AGRADECIMIENTOS

Por inspirarme y ayudarme a componer la vida universitaria de un mundo que, aunque conozco de cerca, no es el mío propio, quiero expresar mi agradecimiento a un puñado de amigos, veteranos profesores norteamericanos que llevan dentro un pedazo de alma española.

A Malcolm Compitello, director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Arizona, por abrirme los ojos hace veinticinco años a las letras de Ramón J. Sender entre las nieves de la Universidad de Michigan State, y por haberme vuelto a servir ahora de valiosísimo guía desde el desierto, pasando por skype y por Madrid.

A Joe Super y Pablo González, por todas aquellas charlas a lo largo de mi estancia en la Universidad de West Virginia. A Joe, historiador y californiano de raza, por proporcionarme datos y reflexiones sobre las misiones franciscanas de El Camino Real y por haberse prestado con su natural simpatía a convertirse en un personaje de esta novela. A Pablo, por su calidez colombiana, sus memorias de estudiante graduado en la Universidad de Pittsburgh y aquella insuperable sangría apalache con la que nos despedimos.

A Francisco Lomelí, director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California en Santa Bárbara, por su hospitalidad de sangre mexicana, por aportarme claves sobre el sistema universitario californiano y, sobre todo, por haber cedido con buen humor su puesto a Daniel Carter a lo largo de una larga temporada.

Por haberme ayudado a crecer dentro del mundo académico y por seguir acogiéndome generosamente cada vez que vuelvo a ella, mi gratitud infinita a la Universidad de Murcia, mi casa. Y a la Facultad de Ciencias de la Empresa de la Universidad Politécnica de Cartagena, por haberme albergado temporalmente en sus magníficas instalaciones del antiguo Cuartel de Instrucción de Marinería, proporcionándome meses de sosiego para trabajar en este proyecto.

Por haber sobrevolado el texto en distintos momentos y fases, a Manolo Cantera, que llegó desde la otra orilla del Mediterráneo arrastrando un perro, una podadora de signos y tiempos, y un cargamento de sabiduría, ironía y complicidad. Y a Miguel Zugasti, que nos adentró en el campus de UCSB, recogió con generosidad el guante que le lancé y juzgó mis letras con ojo filológico de aroma californiano.

Por haberme aportado detalles, recuerdos y anécdotas del paso por Cartagena de los marinos de la U. S. Navy, quiero dejar constancia de varios reconocimientos. Al almirante Adolfo Baturone, por sus especificaciones técnicas sobre la armada norteamericana y su funcionamiento en España. A Tata Albert, por abrirme las puertas de su casa: la misma que, en mi imaginación, fue también la del capitán Harris y su simpar esposa Loretta. A Juan Antonio Gómez Vizcaíno, por ofrecerme sin él saberlo todo un arsenal de datos a partir de sus completísimos artículos periodísticos. Y, extendiendo el perímetro, a todos los que me han proporcionado memorias nostálgicas sobre la vida en la ciudad en esos años cincuenta que yo no conocí y, entre ellos, de manera muy especial, a Juan Ignacio Ferrández.

Volviendo la mirada al ámbito personal, mi gratitud eterna a mis hijos Bárbara y Jaime —que, como los de Blanca Perea, empiezan a crecer y a volar mucho antes de lo que yo quisiera— por no dejarme despegar los pies del suelo, reírse de mí, pelear por lo que quieren y no darme más carrete del justo. Y a su padre, Manolo Castellanos, por guardar el fuerte durante mis ausencias y ser el más férreo apoyo en mi vida de todos los días, que es de verdad la importante.

Por todo y como siempre, a mis padres, a mis intensos hermanos y a sus proles cada vez más numerosas, que son, sin sombra de duda, la sal de la vida. Y, cómo no, a mi familia periférica otra vez, tantos y tan queridos y próximos.

A mis amigos del vino y la crème, que siguen siendo los de siempre y están donde siempre han estado: un poco más viejos, un poco más sabios, igual de imprescindibles.

Enfocando a aquellos que han participado desde dentro en esta nueva aventura, mi gratitud al Grupo Planeta por haber confiado otra vez en mí y, de un modo particular, a toda la espléndida tropa de Temas de Hoy, que ha trabajado desde distintos flancos para hacer posible esta novela sin decaer en el empuje de su predecesora. A Isabel Santos, la mejor encargada de comunicación del mundo mundial. A Ruth González por su simpatía y su eficiencia con rapidez de rayo, a Emilio Albi por su dedicación y rigor, a Germán Carrillo y a Helena Rosa desde Barcelona por esa creatividad incombustible, a Silvia Axpe por abrirme ventanas a la presencia digital, a Diana Collado por haberse asentado llena de ganas y empuje, y a Ana Lafuente por brindarme siempre su calidez. Por estar al mando de estos magníficos profesionales y del peso de la editorial, a Belén López Celada, nuestra directora, a quien tanto admiraba antes y a quien ahora, en esta nueva etapa entrañable de su vida, admiro más aún. Y como decimos entre las filólogas inglesas que las dos llevamos dentro, last but not least y desde el fondo de mi corazón, a mi editora Raquel Gisbert, tan lista, tan cómplice, tan humana, tan amiga.

A mi agente Antonia Kerrigan por impulsarme al mundo con esa fuerza de misil que solo ella tiene. A Lola Gulias —con quien tanto comparto y a quien tanto quiero y debo— y al resto del magnífico equipo de la agencia literaria por su competencia y absoluta disponibilidad.

Y finalmente, a todos los lectores que a lo largo de tres años irrepetibles me han inyectado su ilusión y me han pedido que siga escribiendo historias que les rocen el alma y les hagan pensar que lo mejor de la vida, muchas veces, todavía está por llegar.