10

Mi melancólico hermano se alegró de verme. El hecho de que su «nueva familia» no confiara en él había estado consumiendo a Jason durante todo el día. Incluso su novia pantera, Crystal, se sentía nerviosa debido al halo de sospecha que lo rodeaba. Aquella tarde él se había presentado en su casa para visitarla y ella lo había echado de allí. Cuando me enteré de que se había desplazado hasta Hotshot, exploté. Le dije muy claramente a mi hermano que parecía que estuviese deseando la muerte y que iba a sentirme responsable si algo le sucedía. Me respondió diciéndome que yo nunca había sido responsable de nada que pudiera sucederle y que, por lo tanto, no entendía por qué iba a empezar a serlo ahora.

La discusión se prolongó un rato.

Cuando a regañadientes accedió por fin a mantenerse alejado de sus colegas cambiantes, cogí la bolsa y recorrí el pequeño pasillo hasta la habitación de invitados. Allí es donde Jason tenía el ordenador, sus antiguos trofeos del equipo de béisbol y de fútbol americano del instituto y un viejo colchón plegable que utilizaba principalmente para las visitas que bebían demasiado y no podían regresar a su casa en coche. Ni siquiera me molesté en desplegarlo, sino que me limité a extender una colcha antigua sobre su piel artificial y me eché otra encima.

Recé mis oraciones y repasé la jornada. Había estado tan llena de incidentes que me cansé incluso tratando de recordarlo todo. En menos de tres minutos, me apagué como una luz. Aquella noche soñé con animales salvajes: había niebla y estaba rodeada; tenía miedo. Oía a Jason gritar entre la neblina, pero no lograba encontrarlo y salir en su defensa.

A veces no es necesario un psiquiatra para interpretar los sueños, ¿verdad?

Me desvelé cuando Jason se marchó a trabajar a primera hora de la mañana y cerró dando un portazo. Volví a dormitar durante otra hora, pero después me desperté por completo. Terry iría a mi casa para empezar a retirar los escombros de la cocina y yo tenía que ver si podía salvar alguna cosa.

Se suponía que sería un trabajo sucio, de modo que le cogí prestado a Jason el mono azul que utilizaba para reparar el coche. Miré en su armario y me llevé también una vieja chaqueta de cuero que él solía utilizar cuando tenía que ensuciarse. Tomé también una caja de bolsas de basura. Cuando puse en marcha el coche de Tara me pregunté cómo podría devolverle aquel gran favor. Recordé entonces que tenía que ir a recoger su traje de chaqueta y realicé un pequeño rodeo para pasar por la tintorería.

Para mi consuelo, Terry estaba hoy de un humor estable. Me saludó con una sonrisa mientras partía con un mazo los tablones chamuscados del porche trasero. Aunque hacía bastante frío, Terry iba vestido con pantalones vaqueros y una camiseta sin mangas que cubría la mayoría de sus terribles cicatrices. Después de saludarlo y tomar nota de que no le apetecía hablar, entré en la casa por la puerta principal. Y, sin quererlo, me sentí arrastrada por el pasillo hacia la cocina para observar de nuevo los daños.

Los bomberos habían dicho que el suelo estaba en buen estado. Me ponía nerviosa pisar el linóleo abrasado, pero al cabo de poco tiempo empecé a sentirme mejor. Me puse unos guantes y empecé a repasar armarios y cajones. Había cosas fundidas y retorcidas por el calor. Había objetos tan distorsionados, como la escurridora de plástico, que necesitaba un par de segundos para identificarlos.

Las cosas que no servían las tiraba directamente por la ventana sur de la cocina, al otro lado de donde estaba Terry.

No me fiaba de la comida almacenada en los armarios adosados a la pared exterior. La harina, el arroz, el azúcar…, lo tenía todo guardado en recipientes Tupperware y, pese a que se habían mantenido herméticamente cerrados, prefería no utilizar el contenido. Lo mismo sucedía con la comida enlatada; por idéntico motivo, no me sentiría cómoda utilizando comida que había estado expuesta a tanto calor.

Por suerte, mi vajilla de gres de diario y la de porcelana que había pertenecido a mi tatarabuela habían sobrevivido, pues estaban en el armario más alejado de las llamas. Su cubertería de plata estaba también en buen estado. La de acero inoxidable, sin embargo, mucho más útil para mí, estaba completamente retorcida. Algunas cacerolas y sartenes seguirían sirviendo.

Trabajé un par de horas o tres, sumando cosas a la pila cada vez más alta que había debajo de la ventana o guardándolas en bolsas de basura para su futuro uso en la nueva cocina. Terry también estaba trabajando duro, tomándose un respiro de vez en cuando para beber agua embotellada mientras reposaba sentado en el maletero de su camioneta. La temperatura había subido hasta situarse cerca de los veinte grados.

Tendríamos aún alguna que otra helada, y siempre había la posibilidad de que nevara, pero se notaba que la primavera empezaba a acercarse.

No fue una mala mañana. Tenía la sensación de estar dando un paso hacia la recuperación de mi casa. Terry era un compañero poco exigente, ya que no le gustaba hablar, y el trabajo duro le servía para exorcizar sus propios demonios. Estaba a punto de cumplir los sesenta. Parte del vello que asomaba por la parte superior de su camiseta era ya gris. El pelo de su cabeza, castaño en su día, clareaba con la edad. Pero era un hombre fuerte que manejaba el mazo con vigor e iba cargando tablas en el maletero de su furgón sin mostrar signo alguno de cansancio.

Terry se marchó para depositar una carga en el vertedero municipal. Aprovechando su ausencia, fui al dormitorio e hice la cama… Una acción extraña y tonta, lo sé. Tendría que quitar las sábanas y lavarlas; de hecho, había lavado ya prácticamente todos los elementos textiles de mi casa para desechar por completo el olor a quemado. Había fregado incluso las paredes y repintado el pasillo; la pintura del resto de la casa estaba en bastante buen estado.

Estaba descansando un poco en el jardín cuando oí que se acercaba un vehículo, que apareció poco después entre los árboles que rodeaban el camino de acceso a la casa. Reconocí, asombrada, la camioneta de Alcide, y sentí una punzada de consternación. Le había dicho que se mantuviera alejado de mí.

Cuando salió del vehículo parecía molesto. Yo estaba sentada en una de mis sillas de jardín de aluminio, preguntándome qué hora sería y cuándo llegaría el albañil. Después de la incómoda noche que había pasado en casa de Jason, estaba pensando también en encontrar un lugar donde instalarme mientras reconstruían la cocina. No me imaginaba que el resto de la casa estuviera habitable hasta que hubieran terminado las obras, y para eso faltaban meses. Jason no me querría tanto tiempo en su casa, de eso estaba segura. Se sentiría obligado a alojarme de querer yo quedarme allí —era mi hermano, al fin y al cabo—, pero no quería explotar en exceso su espíritu fraternal. Pensándolo bien, no había nadie con quien quisiera instalarme un par de meses.

—¿Por qué no me lo contaste? —vociferó Alcide en cuanto sus pies rozaron el suelo.

Suspiré. Otro hombre enfadado.

—Pensé que en estos momentos no éramos grandes amigos —le recordé—. Pero te lo habría dicho. Ha sido sólo hace un par de días.

—Tendrías que haberme llamado inmediatamente —me dijo, empezando a rodear la casa para inspeccionar los daños. Se detuvo justo delante de mí—. Podrías haber muerto —añadió, como si eso fuera una gran noticia.

—Sí —repliqué—. De eso ya me he dado cuenta.

—Y tuvo que salvarte un vampiro. —Su voz sonaba resentida. Los vampiros y los hombres lobo no se llevaban bien.

—Sí —concedí, aunque mi verdadera salvadora había sido Claudine. Charles, sin embargo, había sido quien había matado al pirómano—. ¿Preferirías que hubiera muerto quemada?

—¡No! por supuesto que… —Se volvió para observar lo que quedaba de porche—. ¿Tienes a alguien trabajando ya para retirar los escombros de la parte dañada?

—Sí.

—Podía haberte traído a una cuadrilla entera.

—Terry se prestó voluntario.

—Puedo hacerte un buen precio para la reconstrucción.

—Ya he contactado con un albañil.

—Puedo prestarte el dinero que necesites para la obra.

—Tengo dinero, muchas gracias.

Eso le dejó sorprendido.

—¿Tienes? ¿De dónde has…? —Se interrumpió antes de decir algo imperdonable—. Pensaba que tu abuela no tenía mucho que dejarte en herencia —dijo, una frase que sonó casi tan mal como la que podría haber llegado a decir antes.

—Es un dinero que gané.

—¿Ganaste dinero con Eric? —supuso, acertando por completo. La verde mirada de Alcide echaba chispas. Pensé que iba a zarandearme.

—Cálmate, Alcide Herveaux —dije en un tono cortante—. Cómo me haya ganado yo ese dinero debería traerte sin cuidado. Me alegro de tenerlo. Y si decides bajarte de tu caballo, te diré que me alegro de que te preocupes por mí y que agradezco que me ofrezcas tu ayuda. Pero no me trates como si fuera una niña de primaria o de escuela especial.

Alcide se quedó mirándome mientras mi discurso iba calando.

—Lo siento. Pensaba que…, pensaba que éramos lo bastante amigos como para que me hubieses llamado aquella misma noche. Pensaba… que quizá necesitarías ayuda.

Estaba jugando la carta de «has herido mis sentimientos».

—No me importa pedir ayuda cuando la necesito. No soy tan orgullosa —dije—. Y me alegro de verte. —Lo que no era del todo cierto—. Pero no actúo como si no pudiera hacer nada por mí misma, porque puedo, como ves.

—¿Te pagaron los vampiros por alojar a Eric cuando lo de los brujos de Shreveport?

—Sí —dije—. Fue idea de mi hermano. Yo no me sentía bien por ello. Pero ahora agradezco tener ese dinero. Así no tengo que pedírselo prestado a nadie para reformar la casa.

Terry Bellefleur acababa de regresar con su camioneta e hice las debidas presentaciones. Terry no se quedó en absoluto impresionado por conocer a Alcide. De hecho, después de darle el apretón de manos de rigor, se fue directo a continuar con su trabajo. Alcide lo miró con expresión dubitativa.

—¿Dónde te has instalado? —Por suerte, Alcide había decidido no formular preguntas sobre las cicatrices de Terry.

—Estoy en casa de Jason —dije enseguida, prescindiendo del hecho de que esperaba que fuese una solución temporal.

—¿Cuánto tiempo te llevará la obra?

—Pues mira, aquí está precisamente el hombre que me lo dirá —dije agradecida. Randall Shurtliff llegaba también en una camioneta, acompañado por su esposa y socia. Delia Shurtliff era más joven que Randall, bella como un cuadro y dura como una piedra. Era su segunda esposa. Cuando se divorció de «la del principio», la que le dio tres hijos y le limpió la casa durante doce años, Delia ya trabajaba para Randall y, poco a poco, empezó a dirigir el negocio mucho mejor que él. Con el dinero que su segunda mujer le hacía ganar podía darles a su primera esposa y a sus hijos más ventajas de las que habrían tenido de haberse casado él con otra persona. Era de dominio público (lo que significaba que yo no era la única que lo sabía) que Delia estaría encantada de que Mary Helen volviera a casarse y de que los tres hijos de Shurtliff se graduaran por fin en el instituto.

Aparté de mi cabeza los pensamientos de Delia con la firme resolución de levantar mis escudos de protección. Randall estuvo encantado de que le presentase a Alcide, a quien conocía de vista, y se mostró más dispuesto si cabe a ocuparse de la reconstrucción de mi cocina cuando supo que yo era amiga de Alcide. La familia Herveaux tenía mucho peso en el sector de la construcción, tanto a nivel personal como económico. Y, para mi fastidio, Randall empezó a dirigir todos sus comentarios a Alcide en lugar de a mí. Él lo aceptó con naturalidad.

Miré a Delia. Delia me miró. No nos parecíamos en nada, pero por un momento nuestros pensamientos fueron uno.

—¿Qué piensas, Delia? —le pregunté—. ¿Para cuánto tiempo tendremos?

—Refunfuñará y resoplará —dijo. Tenía el pelo más claro que el mío, gracias a la peluquería, e iba muy maquillada, pero vestía con elegancia unos pantalones de algodón con pinzas y un polo con la inscripción «SHURTLIFF CONSTRUCTION» bordada encima del pecho izquierdo—. Pero está a punto de terminar una casa en Robin Egg. Podrá ponerse a trabajar en tu cocina antes de que empiece otra casa en Clarice. De modo que en tres o cuatro meses tendrás cocina nueva.

—Gracias, Delia. ¿Tengo que firmar alguna cosa?

—Te prepararemos un presupuesto. Te lo llevaré al bar para que lo estudies. Incluiremos los electrodomésticos nuevos, ya que podemos obtener un descuento por mayoristas. De todas formas, ahora mismo puedo darte una estimación aproximada.

Me enseñó el presupuesto de la renovación de una cocina que habían llevado a cabo el mes anterior.

—Ya veo —dije, aunque en mi interior creo que lancé un buen grito. Incluso contando con el dinero del seguro, me tocaría gastar una buena cantidad de lo que tenía guardado en el banco.

Debía sentirme agradecida, me acordé, de que Eric me hubiera pagado aquel dinero, de tenerlo para poder gastarlo. Gracias a él no me vería obligada a tener que pedir un préstamo al banco, ni a vender tierras, ni a dar ningún paso drástico. Tendría que acostumbrarme a pensar que aquel dinero había pasado por mi cuenta, pero que no se había asentado en ella. Que no era ni siquiera su propietaria, sino que lo había tenido en custodia durante un breve tiempo.

—¿Sois buenos amigos, Alcide y tú? —preguntó Delia, terminados los temas de negocios.

Reflexioné mi respuesta.

—De vez en cuando —respondí con sinceridad.

Rió, soltando una carcajada áspera pero sexy, de todos modos. Los hombres se volvieron hacia nosotras, Randall sonriendo, Alcide perplejo. Estaban demasiado lejos para oír lo que estábamos comentando.

—Te contaré una cosa —me dijo Delia Shurtliff en voz baja—. Sólo entre tú, yo y esta valla. La secretaria de Jackson Herveaux, Connie Babcock…, ¿la conoces?

Moví afirmativamente la cabeza. La había visto y había hablado con ella cuando había pasado por la oficina de Alcide en Shreveport.

—Esta mañana la han arrestado por robar a Herveaux and Son.

—¿Qué se ha llevado? —Era toda oídos.

—Eso es lo que no entiendo. La sorprendieron llevándose unos documentos del despacho de Jackson Herveaux. Pero no eran documentos relacionados con el negocio, sino personales, por lo que me dijeron. Afirmó que le habían pagado por hacerlo.

—¿Quién?

—Un tipo que es concesionario de motos. ¿Le ves tú el sentido?

Tenía sentido si sabías que Connie Babcock había estado acostándose con Jackson Herveaux, además de trabajar en su oficina. Lo tenía si de repente te dabas cuenta de que Jackson había asistido al funeral del coronel Flood acompañado por Christine Larrabee, una influyente mujer lobo de pura sangre, en lugar de ir con la débil humana Connie Babcock.

Mientras Delia explicaba los detalles de la historia, yo permanecí perdida en mis pensamientos. Jackson Herveaux era, sin duda alguna, un hombre de negocios inteligente, pero estaba demostrando ser un tonto como político. Hacer arrestar a Connie era una estupidez. Llamaría la atención sobre los hombres lobo, exponiéndolos potencialmente a la luz pública. Una población tan amante del secretismo no valoraría bien a un líder incapaz de gestionar sus problemas con mayor discreción.

De hecho, y viendo que Alcide y Randall seguían discutiendo la reconstrucción de mi casa entre ellos y no conmigo, esta falta de delicadeza parecía ser característica de la familia Herveaux.

Puse mala cara. Se me acababa de ocurrir que Patrick Furnan, sabiendo que Jackson reaccionaría fogosamente, debía de ser lo bastante astuto y listo como para haberlo planeado todo: sobornar a la despechada Connie para que robara los documentos y luego asegurarse de que era sorprendida en el acto. Patrick Furnan debía de ser mucho más listo de lo que parecía, y Jackson Herveaux mucho más estúpido, al menos en los rasgos importantes para ser jefe de la manada. Intenté olvidar mis especulaciones. Alcide no había mencionado ni una palabra sobre el arresto de Connie, por lo que tuve que concluir que no lo consideraba asunto mío. O tal vez pensaba que ya tenía bastante con mis propios problemas, lo que era cierto. Volví a situarme en el presente.

—¿Crees que se darían cuenta si nos marcháramos? —le pregunté a Delia.

—Sí, seguro —respondió confiada Delia—. Randall tal vez tardara un momento, pero empezaría a buscarme enseguida. Se sentiría perdido sin mí.

Delia era una mujer que conocía su valía. Suspiré y pensé en subir al coche y largarme. Alcide, viendo de reojo mi expresión, interrumpió la discusión con el albañil y me miró con cara de culpabilidad.

—Lo siento —dijo—. Es la costumbre.

Randall se acercó al lugar donde estábamos un poco más deprisa que cuando se había alejado.

—Lo siento —dijo disculpándose—. Estábamos hablando de trabajo. ¿Qué tenías pensado para todo esto, Sookie?

—Quiero una cocina con las mismas dimensiones que tenía la antigua —propuse, después de descartar la idea de una cocina más grande al ver el presupuesto—. Y me gustaría que el nuevo porche tuviese la misma anchura de la cocina y que fuera cerrado.

Randall sacó un bloc y trazó un boceto de lo que yo quería.

—¿Quieres los fregaderos donde estaban? ¿Quieres todos los electrodomésticos donde estaban?

Después de discutirlo un rato, expliqué todo lo que quería y Randall dijo que me llamaría cuando fuera el momento de elegir los armarios, los fregaderos y todos los demás detalles.

—Una cosa que sí necesito que me hagas hoy o mañana es arreglar la puerta que comunica el pasillo con la cocina —dije—. Quiero poder cerrar la casa con llave.

Randall estuvo un momento hurgando por el interior de su camioneta y apareció con un pomo con cerradura completamente nuevo, aún en su embalaje original.

—No servirá para desanimar a quien esté realmente interesado en entrar —dijo, sintiéndose todavía culpable—, pero será mejor que nada. —Lo instaló en quince minutos, y así pude separar la parte en buen estado de la casa de la zona quemada. Aun sabiendo que aquella cerradura no servía para gran cosa, me sentía mucho mejor. Ya pondría después un cerrojo en el interior de la puerta para que quedara más seguro todo. Me pregunté si podría hacerlo yo misma, pero recordé enseguida que necesitaría cortar parte del marco de la puerta, un trabajo que sólo podía realizar un carpintero. Ya encontraría a alguien que me ayudara con ello.

Randall y Delia se marcharon después de garantizarme que yo sería la siguiente en su lista y Terry continuó trabajando.

—Nunca te encuentro sola —dijo Alcide, empleando un tono tal vez algo exasperado.

—¿De qué querías hablar? Terry no puede escucharnos desde donde está. —Caminé hasta el árbol bajo el cual había instalado mi silla de aluminio. Su gemela estaba apoyada en el tronco del roble y Alcide la desplegó. Crujió un poco bajo su peso cuando se sentó en ella. Supuse que iba a contarme lo del arresto de Connie Babcock.

—La última vez que hablé contigo te di un disgusto —dijo directamente.

Me vi obligada a cambiar de mentalidad ante aquella apertura inesperada. De acuerdo, me gustan los hombres que saben pedir perdón.

—Sí, tienes razón.

—¿Preferías que no te dijera que sabía lo de Debbie?

—Odio que pasara todo aquello. Odio que su familia esté detrás de eso. Odio que no sepan nada sobre Debbie, que sufran. Pero me alegro de seguir con vida y no pienso ir a la cárcel por haber actuado en defensa propia.

—Si te hace sentir mejor, te diré que Debbie no estaba muy apegada a su familia. Sus padres siempre prefirieron a su hermana menor, pese a que no heredó rasgos cambiantes. Sandra es la niña de sus ojos y el único motivo por el que están detrás de esto con tanto afán es porque ella quiere averiguar lo sucedido.

—¿Piensas que acabarán dejándolo correr?

—Ellos creen que lo hice yo —dijo Alcide—. Los Pelt piensan que maté a Debbie porque se comprometió con otro hombre. Recibí un mensaje de correo electrónico de Sandra en respuesta al que yo le envié hablándole de los detectives.

Me quedé boquiabierta mirándolo. Tuve una horrorosa visión del futuro en la que me veía yendo a la comisaría para confesar mi crimen con el único fin de salvar a Alcide de una condena segura. Resultaba terrible ser sospechoso de un asesinato que no había cometido y no podía permitirlo. No se me había ocurrido la posibilidad de que otro se viera inculpado por lo que yo había hecho.

—Pero —continuó Alcide— puedo probar que no lo hice. Cuatro miembros de la manada han jurado que yo estaba en casa de Pam después de que Debbie se marchara de allí y una hembra jurará que pasé la noche con ella.

Era verdad que él había estado con los miembros de la manada, aunque en otro sitio. Respiré aliviada. No pensaba ponerme celosa por lo de la hembra. No la habría llamado así de haberse acostado realmente con ella.

—De manera que los Pelt tienen que encontrar a otro sospechoso. De todos modos, no era de eso de lo que quería hablar contigo.

Alcide me cogió la mano. La suya era grande, dura y abarcaba la mía como si estuviera sujetando algo libre y salvaje capaz de salir volando si lo soltaba.

—Me gustaría que pensaras si te apetece verme regularmente —dijo Alcide—. Cada día.

Una vez más, tenía la sensación de que el mundo volvía a cambiar a mi alrededor.

—¿Qué? —dije.

—Me gustas mucho —dijo—. Creo que yo también te gusto. Nos queremos. —Se inclinó para besarme en la mejilla y entonces, al ver que no me movía, me besó en la boca. Me sentía demasiado sorprendida como para responder y poco segura de si deseaba hacerlo. No es frecuente pillar por sorpresa a una persona capaz de leer la mente de los demás, pero Alcide acababa de conseguirlo.

Respiró hondo y continuó.

—Nos gusta nuestra mutua compañía. Tengo tantas ganas de tenerte en mi cama que la sensación llega a producirme dolor. No te habría comentado nunca esto tan pronto, sin llevar juntos más tiempo, pero en estos momentos sé que necesitas un lugar donde vivir. Tengo un piso en Shreveport. Quiero que te plantees venir a vivir conmigo.

Me había pillado totalmente desprevenida. En lugar de esforzarme por mantenerme alejada de la cabeza de los demás, tendría que empezar a pensar en volver a meterme en ellas. Inicié mentalmente varias frases, pero las descarté todas. Tenía que combatir el calor que desprendía Alcide, la atracción de su cuerpo, para poner en orden mis pensamientos.

—Alcide —empecé a decir por fin, hablando por encima del ruido de fondo del mazo de Terry, que seguía partiendo los tablones de mi cocina incendiada—, tienes razón en lo de que me gustas. De hecho, es algo más que simplemente gustarme. —Ni siquiera podía mirarlo a la cara. Decidí centrarme en sus enormes manos, cubiertas en el dorso por un vello oscuro. Si miraba más allá, veía sus musculosos muslos y su… Bien, mejor volver a las manos—. Pero no me parece el momento oportuno. Creo que necesitas más tiempo para superar tu relación con Debbie, pues te tenía prácticamente esclavizado. Tal vez pienses que por haber pronunciado la frase «abjuro de ti» te has librado de todos los sentimientos que albergabas hacia Debbie, pero yo no estoy tan convencida de ello.

—Es un ritual muy poderoso para los nuestros —dijo muy serio Alcide, y me arriesgué a echar un rápido vistazo a su cara.

—Ya me di cuenta de que era un ritual poderoso —le aseguré— y de que todos los presentes se quedaron impresionados. Pero me cuesta creer que, de golpe y porrazo, todos los sentimientos que albergabas hacia Debbie desaparecieran por haber pronunciado aquellas palabras. Las personas no funcionamos así.

—Pero los hombres lobo sí. —Era testarudo. Y había tomado una decisión.

Me esforcé en pensar lo que quería decir a continuación.

—Me encantaría que apareciera alguien que solucionara todos mis problemas —dije—. Pero no quiero aceptar tu oferta por el simple hecho de que ahora necesite un lugar donde vivir y nos atraigamos físicamente. Si para cuando mi casa esté reconstruida sigues sintiendo lo mismo, podemos volver a hablarlo.

—Ahora es cuando más me necesitas —dijo, saliendo las palabras a toda velocidad de su boca en un apresurado intento de convencerme—. Tú me necesitas ahora. Yo te necesito ahora. Nos llevamos bien. Lo sabes.

—No, no lo sé. Sé que en este momento te preocupan muchas cosas. Independientemente de cómo sucediera, has perdido a tu amante. No creo que hayas comprendido de verdad que nunca más volverás a verla.

Se estremeció.

—Yo le disparé, Alcide. Con un rifle.

Su rostro se tensó.

—¿Lo ves? Alcide, te he visto arrancarle la carne a un ser humano cuando estás transformado en lobo. Y no te tengo miedo por ello. Porque estoy de tu lado. Pero tú amabas a Debbie, o como mínimo la amaste durante un tiempo. Si ahora iniciamos una relación, llegará un momento en el que dirás: «Esta es la que terminó con su vida».

Alcide abrió la boca dispuesto a protestar, pero yo levanté la mano. Quería terminar.

—Además, Alcide, tu padre está metido en esta lucha por la sucesión. Quiere ganar las elecciones. Tal vez el hecho de que tengas una relación estable favorecería sus ambiciones. No lo sé. Pero no quiero formar parte de los asuntos políticos de los hombres lobo. No me gustó que la semana pasada me arrastraras a ese funeral. Tendrías que haber dejado que fuera yo quien tomara esa decisión.

—Quería que se acostumbraran a verte a mi lado —dijo Alcide, con el rostro ofendido—. Era un honor para ti.

—Tal vez habría apreciado más ese honor de haber sabido de qué iba —le espeté. Fue un alivio oír que se acercaba un coche y ver a Andy Bellefleur salir de su Ford y observar a su primo trabajando en mi cocina. Por primera vez en muchos meses, me alegraba de ver a Andy.

Presenté a Andy a Alcide, claro está, y me fijé en cómo se examinaban mutuamente. Me gustan los hombres en general, y algunos hombres en concreto, pero cuando los vi prácticamente dándose vueltas el uno al otro, como si estuvieran olisqueándose el culo —perdón, intercambiándose el saludo—, no pude más que mover la cabeza de un lado a otro. Alcide era más alto, sobrepasaba a Andy Bellefleur por más de diez centímetros, pero Andy había formado parte del equipo de lucha libre de su universidad y seguía siendo un bloque de músculos. Eran más o menos de la misma edad. Apostaría la misma cantidad de dinero por ambos si se pelearan, siempre y cuando Alcide conservara su forma humana.

—Sookie, me pediste que te mantuviera informada sobre el hombre que murió aquí —dijo Andy.

Por supuesto, pero jamás se me habría ocurrido que fuera a hacerlo. Pese a haber sido siempre un apasionado admirador de mi trasero, Andy no me tenía en gran estima. Tener poderes telepáticos es maravilloso, ¿verdad?

—No tiene antecedentes —dijo Andy, mirando el pequeño bloc que acababa de sacar del bolsillo—. No se le conoce relación con la Hermandad del Sol.

—Pero eso no tiene sentido —dije, después del breve silencio que siguió—. ¿Por qué, sino, iba a querer incendiar mi casa?

—Confiaba en que tú pudieras decírmelo —dijo Andy, clavando sus claros ojos grises en los míos.

Bien, aquello había conseguido que me hartara de Andy de una vez y para siempre. Con los años, me había insultado y me había herido en multitud de ocasiones, pero aquélla era la gota que colmaba el vaso.

—Escúchame, Andy —dije, mirándolo a los ojos—. Nunca te he hecho nada, que yo sepa. Nunca me han arrestado. Ni siquiera he hecho jamás nada incorrecto, ni tan siquiera me he retrasado en el pago de mis impuestos, ni he servido una copa a un menor de edad. Jamás me han puesto una multa por exceso de velocidad. Y ahora resulta que alguien intenta asarme a la barbacoa dentro de mi casa. ¿Por qué demonios intentas que me sienta culpable, como si hubiera hecho algo malo? —«Aparte de pegarle un tiro a Debbie Pelt», susurró una voz dentro de mi cabeza. Era la voz de mi consciencia.

—No creo que haya nada en el pasado de este tipo que apunte a que fuera él quien hizo.

—¡Estupendo! Pues, en ese caso, ¡descubre quién fue! Porque alguien incendió mi casa, y lo que es evidente…, ¡es que no lo hice yo! —Acabé la frase gritando, en parte para acallar mi voz interior. Mi único recurso fue dar media vuelta y alejarme de allí, rodear la casa hasta perder de vista a Andy. Terry me miró de reojo, pero en ningún momento dejó de utilizar el mazo.

Pasado un minuto, oí que alguien pisoteaba los escombros y se acercaba a mí.

—Se ha ido —dijo Alcide, escondiendo tras su voz profunda cierto tono de divertimento—. Me imagino que no te interesa seguir con nuestra conversación.

—Tienes razón —repliqué con brevedad.

—En ese caso, regresaré a Shreveport. Llámame si me necesitas.

—Por supuesto. —Me obligué a ser educada—. Gracias por ofrecerme tu ayuda.

—¿Ayuda? ¡Te he pedido que vengas a vivir conmigo!

—Entonces, gracias por pedirme que fuera a vivir contigo. —No pude evitar que no sonara del todo sincero. Pronuncié las palabras adecuadas. Pero, entonces, oí la voz de mi abuela en el interior de mi cabeza; me decía que estaba comportándome como una niña de siete años. Me obligué a dar media vuelta—. Aprecio mucho tu…, tu cariño —dije, mirando a Alcide a la cara. Era apenas principios de primavera y se le notaba ya la marca del bronceado que le dejaba el casco de la obra. En pocas semanas, su piel olivácea sería aún más oscura—. Aprecio mucho… —Me interrumpí, no sabía muy bien cómo expresarlo. Apreciaba su voluntad de considerarme una mujer capaz de emparejarme con él, algo que la mayoría de hombres ni siquiera contemplaba, y que me considerara potencialmente una buena pareja y una buena aliada. Eso era lo que me habría gustado decirle.

—Pero tú no sientes lo mismo. —Sus ojos verdes aguantaron mi mirada.

—No he dicho eso. —Respiré hondo—. Quiero decir que ahora no es el momento de iniciar una relación contigo. —«Aunque no me importaría pegarte un buen revolcón», añadí para mis adentros.

Pero no pensaba ceder a ese capricho, y mucho menos con un hombre como Alcide. La nueva Sookie, la renacida Sookie, no iba a cometer el mismo error dos veces seguidas. Había renacido dos veces. (Si renaces después de haber pasado por dos hombres, ¿acabas siendo virgen de nuevo? ¿Con qué estado renaces?). Alcide me abrazó y me dio un beso en la mejilla. Se marchó mientras yo seguía reflexionando sobre el tema. En cuanto Alcide se hubo ido, Terry acabó su trabajo por aquel día. Me quité el mono y me vestí con mi uniforme. La tarde había enfriado, de modo que me puse encima la chaqueta que había cogido prestada del armario de Jason. Olía un poco a él.

De camino al trabajo, di un pequeño rodeo para dejar el traje de chaqueta negro y rosa en casa de Tara. No vi su coche, de modo que imaginé que estaría aún en la tienda. Entré y fui directamente a su dormitorio para guardar la bolsa de plástico en el armario. La casa estaba en penumbra. En el exterior había casi oscurecido. De pronto, me sentí invadida por una sensación de alarma. No tendría que estar allí. Me alejé del armario y eché un vistazo a la habitación. Cuando mi mirada llegó a la puerta, observé el perfil de una figura. Grité sin poder evitarlo. Y demostrarles que tienes miedo es como agitar una tela roja delante de un toro.

No podía ver la cara de Mickey para leer su expresión, en el caso de que tuviera alguna.

—¿De dónde ha salido ese nuevo camarero del Merlotte's? —preguntó.

Eso era lo que menos me esperaba.

—Teníamos que encontrar urgentemente un camarero después de que Sam resultase herido. Nos lo prestaron en Shreveport —dije—. En el bar de los vampiros.

—¿Llevaba tiempo allí?

—No —respondí, consiguiendo mostrar una expresión de sorpresa aun con el miedo que me embargaba—. No llevaba allí mucho tiempo.

Mickey movió afirmativamente la cabeza, como si con ello confirmara alguna conclusión a la que acababa de llegar.

—Lárgate —dijo, manteniendo la calma en su voz profunda—. Eres una mala influencia para Tara. Ella sólo me necesita a mí, hasta que me canse de ella. No vuelvas por aquí.

La única manera de salir de la habitación era por la puerta que él ocupaba. Y mejor sería no hablar, no me fiaba de lo que pudiera decirle. Me acerqué a él con toda la confianza que pude y me pregunté si se movería cuando llegara a su lado. Cuando hube rodeado la cama de Tara y pasado junto a su tocador, tuve la impresión de que habían transcurrido tres horas. No pude evitar mirarle a la cara cuando pasé por su lado, y vi que asomaba un colmillo. Me estremecí. No pude evitar sentir asco al pensar en Tara. ¿Cómo era posible que hubiera llegado a esa situación?

Cuando el vampiro se dio cuenta de mi repugnancia, sonrió.

Guardé en mi corazón el problema de Tara para sacarlo a relucir en otro momento. Tal vez se me ocurriera alguna cosa que hacer por ella, pero mientras estuviera aparentemente dispuesta a seguir con aquella criatura monstruosa, no sabía cómo ayudarla.

Cuando aparqué en la parte trasera del Merlotte's, vi que Sweetie Des Arts estaba fuera fumando un cigarrillo. Pese a que su delantal blanco estaba lleno de manchas, tenía buen aspecto. Los focos del exterior iluminaban todas y cada una de las arruguitas de su piel, dejando entrever que era un poco mayor de lo que me imaginaba; de todos modos, su aspecto era estupendo teniendo en cuenta que se pasaba prácticamente todo el día encerrada en la cocina. De hecho, de no ser por el delantal blanco y el leve olor a aceite, Sweetie sería una mujer bastante sexy. Y, la verdad, se comportaba como una persona acostumbrada a destacar.

Habíamos tenido tal sucesión de cocineros, que no me había esforzado mucho en conocerla. Estaba segura de que tarde o temprano, más bien temprano, acabaría también largándose. Levantó una mano para saludarme y vi que tenía ganas de hablar conmigo, de modo que me detuve.

—Siento mucho lo de tu casa —dijo. Su mirada brillaba bajo la luz artificial. El olor que desprendía el contenedor de la basura no era muy agradable, pero Sweetie estaba tan relajada como si se encontrara en una playa de Acapulco.

—Gracias —dije. No me apetecía hablar del tema—. ¿Qué tal va el día?

—Bien, gracias. —Movió la mano del cigarrillo en dirección al aparcamiento—. Ya ves, aquí, disfrutando de la vista. Mira, tienes algo en la chaqueta. —Extendió con cuidado la mano hacia un lado para no echarme la ceniza encima, se inclinó hacia delante y sacudió algo que llevaba en el hombro. Me olisqueó. Tal vez, a pesar de todos mis esfuerzos, seguía impregnada de olor a madera quemada.

—Tengo que entrar. Mi turno está a punto de empezar —dije.

—Sí, yo también tengo que entrar. Tenemos una noche de mucho trabajo. —Pero Sweetie se quedó donde estaba—. A Sam le encantas.

—Bueno, llevo mucho tiempo trabajando para él.

—No, creo que va más allá de eso.

—Me parece que no, Sweetie. —No se me ocurría ninguna forma educada de dar por concluida una conversación que había entrado en un terreno excesivamente personal.

—Estabas con él cuando le dispararon, ¿verdad?

—Sí, él se dirigía a su casa y yo iba hacia mi coche. —Quería dejar claro que íbamos en direcciones opuestas.

—¿No viste nada? —Sweetie se apoyó en la pared y echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos como si estuviera tomando el sol.

—No, ojalá lo hubiera visto. Me gustaría que la policía capturara a quienquiera que esté detrás de estos ataques.

—¿Se te ha ocurrido que pueda haber un motivo por el que hayan disparado a esta gente?

—No —mentí—. Heather, Sam y Calvin no tienen nada en común.

Sweetie abrió un ojo y me miró.

—Si esto fuera una novela de misterio, todos compartirían el mismo secreto, o habrían sido testigos del mismo accidente, o cualquier cosa por el estilo. O la policía habría averiguado que todos eran clientes de la misma tintorería. —Sweetie sacudió la ceniza del cigarrillo.

Me relajé un poco.

—Ya veo adonde quieres ir a parar —dije—. Pero pienso que la vida real no tiene nada que ver con las novelas de asesinos en serie. Pienso que las víctimas fueron elegidas al azar.

Sweetie se encogió de hombros.

—Seguramente tienes razón. —Vi que estaba leyendo una novela de suspense de Tami Hoag; la llevaba en el bolsillo del delantal. Sweetie dio unos golpecitos a su bolsillo—. La ficción hace que todo sea mucho más interesante. La verdad es aburridísima.

—No precisamente en mi mundo.