Como sucede con cualquier otro acto social, siempre hay que pensar bien qué te pones para acudir a un funeral, por mucho que parezca que la ropa tendría que ser la menor de tus preocupaciones en una ocasión así. Pese a que habíamos coincidido poco, admiraba al coronel Flood, de manera que quería ir correctamente vestida a su funeral, sobre todo después de los comentarios de Alcide.
Y no conseguía encontrar en mi armario nada que me pareciera adecuado. A las ocho de la mañana, llamé a Tara, que me dio el código para entrar en su casa y desactivar la alarma.
—Coge lo que necesites de mi armario —me dijo—. Pero sobre todo no entres en las demás habitaciones, ¿entendido? Ve directamente de la puerta de acceso trasera a mi habitación y vuelve.
—Eso es lo que pensaba hacer —dije, intentando no parecer ofendida. ¿Acaso pensaba Tara que me dedicaría a fisgonear por toda la casa?
—Ya lo sé, es sólo que me siento responsable.
De pronto comprendí que lo que Tara pretendía decirme era que tenía a un vampiro durmiendo en su casa. Podía tratarse del guardaespaldas, Mickey, o tal vez de Franklin Mott. Después de la advertencia de Eric, quería mantenerme alejada de Mickey. Aunque sólo los vampiros muy antiguos pueden levantarse antes del anochecer, tampoco es que me apeteciera en absoluto tropezarme con uno dormido.
—De acuerdo, ya te capto —dije apresuradamente. La idea de estar a solas con Mickey me produjo un escalofrío, y no de placer, precisamente—. Entro y salgo. —Como no tenía tiempo que perder, me metí en el coche y me dirigí a la casita que Tara tenía en la ciudad. Era una casa sencilla en un barrio modesto, pero al recordar el lugar donde se había criado, pensé que era casi un milagro que Tara tuviese su propio hogar.
Hay gente que nunca debería tener hijos; y si sus hijos tuvieran la desgracia de nacer, deberían ser apartados de sus padres inmediatamente. Pero eso no está permitido en nuestro país, ni en ningún lugar que yo conozca, aunque estoy segura de que sería bueno. Los Thornton, alcohólicos ambos, habían sido gente malvada que debería haber muerto mucho antes de lo que lo hicieron. (Cuando pienso en ellos me olvido por completo de mi religión). Recuerdo a Myrna Thornton irrumpiendo en casa de mi abuela en busca de Tara, haciendo caso omiso a las propuestas de mi abuela, hasta que ésta se vio obligada a llamar a la oficina del sheriff para que vinieran a llevarse a Myrna. Tara, en cuanto había visto aparecer a su madre, había salido corriendo por la puerta trasera para ir a esconderse en el bosque que hay detrás de la casa. Tara y yo teníamos trece años por aquel entonces.
Aún veo con claridad la expresión del rostro de mi abuela hablando con el representante de la ley que acababa de obligar a Myrna Thornton, esposada y chillando, a sentarse en la parte posterior del coche patrulla.
—Es una lástima que no pueda echarla al río de camino hacia la ciudad —había dicho el policía. No recordaba su nombre, pero sus palabras me dejaron impresionada. Tardé un momento en comprender a qué se refería, pero en cuanto lo capté, vi que había más gente que sabía por lo que Tara y sus hermanos estaban pasando. Y esa gente eran adultos de pleno derecho. Si estaban al corriente, ¿por qué no hacían nada para solucionar el problema?
Ahora comprendía que las cosas no son tan sencillas, pero seguía pensando que los hijos de los Thornton podrían haberse ahorrado unos cuantos años de penurias.
Al menos ahora Tara tenía su casita, con sus electrodomésticos nuevos, un armario lleno a rebosar de ropa y un novio rico. Tenía la incómoda sensación de que no estaba al corriente de todo lo que sucedía en la vida de Tara, pero a simple vista las cosas le iban mucho mejor de lo que habría cabido esperar.
Tal y como Tara me dijo, atravesé la cocina, limpia como los chorros del oro, giré hacia la derecha y atravesé una esquina de la sala de estar para acceder a su habitación. Ella no había tenido tiempo de hacer la cama por la mañana. En un momento, estiré las sábanas y la dejé arreglada. (No pude evitarlo). No sabía si acababa de hacerle un favor o no, pues ahora Tara sabría que me importaba no ver la cama hecha, pero por nada del mundo pensaba deshacerla de nuevo.
Abrí la puerta del vestidor. Y al instante detecté lo que necesitaba. En la zona central, de una de las perchas colgaba un traje de chaqueta de punto. La chaqueta era negra con las solapas con detalles de color rosa claro, pensada para ir a juego con la blusa rosa que había colgada en otra percha a su lado. La falda negra era plisada. Tara la había hecho acortar por el dobladillo. La etiqueta del arreglo estaba aún en la bolsa de plástico que cubría el conjunto. Me acerqué la falda y me miré en el espejo de cuerpo entero. Tara era unos cinco centímetros más alta que yo, de modo que la falda me quedaba un par de centímetros por encima de la rodilla, un largo adecuado para un funeral. Las mangas de la chaqueta me iban un poco largas, pero apenas se notaba. Yo tenía unos zapatos de salón negros y un bolso, e incluso unos guantes negros que guardaba para ocasiones especiales.
Misión cumplida, en tiempo récord.
Guardé la chaqueta y la blusa en la bolsa de plástico, junto con la falda, y salí enseguida de la casa. Había estado allí menos de diez minutos. Deprisa, ya que tenía mi cita a las diez, empecé a prepararme. Me recogí el pelo en una trenza francesa y la enrollé formando un moño con la ayuda de unos pasadores antiguos de mi tatarabuela. Por suerte tenía unas medias negras y también unas braguitas negras, y el rosa de mis uñas iba perfectamente conjuntado con el de la chaqueta y la blusa. Cuando a las diez oí que llamaban a la puerta, ya estaba lista. Sólo me faltaba ponerme los zapatos. Me los calcé de camino hacia la puerta.
Jack Leeds observó asombrado mi transformación y Lily levantó las cejas.
—Pasen, por favor —dije—. Estaba arreglándome para asistir a un funeral.
—Espero que no se trate del entierro de un amigo —dijo Jack Leeds. La cara de su compañera parecía esculpida en mármol. ¿No habría oído hablar nunca de los rayos UVA?
—No era un amigo íntimo. ¿Quieren sentarse? ¿Desean tomar algo? ¿Un café?
—No, gracias —dijo él, transformando su cara con una sonrisa.
Los detectives tomaron asiento en el sofá y yo me instalé en mi sillón reclinable. No sabía por qué, pero aquella elegancia a la que no estaba acostumbrada me daba valentía.
—En cuanto a la noche de la desaparición de la señorita Pelt —empezó a decir Leeds—, ¿la vio usted en Shreveport?
—Sí, estaba invitada a la misma fiesta que ella. En casa de Pam. —Todos los que estuvimos presentes en la Guerra de los Brujos (Pam, Eric, Clancy, los tres wiccanos y los lobos que habían sobrevivido) habíamos acordado un relato común: en lugar de explicar a la policía que Debbie se había marchado del local comercial abandonado donde los brujos establecieron su escondite, dijimos que habíamos pasado la velada en casa de Pam y que Debbie se había marchado de allí en su propio coche. Los vecinos podrían haber testificado que todo el mundo había salido en masa de allí de no ser porque los wiccanos habían recurrido a su magia para borrarles los recuerdos de la noche.
—El coronel Flood también estaba allí —dije—. De hecho, el funeral al que tengo que asistir es el suyo.
Lily forzó una expresión de curiosidad, seguramente el equivalente a la que pondría otra persona al decir: «¡Oh, no puede ser, estará bromeando!».
—El coronel Flood murió en un accidente de coche hace dos días —les dije.
Se miraron entre ellos.
—¿Así que en esa fiesta había bastante gente? —preguntó Jack Leeds. Estaba segura de que tenía la lista completa de todos los presentes en el salón de casa de Pam para celebrar lo que básicamente fue una reunión de preparación de la batalla.
—Oh, sí, bastante gente. Yo no los conocía a todos. Era gente de Shreveport. —Aquella noche fue, por ejemplo, la primera vez que vi a los tres wiccanos. A los licántropos los conocía de vista. A los vampiros, bastante más.
—¿Conocía usted ya a Debbie Pelt?
—Sí.
—¿De cuándo usted salía con Alcide Herveaux?
Estaba claro que habían hecho los deberes.
—Sí —respondí—. De cuando salía con Alcide. —Mi cara era tan inexpresiva como la de Lily. Tenía mucha práctica en lo que a guardar secretos se refiere.
—¿Estuvo usted con él alguna vez en el apartamento que los Herveaux tienen en Jackson?
A punto estuve de decirles que habíamos dormido en camas separadas, pero la verdad es que no les importaba.
—Sí —respondí.
—¿Se encontraron ustedes dos una noche con la señorita Pelt en Jackson, en un club llamado Josephine's?
—Sí, ella celebraba su compromiso con un chico apellidado Clausen —dije.
—¿Sucedió algo entre ustedes aquella noche?
—Sí. —Me pregunté con quién habrían estado hablando; alguien había dado a los detectives mucha información que no deberían tener—. Se acercó a nuestra mesa, nos hizo algunos comentarios.
—Y hace unas semanas, usted fue a visitar a Alcide Herveaux a su oficina. ¿Estuvieron ustedes en la escena de un crimen aquella tarde?
Habían hecho los deberes demasiado bien.
—Sí —respondí.
—Y ¿le contó a la policía presente en aquel lugar que usted y Alcide Herveaux estaban prometidos?
Las mentiras siempre acaban dándote un buen pellizco en el culo.
—Creo que fue Alcide quien lo dijo —respondí, intentando poner cara pensativa.
—¿Y era verdad?
Jack Leeds me tenía por la mujer más errática que había conocido en su vida, y no alcanzaba a comprender cómo alguien que se comprometía y rompía su compromiso con tanta facilidad podía ser la camarera trabajadora y seria a la que había conocido la noche anterior.
Ella estaba pensando que yo tenía la casa muy limpia y aseada. (Extraño, ¿no?) Pensaba también que yo era muy capaz de matar a Debbie Pelt, pues era una mujer que encontraba a los demás capaces de hacer cosas horripilantes. Ella y yo compartíamos más de lo que se imaginaba. Yo pensaba lo mismo que ella, aunque eso tan sólo se debía a todo lo que había captado directamente del cerebro de la gente.
—Sí —respondí—. En aquel momento era cierto. Estuvimos comprometidos durante… diez minutos. A lo Britney Spears. —Odiaba mentir. Siempre sabía cuándo los demás mentían, así que me sentí como si tuviera la palabra «MENTIROSA» impresa en la frente.
Jack Leeds dejó escapar una mueca, pero mi referencia al matrimonio de cuarenta y cinco horas de duración de la cantante pop no hizo mella en Lily Bard Leeds.
—¿Se oponía la señorita Pelt a que usted saliera con Alcide?
—Oh, sí. —Me alegraba de tener años de práctica escondiendo mis sentimientos—. Pero Alcide no quería casarse con ella.
—¿Estaba la señorita Pelt enfadada con usted?
—Sí —respondí, pues sin duda alguna ellos conocían la verdad al respecto—. Sí, podría decirse que sí. Me insultó.
Probablemente ya habrán oído decir que Debbie no creía que fuera bueno esconder sus emociones.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—La vi por última vez… —(Le faltaba prácticamente la mitad de la cabeza, estaba tirada en el suelo de mi cocina, enlazando sus piernas con las patas de una silla)—. A ver que lo piense… Cuando se fue de la fiesta aquella noche. Se marchó sola. —Aunque no de casa de Pam, sino de otro lugar; un lugar lleno de cadáveres, con las paredes completamente salpicadas de sangre—. Me imaginé que regresaría a Jackson. —Me encogí de hombros.
—¿No pasó por Bon Temps? Le venía de paso por la carretera interestatal, en el camino de vuelta.
—No sé por qué tendría que hacerlo. En cualquier caso, a mi puerta no llamó. —Sino que la forzó.
—¿La vio después de la fiesta?
—No la he visto desde esa noche. —Eso era completamente cierto.
—¿Ha vuelto a ver al señor Herveaux?
—Sí.
—¿Están prometidos en este momento?
Sonreí.
—No, que yo sepa —respondí.
No me sorprendió que la mujer me preguntara si podía utilizar mi baño. Había bajado mi guardia mental para escuchar sus pensamientos y averiguar hasta qué punto sospechaban los detectives, de manera que sabía que quería echar un vistazo más a fondo a mi casa. Le indiqué el baño del vestíbulo, no el de mi dormitorio; tampoco es que fuera a encontrar algo sospechoso en ninguno de ellos.
—Y ¿qué me dice del coche? —me preguntó de pronto Jack Leeds. Intenté mirar de reojo el reloj de la repisa de la chimenea porque quería asegurarme de que la pareja se iba antes de que Alcide pasara a buscarme para asistir al funeral.
—¿Hummm? —Había perdido el hilo de la conversación.
—El coche de Debbie Pelt.
—¿Qué pasa con él?
—¿Tiene usted idea de dónde está?
—Ni la más remota —dije, con total sinceridad.
Cuando Lily regresó al salón, Jack Leeds me preguntó:
—Señorita Stackhouse, por pura curiosidad, ¿qué cree que le ha pasado a Debbie Pelt?
Pensé: «Creo que obtuvo su merecido». Me quedé sorprendida ante mi propia reflexión. A veces no soy una persona muy agradable, y no parece que esté mejorando en este sentido.
—No lo sé, señor Leeds —contesté—. Supongo que podría decirle que, exceptuando la preocupación que pueda sentir su familia, la verdad es que no me importa. No nos gustábamos. Ella me hizo un agujero en mi chal, me llamó ramera y se comportaba fatal con Alcide; aunque, dado que es adulto, ése debería ser su problema. A ella le gusta fastidiar a la gente. Y le encanta que todo el mundo baile a su son. —Jack Leeds estaba algo pasmado ante aquel torrente de información—. ¿Qué quiere que le diga? —concluí—, así es como me siento.
—Gracias por su sinceridad —dijo, mientras su esposa me taladraba con sus ojos azul claro. Por si me quedaban dudas, en aquel momento comprendí con claridad que ella era el cerebro de la pareja. Y considerando lo profundo de la investigación llevada a cabo por Jack Leeds, ella debía de ser muy inteligente.
—Lleva el cuello arrugado —dijo ella en voz baja—. Permítame que se lo ponga bien. —Me quedé inmóvil mientras ella, con destreza, me arreglaba el cuello de la chaqueta.
Se marcharon después de aquello. En cuanto vi desaparecer el coche en dirección a la carretera, me quité la chaqueta y la examiné con atención. Aunque no había captado esa información en su cerebro, ¿podría ser que me hubiese puesto un micrófono? Tal vez los Leed sospecharan más de mí de lo que parecía. No, descubrí: en realidad aquella mujer era tan maniática como yo me imaginaba y lo único que ocurría era que no soportaba ver aquel cuello mal puesto. Pero, como la que sí que sospechaba era yo, inspeccioné el baño del vestíbulo. No había entrado en él desde que lo había limpiado hacía ya una semana, de modo que se veía tan limpio, arreglado y reluciente como puede verse un baño muy antiguo de una casa muy antigua. El lavabo estaba húmedo, y la toalla había sido utilizada y doblada otra vez, pero eso era todo. No había nada más, y no faltaba nada, y si la detective había abierto el armarito del baño para verificar su contenido, me daba lo mismo.
Me enganché el tacón en un orificio del suelo, ya muy desgastado. Por enésima vez me pregunté si algún día aprendería a colocar el linóleo, porque aquel suelo necesitaba en serio un arreglo. Me pregunté también cómo era capaz de preocuparme del suelo cuando apenas hacía un momento estaba tratando de ocultar el hecho de que había matado a una mujer.
—Era mala —dije en voz alta—. Era malvada y mala, y deseaba mi muerte sin ningún motivo.
Por eso podía hacerlo. Hasta ahora había vivido dentro de una coraza de culpabilidad que acababa de romperse. Estaba harta de andar constantemente angustiada y preocupada por alguien que podía haberme matado en un abrir y cerrar de ojos, por alguien que había hecho todo lo posible por provocar mi muerte. Yo nunca habría estado a la espera de poder tenderle una emboscada a Debbie, pero tampoco estaba dispuesta a permitir que me matase porque le apeteciera verme muerta.
Al diablo con todo aquel asunto. No sé si la encontrarían o no. Pero no tenía sentido seguir preocupándose por ello.
De pronto, me sentí mucho mejor.
Oí el sonido de un vehículo avanzando por el bosque. Alcide llegaba puntual. Esperaba ver aparecer su Dodge Ram, pero para mi sorpresa llegó a bordo de un Lincoln azul oscuro. Llevaba el pelo lo mejor peinado posible, que tampoco es decir mucho, e iba vestido con un sobrio traje gris marengo y corbata granate. Cuando lo vi ascender las escaleras del porche, me quedé boquiabierta. Estaba para comérselo, e intenté no ponerme a reír como una tonta ante aquella imagen mental.
Cuando abrí la puerta, también él se quedó pasmado.
—Estás estupenda —dijo, después de repasarme de arriba abajo.
—También tú —dije, casi con timidez.
—Tenemos que irnos.
—Tienes razón, si queremos llegar a tiempo…
—Tenemos que llegar con diez minutos de antelación —dijo Alcide.
—¿Por qué? —Cogí mi bolsito negro de mano, me miré en el espejo para comprobar el estado de mi lápiz de labios y cerré la puerta principal de la casa. Por suerte, el día era lo bastante cálido como para poder dejar el abrigo. No me apetecía esconder mi conjunto.
—Es el funeral de un hombre lobo —dijo, dándole importancia.
—Y ¿en qué sentido es distinto a un funeral normal?
—Es el funeral de un jefe de manada, y eso lo hace más… formal.
Es verdad, ya me lo había dicho el día anterior.
—Y ¿cómo hacéis para que la gente normal y corriente no se dé cuenta?
—Ya lo verás.
Todo aquello me tenía un poco recelosa.
—¿Estás seguro de que yo debo ir?
—El te convirtió en amiga de la manada.
Recordé que, aunque en su momento no me di cuenta, aquello era un título: «Amiga de la manada».
Tuve la incómoda sensación de que aún me quedaban muchos detalles por conocer sobre el funeral del coronel Flood. Normalmente, al leer la mente de los demás, solía disponer de más información sobre los temas de la que en realidad me interesaba; pero en Bon Temps no había hombres lobo, y los demás cambiantes no estaban organizados como los lobos. Y aunque me costaba leerle la mente a Alcide, sabía que estaba preocupado por lo que pudiera suceder en la iglesia, y sabía también que le preocupaba un hombre lobo en concreto llamado Patrick.
El funeral se celebraba en la iglesia episcopal de Grace, un barrio antiguo y adinerado de Shreveport. El edificio de la iglesia era muy tradicional, construido con piedra gris y coronado con un chapitel. En Bon Temps no había iglesia episcopal, pero sabía que sus servicios eran muy similares a los de la iglesia católica. Alcide me había comentado que su padre también asistiría al funeral y que, de hecho, era suyo el coche que habíamos utilizado.
—Mi padre pensó que mi camioneta no era lo bastante digna para la ocasión —dijo Alcide. Sabía que el padre de Alcide dominaba gran parte de sus pensamientos.
—Y ¿cómo va a venir tu padre? —le pregunté.
—Tiene otro coche —añadió Alcide distraídamente, como si apenas hubiera escuchado lo que acababa de decirle. Me quedé un poco sorprendida con la idea de que una sola persona tuviera dos coches: donde yo vivía, lo normal era tener un coche familiar y una camioneta, o una camioneta y un todoterreno, pero no dos vehículos del mismo tipo. De todas formas, mis sorpresas de la jornada no habían hecho más que empezar. Cuando llegamos a la 1-20 y emprendimos camino hacia el oeste, el estado de humor de Alcide se había apoderado del interior del coche. No estaba muy segura de qué le pasaba, pero era evidente que requería silencio.
—Sookie —dijo de pronto Alcide, apretando con tanta fuerza el volante que incluso tenía los nudillos blancos.
—¿Sí? —Que la conversación tenía mala pinta no habría sido más evidente de haber estado escrito en un cartel luminoso colocado sobre la frente de Alcide. Seguía siendo «Don Conflictos Internos».
—Tengo que hablar contigo de un tema.
—¿De qué? ¿Crees que la muerte del coronel Flood tiene algo de sospechoso? —¡Sabía que debería habérmelo preguntado! Pero los demás cambiantes habían sido atacados con arma de fuego. Un accidente de coche era algo tan distinto…
—No —respondió Alcide, sorprendido—. Por lo que sé, el accidente no fue más que eso: un simple accidente. El otro coche se pasó un semáforo en rojo.
Me acomodé en el asiento de cuero.
—Y entonces ¿qué?
—¿Hay alguna cosa que quieras contarme?
Me quedé helada.
—¿Contarte? ¿Sobre qué?
—Sobre aquella noche. Sobre la noche de la Guerra de Brujos.
Por una vez me sirvieron mis muchos años de controlar mi expresión.
—No tengo nada que contarte —dije tranquila.
Alcide no preguntó nada más. Aparcó el coche, abrió su puerta y rodeó el vehículo para abrir la mía, un detalle que no era necesario pero que resultó agradable. Decidí que no necesitaba llevarme el bolso, de modo que lo escondí debajo del asiento y Alcide cerró el coche. Empezamos a caminar hacia la iglesia. Me cogió de la mano, una acción que me pilló por sorpresa. Tal vez fuera una amiga de la manada, pero supuestamente debía ser más amiga de algunos miembros de la manada que de otros.
—Allí está mi padre —dijo Alcide cuando nos acercamos a un grupo de asistentes. El padre de Alcide era algo más bajo que su hijo, pero era un hombre fornido como él. Jackson Herveaux tenía el cabello gris acerado en lugar de negro y una nariz más pronunciada. Tenía la misma piel morena olivácea que Alcide. En aquel momento, Jackson se veía mucho más oscuro porque estaba al lado de una mujer de piel clara y delicada con resplandeciente cabello blanco.
—Padre —dijo formalmente—, te presento a Sookie Stackhouse.
—Encantado de conocerte, Sookie —dijo Jackson Herveaux—. Te presento a Christine Larrabee. —Christine, que debía de estar entre los cincuenta y siete y los sesenta y siete, parecía un cuadro al pastel. Sus ojos eran de un azul clarísimo, su piel suave tenía el tono de una magnolia con un débil matiz rosa, llevaba el cabello blanco impecablemente peinado.
Vestía un traje de chaqueta de color azul celeste, que yo personalmente no me habría puesto hasta que el invierno estuviese completamente terminado, pero que a ella le sentaba de maravilla.
—Encantada de conocerles —dije, preguntándome si debía hacer una pequeña genuflexión. Le había estrechado la mano al padre de Alcide, pero Christine no había extendido la suya. Me saludó con un movimiento de cabeza y una dulce sonrisa. Probablemente no querría arañarme con su anillo de diamantes, decidí después de echar un vistazo a sus dedos. Naturalmente, la sortija hacía juego con los pendientes. Aquella gente me superaba con mucho, sin duda. «Me da lo mismo», pensé. Al parecer era mi día ideal para quitarme de encima cosas desagradables.
—Una ocasión muy triste —dijo Christine.
Si le apetecía un poco de cháchara de cortesía, me apuntaba al tema.
—Sí, el coronel Flood era un hombre maravilloso —dije.
—Oh, ¿le conocías, querida?
—Sí —respondí. De hecho, incluso le había visto desnudo, aunque es evidente que en circunstancias nada eróticas.
Mi lacónica respuesta no le dio muchas alternativas. Vi en sus ojos claros que yo le hacía gracia. Alcide y su padre estaban intercambiando comentarios en voz baja, comentarios que evidentemente yo tenía que ignorar.
—Me parece que hoy, tú y yo no somos más que simples elementos decorativos —dijo Christine.
—Entonces, ya sabe usted más que yo.
—Eso espero. ¿No tienes dos naturalezas?
—No. —Christine sí las tenía, por supuesto. Era una mujer lobo de pura sangre, como hombres lobo eran Jackson y Alcide. No lograba imaginarme aquella mujer tan elegante transformándose en loba, sobre todo con la reputación salvaje y vulgar que los lobos tenían dentro de la comunidad de los cambiantes, pero las impresiones que recibía de su mente eran inconfundibles.
—El funeral del jefe de la manada marca el inicio de la campaña para sustituirle —dijo Christine. Teniendo en cuenta que aquélla era la información más sólida que recibía en dos horas, me sentí de inmediato bien dispuesta hacia aquella mujer—. Teniendo en cuenta que Alcide te ha elegido como acompañante para un día como éste, tienes que ser algo extraordinario —continuó Christine.
—No sé si soy «extra» ordinaria. En el sentido literal, me imagino que lo soy. Tengo «extras» que no son ordinarios.
—¿Bruja? —conjeturó Christine—. ¿Hada? ¿Medio duende?
Caramba. Negué con la cabeza.
—Ninguna de esas cosas. ¿Qué tiene que suceder ahora?
—Como verás, hay más bancos reservados de lo habitual. La manada se sentará en la parte delantera de la iglesia, los emparejados con sus parejas, y sus hijos. Los candidatos a jefe de la manada vendrán al final.
—¿Cómo son elegidos?
—Se anuncian ellos mismos —dijo Christine—. Pero serán puestos a prueba y los miembros votarán después.
—Si no es una pregunta demasiado personal, ¿por qué el padre de Alcide la ha elegido como su acompañante?
—Soy la viuda del jefe de la manada anterior al coronel Flood —respondió sin alterarse Christine Larrabee—. Eso me da cierta influencia.
Asentí.
—Y ¿el jefe de la manada ha de ser siempre un hombre?
—No. Pero teniendo en cuenta que la fuerza forma parte de la prueba, siempre suelen ganar los varones.
—¿Cuántos candidatos hay?
—Dos. Jackson, naturalmente, y Patrick Furnan. —Inclinó su aristocrática cabeza ligeramente hacia la derecha, y observé con atención a una pareja que hasta entonces me había pasado desapercibida.
Patrick Furnan tendría unos cuarenta y cinco años, una edad entre la de Alcide y la de su padre. Era un hombre robusto, de pelo castaño claro y barba recortada. Llevaba un traje marrón y parecía tener problemas para abrocharse la chaqueta. Su acompañante era una mujer muy guapa que creía en el poder del lápiz de labios y las joyas. También tenía el pelo castaño y corto, aunque con reflejos rubios y un peinado sofisticado. Llevaba unos tacones de al menos diez centímetros. Observé aquellos zapatos con temor reverencial. Yo me partiría el cuello si intentara andar con ellos. Pero aquella mujer mantenía su sonrisa y ofrecía una palabra amable a quienquiera que la abordaba. Patrick Furnan era más frío. Calibraba a todo el mundo con sus ojos entrecerrados y evaluaba a todos los hombres lobo allí congregados.
—Esa mujer que se parece a Tammy Faye, ¿es su esposa? —le pregunté a Christine con discreción.
Ella emitió un sonido que habría clasificado de risa disimulada de no provenir de alguien con un porte tan aristocrático.
—Es verdad que lleva demasiado maquillaje —dijo Christine—. Se llama Libby. Sí, es su esposa, una mujer lobo de pura sangre, y tienen dos hijos. Forma parte de la manada.
Sólo el mayor de sus hijos se convertiría en hombre lobo al alcanzar la pubertad.
—Y ¿a qué se dedica? —pregunté.
—Es propietario de un concesionario de Harley-Davidson —dijo Christine.
—Es natural. —A los hombres lobo les encantaban las motos.
Christine sonrió, una sonrisa que probablemente era para ella lo más cercano a la risa.
—¿Quién lleva ventaja? —Me había visto empujada a participar en una partida y tenía que conocer las reglas. Más tarde ya me las apañaría con Alcide; pero en aquel momento se trataba de superar el funeral, pues a eso había ido.
—Es difícil de decir —murmuró Christine—. Si me hubiesen dado a elegir, no habría venido con ninguno de los dos, pero Jackson recurrió a nuestra vieja amistad y tuve que venir con él.
—Eso no está bien.
—No, pero es práctico —dijo ella—. Jackson necesita todo el apoyo que pueda obtener. ¿Te pidió Alcide que apoyases a su padre?
—No. Ignoraba por completo la situación hasta que usted ha tenido la amabilidad de informarme. —Moví la cabeza indicándole que le estaba agradecida por ello.
—Ya que no eres una mujer lobo… Discúlpame, cariño, pero simplemente estoy tratando de comprender todo esto… ¿Qué puedes hacer por Alcide, me pregunto? ¿Por qué te ha metido en esto?
—Más le vale explicármelo pronto —contesté, y si mi voz sonó fría y amenazadora, me dio lo mismo.
—Su última novia desapareció —dijo Christine, pensativa—. Siempre estaban rompiendo y reconciliándose, según me ha contado Jackson. Si sus enemigos tuvieron algo que ver con el asunto, deberías andarte con cuidado.
—No creo que corra peligro —dije.
—¿Perdón?
Pero ya había hablado demasiado.
—Hummm —dijo Christine, después de examinarme con atención—. Bueno, ella era demasiado diva para no ser ni siquiera una mujer lobo. —La voz de Christine expresó el desdén que los lobos sienten hacia los demás cambiantes. («¿Por qué molestarse en una transformación si no puedes transformarte en lobo?», le oí decir una vez a un hombre lobo).
Me llamó la atención el brillo de una cabeza afeitada, y me situé un poco más a la izquierda para ver mejor. Era un hombre al que no había visto nunca. A buen seguro me habría acordado de él: muy alto, más alto que Alcide o incluso que Eric, me daba la impresión. Su cabeza y sus brazos lucían un espléndido bronceado. Lo sabía porque iba vestido con una camiseta sin mangas de seda negra, pantalones negros y relucientes zapatos de vestir. Era un día fresquillo de finales de enero, pero eso parecía traerle sin cuidado. Entre él y la gente que le rodeaba había un espacio muy definido.
Lo miré, preguntándome sobre su persona, y él se volvió hacia mí, como si hubiera captado mi mirada. Tenía una nariz orgullosa y su cara era tan suave como su cabeza afeitada. Desde la distancia a la que estaba, me pareció ver que tenía los ojos negros.
—¿Quién es? —le pregunté a Christine con un hilo de voz. Se había levantado el viento y agitaba las hojas de los arbustos de acebo plantados junto a la iglesia.
Christine le lanzó una mirada al hombre, y debió de entender mi pregunta, pero no me respondió.
La escalera y el interior de la iglesia empezaban a llenarse de gente normal y corriente que se mezclaba con los licántropos. Aparecieron en las puertas dos hombres vestidos de negro. Se quedaron allí, cruzando las manos delante de su cuerpo, y el de la derecha saludó con un movimiento de cabeza a Jackson Herveaux y Patrick Fuman.
Los dos hombres, junto con sus acompañantes femeninas, se quedaron el uno frente al otro al pie de las escaleras. Los hombres lobo desfilaron entre los dos para entrar en la iglesia. Algunos saludaban con la cabeza a uno, otros al otro, y algunos incluso a los dos. Gente que quería quedar bien con todo el mundo. Aunque su número se había visto reducido después de la reciente guerra con los brujos, conté veinticinco lobos adultos de pura sangre en Shreveport, una manada muy grande para una ciudad tan pequeña. Me imaginé que su tamaño era atribuible a la presencia de la base aérea en la ciudad.
Todos los que pasaron entre los dos candidatos eran hombres lobo. Vi solamente a dos niños. Naturalmente, habría padres que habían decidido dejar a sus hijos en el colegio antes que llevarlos al funeral. Pero estaba segura de que estaba siendo testigo de lo que Alcide me había contado: los hombres lobo sufrían infertilidad y un elevado porcentaje de mortalidad infantil.
La hermana menor de Alcide, Janice, se había casado con un humano. De hecho, ella nunca llegaría a transformarse, pues no era la primera hija del matrimonio. Alcide me había contado que los genes recesivos de lobo de su hijo se revelarían en forma de una mayor fortaleza y una mayor capacidad de curación. Muchos atletas profesionales venían de parejas cuyo componente genético contenía cierto porcentaje de sangre de hombre lobo.
—Vamos a entrar enseguida —murmuró Alcide. Estaba de pie a mi lado, examinando las caras de los que entraban.
—Después te mato —le dije, manteniendo una expresión tranquila mientras los hombres lobo iban entrando—. ¿Por qué no me explicaste todo esto?
El hombre alto subió las escaleras, balanceando los brazos al ritmo de su paso y moviendo el cuerpo con resolución y elegancia. Giró la cabeza hacia mí cuando pasó por mi lado, y nuestras miradas se encontraron. Tenía los ojos muy oscuros, pero seguía sin poder distinguir bien el color. Me sonrió.
Alcide me rozó la mano, como si supiera que me había despistado un poco. Se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
—Necesito tu ayuda. Después del funeral, tienes que tratar de leerle la mente a Patrick. Seguro que piensa hacer alguna cosa para sabotear a mi padre.
—Y ¿por qué no te has limitado a pedírmelo? —Me sentía confusa, y herida, principalmente.
—¡Esperaba que te dieras cuenta de que de todas formas me lo debías!
—¿Y por qué piensas eso?
—Sé que mataste a Debbie.
Si me hubiera dado un bofetón, no me habría sorprendido tanto. No tenía ni idea de qué cara se me había quedado. Superado el impacto de la sorpresa y mi sensación de culpabilidad, le dije:
—Abjuraste de ella. ¿Qué te importa?
—Nada —respondió—. Nada. Para mí ya estaba muerta. —Pasó un instante sin que acabara de creerse lo que acababa de decir—. Pero tú pensaste que me afectaría mucho y por eso me lo ocultaste. Así que convendrás conmigo en que me debes una.
De haber tenido una pistola a mano, la habría sacado en aquel mismo momento.
—Yo no te debo nada —dije—. Y me parece que viniste a buscarme con el coche de tu padre porque sabías que de haber venido en mi propio coche me habría ido después de oír esto.
—No —dijo. Seguíamos hablando en voz baja, pero por las miradas de reojo que estábamos recibiendo, me di cuenta de que nuestro intenso coloquio empezaba a llamar la atención—. Bueno, quizá. Por favor, no le des importancia a lo de que me debías una. La verdad es que mi padre tiene problemas y haría cualquier cosa por ayudarle. Y tú puedes ayudarme.
—La próxima vez que necesites ayuda, limítate a pedírmela. No intentes chantajearme para que lo haga, ni manipularme. Me gusta ayudar a la gente. Pero odio que me fuercen o me engañen. —Alcide bajó la vista, así que lo agarré por la barbilla y le obligué a mirarme—. Lo odio.
Miré la escalera para calibrar el interés que nuestra pelea atraía. El hombre alto había reaparecido. Nos miraba con una expresión indescriptible. Pero sabía que habíamos llamado su atención.
Alcide también levantó la vista. Se le subieron los colores.
—Tenemos que entrar ya. ¿Entras conmigo?
—¿Qué significado tiene que entre contigo?
—Significa que estás del lado de mi padre en su lucha por la jefatura de la manada.
—Y eso ¿qué me obliga hacer?
—Nada.
—Y entonces ¿por qué es importante que entre contigo?
—Porque aunque elegir al jefe es un asunto de la manada, podría influir que se supiese lo mucho que nos ayudaste en la Guerra de los Brujos.
La Trifulca de los Brujos, sería más preciso, porque aunque fue la lucha de ellos contra nosotros, el número total de gente involucrada había sido bastante pequeño… cuarenta o cincuenta. Comprendí, sin embargo, que en la historia de la manada de Shreveport era un episodio épico.
Bajé la vista hacia mis zapatos de tacón negros. Mis instintos eran contradictorios, y parecían ambos igual de fuertes. Uno me decía: «Estás en un funeral. No montes el numerito. Alcide siempre se ha portado bien contigo y no te costaría nada hacer esto por él». El otro me decía: «Alcide te ayudó en Jackson porque intentaba mantener a su padre alejado de los problemas con los vampiros. Ahora vuelve de nuevo a quererte involucrar en algo peligroso simplemente para ayudar a su padre». La primera voz irrumpió de nuevo: «Alcide sabía que Debbie era mala. Intentó alejarse de ella y luego la abjuró». La segunda voz dijo: «¿Por qué se enamoraría de una mala zorra como Debbie? ¿Por qué se planteó incluso seguir con ella cuando tenía pruebas de que era malvada? Nadie más ha sugerido que Debbie tuviera poderes mágicos. Eso de la "magia" no es más que una excusa barata». Me sentía como Linda Blair en El exorcista, como si mi cabeza diera vueltas sin cesar sobre mi cuello.
Ganó finalmente la voz número uno. Posé la mano en el brazo doblado de Alcide, subimos la escalinata y entramos en la iglesia.
Los bancos estaban llenos de gente normal y corriente. Las primeras tres filas de ambos lados estaban reservadas para la manada. Pero el hombre alto, que destacaría en cualquier parte, estaba sentado en la última fila. Miré de reojo sus anchos hombros antes de centrar toda mi atención en la ceremonia de la manada. Los dos niños Furnan, monísimos ellos, avanzaron solemnemente hasta el primer banco del lado derecho de la iglesia. Después entramos Alcide y yo, precediendo a los dos candidatos a jefe de la manada. Curiosamente, aquella ceremonia de tomar asiento me recordaba a una boda, con Alcide y yo ocupando el puesto del padrino y la dama de honor. Jackson y Christine y Patrick y Libby Furnan representarían el papel de los padres del novio y de la novia.
No tengo ni idea de lo que pensaría de todo aquello la gente normal y corriente que asistía a la ceremonia.
Sabía que todo el mundo nos miraba, pero yo ya estaba acostumbrada a eso. Si siendo camarera te acostumbras a algo, es a que todo el mundo te mire. Yo iba vestida adecuadamente y había conseguido obtener el máximo rendimiento de mi persona, y Alcide se había aplicado tanto como yo. Que miraran, pues. Tomamos asiento en el primer banco de la parte izquierda de la iglesia. Vi que Patrick Furnan y su esposa, Libby, se instalaban en el banco del otro lado del pasillo. Miré hacia atrás y vi que Jackson y Christine se acercaban caminando lentamente, muy serios. Hubo un ligero movimiento de cabezas y manos, unos pocos susurros, y entonces Christine se sentó en el banco, con Jackson a su lado.
El féretro, envuelto en un paño elaboradamente bordado, entró por el pasillo sobre un carrito y todo el mundo se puso en pie. Empezó entonces el triste funeral.
Después de recitar la letanía que Alcide me indicó en el libro de oraciones, el sacerdote preguntó si alguien quería pronunciar unas palabras sobre el coronel Flood. Uno de sus amigos de la base aérea fue el primero y habló sobre el amor al deber del coronel y del orgullo con que ejercía su puesto. Le siguió uno de sus compañeros de la iglesia, que elogió la generosidad del coronel y alabó el tiempo que había dedicado a poner en orden los libros de contabilidad de la congregación.
Patrick Fuman abandonó entonces su lugar en el banco y se dirigió al atril. No caminaba con elegancia; era demasiado fornido para ello. Pero su discurso supuso un cambio con respecto a las elegías anteriores.
—John Flood fue un hombre notable y un gran líder —empezó a decir Furnan. Era un orador mucho mejor de lo que me esperaba. Aunque no sabía quién había escrito sus comentarios, era evidente que lo había hecho alguien muy culto—. En el orden fraternal que compartíamos, él fue siempre quien nos indicó la dirección que debíamos tomar, el objetivo que debíamos alcanzar. A medida que fue envejeciendo, comentó muchas veces que el suyo era un puesto para jóvenes.
Un cambio directo, de elegía a discurso de campaña. No fui la única que se percató de ello; todo a mi alrededor era movimiento, comentarios en voz baja.
Aunque desconcertado por la reacción que había levantado, Patrick Furnan siguió adelante.
—Yo le decía a John que él era el mejor hombre para ese puesto, y sigo creyéndolo. Independientemente de quién siga sus pasos, John Flood nunca será olvidado ni sustituido. El líder que lo siga sólo puede esperar trabajar tan duro como lo hizo John. Siempre me he sentido orgulloso de que él confiara en mí más de una vez, de que me considerara su mano derecha. —Con aquellas frases, el concesionario de Harley ponía de relieve su apuesta por reemplazar al coronel Flood como jefe de la manada (o, como se referían al puesto internamente, como Líder de la Manada).
Alcide, a mi derecha, estaba rígido de rabia. De no haber estado sentado en primera fila, le habría encantado hacerme unos cuantos comentarios sobre el discurso de Patrick Furnan. Al otro lado de Alcide estaba sentada Christine y, aunque su rostro parecía esculpido en marfil, también se notaba que estaba reprimiéndose.
El padre de Alcide esperó un momento más antes de iniciar su viaje hasta el atril. Era evidente que quería que despejásemos un poco las ideas antes de empezar su discurso.
Jackson Herveaux, adinerado perito y hombre lobo, nos dio la oportunidad de examinar su atractivo rostro maduro. Empezó su discurso diciendo:
—No existen muchas personas como John Flood. Un hombre cuya sabiduría fue atemperada y puesta a prueba con el paso de los años… —Vaya, vaya. Aquello no iba con intención, qué va.
Desconecté durante el resto del funeral y me sumergí en mis propios pensamientos. Tenía más que de sobra en qué pensar. Luego, cuando John Flood, coronel de la fuerza aérea y jefe de manada abandonó la iglesia por última vez, nos pusimos todos en pie. Me mantuve en silencio durante el trayecto hasta el cementerio, permanecí al lado de Alcide durante el entierro y regresé al coche cuando la ceremonia del pésame hubo concluido.
Busqué al hombre alto, pero no lo vi en el cementerio.
En el camino de regreso a Bon Temps, comprendí que Alcide quería seguir en silencio, pero sabía también que había llegado el momento de responder algunas preguntas.
—¿Cómo lo supiste? —le pregunté.
Ni siquiera trató de fingir que no comprendía lo que acababa de preguntarle.
—Cuando ayer fui a tu casa olí un rastro muy débil de ella en la puerta de entrada —dijo—. Tardé un rato en comprenderlo.
Nunca había considerado aquella posibilidad.
—No creo que hubiese podido captarlo de no haberla conocido tan bien —dijo—. La verdad es que no capté el olor de nadie más en toda la casa.
Al menos tanto fregar había merecido la pena. Era una suerte que Jack y Lilly Leeds no fueran seres de dos naturalezas.
—¿Quieres saber lo que ocurrió?
—Me parece que no —contestó, después de una prolongada pausa—. Conociendo a Debbie, me imagino que simplemente hiciste lo que tenías que hacer. Al fin y al cabo, la olí en tu casa, y ella no tenía nada que hacer allí. Y Eric seguía en tu casa por aquel entonces, ¿no? A lo mejor fue Eric. —La voz de Alcide sonaba casi esperanzada.
—No —dije.
—A lo mejor sí que quiero saber qué sucedió.
—A lo mejor yo ya no quiero contártelo. O crees en mí, o no crees. O piensas que soy el tipo de persona que mataría a una mujer sin tener buenos motivos para ello, o te das cuenta de que no lo soy. —La verdad es que me sentía más herida de lo que imaginaba podría llegar a sentirme. Traté por todos los medios de no introducirme en la cabeza de Alcide, pues temía poder captar algo que me resultara aún más doloroso.
Alcide intentó repetidas veces iniciar otra conversación, y tuve la sensación de que el viaje no terminaba nunca. Cuando aparcó en el claro y supe que estaba a escasos metros de mi casa, sentí una sensación de alivio abrumadora. Me moría de ganas de salir de aquel precioso coche.
Pero Alcide me siguió.
—No me importa —dijo con una voz que sonó casi como un gruñido.
—¿Qué? —Yo ya había llegado a la puerta y había introducido la llave en la cerradura.
—Que no me importa.
—No me lo creo.
—¿Qué?
—Tus pensamientos son más difíciles de leer que los de un ser humano normal y corriente, Alcide, pero veo en tu mente que tienes tus reservas. Y ya que querías que te ayudase con lo de tu padre, te lo diré: Patrick como quiera que se llame piensa sacar a relucir los problemas de juego de tu padre para demostrar que no puede ser un buen líder de la manada. —Nada más poco limpio y sobrenatural que la verdad—. Leí su mente antes de que me pidieras que lo hiciera. Y, por cierto, me gustaría no volver a verte durante mucho, muchísimo tiempo.
—¿Qué? —volvió a decir Alcide. Era como si le hubiera dado un golpe en la cabeza con una barra de hierro.
—Verte…, escuchar tus pensamientos…, me hace sentir mal. —Naturalmente, era por diversos motivos, pero no me apetecía enumerarlos—. De modo que gracias por llevarme al funeral. —Tal vez sonó un poco sarcástico—. Te agradezco que pensaras en mí. —Y ahí debí de sonar más sarcástica si cabe. Entré en casa, le cerré la puerta en sus sorprendidas narices y rematé la escena cerrándola con llave. Me dirigí a la sala de estar, de tal modo que él pudiera oír mis pasos, pero me detuve para comprobar que regresaba al Lincoln. Oí el coche avanzar por el camino a toda velocidad, seguramente dejando unos buenos surcos marcados en mi preciosa gravilla.
Tengo que confesar que cuando me despojé del traje de Tara y lo doblé para llevarlo a la tintorería, me sentía abatida. Dicen que cuando se cierra una puerta, otra se abre. Pero quien dice esas cosas no sabe lo que es vivir en mi casa.
La mayoría de puertas que abro suelen tener algo espantoso acechando detrás.