9

Gracias a Maxine disponía de ropa que olía a limpio para ir a trabajar, pero tuve que comprarme calzado en Apiles. Normalmente, gasto en zapatos un poco más de lo que debería porque he de pasar mucho rato de pie, pero no me daba tiempo a desplazarme hasta Clarice e ir a una buena zapatería, ni a conducir hasta el centro comercial de Monroe. Cuando llegué al trabajo, Sweetie Des Arts salió de la cocina para darme un abrazo con aquel cuerpo menudo envuelto en un delantal blanco de cocinera. Incluso el chico que limpiaba las mesas me dijo que lo sentía. Holly y Danielle, que estaban cambiando el turno, me dieron sendas palmaditas en el hombro y me desearon que todo fuera mejor a partir de ahora.

Arlene me preguntó si pensaba que el atractivo Dennis Pettibone acabaría pasándose por el bar, y le aseguré que lo haría.

—Supongo que viaja mucho —musitó pensativa—. Me pregunto dónde vivirá.

—Me dio su tarjeta. Vive en Shreveport. Ahora que lo pienso, me comentó que se había comprado una pequeña granja justo en las afueras de Shreveport.

Arlene entrecerró los ojos.

—Por lo que veo, Dennis y tú estuvisteis charlando un buen rato.

A punto estuve de decirle que el investigador era un poco mayorcito para mí, pero luego, cuando recordé que Arlene llevaba tres años diciendo que ya tenía treinta y seis, me imaginé que un comentario de ese tipo resultaría poco diplomático.

—Simplemente pasaba el rato —le dije—. Me preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando contigo y si tenías niños.

—Oh, ¿sí? —Arlene estaba radiante—. Caramba, caramba. —Satisfecha, fue a ver cómo estaban las mesas.

Me puse a trabajar, aunque las constantes interrupciones me retrasaban continuamente. Sabía, de todos modos, que cualquier otra noticia eclipsaría muy pronto la del incendio de mi casa. Aunque no deseaba que nadie experimentara un desastre similar, tenía ganas de dejar de ser la protagonista de las conversaciones de todos los clientes.

Terry no había podido limpiar el bar, de modo que Arlene y yo hablamos sobre cómo hacerlo para dejarlo todo preparado. Estar ocupada me ayudaba a sentirme menos incómoda.

Aun con sólo tres horas de sueño, conseguí apañármelas bastante bien hasta que Sam me llamó desde el pasillo que llevaba a su despacho y a los lavabos.

Antes, de pasada, había visto a un par dé personas que se acercaban a hablar con él a la mesa que últimamente solía ocupar en un rincón. La mujer tendría unos sesenta años, era regordeta y bajita. Utilizaba bastón. El joven que la acompañaba tenía el pelo castaño, la nariz afilada y unas cejas tupidas que daban carácter a su cara. Me recordaba a alguien, pero no conseguía adivinar a quién. Sam los había hecho pasar a su despacho.

—Sookie —dijo Sam con poco entusiasmo—. Hay unas personas en mi despacho que quieren hablar contigo.

—¿Quiénes son?

—Ella es la madre de Jeff Marriot. El es su hermano gemelo.

—Oh, Dios mío —dije, percatándome de que a quien me recordaba aquel hombre era al cadáver—. ¿Por qué quieren hablar conmigo?

—Dicen que no tenían ni idea de que fuera miembro de la Hermandad. No comprenden lo de su muerte.

Decir que temía aquel encuentro era decir poco.

—Y ¿por qué tienen que hablar conmigo? —pregunté, casi gimiendo. Estaba llegando al final de mi resistencia emocional.

—Sólo…, sólo quieren respuestas. Están de duelo.

—También lo estoy yo —dije—. Por mi casa.

—Ellos lo están por un ser querido.

Me quedé mirando a Sam.

—Y ¿por qué tengo que hablar con ellos? —pregunté—. ¿Por qué quieres tú que lo haga?

—Deberías escuchar lo que tienen que decirte —dijo Sam, con una nota de conclusión en su voz. No estaba dispuesto ni a presionarme más, ni a explicarse más. La decisión era mía.

Moví afirmativamente la cabeza porque confiaba en Sam.

—Hablaré con ellos cuando acabe mi turno —dije. En el fondo, esperaba que a aquellas horas ya se hubieran marchado. Pero cuando terminé con mi trabajo seguían aún sentados en el despacho de Sam. Me quité el delantal, lo deposité en un gran cubo de basura que ponía «Ropa Sucia» (reflexionando por enésima vez que aquel cubo de basura acabaría explotando si alguien dejaba más ropa en él) y entré en el despacho.

Ahora que los tenía delante, observé a los Marriot con más atención. La señora Marriot estaba fatal. Tenía la piel de un tono grisáceo, el cuerpo decaído. Sus gafas estaban manchadas de tanto llorar y tenía un pañuelo mojado entre las manos. La conmoción había dejado al hijo inexpresivo. Había perdido a su hermano gemelo y emitía tanto dolor que yo apenas podía soportarlo.

—Gracias por acceder a hablar con nosotros —dijo. Se levantó de la silla y me tendió la mano—. Soy Jay Marriot, y ésta es mi madre, Justine.

Una familia que había encontrado una letra del alfabeto que le gustaba y se había declarado fiel a ella.

Yo no sabía qué decir. ¿Tenía sentido que les diera el pésame cuando su ser querido había intentado matarme? Era una situación sin reglas de etiqueta; incluso mi abuela se habría visto apurada.

—Señorita…, señorita Stackhouse, ¿conocía usted a mi hermano?

—No —dije. Sam me cogió de la mano. Los Marriot estaban sentados en las dos únicas sillas que cabían en el despacho de Sam, por lo que él y yo nos habíamos quedado de pie delante de la mesa. Confiaba en que no le doliera la pierna.

—¿Por qué iba a haber prendido fuego a su casa? Jamás lo habían arrestado, por nada. —Justine acababa de hablar por vez primera. Lo hacía con la voz ronca y entrecortada por las lágrimas, en tono suplicante. Estaba pidiéndome que la acusación contra su hijo Jeff no fuera cierta.

—Le aseguro que no lo sé.

—¿Podría explicarnos cómo sucedió? Su… muerte, me refiero.

Noté una oleada dé rabia por verme obligada a sentir lástima de ellos, por tener que ser delicada, por tener que tratarlos de un modo especial. Al fin y al cabo, ¿quién había estado a punto de morir? ¿Quién había perdido parte de su casa? ¿Quién estaba sufriendo una crisis financiera que sólo la casualidad había evitado que fuera un desastre? Me sentía rabiosa, y Sam me soltó la mano y me rodeó con el brazo. Notaba la tensión de mi cuerpo. Confiaba en que yo consiguiera controlar el impulso de explotar.

Me contuve por los pelos, pero me contuve.

—Me despertó una amiga —dije—. Cuando salimos fuera, encontramos a un vampiro que se hospeda en casa de mi vecino, que también es vampiro, junto al cuerpo del señor Marriot. Muy cerca había una lata de gasolina. La doctora que vino dijo que Jeff tenía gasolina en las manos.

—¿Qué le mató? —dijo la madre.

—El vampiro.

—¿Lo mordió?

—No…, no lo hizo. No lo mordió.

—Y ¿cómo fue, entonces? —Jay empezaba a demostrar también su rabia.

—Le partió el cuello, creo.

—Eso es lo que nos dijeron en la oficina del sheriff —dijo Jay—. Pero no sabíamos si nos estaban contando la verdad.

Oh, por el amor de Dios.

Sweetie Des Arts asomó la cabeza para preguntarle a Sam si podía darle las llaves del almacén para coger una caja de conservas en vinagre. Se disculpó por la interrupción. Arlene me saludó con la mano cuando pasó por el pasillo en dirección a la puerta de empleados y me pregunté si Dennis Pettibone habría ido a verla. Estaba tan metida en mis propios problemas que ni me había fijado. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, la pequeña estancia pareció sumirse en el más absoluto silencio.

—Pero ¿qué hacía ese vampiro en su jardín? —Preguntó con impaciencia Jay—. ¿En plena noche?

No le respondí diciéndole que eso no era de su incumbencia. Sam me rozó el brazo.

—Es la hora en que están despiertos. Y se hospedaba en la única casa que hay por allí además de la mía. —Eso era lo que le había contado a la policía—. Me imagino que oiría a alguien en mi jardín y se acercó a investigar.

—No sabemos cómo llegó Jeff hasta allí —dijo Justine—. ¿Dónde está su coche?

—No lo sé.

—Y dicen que en su cartera había un carné.

—Sí, un carné de miembro de la Hermandad del Sol —le dije.

—Jeff no tenía nada en contra de los vampiros —protestó Jay—. Somos hermanos gemelos. Si hubiese albergado algún tipo de resentimiento, yo lo habría sabido. Nada de esto tiene ningún sentido.

—A una mujer del bar le dio un nombre y un lugar de origen falsos —dije con toda la amabilidad que me fue posible.

—Estaba de paso —dijo Jay. Yo estoy casado, pero Jeff estaba divorciado. No me gusta decir esto delante de mi madre, pero es bastante habitual que los hombres den un nombre y un historial falso cuando conocen a una mujer en un bar.

Y era cierto. Aunque el Merlotte's era básicamente un bar de barrio, había escuchado más de una historia que con toda seguridad era falsa en boca de hombres de fuera de la ciudad que estaban de paso.

—¿Dónde estaba la cartera? —preguntó Justine. Levantó la vista hacia mí, parecía un perro viejo apaleado y la imagen me partió el corazón.

—En el bolsillo de su chaqueta —dije.

Jay se levantó de repente. Empezó a moverse de un lado a otro del pequeño espacio que tenía a su disposición.

—Tampoco me lo creo —dijo en un tono de voz más animado—. Jeff nunca habría hecho eso. Siempre guardaba la cartera en el bolsillo del pantalón, como yo. Nunca guardamos la cartera en la chaqueta.

—¿Qué pretende decir?

—Intento decir que no creo que Jeff lo hiciera —dijo el hermano gemelo—. Incluso los de la estación de servicio Fina podrían haberse equivocado.

—¿Dijeron en la estación de servicio que había comprado la gasolina allí? —preguntó Sam.

Justine se encogió de nuevo, la fina piel de su barbilla temblaba.

Empezaba a preguntarme si las sospechas de los Marriot tendrían alguna base, pero en aquel momento sonó el teléfono y todos nos sobresaltamos. Sam respondió.

—¿Merlotte's? —dijo con voz pausada. Se quedó a la escucha. Dijo «Hummm-hummm» y «¿Sí?» y, finalmente, «Se lo diré». Colgó el auricular.

—Han encontrado el coche de su hermano —le dijo a Jay Marriot—. Está en una carretera vecinal, casi enfrente del camino de acceso a casa de Sookie.

El pequeño rayo de esperanza de la familia se apagó casi por completo y sentí lástima de ellos. Justine parecía diez años más vieja que cuando había entrado en el bar y Jay tenía el aspecto de haber pasado días sin comer ni dormir. Salieron sin decirme palabra, lo cual fue un alivio para mí. Por las escasas frases que intercambiaron entre ellos, entendí que iban a ver el coche de Jeff y a preguntar si podían quedarse con las pocas pertenencias que en él encontraran. Me imaginé que volverían a toparse contra una pared.

Eric me había contado que fue precisamente en aquella pequeña carretera local donde Debbie Pelt escondió su coche cuando vino a mi casa dispuesta a matarme. La verdad es que podrían poner un letrero bien grande que dijera: «Aparcamiento reservado para ataques nocturnos contra Sookie Stackhouse».

Sam volvió enseguida al despacho. Había acompañado a los Marriot hasta la puerta. Se quedó a mi lado, apoyado en la mesa y dejando a un lado las muletas. Me pasó el brazo por los hombros. Me volví hacia él y lo rodeé por la cintura. Me atrajo hacia él y me sentí en paz durante un minuto maravilloso. El calor de su cuerpo resultaba agradable y sentir su cariño era un consuelo.

—¿Te duele la pierna? —le pregunté al ver que se movía, incómodo.

—La pierna no —respondió.

Levanté la vista, sorprendida, y me encontré con su mirada. Estaba compungido. De pronto me di cuenta de qué era lo que le dolía a Sam, y me sonrojé. Pero no me separé de él. No quería dar por terminado el consuelo que me proporcionaba estar tan cerca de alguien…, o, más bien, estar tan cerca de Sam. Viendo que no me movía, acercó lentamente sus labios a los míos, dándome todas las oportunidades del mundo para alejarme de él. Su boca rozó la mía una vez, dos veces. Y entonces me besó y el calor de su lengua llenó mi boca.

Era una sensación increíblemente placentera. La visita de la familia Marriot había sido un recorrido por la sección de las novelas de misterio. Y ahora, sin la menor duda, estaba en el apartado de las novelas románticas.

Su altura era similar a la mía, por lo que no tenía necesidad de estirarme para alcanzar su boca. Sus besos cobraron urgencia. Sus labios se deslizaron por mi cuello, hacia esa parte tan sensible y vulnerable que hay en su base, sus dientes me rozaban con delicadeza.

Lancé un grito sofocado, no pude evitarlo. De haber tenido dotes para el teletransporte, habría elegido estar en un lugar más íntimo en aquel mismo instante. En el fondo, sabía que era un poco de mal gusto sentir aquel deseo en la cochambrosa oficina de un bar. Pero el calor resurgió cuando volvió a besarme. Siempre había habido algo entre nosotros y las ascuas acababan de encenderse.

Luché por aferrarme a algo que tuviera sentido ¿Sería la lujuria del superviviente? ¿Y su pierna? ¿De verdad necesitaba una camisa con tantos botones?

—Sé que éste no es un buen lugar para ti —dijo, hablando también de forma entrecortada. Se retiró y buscó las muletas, se arrastró hacia mí y volvió a besarme—. Sookie, voy a…

—¿Qué vas a hacer? —preguntó una voz gélida desde la puerta.

Si yo había perdido el sentido, Sam estaba furioso. En una décima de segundo, me vi empujada hacia un lado y Sam se abalanzó contra el intruso, olvidándose por completo de su pierna rota.

El corazón me latía como el de un conejito asustado y posé la mano sobre él para que no me saltara del pecho. El repentino ataque de Sam había derribado a Bill. Sam tiró el brazo hacia atrás dispuesto a dar un puñetazo, pero Bill hizo uso de su mayor peso y de su fuerza para forcejear con Sam hasta que éste quedó debajo de él. Bill tenía los colmillos fuera y sus ojos brillaban.

—¡Parad! —exclamé sin gritar mucho, temerosa de llamar la atención de los clientes. Rápidamente, agarré con las dos manos el suave cabello oscuro de Bill y tiré de él para echarle la cabeza hacia atrás. Con la excitación del momento, Bill estiró los brazos, me agarró de las muñecas y las retorció. Casi me ahogo de dolor. A punto estaban de romperse mis dos brazos cuando Sam aprovechó la oportunidad para darle a Bill un fuerte puñetazo en la barbilla. Los cambiantes no son tan poderosos como los hombres lobo o los vampiros, pero aun así sus puñetazos duelen y, en este caso, Bill se balanceó de un lado a otro. Y, además, recuperó el sentido común. Me soltó los brazos, se levantó y se volvió hacia mí con un elegante movimiento.

Yo tenía los ojos llenos de lágrimas de dolor, pero los abrí con fuerza, decidida a no permitir que el llanto rodara por mis mejillas. Estaba segura, sin embargo, de que se notaba que estaba a punto de sollozar. Mantuve los brazos extendidos, preguntándome cuándo dejarían de dolerme.

—Como te has quedado sin coche, decidí venir a recogerte a la salida del trabajo —dijo Bill, evaluando cuidadosamente con los dedos las marcas que él mismo había dejado en mis antebrazos—. Te juro que sólo pretendía hacerte un favor. Te juro que no estaba espiándote. Te juro que en ningún momento pretendí hacerte daño.

Una buena disculpa, y me alegré de que fuera él quien tomase primero la palabra. No sólo estaba dolorida, sino que además me sentía en una situación tremendamente incómoda. Bill, por supuesto, no tenía manera de saber que Tara me había prestado un coche. Debería haberle dejado una nota o un mensaje en el contestador, pero había ido directamente a trabajar desde mi casa incendiada y ni siquiera se me había pasado esa idea por la cabeza. Supongo que andaba pensando en cualquier otra cosa.

—Oh, Sam, ¿te duele más la pierna? —Pasé por delante de Bill para ayudar a Sam a incorporarse. Soporté todo el peso de Sam que me fue posible, consciente de que se quedaría eternamente tendido en el suelo antes que aceptar la ayuda de Bill. Finalmente, con cierta dificultad, conseguí enderezarle, cuidando de que mantuviera el peso de su cuerpo sobre la pierna buena. No podía ni imaginarme cómo debía de sentirse Sam.

Pero enseguida descubrí que estaba cabreadísimo. Se quedó mirando a Bill.

—Has entrado sin decir nada, sin llamar. Espero que no pretendas que me disculpe por haberte atacado. —Nunca había visto a Sam tan enfadado. Adivinaba que se sentía mal por no haberme «protegido» con mayor efectividad, que se sentía humillado porque Bill le había ganado la partida y, además, me había hecho daño. Y por último, y no por ello menos importante, Sam tenía que lidiar con el remolino de hormonas que estaban a punto de explotar en el momento en que habíamos sido interrumpidos.

—Oh, no, no pretendo nada de eso. —La voz de Bill bajó de temperatura al dirigirse a Sam. Casi veía estalactitas formándose en las paredes.

Me habría gustado estar a miles de kilómetros de distancia de allí. Me habría gustado salir, montarme en mi coche y volver a mi casa. Pero no podía. Bueno, al menos, disponía de un coche, y así se lo expliqué a Bill.

—Entonces no tenía por qué haberme tomado la molestia de venir a buscarte y vosotros dos podríais haber continuado sin que nadie os interrumpiera —dijo, utilizando un tono de voz absolutamente letal—. ¿Dónde vas a pasar la noche, si puedo preguntarlo? Pensaba ir a comprarte algo de comida.

Teniendo en cuenta que Bill odiaba ir de compras, aquello suponía para él un gran esfuerzo y quería que me enterase de ello. (Naturalmente, también cabía la posibilidad de que acabara de inventárselo para hacerme sentir más culpable).

Repasé las distintas opciones. Aunque nunca sabía con qué podía encontrarme si iba a casa de mi hermano, me parecía la opción más segura.

—Pasaré por casa a recoger algo de maquillaje que tengo en el baño y luego iré a casa de Jason —dije—. Gracias por acogerme anoche, Bill. Me imagino que habrás traído a Charles a trabajar. Pregúntale si quiere dormir en mi casa; supongo que el agujero seguirá estando en condiciones.

—Pregúntaselo tú misma. Está ahí fuera —dijo Bill en un tono de voz que sólo podía calificarse de malhumorado. Era evidente que su imaginación había elucubrado un escenario completamente distinto para la noche. Y que la forma en que estaban desarrollándose los acontecimientos no estaba haciéndole precisamente feliz.

Sam estaba tan dolorido (veía el dolor como un resplandor rojo que empezaba a cernirse sobre él) que pensé que lo mejor que podía hacer era largarme de allí antes de que sucumbiera.

—Nos vemos mañana, Sam —dije, y le di un beso en la mejilla.

Intentó sonreírme. No me atreví a ofrecerle mi ayuda para acompañarlo a su casa prefabricada mientras el vampiro estuviera presente, pues sabía que el orgullo de Sam lo acusaría. En aquel momento, eso era para él más importante que el estado de su pierna herida.

Charles ya había empezado a trabajar detrás de la barra. Cuando Bill se ofreció a hospedarlo para un segundo día, Charles prefirió su oferta a mi escondite, cuyo estado real aún desconocíamos.

—Tenemos que verificar el escondite, Sookie, porque es posible que el incendio haya producido grietas —dijo Charles, muy serio.

Me pareció lógico y, sin dirigir palabra a Bill, entré en el coche prestado y volví a mi casa. Habíamos dejado las ventanas abiertas todo el día y el olor se había disipado mucho. Me alegré de ello. Gracias a la estrategia de los bomberos y a la inexperiencia del pirómano al encender el fuego, el grueso de mi casa sería habitable muy pronto. Aquella tarde, desde el bar, había llamado a un albañil, Randall Shurtliff y habíamos quedado en que se pasaría al día siguiente al mediodía. Terry Bellefleur había prometido empezar a retirar los escombros de la cocina a primera hora del día siguiente. Yo tendría que estar presente para ir separando todo lo que pudiera salvarse. Me empezaba a invadir la sensación de estar pluriempleada.

De pronto me sentí completamente agotada, me dolían los brazos. Al día siguiente amanecería llena de moratones. Empezaba a hacer calor y la manga larga apenas era ya justificable, pero no me quedaría otro remedio que utilizarla. Armada con una linterna que encontré en la guantera del coche de Tara, cogí los productos de maquillaje y un poco más de ropa de mi habitación y lo metí todo en una bolsa de deporte que había ganado en la rifa de Relay for Life. Me llevé también un par de libros de bolsillo que aún no había leído, libros que había conseguido de intercambio. Y con ello desperté otra línea de pensamiento. ¿Tenía alguna película pendiente de devolver al videoclub? No. ¿Libros de la biblioteca? Sí, tenía algunos, pero antes debía ventilarlos un poco. ¿Cualquier otra cosa que perteneciera a otra persona? Gracias a Dios que había dejado ya el traje de chaqueta de Tara en la tintorería.

Cerrar la puerta y las ventanas no tenía sentido, pues cualquiera podía acceder a la casa por lo que quedaba de cocina, de modo que lo dejé todo abierto para que fuera marchándose el olor. Aun así, cuando salí por la puerta principal, la cerré con llave. Estaba ya en Hummingbird Road cuando caí en la cuenta de la tontería que había hecho, y mientras conducía hacia casa de Jason, me descubrí sonriendo por primera vez en muchas, muchísimas horas.