de que me dispararan. Mientras tú estés bien… —Me costó mucho esfuerzo hablar y me alegré de que Jason captara el cinismo de mis palabras.

—Sí. Oye, lo siento mucho. Al menos no ha sido grave.

—¿No?

—Se me ha pasado comentártelo. El disparo ha rozado el hombro y te molestará un buen rato. Si te duele, sólo tienes que pulsar este botón. Puedes administrarte tú misma el analgésico. Guay, ¿no te parece? Escucha, Andy está fuera.

Reflexioné sobre lo que acababa de decirme mi hermano y finalmente deduje que Andy Bellefleur estaba allí en visita oficial.

—De acuerdo —dije—. Que pase. —Estiré un dedo y pulsé con cuidado el botón.

Pestañeé, y debí de tener cerrados los ojos un buen rato, porque cuando volví a abrirlos Jason se había ido y Andy ocupaba su lugar. Sujetaba una pequeña libreta y un bolígrafo. Tenía que decirle alguna cosa, y después de reflexionar un momento, me acordé de qué era.

—Dale las gracias a Portia —le dije.

—Lo haré —contestó muy serio—. Está conmocionada. Nunca había visto la violencia tan de cerca. Creyó que ibas a morir.

No sabía qué decir. Esperé a que me preguntara lo que quisiera saber. Vi que su boca se movía y me imagino que le respondí.

—¿… dices que te agachaste en el último segundo?

—Oí alguna cosa, me imagino —susurré. Era la verdad. Sólo que no lo había oído con mis oídos. Pero Andy sabía muy bien a qué me refería, y me creía. Nuestras miradas se cruzaron y él abrió los ojos de par en par.

Y volví a desvanecerme. El médico de urgencias me había dado unos analgésicos excelentes. Me pregunté en qué hospital me encontraba. El de Clarice estaba un poco más cerca de la biblioteca, el de Grainger tenía un servicio de urgencias mejor. Si estaba en este último, podría haberme ahorrado el tiempo de ir hasta Bon Temps y entrar en la biblioteca. Podrían haberme disparado directamente en el aparcamiento del hospital después de visitar a Calvin y me habría ahorrado las vueltas.

—Sookie —dijo una voz honda y familiar. Era fría y oscura, como el agua que corre por un riachuelo en una noche sin luna.

—Bill —dije, me sentía feliz y a salvo—. No te vayas.

—Estoy aquí.

Y allí estaba, leyendo, sentado en una silla junto a mi cama cuando me desperté a las tres de la madrugada. Sentía que las mentes de las demás habitaciones se habían callado y dormido. Pero el cerebro del hombre que tenía a mi lado estaba en blanco. En aquel momento me di cuenta de que la persona que me había disparado no era un vampiro, pese a que todos los ataques hubieran tenido lugar al oscurecer o en plena noche. Había escuchado el cerebro del francotirador un segundo antes de que se produjera el disparo, y aquello me había salvado la vida.

Bill levantó la vista en el instante en que me moví.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

Pulsé el botón para levantar la cabecera de la cama.

—De pena —dije con franqueza después de evaluar mi hombro—. El analgésico ya no me hace efecto y el hombro me duele tanto que tengo la impresión de que se va a despegar del brazo. Noto la boca tan seca como si me la hubiera cruzado un ejército entero y además necesito urgentemente ir al baño.

—Te ayudaré en eso —dijo y, antes de que pudiera sentirme incómoda, había trasladado el soporte del gotero al otro lado de la cama y me ayudaba a incorporarme. Me levanté con cuidado y comprobé si mis piernas eran estables.

—No permitiré que te caigas —dijo.

—Lo sé —dije, y cruzamos la habitación en dirección al baño. Cuando me tuvo instalada, salió del servicio diplomáticamente pero dejó la puerta entreabierta para vigilarme desde fuera. Conseguí más o menos apañarme y me di cuenta de la suerte que había tenido al recibir el impacto en el hombro izquierdo en lugar de en el derecho. Y más pensando que el francotirador debió de apuntarme al corazón.

Bill me devolvió a la cama con tal destreza que parecía que hubiera sido enfermero toda la vida. Había alisado las sábanas y sacudido las almohadas, y me sentí mucho más cómoda. Pero el hombro seguía incordiándome y pulsé el botón del analgésico. Seguía teniendo la boca seca y le pregunté a Bill si había agua en la jarra de plástico. Bill pulsó el botón para llamar a la enfermera. Cuando se oyó la vocecita por el interfono, le dijo:

—¿Podría traer un poco de agua para la señorita Stackhouse? —La voz respondió que la traería enseguida. Y así fue. La presencia de Bill tal vez tuvo algo que ver con la velocidad de su actuación. Es posible que la gente hubiera aceptado la realidad de los vampiros, pero eso no significaba que los norteamericanos muertos fuesen de su agrado. Había muchos ciudadanos de clase media que no conseguían relajarse en presencia de vampiros. Una muestra de inteligencia por su parte, según mi opinión.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En Grainger —respondió Bill—. En esta ocasión me ha tocado estar contigo en otro hospital. —La última vez había sido en el del condado de Renard, en Clarice.

—Podrías aprovechar para visitar a Calvin.

—Si estuviera interesado en hacerlo.

Se sentó en la cama. Algo en lo mortecino de la hora, en la extrañeza de la noche, me llevó a querer ser franca. Tal vez fueran sólo los medicamentos.

—Nunca había estado en un hospital hasta que te conocí —dije.

—¿Me culpas de ello?

—A veces. —Su rostro brillaba. Había gente que no sabía distinguir a un vampiro cuando lo veía; me resultaba difícil entenderlo.

—Cuando te conocí, la primera noche que estuve en el Merlotte's, no sabía qué pensar de ti —dijo—. Eras tan bonita, estabas tan llena de vitalidad… Pero sabía que tenías algo que te diferenciaba de los demás. Resultabas interesante.

—Mi maldición —dije.

—O tu bendición. —Acercó una de sus frías manos a mi mejilla—. No hay fiebre —se dijo casi para sí mismo—. Te curarás. —Se enderezó—. Te acostaste con Eric mientras estuvo contigo.

—¿Por qué lo preguntas si ya lo sabes? —Había veces en que la honestidad era excesiva.

—No te lo pregunto. Lo supe en cuanto os vi juntos. Olías a él por todas partes; supe lo que sentías por él. Tenemos los dos nuestra sangre. Es difícil resistirse a Eric. —Bill continuó de forma distanciada—. Él es tan vital como tú, y tú te aferras a la vida. Pero estoy seguro de que sabes que… —Hizo una pausa, como si intentara pensar la mejor forma de decir lo que venía a continuación.

—Sé que tú serías feliz si jamás en mi vida volviera a acostarme con alguien —dije, expresando en palabras sus sentimientos.

—Y ¿qué sientes tú respecto a mí?

—Lo mismo. Oh, pero espera, tú ya te acostaste con otra. Incluso antes de que rompiéramos. —Bill apartó la vista, mostrando la línea de su mandíbula dura como el granito—. De acuerdo, eso ya es agua pasada. Pero no, no me gusta pensar en ti y Selah juntos, o en ti con quien sea. Aunque sepa que no es razonable.

—¿No es razonable esperar que algún día volvamos a estar juntos?

Consideré las circunstancias que me habían puesto en contra de Bill. Pensé en su infidelidad con Lorena; pero ella había sido su creadora, y él se había visto obligado a obedecerla. Todo lo que había oído en boca de otros vampiros había servido para confirmarme lo que él me había explicado sobre aquella relación. Pensé en la violación que estuve a punto de sufrir en el maletero de un coche; pero Bill había sido torturado, estaba muerto de hambre y no sabía lo que se hacía. En el momento en que recuperó el sentido, se detuvo.

Recordé lo feliz que había sido cuando tenía lo que creía era su amor. Jamás en mi vida me había sentido más segura. Pero era un sentimiento falso: él se había dejado absorber hasta tal punto por su trabajo para la Reina de Luisiana que yo había pasado a un alejado segundo plano. De todos los vampiros que habían entrado en el Merlotte's, a mí me había tocado precisamente el que era adicto a su trabajo.

—No sé si algún día podríamos volver a tener el mismo tipo de relación —dije—. Tal vez sería posible, pero el dolor me ha vuelto menos novata. De todos modos, me alegro de que hayas venido esta noche, y me gustaría que te acostases aquí a mi lado un ratito…, si te apetece. —Le hice un hueco en la estrecha cama y me volví sobre mi lado derecho, para no presionar mi hombro herido. Bill se acostó junto a mí y me rodeó con el brazo. Nadie se me acercaría sin que él se enterara. Me sentía completamente segura, absolutamente a salvo y querida—. Me alegro mucho de que estés aquí —murmuré mientras el medicamento empezaba a surtir efecto. Y en el momento en que me quedé de nuevo adormilada, recordé mi deseo de Año Nuevo: no quería que volviesen a pegarme. Nota para mí misma: debería haber incluido también «ni dispararme».

A la mañana siguiente me dieron el alta. Cuando acudí al mostrador de administración, la empleada, la «Srta. Beeson» según su placa identificativa, me dijo:

—Ya está pagado.

—¿Por quién? —pregunté.

—La persona que lo ha hecho desea permanecer en el anonimato —dijo la empleada, mostrándome en su rostro moreno y redondo una expresión que quería darme a entender que debía aceptar el regalo sin rechistar.

Me sentí incómoda, muy incómoda. En el banco tenía dinero suficiente para pagar el importe total de la factura, sin necesidad de ir abonando plazos mensuales. Y todo tiene un precio. Había gente a quien no me apetecía deberle ningún favor. Y cuando vi el importe total al final de la factura, descubrí que le debía a alguien un favor muy grande.

A lo mejor debería haberme quedado más rato en administración y haber discutido con más ímpetu con la señorita Beeson, pero no me sentía con fuerzas para ello. Me apetecía ducharme, o al menos lavarme —un lavado más a fondo que el somero repaso que, con mucho cuidado y muy despacio, me había dado a primera hora—. Me apetecía comer mi propia comida. Quería paz y soledad. Así que regresé a la silla de ruedas y dejé que una auxiliar me condujera hasta la entrada principal. Cuando se me ocurrió que no tenía manera de regresar a casa, me sentí como una imbécil. Mi coche debía de seguir en el aparcamiento de la biblioteca de Bon Temps… y además se suponía que no podía conducir hasta pasados unos días.

Justo cuando iba a pedirle a la auxiliar que volviera a meterme en el hospital para subir a la habitación de Calvin (con la idea de que tal vez Dawson pudiera acompañarme), se detuvo delante de mí un reluciente Impala rojo. En el interior, Claude, el hermano de Claudine, se inclinó para abrir la puerta del lado del pasajero. Permanecí sentada, mirándole.

—Y, bien, ¿piensas subir? —dijo medio enfadado.

—Caray —murmuró la auxiliar—. Caray. —Respiraba de tal manera que pensé que los botones de la blusa acabarían saliendo disparados.

Había coincidido con Claude, el hermano de Claudine. Una sola vez. Y había olvidado lo atractivo que era. Claude era tremendamente impresionante, tan encantador que su proximidad me ponía más tensa que la cuerda de los equilibristas. Relajarse a su lado era como intentar mostrarse indiferente ante Brad Pitt.

Claude había sido stripper y actuaba en la noche de las mujeres en Hooligans, un club de Monroe, pero últimamente no sólo había pasado a dirigir el club, sino que además había expandido su carrera hacia el mundo del modelaje fotográfico y la pasarela. En el norte de Luisiana las oportunidades de este tipo eran muy escasas, por lo que Claude —según Claudine— había decidido competir para el premio de Mister Romántica que otorgaban un grupo de aficionadas a las novelas románticas. Se había operado incluso las orejas para que no se le viesen tan puntiagudas. El premio consistía en aparecer en la portada de un libro de este género. Conocía pocos detalles sobre el concurso, pero sabía perfectamente bien lo que inspiraba Claude sólo de verlo. Estaba segura de que ganaría el concurso por unanimidad.

Claudine había mencionado que Claude acababa de romper con su novio, por lo que estaba libre: su metro ochenta, condimentado con un cabello negro ondulado, músculos igual de ondulados y unos abdominales marcados que podrían aparecer sin problemas en Abs Weekly. Si a todo eso le sumas mentalmente un par de ojos castaños aterciopelados, una mandíbula esculpida y una boca sensual con un labio inferior besucón, obtienes a Claude como resultado final. Era impresionante.

Sin la ayuda de la auxiliar, que seguía repitiendo «Caray, caray, caray», me levanté muy lentamente de la silla de ruedas y me acomodé en el coche.

—Gracias —le dije a Claude, intentando no revelar mi asombro.

—Claudine no podía dejar el trabajo y me ha llamado para despertarme y pedirme que viniera a hacerte de chófer —dijo Claude, aparentemente molesto.

—Muchas gracias por venirme a buscar —dije, después de considerar diferentes respuestas.

Me di cuenta de que Claude, pese a que yo no lo había visto nunca por la zona (y creo que he dejado claro que era difícil pasarlo por alto), no tuvo que preguntarme ninguna indicación para llegar a Bon Temps.

—¿Qué tal va tu hombro? —preguntó de repente, como si acabara de recordar que tenía que ser cortés y formularme esa pregunta.

—Convaleciente —dije—. Y me han dado una receta para ir a buscar analgésicos.

—Así que me imagino que tendremos que ir a recogerlos, ¿no?

—Hummm, bueno, estaría bien, ya que me parece que no podré conducir hasta dentro de unos días.

Cuando llegamos a Bon Temps le indiqué a Claude cómo llegar a la farmacia, y encontró aparcamiento justo enfrente. Conseguí salir del coche y recoger los medicamentos, puesto que Claude no se ofreció a hacerlo por mí. El farmacéutico, naturalmente, ya se había enterado de lo que me había pasado y me preguntó que adonde íbamos a llegar. No pude responderle.

Mientras el farmacéutico me preparaba lo que me habían recetado, especulé sobre la posibilidad de que Claude fuera bisexual…, aunque fuera sólo un poquito. Todas las mujeres que entraban en la farmacia lo hacían con una expresión vidriosa. Por supuesto, ninguna de ellas había tenido el privilegio de mantener una conversación con Claude y, en consecuencia, no conocían su brillante personalidad.

—Has tardado —dijo Claude cuando volví a subir al coche.

—Sí, «Don Habilidades Sociales» —le espeté—. A partir de ahora intentaré darme más prisa. No sé por qué, pero eso de que me hayan pegado un tiro me obliga a ir más lenta. Pido mil perdones.

Vi por el rabillo del ojo que a Claude se le subían los colores.

—Lo siento —dijo algo cortante—. He sido muy seco. La gente me dice que soy maleducado.

—¡No! ¿De verdad?

—Sí —admitió, y luego se dio cuenta de mi sarcasmo. Me lanzó una mirada que habría calificado de furibunda de haber venido de una criatura menos bella que él—. Oye, tengo que pedirte un favor.

—Partes de un buen principio. Me has ablandado el corazón.

—¿Quieres parar ya con eso? Ya sé que no soy…, no soy…

—¿Educado? ¿Mínimamente cortés? ¿Galante? ¿Vamos bien por aquí?

—¡Sookie! —vociferó—. ¡Cállate!

Necesitaba una de mis pastillas para el dolor.

—¿Sí, Claude? —dije en voz baja y con un tono razonable.

—Los que organizan el desfile quieren un book. Iré a un estudio que hay en Ruston para realizar una sesión fotográfica y pienso que estaría bien tener también algunas fotografías más de pose. Como las que aparecen en la portada de esos libros que lee Claudine. Ella dice que debería posar con una rubia, ya que soy moreno. Había pensado en ti.

Me imagino que si Claude me hubiera dicho que quería que fuese la madre de su hijo me habría sorprendido más, aunque poco más. Pese a que él era el hombre más maleducado que había conocido en mi vida, su hermana había adquirido la costumbre de salvarme la vida. Tenía que mostrarme complaciente por lo mucho que le debía a ella.

—¿Necesitaré algún tipo de disfraz?

—Sí. Pero, como el fotógrafo es aficionado al teatro, también alquila disfraces para Halloween, por lo que supone que tendrá algo que nos vaya bien. ¿Qué talla tienes?

—Una treinta y ocho. —A veces más bien una cuarenta. Y también, de higos a brevas, una treinta y seis, ¿entendido?

—Y ¿cuándo te viene bien?

—Primero se tiene que curar mi hombro —dije—. El vendaje no quedaría muy bien en las fotografías.

—Oh, sí, claro. ¿Me llamarás, entonces?

—Sí.

—¿No te olvidarás?

—No. Me apetece mucho hacerlo. —De hecho, lo que me apetecía en aquel momento era disfrutar de mi propio espacio, olvidarme de cualquier otra persona, tomarme una Coca-Cola Light y una de esas pastillas que tenía en la mano. A lo mejor echaría una siestecilla antes de darme la ducha que también estaba en mi lista.

—Conozco a la cocinera del Merlotte's —dijo Claude, que evidentemente acababa de abrir sus compuertas.

—¿A Sweetie?

—¿Es así como se hace llamar? Trabajaba en Foxy Femmes.

—¿Era stripper?

—Sí, hasta lo del accidente.

—¿Qué Sweetie tuvo un accidente? —A cada minuto que pasaba me sentía más agotada.

—Sí, le quedaron cicatrices y ya no quiso desnudarse más. Habría necesitado mucho maquillaje, argumentó. Además, por aquel entonces, ya empezaba a ser un poco «vieja» para desnudarse.

—Pobrecilla —dije. Traté de imaginarme a Sweetie desfilando por una pasarela con tacones altos y plumas. Perturbador.

—No se lo menciones nunca —me aconsejó Claude.

Aparcamos delante del adosado. Alguien había ido al aparcamiento de la biblioteca a recoger mi coche y me lo había dejado en casa. En aquel momento se abrió la puerta del otro lado del adosado y apareció Halleigh Robinson con mis llaves. Yo iba vestida con el pantalón negro del trabajo, pues había sufrido el disparo cuando iba de camino al Merlotte's, pero la camiseta del bar había quedado inservible y en el hospital me habían dado una sudadera blanca que alguien se habría dejado allí. Me venía enorme, pero Halleigh no se había quedado clavada en la puerta por eso. Tenía la boca tan abierta que pensé que acabaría tragándose una mosca. Claude había salido del coche para ayudarme a entrar en casa y la visión había dejado paralizada a la joven maestra.

Claude me pasó el brazo por los hombros con ternura, inclinó la cabeza para lanzarme una mirada adorable y me guiñó el ojo.

Era la primera pista que recibía dándome a entender que Claude tenía sentido del humor. Me gustó descubrir que a todo el mundo le parecía agradable Claude.

—Gracias por las llaves —dije, y Halleigh recordó de repente que sabía caminar.

—Hummm —acertó a decir—. Hummm, de nada. —Dejó caer las llaves cerca de mi mano y las cogí al vuelo.

—Halleigh, te presento a mi amigo Claude —dije con lo que esperaba pareciese una sonrisa intencionada.

Claude trasladó el brazo a mi cintura y le lanzó una de sus miradas distraídas, sin separar apenas sus ojos de los míos. ¡Ay, Dios mío!

—Hola, Halleigh —dijo con su mejor voz de barítono.

—Tienes suerte de que alguien te haya acompañado a casa desde el hospital —dijo Halleigh—. Muy amable por tu parte…, Claude.

—Haría cualquier cosa por Sookie —dijo cariñosamente Claude.

—¿De verdad? —Halleigh estaba conmocionada—. Oh, estupendo. Andy ha traído tu coche hasta aquí, Sookie, y me ha pedido que te dé las llaves. Es una suerte que me encuentres. Sólo he venido un momento a casa para comer y ahora tengo que volver a… —Lanzó una última mirada a Claude mientras entraba en su pequeño Mazda para volver al colegio.

Abrí la puerta con torpeza y entré en la pequeña sala de estar.

—Estaré aquí instalada mientras reconstruyen mi casa —le expliqué a Claude. Me sentía un poco incómoda en aquella estancia tan pequeña y vacía—. Acababa de trasladarme el día que me dispararon. Ayer —dije casi perpleja.

Claude, que había hecho desaparecer por completo la falsa admiración tan pronto como Halleigh se hubo ido, me miró con cierto menosprecio.

—Has tenido muy mala suerte —observó.

—En cierto sentido —dije. Pensé entonces en toda la ayuda que había recibido, y en mis amigos. Recordé la simple satisfacción de haber podido dormir cerca de Bill la noche anterior—. Es evidente que mi suerte podía haber sido peor —añadí, hablando prácticamente para mí misma.

Mi filosofía traía sin cuidado a Claude.

Después de darle de nuevo las gracias y de decirle que le diera a Claudine un abrazo de mi parte, repetí mi promesa de llamarlo cuando tuviera la herida curada para lo de la sesión fotográfica.

El hombro empezaba a dolerme. En cuanto cerré la puerta, me tomé una pastilla. El día anterior por la tarde había llamado a la compañía telefónica desde la biblioteca y, para mi sorpresa y satisfacción, al descolgar el auricular descubrí que ya tenía línea. Llamé al móvil de Jason para decirle que había salido del hospital, pero no me respondió, de modo que le dejé un mensaje en el buzón de voz. Después llamé al bar para decirle a Sam que me reincorporaría al trabajo al día siguiente. Había perdido dos días de sueldo y propinas y no podía permitirme perder más.

Me acosté en la cama y me dormí un buen rato.

Cuando me desperté, el cielo había oscurecido y presagiaba lluvia. En el jardín de la casa, un pequeño arce se agitaba de manera alarmante. Pensé en el tejado de zinc que tanto le gustaba a mi abuela y en el estruendo de las gotas cuando golpeaban en su dura superficie. La lluvia en la ciudad sería más silenciosa.

Observé desde la ventana de mi habitación la ventana idéntica del adosado vecino y estaba preguntándome quién viviría allí cuando alguien llamó bruscamente a la puerta. Arlene se había quedado sin aliento porque se había puesto a correr al notar las primeras gotas de lluvia, y el olor a comida que la acompañaba despertó de repente mi estómago.

—No he tenido tiempo de cocinarte nada —dijo disculpándose en cuanto me hice a un lado para dejarla entrar—. Pero me he acordado de que cuando estás baja de moral te suele apetecer una hamburguesa doble con beicon, y me he imaginado que estarías bastante baja de moral.

—Has acertado —contesté, aunque empezaba a descubrir que me sentía mucho mejor que por la mañana. Entré en la cocina para coger un plato y Arlene me siguió, repasando con la vista hasta el último rincón.

—¡Oye, esto no está nada mal! —exclamó. Aunque yo lo veía desnudo, mi hogar temporal debía de parecerle a Arlene un lugar libre de estorbos—. ¿Cómo fue? —preguntó Arlene. Intenté no escuchar sus pensamientos, pues ella pensaba que de todos sus conocidos, yo era la persona que en más problemas se metía—. ¡Vaya susto debiste de llevarte!

—Sí. —Me puse seria, y mi voz me acompañó—. Me asusté mucho.

—La ciudad entera habla de lo sucedido —dijo con naturalidad Arlene. Precisamente lo que más me apetecía escuchar: me había convertido en la protagonista de las conversaciones de todo el mundo—. ¿Te acuerdas de Dennis Pettibone?

—¿El experto en incendios provocados? —pregunté—. Claro que sí.

—Hemos quedado para mañana por la noche.

—Así se hace, Arlene. Y ¿qué haréis?

—Iremos con los niños a la pista de patinaje de Grainger. El tiene una niña, Katy, de trece años.

—Seguro que lo pasaréis muy bien.

—Esta noche le toca vigilancia —dijo Arlene dándose importancia.

Pestañeé.

—Y ¿qué tiene que vigilar?

—Han convocado a todo el personal. Al parecer están vigilando distintos aparcamientos de la ciudad para ver si sorprenden al francotirador con las manos en la masa.

Enseguida vi el punto débil de su plan.

—Y ¿si el francotirador detecta antes su presencia?

—Son profesionales, Sookie. Me imagino que sabrán cómo hacerlo. —Arlene parecía y hablaba como si se hubiese molestado. De repente, se había convertido en la representante de la ley.

—Tranquila —dije—. Es que estoy preocupada, simplemente. —Además, a menos que los policías fuesen hombres lobo, no corrían ningún peligro. Naturalmente, el fallo de esta teoría estaba en que yo también había sido víctima de un ataque. Y yo no era una mujer lobo, ni una cambiante. Seguía sin saber cómo encajar todo esto dentro de mi planteamiento.

—¿Dónde está el espejo? —preguntó Arlene, y miró a su alrededor.

—Me parece que sólo hay uno en el baño —dije, y me pareció extraño tener que pensar dónde estaba una cosa en mi propia casa. Mientras Arlene se arreglaba el pelo, me serví la comida en un plato con la esperanza de poder comérmela mientras todavía estuviera caliente. Me encontré como una tonta con la bolsa vacía de la comida en la mano, preguntándome dónde estaría el cubo de la basura. Naturalmente, no habría cubo de la basura hasta que yo fuera a comprarlo. En los últimos diecinueve años sólo había vivido en casa de mi abuela. Nunca había tenido que montar una casa desde cero.

—Sam aún no conduce y por eso no ha venido a verte, pero piensa en ti —dijo Arlene desde el baño—. ¿Crees que podrás trabajar mañana por la noche?

—Esa es mi intención.

—Estupendo. A mí no me toca turno, la nieta de Charlie está ingresada en el hospital con neumonía, así que ella no está, y Holly no siempre aparece cuando le toca. Danielle necesita ausentarse de la ciudad. Esa chica nueva, Jada…, es mejor que Danielle, de todos modos.

—¿Tú crees?

—Sí —dijo Arlene—. No sé si te has dado cuenta, pero últimamente Danielle parece que pasa de todo. Por mucho que la gente pida copas y la llame, a ella le entra por un oído y le sale por el otro. No hace más que hablar con su novio, y le da lo mismo que los clientes la reclamen.

Era verdad que Danielle era menos escrupulosa con su trabajo desde que había empezado a salir con un tipo de Arcadia.

—¿Crees que se irá? —pregunté, y eso abrió otro filón de conversación que explotamos durante cinco minutos, por mucho que Arlene dijera que tenía prisa. Me ordenó que comiera mientras la hamburguesa estuviera caliente, así que mastiqué y tragué mientras ella no paraba de charlar. No dijimos nada asombrosamente nuevo u original, pero disfrutamos de un buen rato. Por una vez, Arlene se lo pasaba bien allí sentada conmigo, sin hacer nada.

Una de las muchas desventajas de la telepatía es que distingues a la perfección cuando alguien te escucha de verdad y cuando estás hablándole a una cara y no a una mente.

Andy Bellefleur llegó cuando Arlene se marchaba en su coche. Me alegré de haber metido la bolsa de Wendy's en un armario y no tenerla por allí rondando.

—Vives justo al lado de Halleigh —dijo Andy. Una estratagema para iniciar la conversación.

—Gracias por dejarle las llaves y haber traído el coche hasta aquí —dije. Andy también tenía buenos momentos.

—Dice que el chico que te acompañó a casa desde el hospital era realmente… interesante. —Era evidente que Andy estaba lanzando la caña. Le sonreí. Fuera lo que fuese que Halleigh le había contado, había despertado su curiosidad y, tal vez, un poco sus celos.

—Podría definirse así —concedí.

Esperó a ver si yo decía alguna cosa más. Viendo que no largaba, fue directo al grano.

—La razón por la que he venido es que quería averiguar si recuerdas algo más de lo sucedido ayer.

—Andy, no sabía nada entonces y mucho menos sé ahora.

—Pero te agachaste.

—Oh, Andy —dije, exasperada, pues él conocía perfectamente bien mis dotes—, no es necesario que me preguntes por qué me agaché.

Se puso rojo, lenta e indecorosamente. Andy era un tipo fuerte y un inspector de policía inteligente, pero se mostraba ambiguo con respecto a cosas que sabía que eran ciertas, por mucho que éstas no fueran hechos completamente convencionales y del dominio público.

—Ahora, por ejemplo, sé que estamos solos —observé—. Y las paredes son lo suficientemente gruesas como para que no pudiera oír a Halleigh si estuviera.

—¿Hay algo más? —preguntó de repente, con los ojos brillantes de curiosidad—. ¿Hay algo más, Sookie?

Sabía exactamente a qué se refería. No lo diría jamás, pero quería saber si había algo más en este mundo además de seres humanos, vampiros y personas con capacidad telepática.

—Hay mucho más —dije, sin que mi voz se alterase—. Hay otro mundo.

Andy me miró a los ojos. Sus sospechas acababan de confirmarse y se mostraba intrigado. Estaba a punto de preguntarme sobre las personas que habían sido disparadas, a punto de dar el salto, pero en el último momento se echó atrás.

—¿No viste u oíste nada que pudiera ayudarnos? ¿Hubo algo diferente la noche en que Sam resultó herido?

—No —dije—. Nada. ¿Por qué?

No respondió, pero pude leer su mente como un libro abierto. La bala que había herido a Sam no coincidía con las demás balas.

Cuando se hubo marchado, traté de diseccionar esa impresión fugaz que recibí, la que me llevó a agacharme. Si el aparcamiento no hubiese estado vacío, no lo habría captado, pues el cerebro del que recibí la información estaba a cierta distancia. Y lo que había sentido era una maraña de determinación, rabia y, por encima de todo, repugnancia. La persona que me disparó me consideraba odiosa e inhumana. Por estúpido que parezca, mi primera sensación fue sentirme herida… Al fin y al cabo, a nadie le gusta que le desprecien. Entonces reflexioné sobre el extraño hecho de que la bala de Sam no coincidiera con las de los anteriores ataques contra cambiantes. No lo entendía. Se me ocurrían muchas explicaciones, pero todas me parecían poco probables.

La lluvia empezaba a caer con fuerza y golpeaba con un siseo las ventanas que daban al norte. No tenía ningún motivo para hablar con nadie, pero me apetecía realizar una llamada. No era una buena noche para estar desconectada. A medida que la lluvia se fue intensificando, empecé a sentirme ansiosa. El cielo había adoptado un color gris plomizo y pronto estaría completamente oscuro.

Me pregunté por qué me sentiría tan inquieta. Estaba acostumbrada a estar sola y no me importaba. Ahora estaba físicamente más cerca de la gente que cuando vivía en mi casa de Hummingbird Road, pero me sentía más sola.

Aunque se suponía que aún no podía conducir, necesitaba cosas para el piso. Habría convertido los recados en una necesidad y habría ido a Wal-Mart a pesar de la lluvia —o debido a la lluvia— si la enfermera no me hubiese recomendado por encima de todo que debía mantener el hombro en reposo. Agobiada, empecé a pasear de una habitación a otra hasta que un sonido en la gravilla me avisó de que tenía otra visita. Otra consecuencia de vivir en la ciudad.

Abrí la puerta y me encontré a Tara cubierta con un impermeable con capucha y con estampado de leopardo. La invité a pasar, naturalmente, y Tara hizo lo posible por sacudir el impermeable en el pequeño porche. Lo llevé a la cocina para que gotease sobre el suelo de linóleo.

Me abrazó con mucho cariño.

—Cuéntame cómo estás —dijo.

Después de repetir mi historia una vez más, me dijo:

—Estaba muy preocupada por ti. No he podido escaparme de la tienda hasta ahora, pero tenía que venir a verte. Vi el traje colgado en el armario. ¿Fuiste a mi casa?

—Sí —dije—. Anteayer. ¿No te lo dijo Mickey?

—¿Estaba en casa cuando fuiste? Ya te lo advertí —dijo, casi presa del pánico—. No te haría daño, ¿verdad? ¿No tendría nada que ver con que te dispararan?

—No que yo sepa. Pero fui a tu casa bastante tarde, y sabía que me habías dicho que no lo hiciese. Fui una tonta. Intentó asustarme. De ser tú, no le diría que has venido a visitarme. ¿Cómo has conseguido venir esta noche?

Fue como si el rostro de Tara se cerrase herméticamente. Su mirada oscura se endureció y se apartó de mí.

—Se ha ido, no sé adonde —dijo.

—Tara, ¿puedes explicarme cómo es que te has liado con él? ¿Qué ha pasado con Franklin? —Intenté formular mis preguntas con la mayor delicadeza posible, pues era consciente de que pisaba terreno peligroso.

Los ojos de Tara se llenaron de lágrimas. Se esforzaba por responderme, pero se sentía avergonzada.

—Sookie —empezó a decir por fin—, pensaba que significaba algo para Franklin, ¿me entiendes? Creía que me respetaba. Como persona.

Moví afirmativamente la cabeza, sin dejar de mirarla. Me daba miedo interrumpir su relato, ahora que finalmente había empezado a hablar.

—Pero…, pero…, simplemente me pasó a otro vampiro cuando se cansó de mi compañía.

—¡Oh, no, Tara! Seguramente te…, te explicaría el porqué de vuestra ruptura. O ¿tuvisteis quizá una discusión fuerte? —No podía creerme que Tara fuera pasando de vampiro en vampiro como una aficionada a los colmillos cualquiera en una fiesta de colmilleros.

—Me dijo: «Tara, eres una chica bonita y has sido una compañía agradable, pero tengo una deuda con el amo de Mickey y éste quiere que ahora seas suya».

Sabía que me había quedado boquiabierta, pero me daba lo mismo. Me costaba creer lo que Tara me estaba contando. Escuchaba en su mente la humillación y las oleadas del desprecio que sentía hacia sí misma.

—¿No pudiste hacer nada por evitarlo? —pregunté. Me esforcé para que mi voz no revelara la incredulidad que me embargaba.

—Lo intenté, créeme —dijo con amargura Tara. No me culpaba por habérselo preguntado, lo cual era un alivio—. Le dije que no lo haría. Le dije que yo no era una ramera, que salía con él porque me gustaba. —Dejó caer los hombros—. Pero ya sabes, Sookie, que no estaba siendo del todo sincera y él lo sabía. Acepté todos los regalos que me había hecho. Eran cosas caras. ¡Pero me los había regalado libremente y él nunca me mencionó que conllevaran una obligación! ¡Yo nunca le pedí nada!

—¿Así que te dijo que estabas obligada a hacer lo que él te dijese a cambio de todos los regalos que te había hecho?

—Dijo… —Tara se echó a llorar, y los sollozos entrecortaron su explicación a partir de entonces—. Dijo que yo me comportaba como una querida, que él había pagado todo lo que yo tenía y que tenía que servirle para alguna cosa más. Yo dije que no lo haría, que se lo devolvería todo, y él me dijo que no lo quería. Me dijo que ese vampiro llamado Mickey me había visto con él, y que le debía un gran favor a Mickey.

—Pero estamos en América —dije—. ¿Cómo se les ocurre hacer eso?

—Los vampiros son horribles —dijo Tara, deshecha—. No sé cómo puedes aguantar salir con ellos. A mí eso de tener un novio vampiro me parecía de lo más guay. De acuerdo, ya sé que el mío era el típico viejo que compra a una jovencita. —Tara suspiró después de reconocer aquello—. Pero me gustaba sentirme tan bien tratada. No estoy acostumbrada a eso. De verdad creía que le gustaba. Nunca lo hice sólo por avaricia.

—¿Te chupó la sangre? —le pregunté.

—¿No es lo que hacen siempre? —preguntó sorprendida—. ¿Cuándo se acuestan contigo?

—Por lo que yo sé —dije—, sí. Pero ¿sabías que una vez él tuviera tu sangre podía saber lo que sentías por él?

—¿Podía saberlo?

—Cuando te han chupado la sangre, perciben tus sentimientos. —No estaba tan segura de que Tara sintiese hacia Franklin Mott el cariño que decía sentir, que no estuviese más interesada por sus regalos y su trato amable que por él. El tenía que saberlo, naturalmente. Tal vez no le importara mucho si le gustaba a Tara o no, pero es probable que saberlo le hubiera predispuesto más a aceptar el intercambio—. Y ¿qué pasó?

—Bueno, la verdad es que no fue todo tan brusco como te lo he contado —dijo. Bajó la vista—. Primero, Franklin me explicó que no podía ir a no sé dónde conmigo y me preguntó si me importaba que aquel otro tipo me acompañara. Me imaginé que pensaría que me sentía decepcionada si no iba, era un concierto, de modo que tampoco le di muchas más vueltas al tema. Mickey se comportó bien y la velada no estuvo mal. Se despidió de mí en la puerta, como un caballero.

Intenté no levantar las cejas por pura incredulidad. ¿El sinuoso Mickey, que respiraba maldad por todos sus poros, había convencido a Tara de que era un caballero?

—Muy bien, y entonces ¿qué?

—Entonces Franklin tuvo que ausentarse de la ciudad y Mickey vino a verme para ver si necesitaba alguna cosa y me trajo un regalo, que yo asumí que era de Franklin.

Tara me mentía, y casi se mentía a sí misma. A buen seguro sabía que el regalo, una pulsera, era de Mickey. Se había convencido de que era una especie de tributo del vasallo a la dama de su señor, pero sabía que no era de Franklin.

—De modo que lo acepté y nos fuimos, y aquella misma noche, cuando regresamos a casa, intentó empezar con sus avances. Pero yo no se lo permití. —Me miró tranquila y regia.

Tal vez aquella noche repeliera sus avances, pero no lo hizo ni al instante ni decidida.

Incluso Tara había olvidado mi capacidad de leer la mente a las personas.

—Aquella noche se fue —dijo. Respiró hondo—. Pero la siguiente, no.

La había alertado sobradamente sobre sus intenciones.

Me quedé mirándola. Se estremeció.

—Lo sé —gimoteó—. ¡Sé que me equivoqué!

—¿Y ahora vive en tu casa?

—Su escondite durante el día está por ahí cerca —dijo con tristeza—. Aparece al anochecer y pasamos juntos toda la noche. Me lleva a reuniones, me lleva por ahí y…

—Está bien, está bien. —Le di unos golpecitos cariñosos en la mano. Pero viendo que no era suficiente, la abracé. Tara era más alta que yo, por lo que no fue un abrazo muy maternal, pero quería que mi amiga supiese que estaba de su lado.

—Es muy bruto —dijo Tara en voz baja—. Cualquier día de éstos me mata.

—No si lo matamos primero.

—Oh, es imposible.

—¿Crees que es demasiado fuerte?

—Lo que pienso es que yo no sería capaz de matar a nadie, ni siquiera a él.

—¡Oh! —Imaginaba que Tara tendría más agallas, después de todo lo que le habían hecho pasar sus padres—. Entonces tenemos que pensar en la manera de alejarlo de ti.

—¿Qué me dices de tu amigo?

—¿De cuál?

—Eric. Todo el mundo dice que le gustas a Eric.

—¿Todo el mundo?

—Los vampiros de por aquí. ¿Te pasó Bill a Eric?

En una ocasión, Bill me había dicho que fuera a ver a Eric si a él le sucedía alguna cosa, pero no lo había entendido como que Eric fuera asumir el mismo papel que Bill tenía en mi vida. Daba la casualidad de que yo sí había echado una canita al aire con Eric, pero en circunstancias completamente distintas.

—No, no lo hizo —dije con total certeza—. Déjame pensar. —Reflexioné sobre el asunto bajo la terrible presión de la mirada de Tara—. ¿Quién es el jefe de Mickey? —pregunté—. ¿O el vampiro que lo engendró?

—Me parece que es una mujer —dijo Tara—. O, al menos, Mickey me ha llevado un par de veces a un lugar en Baton Rouge, a un casino, donde se ha reunido con una vampira. Se llama Salomé.

—¿Cómo la de la Biblia?

—Sí, imagínate ponerle a tu hija un nombre así.

—¿De modo que esa tal Salomé es sheriff?

—¿Qué?

—Que si es una jefa a nivel regional.

—No lo sé. Mickey y Franklin nunca me han hablado de esas cosas.

Intenté no demostrar mi exasperación.

—¿Cómo se llama ese casino?

—Los Siete Velos. Huramm.

—¿Te diste cuenta de si la trataba con deferencia? —Una buena «Palabra del día» que había aprendido en mi calendario, que, por cierto, no había visto desde el incendio.

—Bueno, diría que le hizo una reverencia.

—¿Sólo con la cabeza o desde la cintura?

—Desde la cintura. Es decir, algo más que la cabeza. Se inclinó, diría yo.

—Muy bien. ¿Cómo la llamaba?

—Ama.

—Perfecto. —Dudé un momento y volví a preguntar—. ¿Estás segura de que no podemos matarle?

—Tal vez tú sí —dijo de forma arisca—. Una noche, cuando se quedó dormido después de, ya sabes…, después de eso, permanecí quince minutos a su lado con un picahielos. Pero estaba demasiado asustada. Si se entera de que he venido a verte, se pondrá como una fiera. No le gustas en absoluto. Piensa que eres una mala influencia.

—Y en eso tiene razón —dije con gran confianza—. Veamos qué se me ocurre.

Tara se marchó después de que volviera a abrazarla. Consiguió incluso sonreír un poco, pero no sé hasta qué punto su rayo de optimismo estaba justificado. Sólo podía hacer una cosa.

La noche siguiente me tocaba trabajar. Estaba ya completamente oscuro y estaría levantado. Tenía que llamar a Eric.