5

Llovía a cántaros cuando llegamos al aparcamiento del hospital de Grainger. Era tan pequeño como el de Clarice, al que acudían mayoritariamente los habitantes del condado de Renard. Pero el hospital de Grainger era más nuevo y disponía de equipos de diagnóstico más modernos.

Me había cambiado y me había vestido con unos vaqueros y un jersey, pero seguía con mi impermeable. Mientras Jason y yo nos apresuramos hacia las puertas correderas de cristal, me felicité por haber decidido calzarme con botas. En lo que a la climatología se refería, la tarde estaba siendo aún más asquerosa que la mañana.

El hospital estaba lleno de cambiantes furiosos. Me percaté de su rabia tan pronto puse el pie allí dentro. En el vestíbulo vi a un hombre y una mujer pantera de Hotshot; me imaginé que estarían allí a modo de vigilantes. Jason se acercó a ellos y les estrechó la mano con fuerza. Tal vez intercambiaran algún tipo de saludo secreto, no tengo ni idea. Al menos no se restregaron las piernas los unos con los otros. No me dio la impresión de que se alegraran tanto de ver a Jason como Jason se alegraba de verlos a ellos, y vi que él se volvía luego hacia mí con el entrecejo fruncido. Los dos cambiantes se quedaron mirándome fijamente. El hombre era de estatura mediana y robusto, con el cabello castaño claro. Me miraba con unos ojos llenos de curiosidad.

—Sook, te presento a Dixon Mayhew —dijo Jason—. Y ésta es Dixie Mayhew, su hermana gemela. —Dixie tenía el cabello del mismo color que su hermano, y lo llevaba casi tan corto como Dixon, pero sus ojos eran oscuros, casi negros. Eran gemelos, pero no idénticos.

—¿Todo tranquilo por aquí? —pregunté con cautela.

—Hasta el momento, ningún problema —dijo Dixie, sin levantar apenas la voz. Dixon miraba fijamente a Jason—. ¿Qué tal está tu jefe?

—Escayolado, pero se pondrá bien.

—Calvin resultó malherido. —Dixie se quedó mirándome—. Está en la 214.

Después de recibir su aprobación, Jason y yo subimos por las escaleras. Los gemelos no dejaron de observarnos en ningún momento. Pasamos por delante de la auxiliar clínica que estaba de guardia en el mostrador de recepción. La pobre mujer me dejó preocupada: con el pelo blanco, gafas de gruesos cristales, una cara dulce llena de arrugas por todos lados. Confié en que durante su turno de guardia no pasase nada que alterase su visión del mundo.

Averiguar en qué habitación estaba instalado Calvin resultaba muy sencillo. Fuera, apoyado en la pared, había un hombre musculoso y fornido al que no había visto nunca. Era un hombre lobo. Según dice la tradición de los seres de dos naturalezas, los hombres lobo son buenos guardaespaldas porque son despiadados y tenaces. Por lo que yo he visto, sin embargo, su imagen de malos chicos no es más que eso: imagen. Aunque es verdad que, como norma, son los elementos más duros de la comunidad de seres de dos naturalezas. No se encuentran muchos hombres lobo que sean médicos, por ejemplo, aunque sí se ven muchos en el sector de la construcción. También los trabajos relacionados con el mundo de las motos están dominados por ellos. Hay bandas que hacen algo más que dedicarse a beber cerveza durante las noches de luna llena.

Ver allí a un hombre lobo me llenó de inquietud. Me sorprendió que las panteras de Hotshot hubiesen contratado a un extraño.

—Ese es Dawson. Es propietario de un pequeño taller de reparaciones que hay entre Hotshot y Grainger —murmuró Jason.

Dawson se puso en estado de alerta en cuanto aparecimos por el pasillo.

—Jason Stackhouse —dijo, en cuanto identificó a mi hermano pasado un momento. Dawson iba vestido con camisa y pantalones vaqueros, y sus bíceps casi reventaban el tejido. Sus botas de cuero negro habían vivido muchas batallas.

—Venimos a ver qué tal le va a Calvin —dijo Jason—. Te presento a mi hermana, Sookie.

—Encantado —rugió Dawson. Me miró fijamente, lentamente, pero con una mirada que no tenía nada de lasciva. Me alegré de haber dejado el bolso dentro del coche. Estaba segura de que me lo habría registrado—. ¿Puede quitarse esa chaqueta y darse la vuelta?

No me lo tomé como una ofensa; Dawson estaba haciendo su trabajo. Yo tampoco quería que Calvin fuese atacado de nuevo. Me quité el impermeable, se lo di a Jason y giré sobre mí misma. Una enfermera que acababa de salir de la habitación con un carrito, observó todo el proceso con evidente curiosidad. Sujeté entonces yo la chaqueta de Jason, y él dio también la vuelta en redondo. Satisfecho, Dawson llamó a la puerta. Aunque yo no oí ninguna respuesta, debió de haberla, pues Dawson abrió la puerta y dijo:

—Los Stackhouse.

Se oyó un susurro en el interior de la habitación. Dawson movió la cabeza afirmativamente.

—Señorita Stackhouse, puede pasar —dijo. Jason se dispuso a seguirme, pero Dawson interrumpió el avance con su fornido brazo—. Sólo tu hermana —dijo.

Jason y yo nos pusimos a protestar simultáneamente, pero Jason acabó encogiéndose de hombros.

—Adelante, Sook —dijo. Evidentemente, era imposible hacer cambiar de opinión a Dawson y tampoco tenía sentido disgustar a un herido llevándole la contraria por tan poca cosa. Abrí la puerta.

Calvin estaba solo, aunque en la habitación había otra cama. El líder de los panteras tenía un aspecto horrible. Estaba pálido y ojeroso. Llevaba el pelo sucio, aunque, por encima de su barba recortada, se veían las mejillas bien afeitadas. Iba vestido con un camisón del hospital y estaba conectado a un montón de cosas.

—Lo siento mucho —dije. Me quedé horrorizada. Comprendí enseguida que, de no ser por la doble naturaleza de Calvin, el disparo le habría matado al instante. Quienquiera que hubiera disparado contra él, deseaba su muerte.

Calvin volvió la cabeza hacia mí, despacio y con mucho esfuerzo.

—No es tan terrible como parece —dijo secamente y con un hilo de voz—. Mañana empezarán a quitarme alguna de estas cosas.

—¿Dónde te dieron? —pregunté.

Calvin movió una mano para tocarse la parte superior izquierda del pecho. Sus ojos marrón dorado captaron mi mirada. Me acerqué más a él y posé mi mano sobre la suya.

—Lo siento mucho —volví a decir. Sus dedos se entrelazaron con los míos hasta darme la mano.

—Ha habido más —dijo en un murmullo.

—Sí.

—Tu jefe.

Asentí.

—Esa pobre chica.

Asentí de nuevo.

—Hay que detener a quienquiera que esté haciendo esto.

—Sí.

—Tiene que ser alguien que odie a los cambiantes. La policía nunca conseguirá descubrir quién está detrás de esto. No podemos decirles lo que tienen que buscar.

Ese era el problema de mantener en secreto su naturaleza.

—Les resultará complicado encontrar al autor —admití—. Pero a lo mejor lo consiguen.

—Entre mi gente hay quien se pregunta si el atacante podría ser también un cambiante —dijo Calvin. Me apretó la mano con fuerza—. Alguien que no naciera con esa condición. Alguien que haya sido mordido.

Tardé un segundo en comprenderlo. Soy una idiota rematada.

—Oh, no, Calvin, no, no —dije, trabándome al hablar—. Oh, Calvin, por favor, no permitas que persigan a Jason. Es todo lo que tengo en esta vida, por favor. —Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas como si acabara de abrirse un grifo—. Me ha contado lo mucho que le gustó ser uno de los vuestros, aun sin poder ser un hombre pantera de nacimiento. Es demasiado novato, aún no ha tenido tiempo de averiguar quién más posee vuestras dos naturalezas. Me imagino que ni siquiera se había dado cuenta de que Sam y Heather eran…

—Nadie la tomará con él hasta que conozcamos la verdad —dijo Calvin—. Aunque esté postrado en esta cama, sigo siendo el líder. —Pero yo sabía que había tenido que combatir contra ello, y sabía también (porque lo escuchaba directamente del cerebro de Calvin) que algunas de las panteras seguían mostrándose a favor de ejecutar a Jason. Calvin no podía impedirlo. Se enfadaría después, pero si Jason moría, sería un hecho sin apenas importancia. Los dedos de Calvin se despegaron de los míos y levantó la mano con gran esfuerzo para secarme las lágrimas que rodaban por mis mejillas—. Eres una mujer muy dulce —añadió—. Me gustaría que pudieras amarme.

—También me gustaría a mí —dije.

Muchos de mis problemas se solucionarían si amara a Calvin Norris. Me trasladaría a vivir a Hotshot, me convertiría en miembro de aquella pequeña y secreta comunidad. Tendría que asegurarme de permanecer encerrada en casa dos o tres noches al mes pero, por lo demás, estaría segura. No sólo Calvin me defendería hasta la muerte, sino también todos los demás miembros del clan de Hotshot.

Pero pensar en aquello me producía escalofríos. Los campos asolados por el viento, el viejo cruce de caminos en torno al cual se agrupaban las casitas… No me veía capaz de vivir en aislamiento perpetuo del resto del mundo. Mi abuela me habría animado a aceptar la oferta de Calvin. Era un hombre serio, era jefe de turno en Norcross, un puesto de trabajo que le aportaba muy buenos beneficios extra salariales. Hay quien ahora se ríe de eso, pero ya veremos cuando le toque pagar de su bolsillo su seguro médico y su pensión; a ver quién se ríe entonces.

Se me ocurrió que Calvin se encontraba en una posición perfecta para forzarme a aceptar su propuesta —la vida de Jason a cambio de mi compañía— y que no se había aprovechado de ello.

Me incliné y le di un beso en la mejilla.

—Rezaré por tu recuperación —dije—. Gracias por darle una oportunidad a Jason. —A lo mejor la nobleza de Calvin se debía en parte al hecho de que no estaba en forma para aprovecharse de mí, pero era nobleza, al fin y al cabo, y lo valoré mucho—. Eres un buen hombre —dije, y le acaricié la cara. Su acicalada barba era suave al tacto.

Se despidió de mí mirándome fijamente.

—Vigila a ese hermano tuyo, Sookie —dijo—. Ah, y dile a Dawson que no quiero más compañía por esta noche.

—No me creerá —dije.

Calvin consiguió esbozar una sonrisa.

—No sería un buen guardaespaldas de hacerlo.

Le transmití el mensaje al hombre lobo. Pero, en cuanto Jason y yo empezamos a bajar por la escalera, me di cuenta de que Dawson entraba en la habitación para que Calvin le confirmara lo que yo acababa de decirle.

Pasé un par de minutos de debate interior y finalmente decidí que era mejor que Jason supiera a lo que se enfrentaba. En la camioneta, de vuelta a casa, le expliqué a mi hermano la conversación que había mantenido con Calvin.

Se quedó horrorizado al enterarse de que sus nuevos colegas en el universo de los hombres pantera lo creyeran capaz de tal cosa.

—No puedo decir que no hubiera resultado tentador de haberlo pensado antes de transformarme por primera vez —dijo Jason, conduciendo el coche bajo la lluvia de regreso a Bon Temps—. En aquel momento estaba cabreado. No sólo cabreado, sino también furioso. Pero ahora que ya me he transformado, lo veo todo distinto. —Continuó hablando mientras mis pensamientos daban vueltas en círculo, intentando encontrar la manera de salir de aquel lío.

El asunto de los disparos tenía que resolverse antes de la próxima luna llena. De no ser así, aquella gente despedazaría a Jason en cuanto se transformasen. Mejor sería que, una vez transformado, él se limitase a dar vueltas por los bosques de alrededor de su casa o a cazar por las cercanías de la mía… Cualquier cosa excepto ir a Hotshot, donde no estaría a salvo. Aunque también cabía la posibilidad de que fueran a buscarlo. Yo no podría defenderlo contra todos ellos.

El francotirador tenía que estar detenido antes de la próxima luna llena.

Aquella noche, mientras lavaba los platos, pensé en lo extraño que era que la comunidad de hombres pantera acusara a Jason de ser un asesino, cuando quien en realidad había matado a una cambiante era yo. Había estado pensando en la reunión que tenía con los detectives privados a la mañana siguiente. Y, casi por costumbre, había inspeccionado una vez más la cocina en busca de indicios de la muerte de Debbie Pelt. Por lo que había visto en Discovery Channel y en Learning Channel, sabía que no había manera de erradicar por completo los rastros de sangre y tejido que habían salpicado toda la cocina pero, aun así, yo seguía fregando y limpiando una y otra vez. Tenía que asegurarme de que ninguna mirada fortuita —y, de hecho, ninguna inspección detallada a simple vista— pudiera revelar la presencia de algo extraño en aquella estancia.

En su día hice lo único que podía hacer, a menos que hubiese preferido quedarme allí inmóvil a la espera de ser asesinada. ¿Sería eso a lo que se referiría Jesucristo con lo de poner la otra mejilla? Esperaba que no, porque mi instinto me había llevado a defenderme, y el medio que en aquel momento tenía al alcance para hacerlo resultó ser un rifle.

Naturalmente, debería haber informado enseguida de lo sucedido. Pero la herida de Eric ya se había curado, la herida provocada por el disparo que Debbie había dirigido hacia mí. Así que, exceptuando el testimonio de un vampiro y el mío propio, no había pruebas de que ella hubiese disparado primero, y el cadáver de Debbie habría sido un testimonio elocuente de nuestra culpabilidad. Mi primer instinto había sido ocultar que hubiera estado en mi casa. Eric no me había dado otro consejo, un consejo que también podría haber cambiado las cosas.

No, no quería echarle la culpa a Eric de la complicada situación en la que me encontraba. Cuando todo sucedió, Eric no era él. Era culpa mía no haberme sentado a reflexionar detalladamente sobre la situación. En la mano de Debbie tenía que haber indicios de su disparo. Debbie había disparado. En el suelo tenía que haber residuos de la sangre seca de Eric. Ella había entrado en mi casa por la puerta principal, y la puerta, en su momento, mostraba claros signos de aquella entrada ilegal. Su coche estaba escondido en el otro lado de la carretera, y en su interior sólo habría huellas de ella.

Me inundó una sensación de pánico, pero la superé.

Tenía que acostumbrarme a vivir con aquello.

Sin embargo, me daba lástima la sensación de incertidumbre en que vivía su familia. Yo les debía la verdad… pero no podía dársela.

Escurrí la bayeta y la dejé en el espacio que divide los dos fregaderos. Había puesto mi culpabilidad en el sitio que le correspondía. ¡Eso estaba mucho mejor! No. Enfadada conmigo misma, salí de la cocina, fui a la sala de estar y encendí la tele: otro error. Un reportaje sobre el funeral de Heather; un grupo de reporteros de Shreveport se había trasladado hasta aquí para cubrir la noticia del modesto funeral. ¡Qué revuelo habría en los medios de comunicación si se conociese el motivo por el que el francotirador seleccionaba a sus víctimas! El locutor, un afroamericano solemne, explicaba que la policía del condado de Renard había descubierto otros ataques aleatorios con arma de fuego en pequeñas ciudades de Tennessee y Misisipi. Me quedé perpleja. ¿Un asesino en serie? ¿Aquí?

Sonó entonces el teléfono.

—Diga —respondí, sin esperarme nada bueno.

—Hola, Sookie, soy Alcide.

Sonreí sin quererlo. Alcide Herveaux, que trabajaba en Shreveport con su padre en un negocio de peritajes para construcciones, era una de mis personas favoritas. Era hombre lobo, sexy y trabajador a la vez, y me gustaba mucho. Había sido en su día, además, el prometido de Debbie Pelt. Pero Alcide había abjurado de ella antes de que Debbie desapareciera, un rito que la convertía en un ser invisible e inaudible para él…; no en el sentido literal, sino en el práctico.

—Estoy en el Merlotte's, Sookie. Creía que estarías trabajando esta noche, y por eso me he pasado. ¿Puedo pasarme por tu casa? Tengo que hablar contigo.

—¿Sabes que corres peligro viniendo a Bon Temps?

—No. ¿Por qué?

—Por lo del francotirador. —Oía de fondo los típicos sonidos del bar. La risa de Arlene era inconfundible. Estaba segura de que el nuevo camarero los tenía a todos fascinados.

—Y ¿por qué tendría que preocuparme por eso? —Comprendí que Alcide no le había dado muchas vueltas a la noticia.

—¿Sabías que todos los que han resultado atacados eran seres de dos naturalezas? —dije—. Y acaban de explicar en las noticias que por todo el sur se han producido ataques similares. Disparos aleatorios en ciudades pequeñas. Con balas iguales a la que se recuperó del cuerpo de Heather Kinman. Y te apuesto lo que quieras a que todas las demás víctimas eran también cambiantes.

Se produjo un silencio pensativo en el otro extremo de la línea, si es que el silencio puede caracterizarse de algún modo.

—No lo sabía —dijo Alcide. Su grave voz sonaba aún más profunda de lo habitual.

—Ah, y…, ¿has estado ya con los detectives privados?

—¿Qué? ¿De qué me hablas?

—Si nos ven hablando, la familia de Debbie sospechará.

—¿Qué la familia de Debbie ha contratado detectives privados para localizarla?

—Eso es lo que intento decirte.

—Oye, voy enseguida a tu casa. —Y colgó el teléfono.

No sabía por qué demonios los detectives podrían estar vigilando mi casa, o desde dónde podrían estar haciéndolo, pero si veían al antiguo prometido de Debbie llegando a mi casa, atarían cabos fácilmente y obtendrían una imagen del asunto completamente errónea. Pensarían que Alcide mató a Debbie para poder estar conmigo, y no podrían estar más equivocados. Confiaba en que Jack Leeds y Lilly Bard Leeds estuvieran profundamente dormidos y no rondando por el bosque con un par de prismáticos.

Alcide me abrazó al llegar. Lo hacía siempre. Una vez más me sentí abrumada por su tamaño, su masculinidad, por aquel olor tan familiar. Y a pesar de la luz de alarma que se encendió en mi cabeza, le devolví el abrazo.

Nos sentamos en el sofá, y nos pusimos de costado para vernos mejor. Alcide iba vestido con ropa de trabajo, un conjunto que con este tiempo consistía en una camisa de franela abierta sobre una camiseta, pantalones vaqueros y calcetines gruesos debajo de sus botas. En su mata de pelo negro, un pelo que empezaba a verse algo hirsuto, se notaba la marca del casco.

—Cuéntame lo de los detectives —pidió, y le describí a la pareja y le conté lo que me habían dicho—. La familia de Debbie no me comentó nada al respecto —dijo Alcide. Se paró un momento a reflexionar la situación. Pude seguir sus pensamientos—. Eso significa que están seguros de que fui yo quien la hizo desaparecer.

—A lo mejor no. A lo mejor sólo piensan que estás muy afligido y por eso no te lo comentaron.

—Afligido. —Alcide reflexionó un rato sobre aquello—. No. Agoté todas mis… —Hizo una pausa para encontrar las palabras adecuadas—. Agoté todas mis energías en ella —dijo por fin—. Estaba ciego, incluso a veces pienso que utilizó algún tipo de magia para atraerme. Su madre es maga y medio cambiante. Su padre es un cambiante de pura sangre.

—¿Lo crees posible? ¿Magia? —No pretendía cuestionar que la magia existiera, sino que Debbie la hubiera utilizado.

—¿Por qué si no aguanté tanto tiempo con ella? Desde que desapareció es como si me hubiesen quitado la venda de los ojos. Siempre estaba dispuesto a perdonarla, incluso cuando te encerró en aquel maletero.

Debbie había aprovechado la oportunidad que se le había presentado para encerrarme en el maletero de un coche con mi novio vampiro, Bill, que llevaba días sin consumir sangre. Y se había ido y me había dejado en el maletero con él a punto de despertarse.

Bajé la vista para tratar de alejar de mí aquel recuerdo de desesperación, aquel dolor.

—Permitió que te violaran —dijo con voz ronca Alcide.

Que expresara aquello, de esa manera, me sorprendió.

—Bill no sabía que era yo —dije—. Llevaba días y días sin comer, y todos sus impulsos están muy relacionados. Se detuvo, ¿lo sabías? Se detuvo en cuanto se dio cuenta de que era yo. —No podía decírmelo así, no podía pronunciar aquella palabra. Sabía sin lugar a dudas que, de estar en sus cabales, Bill habría devorado antes su propia mano que hacerme eso a mí. En aquel momento, él era la única pareja sexual que yo había tenido en mi vida. Mis sentimientos respecto a aquel incidente eran tan confusos que ni siquiera soportaba recordarlos. Cuando anteriormente había pensado en una violación, cuando otras chicas me habían explicado sus experiencias o cuando se lo había leído en su mente, nunca había experimentado la ambigüedad que sentía con respecto al breve y terrible momento que pasé en el interior del maletero de aquel coche.

—Hizo algo que tú no querías que hiciera —dijo simplemente Alcide.

—No estaba en sus cabales —le repliqué.

—Pero lo hizo.

—Sí, lo hizo, y yo estaba tremendamente asustada. —Me empezó a temblar la voz—. Pero entonces recuperó el sentido y se detuvo, y yo me sentí bien y él lo lamentó muchísimo y de verdad. Desde entonces, jamás ha vuelto a ponerme la mano encima, jamás ha vuelto a pedirme si podíamos mantener relaciones, jamás… —Mi voz se fue apagando. Bajé la vista—. Sí, Debbie fue la responsable de que eso sucediera. —No sé por qué, pero decir aquello en voz alta me hizo sentir mejor—. Sabía lo que podía pasar, o, cuando menos, no le importaba lo que pudiera pasar.

—E incluso entonces —dijo Alcide, regresando al origen de todo—, ella volvió a mí y yo traté de racionalizar su comportamiento. Me cuesta creer que actuara así de no estar bajo algún tipo de influencia mágica.

No quería que Alcide se sintiera aún más culpable. Bastaba con la carga de culpabilidad que yo tenía que soportar.

—Oye, eso ya pasó.

—Parece que lo dices con seguridad.

Miré a Alcide a los ojos. Tenía entrecerrados sus ojos verdes.

—¿Crees que existe alguna posibilidad de que Debbie esté viva? —le pregunté.

—Su familia… —Alcide se interrumpió—. No, no lo creo.

No podía quitarme de encima a Debbie Pelt, ni viva ni muerta.

—Y ¿por qué tenías que hablar conmigo? —le pregunté—. Por teléfono me dijiste que querías contarme algo.

—El coronel Flood falleció ayer.

—Oh, lo siento mucho. ¿Qué pasó?

—Iba en coche a comprar cuando otro vehículo impactó con él por el costado.

—Es terrible. ¿Iba con alguien?

—No, iba solo. Sus hijos vendrán a Shreveport al funeral, naturalmente. Me preguntaba si querrías acompañarme.

—Claro que sí. ¿No es un servicio privado?

—No. Conocía a mucha gente destinada en la base aérea, era el jefe del grupo de vigilancia de su barrio y tesorero de su iglesia. Además, claro, de ser el jefe de nuestra manada.

—Muchas cosas. Mucha responsabilidad —dije.

—Es mañana a la una. ¿Qué horario de trabajo tienes?

—Si puedo cambiar el turno con alguna compañera, podría ir siempre que esté de regreso aquí a las cuatro y media, para cambiarme e ir a trabajar.

—Ningún problema.

—¿Quién será ahora el jefe de la manada?

—No lo sé —dijo Alcide, aunque su voz no sonó tan neutral como cabía esperar.

—¿Quieres tú el puesto?

—No. —Me pareció verlo algo dubitativo e intuí que en su cabeza reinaba el conflicto—. Pero mi padre sí lo quiere. —No había terminado. Me quedé esperando—. Los funerales de los hombres lobo son bastante ceremoniosos —prosiguió, y me di cuenta de que intentaba añadir alguna cosa más. Aunque no estaba segura de qué.

—Suéltalo. —Ser directo siempre es bueno, por lo que a mí refiere.

—Si piensas que puedes arreglarte bien para asistir, hazlo —dijo—. Sé que el resto de los cambiantes piensa que a los lobos sólo nos va el cuero y las cadenas, pero no es verdad. Para asistir a los funerales nos vestimos decentemente. —Quería tal vez darme más pistas sobre cómo vestirme, pero se detuvo ahí. Veía los pensamientos acumulándose detrás de sus ojos, ansiosos por salir.

—A las mujeres nos gusta saber cómo debemos arreglarnos —dije—. Gracias. No llevaré pantalones.

Movió la cabeza.

—Sé que puedes leer mis pensamientos, pero siempre me pillas desprevenido. —Escuché en su cabeza que estaba desconcertado—. Te recogeré a las once y media —añadió.

—Déjame mirar primero si puedo cambiar el turno.

Llamé a Holly y me dijo que me cambiaría el turno sin problema.

—Puedo ir en coche y nos vemos allí.

—No —dijo Alcide—. Vendré a buscarte y te devolveré a casa.

De acuerdo, si quería tomarse la molestia de venir a buscarme, no le diría que no. Así le ahorraría kilómetros a mi coche. Mi viejo Nova empezaba a no ser de mucho fiar.

—De acuerdo. Estaré lista a esa hora.

—Mejor que me vaya ya —dijo. Se hizo el silencio. Sabía que Alcide estaba pensando en besarme. Se inclinó y me besó levemente en los labios. Y, con aquellos escasos centímetros de por medio, nos quedamos mirándonos.

—Bueno, creo que yo tengo cosas que hacer y tú tienes que regresar a Shreveport. Estaré lista mañana a las once y media.

Cuando Alcide se hubo marchado, cogí el libro que había pedido prestado en la biblioteca, el último de Carolyn Haines, e intenté olvidar mis preocupaciones. Pero, por una vez, el libro no me ayudó a conseguirlo. Lo intenté con un baño caliente, y aproveché para depilarme las piernas hasta que quedaron suaves y perfectas. Me pinté las uñas de los pies y de las manos con un tono rosa intenso y después me arreglé las cejas. Al final conseguí relajarme y, cuando me acosté, me di cuenta de que había conseguido aquella sensación de paz gracias a los mimos que me había regalado. Caí dormida tan pronto, que ni siquiera terminé mis oraciones.