Aquella noche, Sam estaba en el bar sentado en una mesa en un rincón, como un rey en visita oficial, con la pierna apoyada sobre otra silla y entre almohadones. Desde allí observaba el comportamiento de Charles y la reacción de la clientela al camarero vampiro.
Los clientes se acercaban a saludar a Sam, se sentaban en el taburete que tenía enfrente, charlaban con él unos minutos y luego dejaban el taburete libre. Sabía que a Sam le dolía la herida. Siempre capto la preocupación de la gente que sufre dolor. Pero se alegraba de ver a la clientela, le gustaba estar de vuelta en el bar y estaba satisfecho con el trabajo de Charles.
Captaba todo esto, pero no tenía ni idea de quién le había disparado. Alguien estaba atacando a los seres de dos naturalezas, alguien que había matado a unos cuantos y herido a bastantes más. Era necesario descubrir cuanto antes la identidad del francotirador. La policía no sospechaba de Jason, pero los suyos sí. Y si la gente de Calvin Norris decidía tomarse la justicia por su mano, encontrarían muy fácilmente la oportunidad de quitarse de encima a Jason. Ellos no sabían que, aparte de los atentados de Bon Temps, había habido más víctimas.
Sondeé cabezas, intenté sorprender a gente en momentos desprevenidos, traté incluso de pensar en los candidatos más prometedores para el papel de posible asesino a fin de no perder tiempo escuchando, por ejemplo, las preocupaciones de Liz Baldwin sobre su nieta mayor.
Daba por sentado que, con casi toda probabilidad, el atacante era un hombre. Conocía a muchas mujeres que cazaban y muchas más con acceso a rifles. Pero ¿verdad que los francotiradores siempre eran hombres? A la policía le desconcertaba la selección de objetivos del asesino porque desconocía la verdadera naturaleza de sus víctimas. Y los cambiantes encontraban obstáculos a su investigación porque buscaban solamente entre los sospechosos locales.
—Sookie —dijo Sam cuando pasé por su lado—. Ven aquí un momento.
Me agaché a su lado doblando una rodilla para que pudiera hablarme en voz baja.
—Sookie, no me gusta nada tener que volver a pedírtelo, pero el armario del almacén no es lo más adecuado para Charles. —El armario de la limpieza del almacén no estaba hecho para que quedase herméticamente cerrado, pero en su interior no entraba luz del día, lo que ya era algo. No tenía aberturas y estaba en el interior de una habitación sin ventanas.
Me llevó un momento dejar de divagar y concentrarme en lo que me decía.
—No vas a decirme ahora que no ha podido dormir —respondí con incredulidad. Los vampiros podían dormir durante el día bajo cualquier circunstancia—. Y estoy segura de que habrás colocado un candado también por la parte de dentro de la puerta.
—Sí, pero el interior del armario está lleno de bultos y dice que huele a fregona vieja.
—Normal, es donde guardamos las cosas de la limpieza.
—Lo que intento preguntarte es si de verdad te vendría tan mal alojarlo en tu casa.
—Dime cuál es el verdadero motivo por el que quieres que lo aloje en mi casa —respondí—. Tiene que haber un motivo más convincente que la comodidad diurna de un vampiro desconocido cuando, de todos modos, está muerto.
—¿Verdad que somos amigos desde hace mucho tiempo, Sookie?
Aquello empezaba a olerme mal.
—Sí —admití, incorporándome para que Sam tuviera que levantar la vista para mirarme—. ¿Y?
—He oído rumores de que la comunidad de Hotshot ha contratado a un hombre lobo para que vigile la habitación de Calvin en el hospital.
—Sí, a mí también me parece extraño. —Reconocí su preocupación, aunque no lo mencionase—. De modo que supongo que has oído lo que sospechan.
Sam movió afirmativamente la cabeza. Sus ojos azules se encontraron con los míos.
—Tienes que tomarte este asunto en serio, Sookie.
—Y ¿qué te hace pensar que no me lo tomo así?
—Que hayas rechazado a Charles.
—No veo qué tiene que yo no quiera a Charles durmiendo en mi casa con mi preocupación por Jason.
—Creo que te ayudaría a proteger a Jason, si hubiera necesidad. Yo estoy de baja con lo de la pierna… y no creo que fuera Jason quien me disparara.
El nudo de tensión que tenía en mi interior se relajó en cuanto Sam dijo eso. No me había dado cuenta de que estaba preocupada por lo que pudiera pensar él, pero así era.
Me ablandé un poco.
—Bien, de acuerdo —dije—. Puede quedarse en mi casa. —Me fui de su lado malhumorada, sin saber aún muy bien por qué había accedido.
Sam llamó a Charles y habló brevemente con él. Más tarde, mi nuevo invitado me pidió prestadas las llaves del coche para guardar su bolsa en el maletero. Pasados unos minutos, estaba de vuelta en el bar y me indicó que había guardado las llaves en mi bolso. Le hice un ademán de reconocimiento con la cabeza, tal vez un poco seco. No me sentía feliz, pero ya que me tocaba cargar con un huésped, me alegraba de que al menos fuese uno educado.
Aquella noche Mickey y Tara aparecieron por el Merlotte's. Como ocurrió la otra vez, la oscura intensidad del vampiro excitó levemente a todos los presentes en el bar, que empezaron a hablar más alto. Los ojos de Tara me siguieron con una especie de triste pasividad. Tenía ganas de poder hablar con ella a solas, pero no vi que abandonara la mesa con ninguna excusa. Aquello me pareció un motivo más de alarma. Siempre que acudía al bar en compañía de Franklin Mott, encontraba un momento para darme un abrazo, para charlar conmigo sobre la familia y el trabajo.
Vi de reojo en el otro extremo de la sala a Claudine, el hada, y pensé que tenía que llegar hasta allí para hablar un momento con ella. La situación de Tara me preocupaba. Como era habitual, Claudine estaba rodeada de un tropel de admiradores.
Finalmente, empecé a agobiarme tanto que decidí agarrar al vampiro por los colmillos y acercarme a la mesa de Tara. El peligroso Mickey miraba fijamente a nuestro llamativo nuevo camarero y apenas si me miró cuando me aproximé. Tara parecía tan esperanzada como asustada. Me coloqué a su lado y le posé la mano en el hombro para poder leer mejor sus pensamientos. Tara ha sabido salir tan bien adelante que apenas me preocupa su única debilidad: siempre elige al hombre equivocado. Me acordé de cuando salía con «Huevos» Benedict, que al parecer murió en un incendio el otoño pasado. Huevos bebía mucho y era de personalidad débil. Franklin Mott, al menos, trataba a Tara con respeto y la había inundado de regalos, aun cuando la naturaleza de los regalos sirviese para pregonar «Soy su amante» y no «Soy su novia con todas las de la ley». ¿Cómo se lo había hecho para estar ahora en compañía de Mickey? ¿De Mickey, cuyo nombre hacía temblar incluso al mismísimo Eric?
Me dio la sensación de haber estado leyendo un libro al que alguien hubiera arrancado algunas páginas.
—Tara —dije en voz baja. Levantó la vista, mostrando sus grandes ojos marrones soñolientos y mortecinos: más allá del miedo, más allá de la vergüenza.
Para quien no la conociera bien, su aspecto era prácticamente normal. Iba bien peinada y maquillada, iba vestida a la moda y estaba atractiva. Pero, interiormente, Tara vivía atormentada. ¿Qué le pasaba a mi amiga? ¿Por qué no me había dado cuenta antes de que algo la consumía por dentro?
Me pregunté qué hacer a continuación. Tara y yo nos habíamos quedado mirándonos, y aunque ella sabía que yo leía su interior, no respondía.
—Despierta —dije, sin siquiera saber de dónde me surgieron aquellas palabras—. ¡Despierta, Tara!
Una mano blanca me agarró en aquel momento del brazo y me obligó a retirar la mano del cuerpo de Tara.
—No te pago para que toques a mi chica —dijo Mickey. Tenía los ojos más fríos que había visto en mi vida. Eran fangosos, recordaban a los de un reptil—. Sino para que nos traigas las bebidas.
—Tara es mi amiga —contesté. Él seguía apretándome el brazo, y si es un vampiro quien lo hace, lo notas de verdad—. Estás haciéndole alguna cosa. O estás permitiendo que alguien le haga daño.
—Eso no es asunto tuyo.
—Claro que es asunto mío —dije. Sabía que mis ojos revelaban mi dolor y por un momento me atacó la cobardía. Con sólo mirarle a la cara sabía que podía matarme y salir acto seguido del bar sin que nadie pudiera detenerle. Que podía llevarse a Tara con él, como si fuese una mascota, o una cabeza de ganado. Antes de que el miedo se apoderara de mí, dije—: Suéltame. —Lo pronuncié de forma clara y precisa, aun sabiendo que su capacidad auditiva le permitía incluso detectar una aguja que cayera al suelo durante una tormenta.
—Tiemblas como un perro enfermo —dijo sarcásticamente.
—Suéltame —repetí.
—O… ¿qué me harás?
—No puedes permanecer despierto eternamente. Si no soy yo, será cualquier otro.
Mickey recapacitó. No creo que fuera por mi amenaza, aunque hablaba completamente en serio.
Miró a Tara y ella empezó a hablar, como si él acabara de darle cuerda.
—Sookie, no hagas una montaña de un grano de arena. Mickey es mi novio ahora. No me pongas en una situación incómoda delante de él.
Volví a posar la mano en su hombro y me arriesgué a apartar la mirada de Mickey para girarme hacia ella. Era evidente que quería que me fuera, lo decía con total sinceridad. Pero el porqué de sus motivos estaba curiosamente turbio.
—De acuerdo, Tara. ¿Queréis tomar alguna cosa más? —pregunté sin prisas. Estaba introduciéndome en su cabeza, pero me topaba con un muro de hielo, resbaladizo y prácticamente opaco.
—No, gracias —respondió con educación Tara—. Mickey y yo tenemos que irnos ya.
Me di cuenta de que las palabras de Tara pillaron a Mickey por sorpresa. Me sentí un poco mejor; Tara era responsable de sus actos, al menos hasta cierto punto.
—Te devolveré el traje de chaqueta. Ya lo he dejado en la tintorería —dije.
—No hay prisa.
—De acuerdo. Hasta luego. —Mickey sujetaba con fuerza el brazo de mi amiga y los dos se abrieron paso entre la multitud.
Recogí los vasos vacíos de la mesa, le pasé el trapo y regresé a la barra. Charles Twining y Sam estaban en estado de alerta. Habían observado el pequeño incidente. Me encogí de hombros y se relajaron.
Después de cerrar el bar, el nuevo gorila se quedó esperándome junto a la puerta trasera mientras yo me ponía el abrigo y buscaba las llaves en el bolso.
Abrí la puerta del coche y Charles entró.
—Gracias por acceder a alojarme en tu casa —dijo.
Le repliqué con la misma educación. No tenía ningún sentido ser descortés.
—¿Crees que a Eric le importará que me hospede aquí? —preguntó Charles mientras circulábamos por la estrecha carretera local.
—No ha dado su opinión al respecto —respondí secamente. Me molestaba que automáticamente se hubiese preguntado por Eric.
—¿Te viene a visitar a menudo? —preguntó Charles con una insistencia poco normal.
No le respondí hasta que aparcamos detrás de mi casa.
—Mira —dije—. No sé lo que habrás oído, pero no es mi…, no somos… eso. —Charles se quedó mirándome y fue lo suficientemente inteligente como para no decir nada más hasta que abrí la puerta trasera—. Inspecciona tú mismo —le indiqué, después de invitarle a cruzar el umbral. A los vampiros les gusta saber dónde están las entradas y las salidas—. Después te mostraré dónde vas a dormir. —Mientras el gorila observaba con curiosidad la humilde casa donde mi familia llevaba tantos años viviendo, colgué el abrigo y guardé el bolso en mi habitación. Me preparé un bocadillo después de preguntarle a Charles si le apetecía un poco de sangre. Siempre guardo alguna botella del grupo cero en la nevera, y vi que se sentía encantado de poder sentarse en el sofá y beber un poco después de haber examinado la casa. Charles Twining era un tipo tranquilo, teniendo en cuenta que era vampiro. No me atosigaba y no parecía querer nada de mí.
Le enseñé el panel que se levantaba en el suelo del vestidor de la habitación de invitados. Le expliqué el funcionamiento del mando a distancia de la tele, le mostré mi pequeña colección de películas y le enseñé los libros que tenía en las estanterías de la sala de estar y de la habitación de invitados.
—¿Se te ocurre cualquier otra cosa que pudieras necesitar? —le pregunté. Mi abuela me había educado muy bien, aunque no creo que nunca llegara a imaginarse que acabaría ejerciendo de anfitriona de unos cuantos vampiros.
—No, gracias, Sookie —respondió educadamente Charles. Sus largos y blancos dedos acariciaron el parche que le cubría el ojo, una curiosa costumbre que me ponía los pelos de punta.
—Entonces, si me disculpas, yo ya me voy a la cama. —Estaba cansada y me resultaba agotador tener que mantener una conversación con un desconocido.
—Por supuesto. Que descanses, Sookie. ¿Si me apetece pasear por el bosque…?
—Como quieras —dije enseguida. Tenía una copia de la llave de la puerta de atrás y la saqué del cajón de la cocina donde la guardaba. Este llevaba siendo el cajón de sastre de la casa desde que se montó la cocina, quizá hacía ochenta años. En su interior había tal vez un centenar de llaves. Algunas, las que ya eran viejas cuando se montó la cocina, tenían un aspecto verdaderamente extraño. Yo había etiquetado las de mi generación, guardando la de la puerta de atrás en un llavero de plástico de color rosa que me había regalado el agente de seguros de State Farm—. Cuando entres ya para dormir, cierra con el pestillo de seguridad, por favor.
Asintió y cogió la llave.
Sentir compasión hacia un vampiro suele ser un error, pero no podía evitar pensar que Charles estaba envuelto por cierto halo de tristeza. Me parecía un ser solitario, y la soledad siempre tiene algo de patético. Yo misma la había experimentado. Siempre negaría con energía ser una persona patética, pero cuando veía la soledad en los demás, no podía evitar sentir lástima.
Me lavé la cara y me puse un pijama de nailon de color rosa. Me cepillé los dientes ya medio dormida y me acosté en la vieja cama que había utilizado mi abuela hasta su muerte. Mi bisabuela había tejido el edredón que me cubría, y mi tía abuela Julia había bordado el cubrecama. Por muy sola que estuviera en el mundo —con la excepción de mi hermano Jason—, dormía rodeada de toda mi familia.
Habitualmente duermo con mayor profundidad alrededor de las tres de la mañana, y fue durante ese periodo cuando me despertó la sensación de una mano en el hombro.
Volví a la consciencia de golpe, como si me hubiesen echado en una piscina de agua fría. Para combatir el susto que amenazaba con paralizarme, intenté lanzar un puñetazo. Algo gélido me lo agarró.
—No, no, ssshhh. —Era un susurro punzante en la oscuridad. Acento inglés. Charles—. Hay alguien por ahí fuera, Sookie.
Mi respiración parecía un acordeón. Me pregunté si estaría a punto de sufrir un infarto. Me llevé la mano al corazón, con la intención de sujetarlo cuando saliera disparado de mi pecho.
—¡Acuéstate! —me dijo al oído, y entonces noté, entre las sombras, que se agachaba al lado de la cama. Me tumbé de nuevo y cerré los ojos. El cabezal estaba situado entre las dos ventanas de la habitación, de manera que quienquiera que estuviese dando vueltas a la casa no podía ver bien mi cara. Intenté quedarme lo más quieta y relajada que me fue posible. Traté de pensar, pero estaba demasiado asustada. Si quien estaba fuera era un vampiro, no podría entrar… A menos que fuera Eric. ¿Había rescindido la invitación de entrada de Eric? No conseguía recordarlo. «Ése es precisamente el tipo de cosas de las que debería estar al tanto», me dije.
—Acaba de pasar —dijo Charles, con un hilo de voz tan débil que parecía casi la voz de un fantasma.
—¿Qué es? —pregunté en una voz que esperaba fuera prácticamente inaudible.
—Está demasiado oscuro para saberlo. —Si un vampiro no lograba verlo significaba que estaba oscuro de verdad—. Saldré a averiguarlo.
—No —dije enseguida, pero ya era demasiado tarde.
¡Por todos los santos! ¿Y si el merodeador era Mickey? Mataría a Charles…, seguro.
—¡Sookie! —Lo último que esperaba (aunque, en realidad, fuera incapaz de poder esperar alguna cosa) era que Charles me llamara—. ¡Sal, por favor!
Me puse mis zapatillas de color rosa y corrí por el pasillo hacia la puerta de atrás; me pareció que la voz venía de allí.
—Voy a encender la luz de fuera —grité. No quería cegar a nadie encendiéndola sin previo aviso—. ¿Estás seguro de que no pasará nada si salgo?
—Sí —respondieron dos voces casi de forma simultánea.
Le di al interruptor con los ojos cerrados. Los abrí transcurrido un segundo y crucé la puerta con mi pijama y mis zapatillas rosa. Crucé los brazos sobre el pecho. Aunque la noche no era gélida, hacía frío.
Intenté asumir la escena que estaba presenciando.
—Lo que faltaba —dije muy despacio. Charles estaba en la zona de suelo de gravilla donde solía aparcar y tenía el brazo cruzado sobre el cuello de Bill Compton, mi vecino. Bill es un vampiro, lo es desde que finalizó nuestra Guerra Civil. Estuvimos saliendo. Seguramente nuestra historia no fue más que un insignificante guijarro en la larga vida de Bill, pero en la mía supuso toda una roca.
—Sookie —masculló Bill entre dientes—. No quiero causarle ningún daño a este desconocido. Dile que me quite las manos de encima.
Reflexioné sobre aquello a toda velocidad.
—Charles, creo que puedes soltarlo —dije, y en un abrir y cerrar de ojos Charles estaba a mi lado.
—¿Conoces a este hombre? —me preguntó Charles fríamente.
Y con la misma sequedad, fue Bill quien respondió:
—Por supuesto que me conoce, incluso íntimamente.
Oh, mierda.
—¿Te parece educado decir eso? —Es posible que mi voz sonara también algo hiriente—. Yo no ando por ahí contándole a todo el mundo los detalles de nuestra antigua relación. Y esperaba lo mismo de un caballero.
Para mi satisfacción, Charles miró de reojo a Bill, levantando una ceja con aires de superioridad.
—¿De modo que es éste quien ocupa tu cama ahora? —Bill inclinó la cabeza hacia el vampiro de menor altura.
Si hubiese dicho cualquier otra cosa, me habría reprimido. No suelo perder los nervios con frecuencia, pero cuando lo hago, los pierdo de verdad.
—¿Te importa acaso? —le pregunté, escupiendo cada palabra—. ¡No es asunto tuyo si me acuesto con un centenar de hombres o con un centenar de ovejas! ¿Qué haces merodeando por mi casa en plena noche? Me has dado un susto de muerte.
Bill no parecía en absoluto arrepentido.
—Siento que te hayas despertado y asustado —dijo con poca sinceridad—. Velaba por tu seguridad.
—Estabas paseando por el bosque y has olido a otro vampiro —dije. Siempre había tenido muy buen olfato—. Y has venido hasta aquí para ver quién era.
—Quería asegurarme de que no te hubieran atacado —dijo Bill—. Me ha parecido captar también el olor de un humano. ¿Has tenido hoy algún visitante humano?
Ni por un instante me creí que Bill estuviera únicamente preocupado por mi seguridad, pero tampoco quería aceptar que se hubiera acercado a mi ventana por celos, o por pura curiosidad. Respiré profundamente durante un minuto, tratando de calmarme y de pensar.
—Charles no me ha atacado —dije, orgullosa de hablar de un modo tan pausado.
Bill sonrió socarronamente.
—Charles —repitió con cinismo.
—Charles Twining —dijo mi invitado, e hizo una reverencia, si es que puede llamarse así a una leve inclinación de su rizada cabeza.
—¿De dónde has sacado a éste? —La voz de Bill había recuperado la calma.
—Pues, en realidad, trabaja para Eric; igual que tú.
—¿Eric te ha puesto un guardaespaldas? ¿Necesitas un guardaespaldas?
—Escúchame bien, estúpido —dije apretando los dientes—, mi vida ha continuado mientras tú no estabas. Y lo mismo le sucede a la ciudad. Hay gente que ha sido atacada, entre ellos Sam. Necesitábamos un camarero que lo sustituyese en la barra, y Charles se ha prestado voluntario para ello. —Tal vez el relato no fuera completamente exacto, pero en aquel momento la precisión me traía sin cuidado. Lo que me importaba era dejar las cosas claras.
Al menos Bill se quedó sorprendido con la información.
—Sam. Y ¿quién más?
Estaba tiritando, pues no hacía tiempo para andar por ahí con un pijama rosa de nailon. Pero no quería que Bill entrara en casa.
—Calvin Norris y Heather Kinman.
—¿Han muerto?
—Heather sí. Calvin está muy mal herido.
—¿Ha arrestado a alguien la policía?
—A nadie.
—¿Sabes quién lo hizo?
—No.
—Estás preocupada por tu hermano.
—Sí.
—¿Se transformó por luna llena?
—Sí.
Bill me lanzó una mirada que bien podría ser de lástima.
—Lo siento, Sookie —dijo, y esta vez hablaba en serio.
—No sirve de nada que me lo digas a mí —le espeté—. Díselo a Jason…, es él quien se vuelve peludo.
La expresión de Bill se tornó fría y rígida.
—Disculpa mi intrusión —dijo—. Me marcharé. —Y desapareció en el bosque.
No sé cómo reaccionó Charles a este episodio, porque di media vuelta, entré en la casa y apagué la luz. Volví a meterme en la cama y permanecí despierta, rabiosa e inquieta. Me tapé incluso la cabeza para que el vampiro comprendiese que no me apetecía comentar el incidente. Se movía de forma tan silenciosa que ni siquiera sabía si estaba en la casa; creo que se detuvo en la puerta un segundo y luego siguió caminando.
Permanecí despierta al menos cuarenta y cinco minutos y luego caí dormida.
Entonces alguien me sacudió por el hombro. Olí un perfume dulzón y algo más, algo horroroso. Estaba terriblemente grogui.
—Sookie, la casa está ardiendo —dijo una voz—. No puede ser —dije—. No he dejado nada encendido.
—Tienes que salir ahora mismo —insistió la voz. Un chillido persistente me recordaba los simulacros de incendio del colegio.
—De acuerdo —dije, con la cabeza embotada por el sueño y el humo que vi en cuanto abrí los ojos. Lentamente me di cuenta de que el chillido de fondo era el sonido del detector de humos. En mi dormitorio amarillo y blanco se alzaban espesas columnas de humo gris que parecían genios malvados. Según Claudine, yo no estaba actuando con la rapidez suficiente, por lo que me arrancó de la cama y me arrastró hacia la puerta de entrada. Jamás me había cogido una mujer en brazos, aunque Claudine, claro está, no es una mujer normal y corriente. Me depositó sobre la hierba helada del jardín. La sensación de frío me despertó de repente. Aquello no era una pesadilla.
—¿Cómo que mi casa se incendia? —Empezaba a recobrar mis sentidos.
—Dice el vampiro que ha sido ese humano, el que está allí —dijo Claudine, señalando hacia la parte izquierda de la casa. Pero permanecí durante un largo rato con los ojos clavados en la terrible visión de las llamas y en el resplandor del fuego que iluminaba la noche. El porche trasero y parte de la cocina estaban ardiendo.
Me obligué a mirar hacia una forma acurrucada que yacía en el suelo, cerca de una forsitia en flor. Charles estaba arrodillado a su lado.
—¿Habéis llamado a los bomberos? —les pregunté a los dos mientras empezaba a caminar descalza para echar un vistazo a la figura yacente. En la penumbra, examiné la cara del hombre muerto. Era de raza blanca, iba bien afeitado y probablemente tendría unos treinta años. Las condiciones del momento dejaban bastante que desear, y no lo reconocí.
—Pues no, no se me había ocurrido. —Charles levantó la vista. En su época el cuerpo de bomberos no existía.
—Y yo me he olvidado el móvil —dijo Claudine, que era decididamente moderna.
—Entonces tengo que volver a entrar para llamar, si es que el teléfono todavía funciona —dije, dando la vuelta. Charles se levantó y se me quedó mirando.
—Tú no vuelves a entrar ahí —me ordenó Claudine—. A ver, tú, el nuevo; tú corres mucho más y puedes lograrlo.
—El fuego —replicó Charles— es fatal para los vampiros.
Y era verdad; prendían como antorchas. Egoístamente, insistí un instante; quería mi abrigo, las zapatillas y el bolso.
—Ve a llamar por el teléfono de Bill —dije, señalando en la dirección correcta, y Charles salió corriendo como una liebre. En cuanto desapareció de la vista, y antes de que Claudine pudiera impedírmelo, entré otra vez en la casa y corrí hacia mi habitación. El humo era mucho más espeso y desde el vestíbulo se veían llamas en la cocina. En cuanto las vi supe que había cometido un error enorme al entrar de nuevo en la casa y tuve que dominarme para no caer presa del pánico. El bolso estaba donde lo había dejado y el abrigo sobre la sillita, en una esquina de la habitación. No conseguía encontrar las zapatillas y sabía que no podía quedarme más rato allí. Hurgué en un cajón en busca de un par de calcetines, pues sabía seguro que los encontraría allí y salí a toda velocidad, tosiendo y medio ahogada. Por puro instinto, me volví un instante hacia mi izquierda para cerrar la puerta de la cocina y eché a correr hacia la entrada. Tropecé con un sillón de la sala de estar.
—Ha sido una estupidez —dijo Claudine, el hada, y me puse a chillar. Me agarró por la cintura y, como si transportara una alfombra, me sacó de nuevo de la casa.
La combinación de gritos y tos fastidió mi aparato respiratorio durante un par de minutos, tiempo que Claudine aprovechó para alejarme de la casa. Me sentó en la hierba y me puso los calcetines. Después me ayudó a levantarme y a ponerme el abrigo. Me envolví en él, agradecida.
Era la segunda vez que Claudine aparecía de la nada cuando estaba a punto de meterme en graves problemas. La primera fue cuando caí dormida al volante después de una jornada agotadora.
—Me lo estás poniendo muy difícil —dijo. Su voz seguía sonando alegre, aunque quizá no tan dulce.
Algo había cambiado en la casa, y me di cuenta de que la luz del vestíbulo se había apagado. Podía ser que se hubiera apagado la electricidad o que, desde la ciudad, los bomberos hubieran cortado la línea.
—Lo siento —dije, pensando que era apropiado decirlo, aunque no tenía ni idea de por qué Claudine estaba allí cuando era mi casa la que estaba quemándose. Hice el ademán de echar a correr hacia el jardín trasero para ver mejor lo que sucedía, pero Claudine me sujetó por el brazo.
—No te acerques —dijo simplemente, y no conseguí soltarme—. Escucha, ya llegan los camiones.
Oí los coches de bomberos y bendije interiormente a todos los que acudían en mi ayuda. Sabía que todos los buscapersonas de la zona se habían activado y que los voluntarios habían salido de la cama para ir directamente a bomberos.
Catfish Hunter, el jefe de mi hermano, bajó de su coche. Corrió directamente hacia donde estaba yo.
—¿Queda alguien dentro? —preguntó enseguida. El camión de bomberos de la ciudad llegó tras él, echando a perder mi nuevo camino de gravilla.
—No —respondí.
—¿Tienes algún tanque de?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el jardín de atrás.
—¿Dónde tienes aparcado el coche, Sookie?
—Detrás —dije, y me empezó a temblar la voz.
—¡El tanque de propano está detrás! —vociferó Catfish por encima de su hombro.
Hubo un grito de respuesta, seguido por una actividad frenética. Reconocí a Hoyt Fortenberry y a Ralph Tooten, además de a otros cuatro o cinco hombres y a un par de mujeres.
Catfish, después de una rápida conversación con Hoyt y Ralph, llamó a una mujer menuda que parecía engullida por su uniforme. Señaló a la figura inmóvil que yacía en la hierba, ella se quitó el casco y se arrodilló a su lado. Después de examinarlo y tocarlo, hizo un movimiento negativo con la cabeza. La reconocí a duras penas como la enfermera del doctor Robert Meredith, Jan no se qué.
—¿Quién es el hombre muerto? —preguntó Catfish. La presencia de un cadáver no parecía trastornarle.
—No tengo ni idea —dije. Fue entonces cuando me di cuenta, al oír mi voz temblorosa y débil, de lo conmocionada que estaba. Claudine me rodeó con su brazo.
En aquel momento llegó un coche de policía que aparcó junto al camión de bomberos y del que salió el sheriff Bud Dearborn. Lo acompañaba Andy Bellefleur.
—Oh, oh —dijo Claudine.
—Sí —dije yo.
Charles llegó justo entonces, con Bill pisándole los talones. Los vampiros observaron la frenética pero organizada actividad. Se percataron al instante de la presencia de Claudine.
La mujer menuda, que se había puesto en pie, gritó entonces:
—Sheriff, hágame el favor de llamar a una ambulancia para que se lleve este cuerpo.
Bud Dearborn miró a Andy, que se dirigió al coche para hablar por la radio.
—¿No te basta con un galán muerto, Sookie? —me preguntó Bud Dearborn.
Bill gruñó alguna cosa, los bomberos rompieron la ventana que había junto a la mesa de comedor de mi tatarabuela y la noche se llenó de un aluvión visible de calor y chispas. El camión de bomberos empezó a hacer mucho ruido y el tejado metálico que cubría la cocina y el porche se separó de la casa.
Mi casa estaba desapareciendo entre las llamas y el humo.