8

Claudine estaba a mi izquierda. Bill se colocó a mi derecha y me cogió de la mano. Juntos, observamos a los bomberos enfocar la manguera hacia la ventana rota. Un sonido de cristales cayendo en el suelo procedente del otro lado de la casa me dio a entender que acababan de romper también la ventana que había sobre el fregadero. Mientras los bomberos se concentraban en el fuego, la policía lo hizo en el cadáver. Charles salió en su propia defensa enseguida.

—Lo he matado yo —dijo con calma—. Lo sorprendí prendiendo fuego a la casa. Iba armado y me atacó.

El sheriff Bud Dearborn parecía un perro pequinés. La forma de su cara era prácticamente cóncava. Tenía los ojos redondos y brillantes y, en aquel momento, llenos de curiosidad. Llevaba su cabello castaño, pincelado con canas, peinado hacia atrás. La verdad es que casi esperaba que fuese a resoplar en lugar de hablar.

—Y usted…, ¿quién es? —le preguntó al vampiro.

—Charles Twining —respondió con elegancia Charles—. A su servicio.

Esta vez el resoplido del sheriff o los ojos en blanco de Andy Bellefleur no fueron producto de mi imaginación.

—Y usted…, ¿por qué estaba aquí?

—Se hospeda en mi casa —dijo Bill— mientras trabaja en el Merlotte's.

Seguramente el sheriff ya había oído hablar del nuevo camarero, porque se limitó a asentir. Me sentí aliviada al no tener que confesar que Charles supuestamente iba a dormir en mi casa, y bendije en silencio a Bill por haber mentido al respecto. Nuestras miradas se encontraron por un instante.

—De modo que… ¿admite que mató a este hombre? —le preguntó Andy a Charles. Charles movió afirmativamente la cabeza.

Andy llamó con señas a la mujer vestida con uniforme médico que esperaba junto a su vehículo. Delante de mi casa había cinco coches, además del camión de bomberos. La recién llegada me miró con curiosidad al pasar por mi lado de camino hacia el hombre que yacía junto a los arbustos. Extrajo un estetoscopio del bolsillo, se arrodilló al lado de aquel hombre y auscultó diversas partes del cuerpo.

—Sí, muerto y bien muerto —declaró.

Andy había ido al coche a buscar una Polaroid para fotografiar el cadáver. Pensé que las imágenes no saldrían muy bien, pues la única luz que había era la del flash de la cámara y el resplandor de las llamas. Me sentía aturdida y observé a Andy como si aquélla fuera una actividad tremendamente importante.

—Es una pena. Habría estado bien averiguar por qué prendió fuego a la casa de Sookie —dijo Bill, observando el trabajo de Andy. Su voz podría rivalizar en frialdad con un frigorífico:

—Temía por la seguridad de Sookie y me imagino que lo golpeé con demasiada fuerza. —Charles intentaba parecer arrepentido.

—Tiene el cuello partido, de modo que supongo que sí —dijo la doctora, examinando la cara blanca de Charles con la misma atención con que había observado la mía. Supuse que la doctora tendría poco más de treinta años; era una mujer muy delgada y llevaba el pelo muy corto y teñido de rojo. Mediría un metro sesenta y tenía facciones de duendecillo o, al menos, el tipo de facciones que yo siempre había considerado como de duendecillo: una nariz pequeña y respingona, ojos grandes, boca grande. Hablaba con un tono de voz a la vez seco y valiente, y no parecía en absoluto desconcertada o excitada por haber sido despertada a media noche para ir a intervenir en un suceso como aquél. Debía de ser la forense del condado, de modo que probablemente yo la hubiera votado, pero no recordaba el nombre.

—¿Quién es usted? —preguntó Claudine, con su voz más dulce.

La doctora pestañeó al ver a Claudine. Claudine, a aquellas horas intempestivas de la madrugada, iba completamente maquillada y vestida con una camiseta ceñida de color fucsia y unas mallas negras de punto. Calzaba zapatos a rayas fucsias y negras, a juego con la chaqueta. Su cabello negro ondulado estaba sujeto con unos pasadores también de color fucsia.

—Soy la doctora Tonnesen. Linda. ¿Quién es usted?

—Claudine Crane —respondió el hada. Nunca había oído a Claudine mencionar su apellido.

—Y ¿por qué estaba usted en el lugar de los hechos, señorita Crane? —preguntó Andy Bellefleur.

—Soy el hada madrina de Sookie —dijo Claudine, riendo. Pese a ser una escena sombría, todo el mundo se echó también a reír. Era imposible no estar alegre en compañía de Claudine. Pero empecé a preguntarme sobre la explicación que daría Claudine.

—No, en serio —dijo Bud Dearborn—. ¿Por qué está usted aquí, señorita Grane?

Claudine sonrió con picardía.

—Estaba pasando la noche en casa de Sookie —dijo, guiñando el ojo.

En cuestión de un segundo, nos convertimos en objeto de fascinado escrutinio de todos los hombres que podían oírnos y tuve que bloquear mi cabeza como si fuera una cárcel de máxima seguridad para impedir la entrada de las imágenes mentales que aquellos tipos emitían.

Andy se estremeció, cerró la boca y se acuclilló junto al hombre muerto.

—Bud, voy a darle la vuelta —dijo con voz algo ronca, y volvió el cadáver para poder escudriñar el interior de los bolsillos. El hombre llevaba la cartera en la chaqueta, algo que me pareció un poco inusual. Andy se enderezó y se alejó del cuerpo para examinar el contenido de la billetera.

—¿Quieres echarle un vistazo por si lo reconoces? —me preguntó el sheriff Dearborn. No quería, naturalmente, pero me di cuenta de que no me quedaba otro remedio. Nerviosa, me acerqué un poco y volví a mirar la cara del hombre muerto. Seguía pareciéndome un rostro corriente. Seguía estando muerto. Tendría unos treinta años.

—No lo conozco —dije, en un débil tono de voz bajo el barullo de los bomberos y del agua vertiéndose sobre la casa.

—¿Qué? —A Bud Dearborn le costaba oírme. Tenía sus ojos redondos clavados en mi cara.

—¡Qué no lo conozco! —dije, casi gritando—. No lo he visto nunca que yo recuerde. ¿Claudine?

No sé por qué se lo pregunté a Claudine.

—Oh, sí, yo sí que lo había visto —dijo alegremente.

Su respuesta atrajo la unánime atención de los dos vampiros, los dos policías, la doctora y la mía.

—¿Dónde?

Claudine retiró el brazo de mis hombros.

—Esta noche estaba en el Merlotte's. Me imagino que tú estarías demasiado ocupada con tu amiga para fijarte en él. Se sentó cerca de mí. —Arlene era la que se había ocupado de aquella sección esa noche.

No me extrañaba que hubiese pasado por alto una cara masculina en un bar tan abarrotado. Pero me preocupaba haber escuchado los pensamientos de la gente y haber pasado por alto ideas que podrían haber sido importantes para mí. Aquel hombre había estado en el mismo bar que yo y unas horas después había prendido fuego a mi casa. A buen seguro tenía que haber estado reflexionando sobre el tema, ¿no?

—El carné de conducir dice que es de Little Rock, Arkansas —dijo Andy.

—No fue eso lo que me dijo —dijo Claudine—. Dijo que era de Georgia. —Al darse cuenta de que le habían mentido, Claudine siguió igual de radiante, pero su sonrisa desapareció—. Dijo que se llamaba Marión.

—¿Le explicó por qué motivo estaba en la ciudad, señorita Crane?

—Dijo que estaba de paso, que había alquilado una habitación en un motel de la interestatal.

—¿Le explicó alguna cosa más?

—No.

—¿Fue usted a su motel, señorita Crane? —preguntó Bud Dearborn con su tono de voz más imparcial.

La doctora Tonnesen observaba a los presentes volviendo la cabeza hacia un lado y otro, como si estuviera presenciando un encuentro de tenis verbal.

—Qué va, no, yo no hago esas cosas. —Claudine sonrió a todos los presentes.

Bill mostraba una expresión especial, como si alguien estuviese agitando una botella de sangre delante de sus narices. Tenía los colmillos extendidos y la mirada clavada en Claudine. Los vampiros sólo pueden resistir tanto si están en compañía de hadas. También Charles se había ido aproximando a Claudine.

Claudine tenía que irse antes de que los policías observaran la reacción de los vampiros. Linda Tonnesen ya se había percatado; de hecho, también ella se sentía tremendamente interesada por Claudine. Confié en que atribuyera la fascinación que los vampiros sentían por Claudine simplemente a su belleza, y no a la tremenda atracción que los vampiros sentían por las hadas.

—Hermandad del Sol —dijo Andy—. Aquí tiene su tarjeta de miembro. En ella no aparece ningún nombre escrito, qué raro. El carné de conducir está emitido a nombre de Jeff Marriot. —Me lanzó una mirada inquisitiva.

Negué con la cabeza. Aquel nombre no significaba nada para mí.

Era la forma de proceder habitual de aquella hermandad, creer que podía cometer un acto tan desgraciado como prender fuego a mi casa —conmigo dentro— y que nadie se lo cuestionara. No era la primera vez que la Hermandad del Sol, un grupo de gente que odiaba a los vampiros, intentaba quemarme viva.

—Debía de saber que habías tenido alguna relación con vampiros —dijo Andy para romper el silencio.

—¿Estás diciéndome que he perdido mi casa y podría haber muerto… porque conozco a vampiros?

Incluso Bud Dearborn parecía un poco incómodo.

—Alguien se enteraría de que habías salido con el señor Compton —murmuró Bud—. Lo siento, Sookie.

—Claudine tiene que marcharse —dije.

El repentino cambio de tema sorprendió tanto a Andy como a Bud, e incluso a la misma Claudine. Miró a los dos vampiros, que se habían acercado mucho más a ella, y dijo apresuradamente:

—Sí, lo siento, tengo que volver a casa. Mañana me toca trabajar.

—¿Dónde tiene aparcado el coche, señorita Crane? —Bud Dearborn miró a su alrededor—. Sólo he visto el coche de Sookie, y está aparcado detrás.

—Lo tengo aparcado en casa de Bill —mintió Claudine con facilidad, gracias a sus muchos años de práctica. Sin esperar respuesta, desapareció en el bosque y sólo mis manos, sujetando con fuerza los brazos de Charles y Bill, impidieron que los vampiros se perdieran en la oscuridad tras ella. Cuando los pellizqué con todas mis fuerzas, ambos tenían la mirada perdida en la negrura del bosque.

—¿Qué? —dijo Bill, perdido en sus sueños.

—Despierta —murmuré, confiando en que Bud, Andy y la doctora no me oyeran. No tenían por qué saber que Claudine era un ser sobrenatural.

—Vaya mujer —dijo la doctora Tonnesen, casi tan embelesada como los vampiros—. La ambulancia llegará enseguida para llevarse a Jeff Marriot. Yo estoy aquí simplemente porque tenía el localizador encendido de camino de vuelta a casa después de cumplir mi guardia en el hospital de Clarice. Tengo que irme y dormir un poco. Siento lo del incendio, señorita Stackhouse, pero piense que al menos no ha terminado usted como ese tipo. —Hizo un ademán de cabeza en dirección al cadáver.

Cuando la doctora entró en su Ranger, el jefe de la cuadrilla de bomberos se acercó a nosotros. Conocía a Catfish Hunter desde hacía muchos años —había sido amigo de mi padre—, pero nunca lo había visto ejerciendo como jefe voluntario del cuerpo de bomberos. Catfish estaba sudando a pesar del frío y tenía la cara tiznada por el humo y las cenizas.

—Sookie, está controlado —dijo—. No es tan terrible como podrías pensar.

—¿No? —cuestioné con un hilo de voz.

—No, cariño. Has perdido el porche de atrás, la cocina y el coche, me temo. Ese hombre también lo roció con gasolina. Pero el resto de la casa está bien.

La cocina…, el lugar donde podían encontrarse las únicas pistas de la muerte que yo había provocado. Ahora, ni siquiera las técnicas que aparecían en Discovery Channel conseguirían encontrar rastros de sangre en la cocina chamuscada. Sin quererlo, me eché a reír.

—La cocina —dije riendo como una tonta—. ¿La cocina ha desaparecido?

—Sí —dijo Catfish, inquieto—. Espero que tengas la casa asegurada.

—Oh —dije, tratando de contener mi risa tonta—. Sí que la tengo. Siempre me ha costado pagar los recibos, pero conservo la póliza que tenía mi abuela sobre la casa. —Gracias a Dios, mi abuela siempre había creído en los seguros. Había visto a mucha gente cancelar sus pólizas para recortar sus gastos mensuales y luego sufrir pérdidas de las que habían sido incapaces de recuperarse.

—¿Con quién tienes asegurada la casa? Los llamaré ahora mismo. —Catfish tenía tantas ganas de que yo parara de reír, que estaba segura de que estaría dispuesto a hacer payasadas o a ponerse a ladrar si así se lo pidiera.

—Con Greg Aubert —contesté.

De pronto, comprendí el duro golpe que acababa de recibir aquella noche. Mi casa, o parte de ella, había sufrido un incendio. Aquello había sido algo más que un simple merodeador. Tenía alojado un vampiro a quien debía ofrecer cobijo durante el día. Mi coche había desaparecido. En mi jardín había un hombre muerto que se llamaba Jeff Marriot, que había prendido fuego a mi casa y a mi coche por una simple cuestión de prejuicios. Me sentía abrumada.

—Jason no está en casa —dijo Catfish a lo lejos—. Ya he intentado llamarle. Seguro que querría que Sookie se instalase en su casa.

—Ella y Charles…, es decir, Charles y yo la llevaremos a mi casa —dijo Bill. Parecía como si estuviese tan lejos como Catfish.

—No sé si… —dijo Bud Dearborn, dudando—. ¿Te parece bien, Sookie?

Repasé mentalmente unas cuantas opciones. No podía llamar a Tara porque Mickey estaba con ella. La casa prefabricada de Arlene ya estaba hasta los topes.

—Sí, estaría bien —respondí, y mi voz sonó remota y vacía, incluso para mí.

—De acuerdo, mientras sepamos dónde encontrarte…

—Ya he llamado a Greg, Sookie, y he dejado un mensaje en el contestador de su oficina. Mejor que también le llames tú por la mañana —dijo Catfish.

—De acuerdo —dije.

Desfilaron ante mí todos los bomberos y uno a uno me dijeron lo mucho que lo sentían. Los conocía a todos: eran amigos de mi padre, amigos de Jason, clientes habituales del bar, conocidos del instituto.

—Habéis hecho todo lo posible —repetí una y otra vez—. Gracias por haber salvado gran parte de la casa.

Y llegó la ambulancia para llevarse al pirómano.

Andy acababa de encontrar entre los arbustos una lata de gasolina, que era a lo que, según la doctora Tonnesen, apestaban las manos del cadáver.

Me costaba creer que un desconocido hubiera decidido que yo iba a perder mi casa y mi vida por mis preferencias en cuanto a chicos. Al pensar en aquel momento en lo cercana que había estado a la muerte, no me parecía injusto que aquel hombre hubiese perdido la vida en el suceso. Me vi obligada a admitir que consideraba que Charles había hecho lo correcto. Tal vez le debiera la vida a Sam por haber insistido tanto en que el vampiro se alojara en mi casa. De haber estado Sam presente en aquel momento, le habría dado las gracias con entusiasmo.

Finalmente, Bill, Charles y yo nos encaminamos a casa de Bill. Catfish me había aconsejado no volver a mi casa hasta la mañana siguiente y sólo después de que el agente de seguros y el investigador al cargo del caso del incendio provocado hubieran estado allí. La doctora Tonnesen me había dicho que fuera a visitarla por la mañana si me sentía mareada. Dijo alguna cosa más, pero apenas me enteré.

El bosque estaba oscuro, naturalmente, y serían ya las cinco de la mañana. Después de adentrarnos un poco entre la maleza, Bill me cogió en brazos para llevarme. No protesté, porque estaba tan cansada que empezaba a preguntarme cómo conseguiría superar el cementerio.

Me depositó en el suelo en cuanto llegamos a su casa.

—¿Puedes subir las escaleras? —me preguntó.

—La llevaré yo —se ofreció Charles.

—No, ya puedo sola —dije, y empecé a subir antes de que pudieran decir nada más. En realidad, no estaba muy segura de si lo conseguiría, pero lentamente me dirigí al dormitorio que utilizaba cuando Bill era mi novio. El tenia un escondite hermético en algún lugar de la planta baja de la casa, pero nunca le había preguntado exactamente dónde. (Me imaginaba que sería en el espacio que los albañiles habían robado a la cocina para construir el baño de abajo). Aunque en Luisiana la capa superior de las aguas subterráneas está tan poco profunda que las casas habitualmente no tienen sótano, estaba casi segura de que en alguna parte tenía que haber otro agujero oscuro. De todos modos, tenía espacio para Charles sin que tuvieran que acostarse juntos… y la verdad es que aquel detalle tampoco ocupaba un lugar elevado en mi lista de prioridades. En el cajón de la cómoda del anticuado dormitorio seguía todavía uno de mis camisones y en el baño del pasillo, mi cepillo de dientes. Bill no había tirado mis cosas a la basura; las había dejado allí, como si esperara mi regreso.

O a lo mejor es que no había tenido motivos para subir a la planta superior desde nuestra ruptura.

Prometiéndome una larga ducha por la mañana, me despojé de mi pijama manchado y maloliente y de mis calcetines destrozados. Me lavé la cara y me puse el camisón limpio antes de encaramarme a aquella cama tan alta, utilizando el taburete antiguo, que seguía exactamente en el mismo lugar en que lo había dejado. Mientras los incidentes del día y la noche zumbaban en mi cabeza como abejas, di gracias a Dios por seguir con vida, y eso fue todo lo que pude decirle antes de que el sueño me engullera.

Dormí sólo tres horas. Me despertaron las preocupaciones. Me levanté con tiempo de sobra para reunirme con Greg Aubert, el agente de seguros. Me vestí con unos pantalones vaqueros y una camiseta de Bill. Había tenido el detalle de dejar la ropa colgada en la puerta, junto con unos calcetines gruesos. Utilizar sus zapatos era imposible, pero tuve la suerte de encontrar un viejo par de zapatillas con suela de goma que había dejado en el fondo del armario. Bill guardaba aún en la cocina el café y la cafetera de cuando salíamos y me alegré de poder llevar conmigo un tazón de café caliente mientras atravesaba con cuidado el cementerio y el bosque que rodeaba lo que quedaba de mi casa.

Cuando emergí de la arboleda vi que Greg acababa de aparcar en el jardín. Salió de su furgoneta, examinó mi curioso conjunto de ropa y, educadamente, lo ignoró. Nos situamos el uno junto al otro y contemplamos la vieja casa. Greg tenía el pelo rubio, llevaba gafas con montura al aire y era un veterano de la iglesia presbiteriana. Siempre había sido una persona de mi agrado porque cuando acompañaba a mi abuela a pagar los recibos de las primas, Greg salía de su despacho para estrecharle la mano y hacerle sentirse como una clienta importante. Su habilidad para los negocios iba de la mano de su suerte. La gente llevaba años comentando que su buena suerte personal se extendía a sus asegurados, aunque, por supuesto, lo decían en broma.

—Si lo hubiera previsto —dijo Greg—. Siento mucho lo sucedido, Sookie.

—¿A qué te refieres, Greg?

—Oh…, que ojalá hubiera pensado que necesitabas más cobertura —dijo sin darle importancia. Se dispuso a rodear la casa y yo le seguí. Por pura curiosidad, decidí escuchar sus pensamientos y lo que oí me dejó sorprendida.

—¿De modo que eso de echar conjuros para respaldar los seguros funciona? —le pregunté.

Lanzó un gañido. No existe otra palabra para describirlo.

—Eso que dicen de ti es cierto, entonces —dijo—. Yo…, yo no…, yo sólo… —Se quedó plantado en el exterior de mi cochambrosa cocina, mirándome boquiabierto.

—No pasa nada —dije, tranquilizándolo—. Sigue pensando que no lo sé si eso te ayuda a sentirte mejor.

—Mi esposa se moriría si se enterara —dijo muy sobriamente—. Y también los niños. Quiero mantenerlos completamente distanciados de esta parte de mi vida. Mi madre era…, era…

—¿Bruja? —le dije para ayudarlo.

—Sí, eso es. —Las gafas de Greg brillaban bajo el sol matutino mientras observaba lo que quedaba de mi cocina—. Mi padre siempre fingió no saberlo y, aunque ella me formó para que ocupara su lugar, yo deseaba por encima de todo poder ser un hombre normal. —Greg asintió, como queriendo decir con ello que había alcanzado su objetivo.

Bajé la vista hacia mi tazón de café, contenta de tener algo entre las manos. Greg se mentía a sí mismo, pero no sería precisamente yo quien se lo hiciese saber. Era algo que tendría que apañar él solito con su Dios y su consciencia. No me refiero con ello a que el método de Greg fuera malo, pero era evidente que no era la elección de un hombre normal. Asegurarte el sustento (en el sentido más literal) mediante la magia tiene que ir en contra de algún tipo de regla.

—Soy un buen agente de seguros —dijo, defendiéndose aun a pesar de que yo no había dicho nada—. Tengo cuidado con lo que aseguro. Tengo cuidado cuando verifico las cosas. No todo es magia.

—Oh, no —dije, porque si no lo hacía veía que aquel hombre acabaría explotando de angustia—. La gente siempre tiene accidentes, ¿no?

—Independientemente de los hechizos que yo utilice —concedió sombríamente—. Conducen borrachos. Y, a veces, hay partes metálicas que ceden.

Imaginarme a Greg, con lo convencional que era, dando vueltas por Bon Temps echando conjuros a los coches casi bastó para distraerme un poco de la ruina en que se había convertido mi casa…, pero no lo bastante.

A plena luz del día, veía mejor el alcance de los daños. Aunque me repetía constantemente que podía haber sido mucho peor —y que tenía la suerte de que la cocina, al estar construida en una fecha posterior, fuera un añadido a la parte trasera de la casa—, la parte de la casa que había sido dañada era también aquella donde se encontraban los aparatos más caros. Tendría que sustituir la cocina, la nevera, el calentador y el microondas, y en el porche trasero tenía la lavadora y la secadora.

Y además de la pérdida de aquellos importantes electrodomésticos, estaban los platos, las cacerolas, las sartenes y la cubertería… Objetos, algunos de ellos, muy antiguos. Una de mis abuelas se había incorporado a la familia con un poco de dinero y había traído con ella una vajilla de porcelana y un servicio de té de plata que me llevaba por el camino de la amargura cada vez que quería sacarle brillo. Nunca volvería a hacerlo, me di cuenta, pero no me alegraba por ello. Mi Nova ya estaba viejo, y hacía tiempo que habría tenido que cambiar de coche, pero era un gasto que no tenía pensado de momento.

Bueno, tenía un seguro, y tenía dinero en el banco gracias a que los vampiros me habían pagado por cuidar de Eric cuando éste perdió la memoria.

—¿Tenías detectores de humo? —me preguntó Greg.

—Sí —dije, recordando el sonido chirriante que había empezado justo después de que Claudine me despertara—. Si el techo del vestíbulo sigue ahí, podrás ver uno de ellos.

No quedaban peldaños para subir al porche y las tablas del entarimado parecían muy inestables. De hecho, la lavadora estaba medio caída entre las tablas del suelo y había quedado inclinada formando un ángulo extraño. Me ponía enferma ver los objetos de mi vida diaria, objetos que había tocado y utilizado centenares de veces, expuestos a la intemperie y destrozados.

—Iremos por la puerta principal —sugirió Greg, y me pareció muy bien.

Seguía sin estar cerrada con llave, y sentí una sensación pasajera de alarma hasta que me di cuenta de la ridiculez de mi miedo. Lo primero que noté fue el olor. Todo apestaba a humo. Abrí las ventanas y la brisa fresca empezó a limpiar el olor hasta que éste alcanzó un nivel tolerable.

Aquella parte de la casa estaba mejor de lo que me esperaba. Habría que limpiar los muebles, por supuesto. Pero el suelo parecía sólido y en perfecto estado. Ni siquiera subí las escaleras; apenas utilizaba las habitaciones de arriba, de modo que lo que pudiera haber pasado allí, podía esperar.

Me crucé de brazos. Miré de lado a lado, avancé poco a poco hacia el pasillo. En aquel momento noté que el suelo vibraba porque entraba alguien. Supe sin darme la vuelta que Jason estaba detrás de mí. El y Greg se dijeron alguna cosa pero pasado un instante Jason se quedó en silencio, tan conmocionado como yo.

Pasamos al pasillo. La puerta de mi habitación y la del dormitorio del otro lado del pasillo estaban abiertas. Mi cama estaba aún deshecha. Las zapatillas habían quedado junto a la mesita de noche. Las ventanas estaban sucias de humo y ceniza y el terrible olor era incluso más fuerte. El detector de humo estaba en el techo del pasillo. Lo señalé sin decir nada. Abrí la puerta del armario de la ropa blanca y vi que todo estaba mojado. No me preocupaba, todo aquello podía lavarse. Entré en mi habitación y abrí la puerta del vestidor. El vestidor compartía una pared con la cocina. A primera vista, mi ropa parecía intacta, hasta que me di cuenta de que todas las prendas que estaban colgadas en una percha metálica tenían una línea en los hombros donde la percha calentada había chamuscado la tela. Mis zapatos se habían asado. Tal vez quedaban tres pares utilizables.

Tragué saliva.

Aunque estuve temblando durante un segundo, me sumé a mi hermano y al agente de seguros y avanzamos con cautela por el pasillo en dirección a la cocina.

El suelo de la parte más antigua de la casa estaba aparentemente bien. La cocina era una estancia grande, pues hacía también las veces de comedor familiar. La mesa estaba parcialmente quemada, igual que dos de las sillas. El linóleo del suelo se había resquebrajado y chamuscado en parte. El calentador había caído al suelo y las cortinas de la ventana que había sobre el fregadero eran puros retales. Me acordé de cuando la abuela hizo esas cortinas; no le gustaba coser, pero las de JC Penney que le gustaban salían muy caras. De modo que desenterró la vieja máquina de coser de su madre, compró en Hancock's una tela con un estampado de flores, barata pero bonita, tomó medidas y, sin parar de maldecir para sus adentros, trabajó y trabajó hasta tenerlas hechas. En su día, Jason y yo las admiramos de forma exagerada para que nuestra abuela supiese que el esfuerzo había merecido la pena, y ella estuvo encantada.

Abrí un cajón, el que guardaba todas las llaves. Se habían fundido y estaban hechas un amasijo. Cerré con fuerza la boca. Jason, que estaba a mi lado, observó el contenido del cajón.

—Mierda —maldijo en voz baja y con resentimiento. Oírselo decir me ayudó a reprimir las lágrimas.

Permanecí un minuto sujetándome del brazo de mi hermano. Jason me dio unos golpecitos de ánimo. Ver aquellos objetos tan familiares, y que con el tiempo se habían convertido en objetos queridos, alterados de forma irrevocable por el fuego era un shock terrible, por mucho que me recordara que la casa entera podía haber ardido y yo haber muerto en su interior. Aun cuando el detector de humos me hubiera despertado a tiempo, era muy probable que al salir de la casa me hubiera tropezado con el pirómano, Jeff Marriot.

La parte oriental de la cocina estaba prácticamente destrozada. El piso era inestable. El techo había desaparecido.

—Es una suerte que las habitaciones de arriba no estén situadas encima de la cocina —dijo Greg después de examinar los dos dormitorios de arriba y el desván—. Tendrás que buscar un constructor que lo verifique, pero creo que el piso superior está básicamente intacto.

Hablé con Greg sobre el tema del dinero. ¿Cuándo me lo ingresarían? ¿Qué cantidad? ¿Qué parte correspondiente a impuestos me tocaría pagar?

Jason estuvo dando vueltas por el jardín mientras Greg y yo hablábamos de esos asuntos junto a su coche. Comprendía la postura y los movimientos de mi hermano. Jason estaba tremendamente rabioso: porque yo había estado a punto de morir, por lo que le había sucedido a la casa… Cuando Greg se hubo marchado, después de dejarme una lista interminable de cosas que hacer, llamadas telefónicas que realizar (¿desde dónde?) y trabajo que preparar (¿vestida cómo?), Jason se aproximó a mi lado y dijo:

—De haber estado aquí, lo habría matado.

—¿Con tu nuevo cuerpo? —le pregunté.

—Sí. Le habría dado a ese cabrón el susto de su vida antes de que la abandonase.

—Me imagino que Charles le daría un buen susto, pero aprecio tu ofrecimiento, de todos modos.

—¿Han encarcelado al vampiro?

—No, Bud Dearborn le pidió simplemente que no saliera de la ciudad. Al fin y al cabo, en la cárcel de Bon Temps no tienen celdas especiales para vampiros. Y las normales, además de tener ventanas, no servirían para retenerlos.

—Y ¿a qué organización pertenecía ese tío? ¿A la Hermandad del Sol? ¿Un desconocido que llega a la ciudad para acabar contigo?

—Eso parece.

—Y ¿qué tienen esos contra ti? ¿Sólo que salieses con Bill y te relaciones con otros vampiros?

En realidad, la Hermandad tenía bastantes cosas contra mí. Yo había sido responsable de que se llevase a cabo una redada en la gigantesca iglesia que tenían en Dallas y de que uno de sus líderes más destacados estuviese ahora en la clandestinidad. Los periódicos habían publicado muchos artículos sobre todo lo que se había encontrado en el edificio que la Hermandad poseía en Texas. Cuando la policía llegó allí, encontró a los miembros de la Hermandad agitados, afirmando haber sido víctimas de un ataque de los vampiros. La inspección del edificio dejó al descubierto una cámara de torturas en el sótano, armas ilegales adaptadas para disparar estacas de madera contra vampiros y un cadáver. Pero la policía no encontró ni a un solo vampiro. En cambio, Steve y Sarah Newlin, los líderes de la iglesia de la Hermandad en Dallas, estaban desaparecidos desde aquella noche.

Sin embargo, yo había visto a Steve Newlin en una ocasión después de aquello. Fue en el Club de los Muertos, en Jackson. Él y uno de sus compinches se disponían a clavarle una estaca a un vampiro del club cuando yo se lo impedí. Newlin logró escapar, pero no su compañero.

Por lo que se veía, los seguidores de Newlin me habían seguido la pista. Era algo que no había previsto, como tampoco el resto de cosas que me habían sucedido a lo largo del pasado año. Cuando Bill aprendió a utilizar el ordenador me explicó que con un poco de conocimiento y de dinero era posible encontrar a cualquiera a través de la red.

Tal vez la Hermandad contratara los servicios de detectives privados, como la pareja que había estado en mi casa el día anterior. ¿Y si Jack y Lily Leeds fingieron haber sido contratados por la familia Pelt? ¿Y si en realidad fueron los Newlin quienes los contrataron? No me parecieron gente politizada, pero nunca se sabe.

—Supongo que el hecho de haber salido con un vampiro ya es motivo suficiente para que me odien —le dije a Jason. Estábamos sentados sobre el maletero de su camioneta, totalmente deprimidos y observando la casa—. ¿A quién piensas que debería llamar para que me reconstruya la cocina?

No creía que fuera a necesitar a un arquitecto: sólo quería sustituir lo que había quedado inservible. El tamaño no importaba. Teniendo en cuenta que el suelo de la cocina había ardido por completo y tendría que sustituirse del todo, no costaría mucho dinero más hacer la cocina algo más grande e incluir en ella el porche trasero. De este modo, ya no me daría tanta pereza utilizar la lavadora y la secadora cuando hiciera mal tiempo. Me invadió un sentimiento de nostalgia. Tenía dinero de sobra para pagar los impuestos y estaba segura de que el seguro me cubriría las obras.

Pasado un rato, oímos que se acercaba otro vehículo. Salió de él Maxine Fortenberry, la madre de Hoyt, cargada con un par de cestas de lavandería.

—¿Dónde tienes tu ropa, Sookie? —preguntó—. Voy a llevármela a casa para lavarla. Así al menos tendrás alguna cosa que ponerte que no huela a humo.

Después de mis protestas y su insistencia, nos adentramos en el asfixiante ambiente de la casa para buscar alguna prenda. Maxine insistió también en coger un montón de sábanas del armario de la ropa blanca para ver si conseguía revivir algunas.

Justo después de que se marchara, apareció Tara en el claro de la casa, a bordo de su nuevo coche y seguida por su empleada a tiempo parcial, una joven alta llamada McKenna, que conducía el antiguo coche de Tara.

Después de un abrazo y unas palabras de compasión, me dijo:

—Vas a conducir este viejo Malibu mientras no soluciones todo lo del seguro. Lo tengo aparcado en el garaje sin tocarlo e iba a poner un anuncio para venderlo. Te lo dejo prestado.

—Muchas gracias —dije, aturdida—. Muchísimas gracias, Tara. —Me di cuenta de que Tara no tenía muy buen aspecto, pero estaba demasiado hundida en mis propios problemas como para evaluar a fondo su apariencia. Cuando McKenna y ella se marcharon, las despedí con la mano y sin apenas fuerza.

Después llegó Terry Bellefleur. Se ofreció a derribar la parte quemada por una cantidad casi simbólica y, por un poco más, a trasladar los escombros al vertedero municipal. Empezaría en cuanto la policía le diese permiso, dijo, y, para mi asombro, me dio un pequeño abrazo.

Luego llegó Sam, en el coche de Arlene. Contempló la casa un buen rato, apretando los dientes. Cualquier otro hombre habría dicho: «Menos mal que te pedí que alojaras al vampiro en tu casa, ¿eh?». Pero él no lo dijo.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —ofreció en cambio.

—Dejarme seguir trabajando contigo —le respondí con una sonrisa—. Y perdonarme si voy a trabajar con algo que no sea el uniforme. —Arlene rodeó toda la casa y vino a abrazarme, sin palabras.

—No es pedir mucho —dijo Sam. Seguía sin sonreír—. Me han dicho que el incendio lo provocó un miembro de la Hermandad, que es una represalia por haber salido con Bill.

—Tenía el carné de la Hermandad en la cartera y llevaba una lata de gasolina. —Me encogí de hombros.

—Y ¿cómo lograría dar contigo? Me refiero a que nadie de por aquí… —Sam dejó la frase sin terminar en cuanto se planteó la posibilidad con más detalle.

Estaba pensando, igual que había hecho yo, que aunque el incendio podía haber sido provocado por el simple hecho de que hubiera salido con Bill, parecía una reacción excesivamente drástica. La venganza más típica de los miembros de la Hermandad consistía en echar sangre de cerdo sobre los humanos que salían, o tenían relaciones laborales, con vampiros. Eso había ocurrido más de una vez, la más sonada con un diseñador de Dior que había empleado modelos vampiras para presentar su última colección de primavera. Eran incidentes que solían producirse en las grandes ciudades, ciudades donde había «iglesias» de la Hermandad y una población de vampiros mayor.

¿Y si alguien que no fuera la Hermandad había contratado a aquel hombre para que prendiera fuego a mi casa? ¿Y si el carné de miembro de la Hermandad estaba en su cartera sólo para despistar?

Cualquiera de esas alternativas podía ser cierta; o todas ellas, o ninguna. No sabía qué creer. ¿Estaría yo también, como los cambiantes, en el punto de mira de un asesino? ¿Debería también yo temer que me derribara un disparo salido de la nada, ahora que lo del incendio había fracasado?

Era una idea tan aterradora, que me encogí de miedo sólo de pensarlo. Eran aguas demasiado profundas para mí.

El investigador de la policía del Estado especializado en incendios provocados apareció mientras estaban conmigo Sam y Arlene. Estaba comiendo lo que Arlene me había traído. Como no es una persona muy dada a la cocina me había preparado un bocadillo de mortadela barata con queso de ese que parece plástico y una lata de té azucarado de marca blanca. Pero había pensado en mí, me lo había traído y sus hijos me habían hecho un dibujo. En mis condiciones actuales, me habría sentido feliz incluso con un simple pedazo de pan.

Arlene, automáticamente, miró con buenos ojos al investigador. Era un hombre delgado, que rozaría los cincuenta, llamado Dennis Pettibone. Dennis venía cargado con una cámara, un bloc y un aspecto sombrío. Arlene no necesitó más que un par de minutos de conversación para arrancarle una pequeña sonrisa al señor Pettibone y, transcurrido otro rato, los ojos castaños del investigador admiraban ya sin miramientos las curvas de Arlene. Antes de que Sam y Arlene se marcharan a casa, ella había conseguido la promesa del investigador de pasarse por el bar aquella misma noche.

También antes de irse, Arlene me ofreció la pequeña cama plegable de su casa prefabricada. Fue un detalle encantador por su parte, pero sabía que estaríamos muy apretados y que rompería la rutina que tenía por las mañanas con sus hijos para llevarlos al colegio, de modo que le dije que ya tenía donde instalarme temporalmente. No creía que Bill fuera a echarme de casa. Jason había mencionado además que podía ir a la suya y, para mi sorpresa, Sam me dijo antes de irse:

—Puedes instalarte conmigo, Sookie. Sin compromiso. Tengo dos habitaciones vacías. Y en una de ellas hay una cama.

—Muy amable por tu parte —dije sinceramente—. Si lo hiciera, hasta la última alma de Bon Temps diría que vamos camino del altar, pero de verdad que te lo agradezco.

—Y ¿no crees que pensarán lo mismo si te instalas en casa de Bill?

—No puedo casarme con Bill. No es legal —repliqué, zanjando el tema—. Además, también está Charles.

—Para añadir más leña al fuego —comentó Sam—. Una situación más picante todavía.

—Muy adulador por tu parte considerarme capaz de seducir a dos vampiros a la vez.

Sam sonrió, una acción que le quitaba de golpe diez años de encima. Miró por encima de mi hombro cuando se oyó el sonido de la gravilla aplastarse por la llegada de un nuevo vehículo.

—Mira quién viene —dijo.

Acababa de detenerse una camioneta vieja y muy grande. Y apareció Dawson, el gigantesco hombre lobo que hacía las veces de guardaespaldas de Calvin Norris.

—Sookie —dijo con una voz tan grave y ronca que casi hacía temblar el suelo.

—Hola, Dawson. —Me habría gustado preguntarle qué hacía aquí, pero me imaginé que habría sido de mala educación por mi parte.

—Calvin se ha enterado de lo del incendio —dijo Dawson, sin perder el tiempo con preliminares—. Me dijo que viniera a ver si habías resultado herida y a decirte que piensa mucho en ti y que, si estuviera bien, ya estaría aquí ayudándote a clavar tablones.

Por el rabillo del ojo vi que Dennis Pettibone observaba con interés al recién llegado. A Dawson sólo le faltaba llevar encima un cartel que anunciara «tipo peligroso».

—Dile que le estoy muy agradecida. Que también me gustaría que se encontrara bien para ayudarme. ¿Qué tal está?

—Esta mañana le han desconectado un par de cosas, y ha empezado a caminar un poco. Resultó muy malherido —dijo Dawson—. Tardará un tiempo en recuperarse. —Calculó la distancia a la que estaba el investigador—. Incluso siendo uno de los nuestros.

—Claro —dije—. Muchas gracias por pasarte por aquí.

—Dice Calvin, además, que su casa está vacía mientras él esté ingresado en el hospital, por si necesitas un sitio donde alojarte. Te la ofrece con mucho gusto.

Muy amable, y así se lo hice saber. Pero me sentiría muy incómoda debiéndole un favor tan grande a Calvin.

Dennis Pettibone me llamó para que me acercara.

—Mire, señorita Stackhouse —dijo—. Aquí se ve cómo derramó la gasolina en el porche. ¿Ve cómo se extendió el fuego a partir de la gasolina que puso junto a la puerta?

Tragué saliva.

—Sí, ya lo veo.

—Tuvo suerte de que anoche no hubiera viento. Y, sobre todo, tuvo suerte de tener esa puerta cerrada, la que separa la cocina del resto de la casa. De no haber sido así, el fuego se habría extendido rápidamente hacia el pasillo. Cuando los bomberos rompieron la ventana del lado norte, el fuego se desplazó en ese sentido en busca de oxígeno, en lugar de expandirse hacia el resto de la casa.

Recordé el impulso que, contra todo sentido común, me había llevado a entrar de nuevo en la casa y a cerrar aquella puerta en el último momento.

—De aquí a un par de días, la casa ya no olerá tan mal —me explicó el investigador—. Ahora abra bien todas las ventanas, rece para que no llueva y pronto se habrá acabado el problema del olor. Naturalmente, tendrá que llamar a la compañía de la luz y explicarles lo de la electricidad. Y también a la compañía del gas para que le echen un vistazo a ese tanque. Me temo que, de momento, la casa no es habitable.

Lo que me estaba diciendo básicamente era que si quería dormir allí, por el simple hecho de tener un tejado sobre mi cabeza, podía hacerlo. Pero que no había electricidad, ni calefacción, ni agua caliente, ni cocina. Le di las gracias a Dennis Pettibone y me disculpé para acabar de hablar con Dawson, que había estado escuchando la conversación.

—Intentaré pasar a ver a Calvin en un par de días, cuando haya puesto en marcha todo esto —dije, haciendo un ademán con la cabeza en dirección a la parte trasera ennegrecida de la casa.

—Sí, claro —dijo el guardaespaldas, con un pie ya dentro de su vehículo—. Calvin me ha dicho que le hagas saber quién es el responsable de esto, si es que alguien se lo ordenó a ese cabrón que murió anoche.

Miré lo que quedaba de mi cocina y conté los escasos metros que habían separado las llamas de mi dormitorio.

—Muchísimas gracias, es lo que más valoro —dije, antes de que mi personalidad cristiana acallara aquel pensamiento. La mirada castaña de Dawson se cruzó con la mía en un momento de sintonía perfecta.