11

Aquella noche, Bill apareció por el Merlotte's con una chica. Me imaginé que era su represalia por haberme sorprendido besando a Sam, aunque también era posible que fuera simplemente mi orgullo lo que me llevaba a pensar eso. La posible venganza venía en forma de una mujer de Clarice. La había visto por el bar de vez en cuando. Era delgada, con una melena castaña que le llegaba a la altura de los hombros. Danielle no tardó ni cinco minutos en venirme a explicar que se trataba de Selah Pumphrey, una vendedora del sector inmobiliario que el año anterior había conseguido un premio por haber alcanzado un millón de dólares en ventas.

La odié al instante, profunda y apasionadamente.

De modo que sonreí con la luminosidad de una bombilla de mil vatios y, en un abrir y cerrar de ojos, le serví a Bill una botella de TrueBlood caliente y a ella un vodka con naranja. Tampoco le eché ningún escupitajo al vodka con naranja. Hacerlo no sería estar a mi altura, me dije. De todas maneras, de haber querido, allí no habría dispuesto de la intimidad necesaria para ello.

El bar no sólo estaba abarrotado, sino que además Charles no me quitaba el ojo de encima. El pirata estaba muy activo aquella noche. Iba vestido con una camisa blanca con mangas abullonadas y pantalones Dockers azul marino con un pañuelo vistoso a modo de cinturón para darle al conjunto una nota de color. El parche del ojo era del mismo tono que los Dockers y llevaba una estrella dorada bordada. El conjunto era de lo más exótico para Bon Temps.

Sam me miró desde la mesa del rincón. Tenía la pierna mala apoyada en una silla.

—¿Estás bien, Sookie? —murmuró Sam, dando la espalda a la multitud que llenaba el bar para que nadie pudiese leerle los labios.

—¡Claro que sí, Sam! —le contesté con cierta expresión de perplejidad—. ¿Por qué no debería estarlo? —En aquel momento, lo odié por haberme besado y me odié a mí misma por haberle respondido.

Puso los ojos en blanco y sonrió durante una décima de segundo.

—Creo que he solucionado tu problema de alojamiento —dijo para distraerme—. Te lo contaré más tarde. —Corrí a servir una mesa. Aquella noche estábamos hasta los topes. El buen tiempo y la atracción que despertaba el nuevo camarero se habían combinado y el Merlotte's estaba lleno de optimistas y curiosos.

«Fui yo la que dejé a Bill», me acordé con orgullo. Él no quería romper pese a haberme sido infiel. Tuve que repetírmelo constantemente para no odiar a todos los presentes, que estaban siendo testigos de mi humillación. Naturalmente, nadie conocía las circunstancias, por lo que podían pensar perfectamente que Bill me había dejado a cambio de aquella bruja castaña. Lo que no era precisamente el caso.

Enderecé la espalda, ensanché mi sonrisa y seguí sirviendo copas. Pasados unos diez minutos, empecé a relajarme y a darme cuenta de que me comportaba como una idiota. Bill y yo habíamos roto, como millones de parejas. Y era normal que él hubiese empezado a salir con otra persona. De haber tenido yo una serie normal de novios, es decir, de haber comenzado a salir con chicos a los trece o catorce años, como todo el mundo, mi relación con Bill habría sido simplemente una más de un largo recorrido de relaciones que habían acabado mal. Tenía que ser capaz de seguir adelante o, como mínimo, de saber ver las cosas con perspectiva.

Pero yo no tenía perspectiva. Bill había sido mi primer amor, en todos los sentidos.

La segunda vez que les serví copas, Selah Pumphrey me miró inquieta cuando le sonreí.

—Gracias —dijo con cierta inseguridad.

—No hay de qué —repliqué entre dientes, y ella se quedó blanca.

Bill giró la cara. Confié en que no estuviera disimulando una sonrisa. Regresé a la barra.

—¿Quieres que le dé un buen susto si esa mujer decide pasar la noche con él? —preguntó Charles.

Yo estaba detrás de la barra a su lado, de cara a la nevera con puerta de cristal transparente que tenemos allí. Es donde guardamos los refrescos, la sangre embotellada y las rodajas de lima y de limón. Había ido a buscar una rodaja de limón y una cereza para adornar un Tom Collins y me había quedado allí. Charles se daba cuenta de todo.

—Sí, por favor —contesté agradecida. El vampiro pirata estaba convirtiéndose en mi aliado. Me había salvado del incendio, había matado al hombre que había prendido fuego a mi casa y ahora se ofrecía para asustar a la chica de Bill. Era estupendo.

—Considérala aterrorizada —dijo con elegancia, haciendo una florida reverencia con el brazo y manteniendo la otra mano sobre el corazón.

—Muchas gracias —dije, con una sonrisa natural, y saqué de la nevera el recipiente de las rodajas de limón.

Necesité de toda mi capacidad de autocontrol para mantenerme alejada de la cabeza de Selah Pumphrey. Y me sentí orgullosa de mi esfuerzo.

Horrorizada, vi que en aquel momento se abría la puerta y entraba Eric. Mi corazón empezó a latir a toda velocidad y noté que estaba a punto de desmayarme. Tenía que dejar de reaccionar de aquella manera. Me gustaría poder olvidar tan bien como había hecho Eric el «tiempo que pasamos juntos» (como lo calificaría una de mis novelas románticas favoritas). A lo mejor debería buscar a una bruja o un hipnotizador para que me proporcionaran una buena dosis de amnesia. Me mordí la mejilla por dentro y serví un par de jarras de cerveza a una mesa de parejas jóvenes que celebraban la promoción de uno de los hombres al cargo de supervisor… de algo, o de algún lado.

Cuando me volví, Eric estaba dirigiéndose a Charles y, aunque los vampiros pueden mostrarse completamente inexpresivos cuando hablan entre ellos, me di cuenta de que Eric no estaba muy contento con su camarero prestado. Charles era casi treinta centímetros más bajito que su jefe y tenía que levantar la cabeza para mirarlo. Pero mantenía la espalda recta, sus colmillos sobresalían levemente y sus ojos brillaban. Eric también daba un poco de miedo cuando se enfadaba. Y sus colmillos se habían hecho evidentes. Los humanos del bar habían empezado a mirar hacia otro lado y en cualquier momento empezarían a desfilar hacia otro bar.

Vi a Sam agarrando un bastón —una mejoría respecto a las muletas— para poder levantarse y acercarse a la pareja. Corrí hacia su mesa.

—Quédate quieto —le dije con voz baja y firme—. No te plantees ni por un momento intervenir.

Me encaminé hacia la barra.

—¡Hola, Eric! ¿Qué tal estás? ¿Puedo ayudarte en algo? —Le sonreí.

—Sí. También tengo que hablar contigo —gruñó.

—¿Entonces por qué no me acompañas? Iba a salir fuera un poco para descansar —le ofrecí.

Lo cogí por el brazo y lo arrastré hacia el pasillo que daba acceso a la entrada de empleados. En un periquete nos encontramos con el frescor de la noche.

—Más vale que no vengas a decirme lo que tengo que hacer —le dije al instante—. Ya he tenido bastante por hoy. Bill ha venido con una mujer, he perdido mi cocina y estoy de mal humor. —Subrayé mis palabras apretándole el brazo a Eric, una sensación equivalente a agarrarse a un tronco de árbol.

—Me da igual tu estado de humor —dijo enseguida Eric. Vi que asomaba un colmillo—. Pago a Charles Twining para que te vigile y vele por tu seguridad, y ¿quién te salva del fuego? Un hada. Y mientras tanto, Charles se entretiene en el jardín matando al pirómano en lugar de salvarle la vida a su anfitriona. ¡Inglés estúpido!

—¿No se suponía que estaba aquí como un favor hacia Sam? ¿Qué era a él a quien debía ayudar? —Le lancé a Eric una mirada dubitativa.

—Como si ese cambiante me importara a mí mucho… —dijo con impaciencia el vampiro.

Me quedé mirándolo.

—Todo esto tiene que ver contigo —dijo Eric. Su voz era fría, pero no sus ojos—. Estoy a punto de adivinar algo sobre ti, lo noto debajo de la piel. Tengo la sensación de que mientras estuve bajo el efecto del maleficio sucedió alguna cosa, algo que debería saber. ¿Hubo sexo entre nosotros, Sookie? Pero no creo que fuera eso, o al menos no sólo eso. Algo pasó. Tu abrigo tenía restos de tejido cerebral. ¿Maté a alguien, Sookie? ¿Es eso? ¿Me proteges de algo que hice bajo el efecto de aquel maleficio? —Sus ojos brillaban en la oscuridad como pequeñas lámparas.

Nunca se me había ocurrido que estuviera preguntándose si había matado a alguien. Aunque francamente, de haberlo pensado, nunca habría creído que a Eric pudiera importarle. ¿Qué diferencia significaría una vida más o menos para un vampiro tan viejo como él? Pero se le veía realmente contrariado. Y ahora que comprendía lo que le preocupaba, dije:

—Eric, aquella noche no mataste a nadie en mi casa. —Me interrumpí en seco.

—Tienes que contarme qué sucedió. —Se inclinó un poco para mirarme a la cara—. No me gusta no saber lo que hice. He tenido una vida más larga de lo que te imaginas y recuerdo hasta el último segundo de toda ella, excepto esos días que pasé contigo.

—Yo no puedo conseguir que recuerdes —dije, tratando de mantener la calma—. Lo único que puedo decirte es que estuviste conmigo varios días y que luego Pam vino a buscarte.

Eric me miró a los ojos un buen rato más.

—Me gustaría poder entrar en tu cabeza y obtener toda la verdad —dijo, algo que me alarmó mucho más de lo que esperaba haber reflejado—. Tomaste mi sangre. Por eso sé que me escondes cosas. —Después de un instante de silencio, continuó—: Me gustaría saber quién pretende matarte. Me han dicho, además, que recibiste la visita de unos detectives privados. ¿Qué querían de ti?

—¿Quién te ha contado eso? —Ahora tenía una cosa más de la que preocuparme. Alguien estaba pasando información sobre mí. Noté que me subía la presión sanguínea. Me pregunté si Charles pasaría cada noche un informe a Eric.

—¿Tiene algo que ver con la mujer desaparecida, con la bruja a la que tanto amaba ese hombre lobo? ¿Estás protegiéndole? Si no la maté yo, ¿la mató él? ¿Murió delante de nosotros?

Eric me había agarrado por los hombros y la presión resultaba atroz.

—¡Oye, que me haces daño! ¡Suéltame!

Eric aflojó los dedos, pero no retiró las manos del todo.

Mi respiración se tornó más rápida y superficial, intuía una atmósfera de peligro. Estaba harta de sentirme amenazada.

—Cuéntamelo —exigió Eric.

Si le explicaba que me había visto matar a alguien, tendría poder sobre mí durante el resto de mi vida. Eric sabía ya más de lo que me gustaría que supiese, porque yo había bebido de su sangre y él de la mía. Lamentaba nuestro intercambio más que nunca. Eric estaba seguro de que le escondía algo importante.

—Eras muy dulce cuando no sabías quién eras —dije, y me di cuenta enseguida de que no era precisamente eso lo que esperaba oír de mí. Su atractivo rostro estaba entre el asombro y la rabia. Finalmente, se decantó por el asombro.

—¿Dulce? —preguntó, torciendo la comisura de su boca en una sonrisa.

—Mucho —dije, tratando de devolverle el gesto—. Chismorreábamos como antiguos colegas. —Me dolían los hombros. Seguramente la gente del bar estaría a la espera de que les sirviera más copas. Pero no podía irme aún—. Estabas asustado y solo, y te gustaba hablar conmigo. Era muy divertido estar contigo.

—Divertido —dijo pensativo—. ¿Ahora no soy divertido?

—No, Eric. Tú siempre estás demasiado ocupado siendo… tú mismo. —El vampiro jefe, el animal político, el magnate en ciernes.

Se encogió de hombros.

—¿Tan malo soy? Muchas mujeres piensan que no.

—De eso estoy segura. —Empezaba a estar harta.

Se abrió entonces la puerta trasera.

—¿Estás bien, Sookie? —Sam venía en mi rescate. Su expresión estaba rígida de dolor.

—No necesita tu ayuda, cambiante —dijo Eric.

Sam no dijo nada. Pero continuó acaparando la atención de Eric.

—He sido maleducado —dijo Eric, no exactamente disculpándose, pero sí con cortesía suficiente—. Estoy en tu local. Me marcho, Sookie —dijo, dirigiéndose a mí—, sin haber finalizado esta conversación, pero entiendo que no es ni el momento ni el lugar.

—Hasta luego —dije, consciente de que no tenía otra elección.

Eric se fundió con la oscuridad, un truco magnífico que me encantaría dominar algún día.

—¿Por qué está tan enfadado? —preguntó Sam. Cruzó el umbral de la puerta cojeando y se apoyó contra la pared.

—No recuerda qué sucedió mientras estaba bajo el maleficio —dije, hablando despacio por pura cautela—. Y tiene la sensación de haber perdido el control. A los vampiros les gusta controlarlo todo, supongo que ya te habrás dado cuenta.

Sam sonrió… Fue una sonrisa débil, pero sincera.

—Sí, ya me había fijado en ello —admitió—. Y también me he dado cuenta de que son muy posesivos.

—¿Te refieres a la reacción de Bill cuando nos sorprendió? —Sam movió afirmativamente la cabeza—. Me parece que ya lo ha superado.

—Creo que te lo está devolviendo con la misma moneda.

Me sentía incómoda. La noche anterior había estado a punto de acostarme con Sam. Pero en aquel momento sentía cualquier cosa menos pasión y la pierna de Sam estaba tremendamente dolorida después de la caída. Si no lo veía capaz de poder ni con una muñeca de trapo, mucho menos podría con una mujer robusta como yo. A pesar de que Sam y yo llevábamos varios meses a punto de caramelo, no estaba bien pensar en practicar juegos sexuales con el jefe. Decantarse por el «no» era lo más seguro y lo más sensato. Y aquella noche, sobre todo después de los acontecimientos emocionalmente discordantes de la última hora, quería sentirme segura por encima de todo.

—Nos interrumpió a tiempo —dije.

Sam levantó una de sus cejas doradas.

—¿Querías que nos interrumpieran?

—No en aquel momento —admití—. Pero supongo que fue lo mejor.

Sam se quedó mirándome un instante.

—Lo que venía a decirte, aunque pensaba esperar hasta que el bar cerrara, es que una de las casas que tengo en alquiler está vacía en este momento. Es el adosado que está al lado de…, lo recordarás, de la casa donde Dawn…

—Murió —dije para terminar la frase.

—Eso es. La hice reformar y ahora la tengo alquilada. De modo que tendrías un vecino, algo a lo que no estás acostumbrada. Pero, además de disponible, está amueblada. Así que sólo tendrías que traer lo que necesites de ropa de cama, tu ropa y algunos trastos de la cocina. —Sam sonrió—. Podrías cargarlo todo en un solo viaje de coche. Por cierto, ¿de dónde ha salido ése? —Movió la cabeza en dirección al Malibu.

Le conté lo generosa que había sido Tara y también que mi amiga me tenía preocupada. Le repetí la advertencia que Eric me había dado respecto a Mickey.

Cuando vi lo ansioso que se ponía Sam, me sentí muy egoísta por agobiarle con todo aquello. Sam ya tenía bastantes preocupaciones.

—Lo siento —dije—. No tengo por qué cargarte con más problemas. Anda, entremos de nuevo.

Sam se quedó mirándome.

—Sí, necesito sentarme urgentemente —dijo pasado un momento.

—Gracias por alquilarme la casa. Y, naturalmente, te pagaré. ¡Me alegro de tener un lugar donde vivir, un sitio de donde pueda entrar y salir sin molestar a nadie! ¿Cuánto me costará? Me parece que el seguro me pagará el alquiler mientras me arreglan la casa.

Sam me lanzó una mirada y me dio un precio que estaba muy por debajo del que sería el precio de alquiler habitual. Lo rodeé con el brazo al ver de qué modo cojeaba. Aceptó mi ayuda sin protestar, lo que me llevó a tenerlo aún en mejor concepto. Avanzó con dificultad por el pasillo con mi ayuda y se instaló con un suspiro de alivio en la silla con ruedecillas que tenía en el despacho. Le acerqué otra para que colocara la pierna encima si le apetecía, y la utilizó de inmediato. Bajo la potente luz fluorescente de la oficina, mi jefe tenía un aspecto demacrado.

—Vuelve al trabajo —dijo, amenazándome en broma—. Seguro que todo el mundo está acosando a Charles.

En el bar reinaba el caos que me imaginaba y me puse a servir mesas de inmediato. Danielle me lanzó una mirada asesina e incluso Charles me miró con amargura. Pero, poco a poco, moviéndome con la máxima rapidez posible, empecé a retirar vasos vacíos, a servir bebidas, a vaciar ceniceros, a limpiar mesas pegajosas y a sonreír y a hablar con todo el mundo. Me despedí de mis propinas pero, al menos, se recuperó la paz.

El ritmo del bar aminoró poco a poco y volvió a la normalidad. Aunque hice un gran esfuerzo por no mirar hacia donde estaban sentados, me di cuenta de que Bill y su chica seguían enfrascados en su conversación. Para mi consternación, cada vez que los veía como pareja, sentía una oleada de rabia que no decía nada bueno de mi carácter. Y, además, aunque despertaba la indiferencia de prácticamente el noventa por ciento de la clientela del bar, el restante diez por ciento me observaba como si fueran buitres para comprobar si el comportamiento de Bill me hacía sufrir. Aunque no era un asunto que tuviera que importarle a nadie, algunos se alegrarían de que así fuera, y otros no.

Estaba limpiando una mesa que acababa de quedarse vacía cuando noté unos golpecitos en el hombro. Lo tomé como una advertencia que me permitió mantener mi sonrisa cuando me volví. Era Selah Pumphrey, quien, con su sonrisa brillante y postiza, reclamaba mi atención.

Era más alta que yo, y tal vez cinco kilos más delgada. Lucía un maquillaje caro y elaborado y olía a millonaria. Me introduje en su cerebro sin pensármelo dos veces.

Selah consideraba que lo tenía todo a su favor respecto a mí, a menos que yo fuera una chica fantástica en la cama. Pensaba que las mujeres de clase baja siempre eran mejores en la cama por ser más desinhibidas. Sabía que ella era más delgada, más inteligente, ganaba más dinero y era mucho más educada y culta que la camarera que tenía delante. Pero Selah Pumphrey dudaba de sus habilidades sexuales y le aterrorizaba ser vulnerable. Pestañeé. Aquello era más de lo que quería saber.

Resultaba interesante descubrir que (bajo el punto de vista de Selah), por ser pobre e inculta, estaba más en contacto con mi naturaleza sexual. Tendría que contárselo a los demás pobres de Bon Temps. Ahora resultaba que nos lo pasábamos de maravilla cuando echábamos un polvo, que disfrutábamos de un sexo mucho mejor que el de la gente de clase alta y que ni siquiera lo valorábamos.

—¿Sí? —pregunté.

—¿Los lavabos de señoras? —me dijo.

—Por aquella puerta de allí. La que pone «Lavabos». —Tenía que sentirme agradecida por ser lo bastante lista como para saber leer carteles.

—¡Oh! Lo siento, no lo había visto.

Me quedé a la espera.

—Y, bien, hummm, ¿tienes algún consejo para mí? ¿Sobre salir con un vampiro? —Esta vez fue ella quien se quedó a la espera, nerviosa y desafiante a la vez.

—Por supuesto —dije—. No comas ajo. —Le di la espalda y seguí limpiando la mesa.

En cuanto estuve segura de que había entrado en los lavabos, me volví para dejar dos jarras vacías de cerveza en la barra y, cuando regresé, Bill estaba allí de pie. Sofoqué un grito de sorpresa. Bill tiene el pelo castaño oscuro y, naturalmente, la piel más blanca que pueda imaginarse. Sus ojos son tan oscuros como su pelo. Y en ese momento, los tenía clavados en los míos.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó.

—Quería saber dónde estaban los lavabos.

Levantó una ceja, mirando el letrero.

—Simplemente quería verme de cerca —dije—. O eso me imagino. —Me sentía extrañamente cómoda con Bill en aquel momento, independientemente de lo que hubiera sucedido entre nosotros.

—¿La has asustado?

—No ha sido mi intención.

—¿La has asustado? —volvió a preguntarme con voz más grave. Pero me lo dijo con una sonrisa.

—No —respondí—. ¿Querías que lo hiciera?

Negó con la cabeza, medio en broma.

—¿Estás celosa?

—Sí. —La sinceridad siempre es la respuesta más segura—. Odio sus muslos delgaduchos y su actitud elitista. Espero que sea una bruja horrorosa y que te entren ganas de aullar cuando pienses en mí.

—Bien —dijo Bill—. Me alegro de oírlo. —Me rozó la mejilla con los labios. Me estremecí al sentir el contacto de su piel fría, me invadieron los recuerdos. Y a él le sucedió lo mismo. Vi el calor en su mirada, los colmillos asomando. Entonces me llamó Catfish Hunter para que me diera prisa y le sirviese otro bourbon con Coca-Cola, y me alejé de mi primer amante.

Había sido un día larguísimo, no sólo por la energía física que había consumido, sino también desde el punto de vista emocional y profundo. Cuando llegué a casa de mi hermano, oí risas y gritos en su dormitorio y deduje que Jason estaría consolándose de la forma habitual. Era posible que estuviera preocupado pensando que su nueva comunidad lo tenía como sospechoso de los crímenes, pero la preocupación no era tanta como para llegar a afectar su libido.

Pasé en el baño el menor tiempo posible, entré en el dormitorio de invitados y cerré la puerta a mis espaldas. El canapé tenía un aspecto mucho más acogedor que la noche anterior. Cuando me acurruqué de costado y me cubrí con la colcha me percaté de que la mujer que estaba con mi hermano era una cambiante; lo percibí por el tono rojizo que irradiaban sus pensamientos.

Confiaba en que se tratase de Crystal Norris. Confiaba en que Jason hubiera convencido a la chica de que él no tenía nada que ver con los disparos. Ahora bien, si lo que Jason pretendía era aumentar sus problemas, lo mejor que podía hacer era engañar a Crystal, la mujer que había elegido en la comunidad de panteras. Pero Jason no era tan estúpido. Con toda seguridad.

No, no lo era. A la mañana siguiente, pasadas las diez, apareció Crystal en la cocina. Jason se había ido de casa muy temprano, pues tenía que estar en el trabajo a las ocho menos cuarto. Yo estaba bebiendo mi primera taza de café cuando apareció Crystal, vestida con una de las camisas de Jason, medio adormilada.

No era mi persona favorita, como tampoco yo la suya, pero me saludó con un «buenos días» bastante educado. Le devolví el saludo y saqué una taza para ella. Hizo una mueca al ver mi gesto y sacó un vaso, que llenó primero con hielo y luego con Coca-Cola. Me estremecí.

—¿Cómo está tu tío? —le pregunté en cuanto vi que empezaba a estar más consciente.

—Mejor —respondió—. Deberías ir a verlo. Le gustó tu visita.

—Me imagino que tienes claro que Jason no fue el autor de los disparos.

—Así es —dijo brevemente—. Al principio no quería hablar con él, pero en cuanto me puse al teléfono, me convencí enseguida de que no debía sospechar de él.

Me habría gustado preguntarle si los demás habitantes de Hotshot estaban dispuestos a concederle a Jason el beneficio de la duda, pero no me apetecía sacar a relucir un tema tan delicado.

Pensé en lo que tenía que hacer a lo largo del día: ir a buscar ropa, sábanas y mantas y algunos utensilios de cocina para la casa, y después instalar todo eso en el adosado de Sam.

Trasladarme a un lugar pequeño y amueblado era la solución perfecta para mi problema de vivienda. Había olvidado por completo que Sam era propietario de varias casitas en Berry Street, tres de las cuales eran adosadas. Él mismo se ocupaba de ellas, aunque a veces contrataba los servicios de J.B. du Roñe, un amigo mío del instituto, para realizar las reparaciones sencillas y los trabajos de mantenimiento. Con J.B. todo funcionaba sin problemas.

Pensé que después de recoger mis cosas, tal vez tuviera tiempo de ir a visitar a Calvin. Me duché y me vestí y, cuando me fui de casa de Jason, Crystal estaba sentada en la sala de estar mirando la tele. Me imaginé que a Jason no le importaría.

Terry estaba trabajando duro cuando aparqué en el claro. Di la vuelta a la casa para ver sus avances y quedé encantada al comprobar que había hecho mucho más de lo que me imaginaba. Me sonrió cuando se lo comenté y dejó por al momento de cargar tablones en su camión.

—Siempre es más fácil romper que construir —dijo. No era precisamente una declaración filosófica profunda, pero a el resumen de lo que piensa un albañil—. Si no pasa nada que me obligue a bajar el ritmo, en un par de días más acabaré. En el pronóstico del tiempo no han mencionado que vaya a llover.

—Estupendo. ¿Cuánto te deberé?

—Oh —murmuró, encogiéndose de hombros e incómodo por la situación—. ¿Cien? ¿Cincuenta?

—No, eso no es suficiente. —Calculé rápidamente las horas que había empleado y multipliqué—. Más bien trescientos.

—No pienso cobrarte tanto, Sookie. —Terry adoptó su expresión terca—. De hecho, no te cobraría nada, pero tengo que comprarme un nuevo perro.

Cada cuatro años, más o menos, Terry se compraba un caro perro de caza de raza catahoula. A pesar de lo mucho que los cuidaba, a los perros de Terry siempre les pasaba alguna cosa. Cuando llevaba más de tres años con él, un camión atropello a su primer perro. Alguien envenenó la comida del segundo. La tercera, a la que puso por nombre Molly, fue mordida por una serpiente, un mordisco que acabó resultando mortal. Terry llevaba ahora meses en lista de espera aguardando el nacimiento de la siguiente carnada de un criador de Clarice especializado en perros de esa raza.

—Cuando lo tengas, tráeme a ese cachorro para que lo abrace —le sugerí, y Terry me sonrió. Por vez primera me di cuenta de que Terry se sentía feliz al aire libre. Estaba más cómodo, mental y físicamente, cuando no se encontraba bajo un tejado; y cuando salía con su perro, parecía un hombre casi normal.

Abrí la puerta de casa y fui a buscar lo que necesitaba, era un día soleado, de modo que la ausencia de luz eléctrica no me supuso ningún problema. Llené un cubo grande de Urético que solía utilizar para la ropa sucia con dos juegos de sábanas y un viejo cubrecama de felpilla, algo más de ropa para mí y unas cuantas cacerolas y sartenes. Tendría que comprar una cafetera nueva. La que tenía se había fundido. Y entonces, cuando miré por la ventana y vi la cafetera, que había quedado encima del montón de basura que se había ido acumulando, comprendí lo cerca que había estado de la muerte. Fue una toma de conciencia que me pilló desprevenida.

Y pasé de estar de pie junto a la ventana de mi habitación, contemplando un pedazo informe de plástico, a encontrarme sentada en el suelo, con la mirada fija en los tablones de madera pintada del suelo y esforzándome por respirar.

¿Por qué se me ocurría eso ahora, pasados ya tres días? No lo sé. A lo mejor fue por el aspecto de la cafetera: el cable chamuscado, el plástico retorcido por el calor. Aquel material había hervido hasta echar burbujas, literalmente. Me miré la piel de las manos y me estremecí. Continué sentada en el suelo durante un tiempo indefinido, con escalofríos y tiritona. Me quedé un par de minutos con la mente en blanco. La proximidad de mi roce con la muerte había podido conmigo.

Claudine no sólo me había salvado seguramente la vida, sino que además me había librado de un dolor tan insoportable que me habría llevado a desear morir. Tenía una deuda con ella que jamás lograría devolverle.

A lo mejor resultaba que era mi hada madrina de verdad.

Me incorporé, me desperecé. Cogí el cubo de plástico y me puse en marcha hacia mi nueva casa.