4

El viaje de regreso a Bon Temps fue agradable. Los vampiros no huelen como los humanos ni actúan como nosotros, pero son relajantes para mi cerebro. Estar con uno de ellos es una situación casi tan libre de tensiones como estar sola, excepto, naturalmente, por la posibilidad de que te chupen la sangre.

Charles Twining me formuló unas cuantas preguntas sobre el trabajo para el que había sido contratado y sobre el bar. Mi conducción le inquietaba, aunque posiblemente esta actitud era debida al simple hecho de ir en coche. Muchos vampiros anteriores a la Revolución Industrial odian los medios de transporte modernos. El parche le cubría el ojo izquierdo, el de mi lado, lo que me proporcionaba la curiosa sensación de ser invisible.

Lo había acompañado al hostal para vampiros donde se hospedaba para que recogiera su equipaje. Salió de allí con una bolsa de deporte lo bastante grande como para meter en ella ropa para tres días. Acababa de trasladarse a Shreveport, me explicó, y aún no había tenido tiempo de decidir dónde se instalaría.

Cuando llevábamos ya unos cuarenta minutos de camino, el vampiro me preguntó:

—¿Y tú, señorita Sookie? ¿Vives con tus padres?

—No, murieron cuando yo tenía siete años —contesté. Por el rabillo del ojo capté un gesto con la mano que me invitaba a continuar—. Un día, en primavera, no paró de llover en toda la noche y mi padre intentó cruzar un puente. Fueron arrastrados por las aguas.

Miré de reojo hacia mi derecha y vi que Charles hacía un gesto de asentimiento. La gente moría, a veces de forma repentina e inesperada, y en ocasiones incluso por tonterías. Un vampiro sabía eso mejor que nadie.

—Mi hermano y yo nos criamos con mi abuela —continué—. Ella murió el año pasado. Mi hermano vive ahora en casa de mis padres y yo vivo en casa de mi abuela.

—Es una suerte tener un lugar donde vivir —comentó Charles.

De perfil, su nariz ganchuda era una miniatura elegante. Me pregunté si le importaría que la raza humana hubiera cambiado mientras él seguía siendo el mismo.

—Oh, sí —concedí—. Soy muy afortunada. Tengo trabajo, tengo a mi hermano, tengo una casa, tengo amigos. Y estoy sana.

Se volvió para verme bien, pero yo estaba en aquel momento adelantando a una maltrecha camioneta Ford y no pude devolverle la mirada.

—Resulta interesante. Discúlpame, pero por lo que dijo Pam entendí que sufrías algún tipo de minusvalía.

—Oh, bueno, sí.

—Y… ¿qué podría ser? Se te ve muy… robusta.

—Tengo poderes telepáticos.

Reflexionó sobre lo que acababa de decirle.

—Y eso significa…

—Que puedo leer la mente humana.

—Pero no la de los vampiros.

—No, no la de los vampiros.

—Muy bien.

—Sí, eso creo yo. —Si pudiera leer la mente de los vampiros, estaría ya muerta. Los vampiros valoran mucho su intimidad.

—¿Conociste a Chow? —preguntó.

—Sí. —Ahora me tocaba a mí ponerme tensa.

—¿Y a Sombra Larga?

—Sí.

—Como nuevo camarero de barra de Fangtasia, tengo mucho interés por cómo fue su muerte.

Comprensible, pero no tenía ni idea de cómo responder.

—Lo entiendo —dije con cautela.

—¿Estabas presente cuando Chow volvió a morir? —Así era como algunos vampiros se referían a su muerte definitiva.

—Hummm…, sí.

—Y ¿cuándo volvió a morir Sombra Larga?

—Bueno…, pues sí.

—Me interesaría conocer tu opinión.

—Chow murió en lo que dicen fue una «Guerra de Brujos». Sombra Larga estaba intentando matarme cuando Eric le clavó una estaca porque había estado estafándole.

—¿Estás segura de que ése fue el motivo por el que Eric le clavó la estaca? ¿Por qué le estafaba?

—Yo estaba presente. Claro que lo sé. Se acabó hablar del tema.

—Me imagino que tu vida habrá sido complicada —dijo Charles después de una pausa.

—Sí.

—¿Dónde pasaré las horas de sol?

—Mi jefe tiene un lugar para ti.

—¿Hay muchos problemas en ese bar?

—No los había hasta hace poco —respondí, con algo de duda.

—¿Y su gorila habitual no es capaz de tratar con los cambiantes?

—Nuestro gorila habitual es el propietario, Sam Merlotte. Y es un cambiante. En estos momentos, es un cambiante con una pierna rota. Recibió un disparo. Y no es el único.

El vampiro no pareció sorprenderse.

—¿Cuántos han sido?

—Tres que yo sepa. Un hombre pantera llamado Calvin Norris, que no resultó mortalmente herido, y otra cambiante llamada Heather Kinman, que falleció. Recibió el disparo mientras estaba en el Sonic. ¿Sabes lo que es el Sonic? —Los vampiros, al no comer, no siempre prestan atención a los restaurantes de comida rápida. (Y a vosotros, por cierto, ¿cuántos bancos de sangre os vendrían ahora a la cabeza?).

Charles asintió, agitando su cabello castaño y rizado sobre sus hombros.

—¿Ese lugar donde comes en el coche?

—Sí, eso es —dije—. Heather había estado en el coche de una amiga, charlando, y salió para dirigirse al suyo, que estaba aparcado muy cerca. El disparo vino del otro lado de la calle. Llevaba un batido en la mano. —El helado de chocolate se había fundido con la sangre sobre la calzada. Lo había leído en la mente de Andy Bellefleur—. Era ya de noche, y todos los establecimientos del otro lado de la calle llevaban horas cerrados. Y quienquiera que le disparara, consiguió huir.

—¿Los tres ataques fueron por la noche?

—Sí.

—Me pregunto si eso tendrá alguna importancia.

—Podría ser; pero quizá es simplemente porque de noche es más fácil esconderse.

Charles asintió.

—Desde que Sam resultó herido, los cambiantes están muy inquietos, pues resulta difícil de creer que los tres ataques hayan sido pura coincidencia. Y los humanos están preocupados porque, bajo su punto de vista, esa gente fue atacada de forma aleatoria, era gente que no tenía nada en común y con pocos enemigos. Y como todo el mundo está tenso, se producen más peleas en el bar.

—Nunca he trabajado como gorila —dijo Charles, para continuar con la conversación—. Fui el hijo menor de un noble poco importante, de modo que tuve que buscarme la vida, y he hecho de todo. Ya había trabajado como camarero, y hace muchos años fui anunciante callejero de un prostíbulo. Yo me quedaba en la puerta, pregonaba, las bondades de la mercadería —una frase curiosa, ¿verdad?— y echaba a los hombres que se propasaban con las rameras. Me imagino que es más o menos parecido a ser un gorila.

Me quedé sin habla ante esta confidencia inesperada.

—Por supuesto, eso fue después de que perdiera el ojo, pero antes de convertirme en vampiro —dijo Charles.

—Por supuesto —repetí débilmente.

—El ojo lo perdí cuando era pirata —continuó. Sonreía. Lo verifiqué mirándolo de reojo.

—Y ¿con qué… pirateabas? —No sabía muy bien si aquello era o no un verbo, pero él me entendió enseguida.

—Oh, intentábamos pillar a cualquiera que estuviera desprevenido —dijo alegremente—. De vez en cuando vivía en la costa norteamericana, cerca de Nueva Orleans, donde asaltábamos pequeños cargueros. Navegaba a bordo de un barquito minúsculo, de modo que no podíamos abordar barcos grandes o bien defendidos. Pero cuando tropezábamos con algún navío de nuestro tamaño, ¡aquello sí que eran batallas!

Suspiró, recordando la felicidad de pelear con capa y espada, me imagino.

—Y ¿qué pasó? —pregunté educadamente, queriendo decir con ello que me gustaría saber cómo se alejó de aquella maravillosa vida de sangre caliente, de rapiña y carnicería, para decantarse por la versión vampírica de lo mismo.

—Una noche, abordamos un galeón que no llevaba a bordo ningún ser vivo —contestó. Me di cuenta de que cerraba las manos hasta formar dos puños. Su voz me produjo un escalofrío—. Habíamos navegado hasta las Tortugas. Anochecía. Fui el primer hombre que bajó a la bodega. Pero lo que había en la bodega me agarró a mí primero.

Después de aquel breve relato, guardamos silencio por mutuo consentimiento.

Sam estaba tendido en el sofá de la sala de estar de su tráiler. Había hecho instalar su casa prefabricada de tal modo que quedaba formando ángulo recto con la parte trasera del bar. De este modo, cuando abría la puerta veía el aparcamiento, que siempre era mejor que ver la pared trasera del bar, con aquel enorme cubo de basura situado entre la puerta de la cocina y la entrada de empleados.

—Bueno, veo que ya estáis aquí —dijo Sam, algo malhumorado. Era de los que nunca pueden parar quietos. Y la inactividad obligada por la pierna escayolada le ponía nervioso. ¿Qué haría cuando llegara la siguiente luna llena? ¿Estaría su pierna ya curada y podría transformarse sin problemas? Y, si se transformaba, ¿qué pasaría con la escayola? Había conocido a otros cambiantes lesionados, pero nunca había estado presente durante su recuperación, por lo que aquello era un terreno completamente nuevo para mí—. Empezaba a pensar que os habíais perdido por el camino de vuelta. —La voz de Sam me devolvió al aquí y ahora. Tenía un matiz distinto.

—Caramba, gracias, Sookie, veo que has regresado con un gorila —dije—. Siento que hayas tenido que pasar por la humillante experiencia de pedirle un favor a Eric en mi nombre. —En aquel momento, no me importaba que fuera mi jefe.

Sam parecía incómodo.

—Veo que Eric acabó accediendo —dijo. Saludó al pirata con un ademán de cabeza.

—Charles Twining, a su servicio —dijo el vampiro.

Sam abrió los ojos de par en par.

—Muy bien. Soy Sam Merlotte, propietario del bar. Te agradezco mucho que hayas venido a ayudarnos.

—Me ordenaron hacerlo —replicó fríamente el vampiro.

—De modo que cerraste un trato de pensión completa a cambio de un favor —me dijo Sam—. Le debo un favor a Eric. —Por su tono, cualquiera diría que hablaba de mala gana.

—Sí. —Estaba enfadada—. Me enviaste a hacer un trato. ¡Verifiqué los términos contigo! Y ése es el trato que he hecho. Le has pedido un favor a Eric, y ahora le debes tú un favor a él. Por mucho que te comas la cabeza, todo se resume en eso.

Sam asintió, aunque no se le veía feliz.

—Además, he cambiado de idea. Pienso que el señor Twining debería instalarse en tu casa.

—Y ¿por qué se te ha ocurrido eso?

—El armario está hecho un lío. Y tú tienes un lugar oscuro para vampiros, ¿verdad?

—No me has preguntado antes si me parecía bien.

—¿Te niegas a hacerlo?

—¡Sí! ¡Mi casa no es un hotel para vampiros!

—Pero tú trabajas para mí, y él trabaja para mí…

—Ya. ¿Se lo pedirías a Arlene o a Holly?

Sam puso aún más cara de asombro.

—Bueno, no… Pero no lo haría porque… —Se interrumpió.

—No se te ocurre cómo terminar la frase, ¿verdad? —le espeté—. De acuerdo, colega, me largo. He pasado la noche poniéndome en una situación embarazosa por tu culpa. Y ¿qué consigo a cambio? ¡Qué ni siquiera me des las gracias!

Salí de la casa prefabricada. No di un portazo porque no quería parecer una chiquilla. Los portazos no son de persona adulta. Ni lloriquear. De acuerdo, quizá salir así tampoco lo sea. Pero se trataba de elegir entre realizar una salida verbalmente enfática o darle un bofetón a Sam. Normalmente, él era una de mis personas favoritas en este mundo, pero aquella noche…, no.

Durante los tres días siguientes me tocaba trabajar en el primer turno…, aunque, la verdad, no estaba muy segura de si seguiría conservando mi puesto. Cuando a las once de la mañana siguiente, cubierta con mi feo pero útil impermeable, entré corriendo en el Merlotte's por la puerta de empleados, llovía a cántaros y estaba casi segura de que Sam me diría que recogiese mi último cheque y volviera a salir por la puerta. Pero él no estaba. Durante un instante me sentí algo así como decepcionada. A lo mejor me apetecía una nueva pelea, aunque me resultaba extraño.

Terry Bellefleur estaba de nuevo defendiendo el puesto de Sam, y tenía un mal día. No era buena idea formularle preguntas, ni siquiera hablar con él más allá de la necesidad de irle pasando los pedidos.

Me había dado cuenta de que Terry odiaba especialmente el tiempo lluvioso, y que tampoco le gustaba el sheriff Bud Dearborn. Desconocía los motivos de sus prejuicios en ambos sentidos. Y aquel día, por un lado, la lluvia aporreaba con fuerza las paredes y el tejado y, por otro, Bud Dearborn estaba sentado en la zona de fumadores echándoles un sermón a cinco de sus amigotes. Arlene captó mi mirada y abrió los ojos para ponerme sobre aviso.

Aunque Terry estaba pálido y sudando, se había bajado la cremallera de la chaqueta fina que solía llevar por encima de la camiseta del Merlotte's. Me di cuenta de que le temblaban las manos al servir una cerveza de barril. Y me pregunté si resistiría hasta que anocheciera.

Al menos no había muchos clientes, lo que era una ventaja si las cosas se ponían feas. Arlene se acercó a atender a una pareja casada que acababa de entrar, amigos suyos. Mi sección estaba casi vacía, con la excepción de mi hermano, Jason, y su amigo Hoyt.

Hoyt era amigo íntimo de Jason. De no ser los dos heterosexuales, les habría recomendado que se casasen, de lo bien que se complementaban el uno con el otro. A Hoyt le encantaban los chistes, y a Jason le gustaba contarlos. Hoyt nunca sabía cómo llenar su tiempo libre, y Jason siempre se traía algo entre manos. La madre de Hoyt era un poco agobiante, y Jason no tenía padres. Hoyt estaba firmemente anclado en el aquí y ahora y tenía un sentido férreo de lo que la comunidad podía tolerar y lo que no. Jason no lo tenía.

Pensé en el enorme secreto que Jason guardaba y me pregunté si habría sentido la tentación de compartirlo con Hoyt.

—¿Cómo estás, hermanita? —preguntó Jason. Levantó el vaso, indicando con ello que quería que volviese a llenárselo de Dr. Pepper. Jason no bebía alcohol hasta que terminaba su jornada laboral, un gran punto a su favor.

—Muy bien, hermanito. ¿Quieres alguna cosa más, Hoyt? —pregunté.

—Sí, Sookie, por favor. Un té helado —dijo Hoyt.

Regresé en un instante con las bebidas. Terry me miró cuando pasé detrás de la barra, pero no dijo nada. Sé ignorar una mirada.

—Sook, ¿me acompañarías al hospital de Grainger esta tarde cuando salgas de trabajar? —me preguntó Jason.

—Oh —dije—. Sí, claro que sí. —Calvin siempre se había portado muy bien conmigo.

—Esto es una locura —dijo Hoyt—. Sam, Calvin y Heather víctimas de disparos. ¿Qué opinas de eso, Sookie? —Hoyt me tenía por una especie de oráculo.

—No sé más que tú sobre el tema, Hoyt —le dije—. Pienso que debemos andarnos con cuidado. —Confié en que el significado de mis palabras no se le pasara por alto a mi hermano. Jason se encogió de hombros.

Cuando levanté la vista, vi a un desconocido a la espera de ser acomodado y me acerqué a él. Tenía el pelo oscuro, negro al estar mojado por la lluvia, recogido en una cola de caballo. Una cicatriz blanca le recorría la mejilla. Cuando se quitó la chaqueta, me di cuenta de que era un culturista.

—¿Fumador o no fumador? —le pregunté, con el menú ya en la mano.

—No fumador —respondió, y me siguió hasta una mesa. Colgó la chaqueta empapada en el respaldo de la silla y cogió el menú en cuanto se hubo sentado—. Mi esposa vendrá en unos minutos —dijo—. Hemos quedado aquí.

Dejé un menú más junto a la otra silla.

—¿Quiere pedir ahora o prefiere esperarla?

—Tráigame un té caliente —dijo—. Y esperaré a que llegue ella para pedir la comida. Un menú un poco limitado, ¿no? —Miró por encima de mi hombro a Arlene y luego volvió a mirarme. Empezaba a sentirme incómoda. Estaba claro que no había venido porque le atrajera nuestra comida.

—Es lo que podemos preparar —dije, tratando con todas mis fuerzas que mi voz sonora relajada—. Y lo que tenemos, está bueno.

Preparé el agua caliente y una bolsita de té y puse también un platito con un par de rodajas de limón. No había hadas que pudieran sentirse ofendidas.

—¿Es usted Sookie Stackhouse? —preguntó cuando le serví el té.

—Sí, soy yo. —Dejé el platillo con cuidado sobre la mesa, justo al lado de la taza—. ¿Por qué quiere saberlo? —Ya sabía por qué, pero siempre hay que preguntarlo primero.

—Soy Jack Leeds, detective privado —dijo. Dejó una tarjeta de visita en la mesa, de cara a mí para que pudiera leerla. Esperó un instante, como si normalmente obtuviera una reacción dramática ante ese anuncio—. Me ha contratado una familia de Jackson, Misisipi…, la familia Pelt —prosiguió, cuando vio que yo no tenía intención de hablar.

Se me cayó el alma a los pies antes de que el corazón se me pusiera a latir a un ritmo frenético. Aquel hombre creía que Debbie estaba muerta. Y pensaba que había bastantes posibilidades de que yo supiera alguna cosa al respecto.

Y tenía toda la razón.

Yo había matado a Debbie Pelt unas semanas atrás, en defensa propia. Eric había escondido su cuerpo. Él había recibido la bala que ella me había disparado a mí.

La desaparición de Debbie después de abandonar una «fiesta» en Shreveport, Luisiana (en realidad, una batalla a vida o muerte entre brujos, vampiros y hombres lobo) había sido una intriga que había durado nueve días. Había confiado en no oír hablar más sobre el tema.

—¿De modo que los Pelt no se sienten satisfechos con la investigación policial? —pregunté. Era una cuestión estúpida, elegida a boleo. Algo tenía que decir para romper el silencio.

—En realidad no hubo ninguna investigación —contestó Jack Leeds—. La policía de Jackson decidió que seguramente desapareció por voluntad propia. —Pero él no lo creía así.

Y entonces le cambió la cara; era como si alguien acabara de encender una luz detrás de sus ojos. Me volví para ver hacia dónde miraba, y vi a una mujer rubia de altura media que sacudía su paraguas en la puerta. Llevaba el pelo corto y era de piel clara, y cuando se volvió, vi que era muy guapa; o, como mínimo, lo habría sido de estar más animada.

Pero eso no era lo importante para Jack Leeds. Estaba mirando a la mujer a la que amaba, y cuando ella le vio, la misma luz apareció también en sus ojos. Cruzó la sala hasta llegar a su mesa con la elegancia de una bailarina y cuando se despojó de la chaqueta mojada, vi que sus brazos eran tan musculosos como los de él. No se besaron, pero Jack deslizó la mano sobre la de ella y se la apretó sólo brevemente. Después de acomodarse en su asiento y de pedir una Coca-Cola Light, pasó a fijarse en el menú. Empezó a pensar que la comida que servían en el Merlotte's era poco sana. Y tenía razón.

—¿Una ensalada? —preguntó Jack Leeds.

—Necesito algo caliente —respondió ella—. ¿Chili?

—De acuerdo. Dos de chili con carne —me dijo él—. Lily, te presento a Sookie Stackhouse. Señorita Stackhouse, le presento a Lily Bard Leeds.

—Hola —dijo—. Tenía intención de pasarme por su casa.

Tenía los ojos azul claro y una mirada que recordaba a un láser.

—Usted vio a Debbie Pelt la noche de su desaparición, ¿verdad? —Y mentalmente añadió: «Usted es aquella chica a la que ella tanto odiaba».

Desconocían la verdadera naturaleza de Debbie Pelt y me sentí aliviada al ver que los Pelt no habían podido encontrar a un investigador licántropo. De lo contrario, no habrían dejado a su hija en manos de detectives ordinarios. Cuanto más tiempo pudieran los seres de dos naturalezas mantener en secreto su existencia, mejor para ellos.

—Sí —respondí—. La vi aquella noche.

—¿Podemos venir a hablar con usted sobre el tema? ¿Cuándo acabe su turno?

—Cuando salga de trabajar tengo que ir a visitar a un amigo al hospital —dije.

—¿Está enfermo? —preguntó Jack Leeds.

—Le dispararon —contesté.

Su interés se aceleró.

—¿Fue alguien de por aquí? —preguntó la mujer rubia.

Entonces me di cuenta de que había una forma de que todo encajara.

—Fue un francotirador —dije—. Últimamente alguien ha estado disparando a la gente al azar en esta zona.

—¿Ha desaparecido alguno de ellos? —preguntó Jack Leeds.

—No —admití—. Todos permanecieron en el lugar donde fueron atacados. Naturalmente, todos los ataques tuvieron testigos. A lo mejor fue por eso. —De hecho, no había oído decir que hubiera testigos del atentado contra Calvin Norris, pero alguien llegó justo después y llamó al número de emergencias.

Lily Leeds me preguntó si podían hablar conmigo al día siguiente antes de ir a trabajar. Les expliqué cómo llegar a mi casa y les dije que vinieran a las diez. No creía que fuera muy buena idea hablar con ellos, pero no me quedaba otra alternativa. Si me negaba a hablar sobre Debbie, me convertiría automáticamente en sospechosa.

Me descubrí deseando poder llamar a Eric esta noche y contarle lo de Jack y Lily Leeds; las preocupaciones compartidas son medias preocupaciones. Pero Eric no se acordaba de nada. Ojalá pudiera olvidar yo también la muerte de Debbie. Resultaba terrible saber algo tan fuerte y tan horroroso y ser incapaz de compartirlo con nadie.

Conocía muchos secretos, pero casi ninguno de ellos era mío. Este sí lo era, y constituía una carga oscura y sangrienta.

Charles Twining tenía que relevar a Terry cuando oscureciera. Arlene trabajaba hasta tarde, pues Danielle tenía que asistir al recital de danza de su hermana, de modo que pude aliviar un poco mi mal humor comentando con ella los detalles del nuevo camarero-gorila. Se sentía intrigada. Nunca habíamos tenido a un inglés en el bar, y mucho menos a uno con un parche en el ojo.

—Dile a Charles que le mando recuerdos —dije mientras empezaba a ponerme el impermeable. Había estado chispeando durante un par de horas y ahora empezaba a llover de nuevo con fuerza.

Salí corriendo hacia el coche, casi cubriéndome la cara con la capucha. Y justo cuando ponía la llave en la puerta del conductor y la abría, oí una voz que me llamaba. Sam se apoyaba en sus muletas a la puerta de su casa prefabricada. Un par de años atrás, había añadido un pequeño porche a la estructura, gracias al cual ahora no se mojaba, aunque tampoco tenía ninguna necesidad de permanecer allí de pie. Cerré la puerta del coche, sorteé los charcos y en un par de segundos me planté delante de él, chorreando.

—Lo siento —dijo Sam.

Me quedé mirándolo fijamente.

—Eso espero —refunfuñé.

—Lo siento de verdad.

—De acuerdo, está bien. —Expresamente, no le pregunté qué había hecho con el vampiro.

—¿Algún problema hoy en el bar?

Dudé un momento.

—No ha venido mucha gente, que digamos. Pero… —Iba a empezar a contarle lo de los detectives privados, pero enseguida me di cuenta de que me formularía preguntas. Y sabía que muy probablemente acabaría contándole toda la historia simplemente por la sensación de alivio que me produciría poder confiársela a alguien—. Tengo que irme, Sam. Jason me acompaña a visitar a Calvin Norris en el hospital de Grainger.

Se quedó mirándome y entrecerró los ojos. Sus pestañas tenían el mismo tono dorado rojizo de su pelo, por lo que sólo se veían cuando estabas muy cerca de él. Era mejor que no me pusiera a pensar en las pestañas de Sam, ni en ninguna otra parte de su cuerpo, la verdad.

—Ayer me comporté fatal —dijo—. No es necesario que te diga por qué.

—Pues podrías decírmelo —añadí, perpleja—. Porque no lo entiendo.

—Lo importante es que puedes contar conmigo.

¿Contar contigo para que te cabrees sin ningún motivo? ¿Para que me pidas disculpas después?

—Últimamente me confundes mucho —dije—. Pero eres mi amigo desde hace años y te tengo en gran estima. —Sonaba quizá algo afectado, por lo que intenté sonreír. Él me devolvió la sonrisa y de mi capucha cayó una gota de agua que me salpicó en la nariz y que dio por finalizado aquel momento—. ¿Cuándo piensas que podrás volver al bar?

—Intentaré pasarme un rato mañana —dijo—. Al menos, trataré de sentarme en el despacho y trabajar con las cuentas, archivar un poco.

—Pues hasta mañana.

—Hasta mañana.

Y salí corriendo hacia el coche, sintiéndome mucho más aliviada. Estar a malas con Sam no me gustaba. Y no me había dado cuenta de que ese estado mental había influido mis pensamientos a lo largo de todo el día hasta que volví a estar de buenas con él.