—Solo un momento.
Barrí el entorno con la mirada en busca de Luis Zárate. Joe seguía entretanto respondiendo preguntas y los estudiantes se estrechaban manos y repartían abrazos entre carcajadas mientras iniciaban la recogida del campamento. Los curiosos comenzaron a emprender la retirada rumbo a sus coches, las abuelitas insistían en repartir más café que ya nadie quería tomar, y la policía, aunque se mantenía vigilando, ya no destilaba tensión. En medio de ese tumulto de movimientos, gritos y comentarios cruzados, vi que un grupo de integrantes de la plataforma le habían acorralado unos metros más allá.
—¿Me permitís que os lo robe?
Sin esperar respuesta, le agarré del brazo y me lo llevé.
—Que sepas que siempre supe que antes o después acabarías cediendo.
—¿Sospechabas que iba a acobardarme ante Carter o que tú acabarías por convencerme? —preguntó con media sonrisa irónica.
No le contesté, ambos sabíamos que la razón definitiva por la que se decidió a dar el paso no fuimos ni Daniel ni yo, sino él mismo.
—Prométeme que vas a hacerlo con ganas y con dedicación.
—Prométeme tú a mí que algún día vas a volver. Podrás enseñar el curso que quieras. Aproximación a las misiones franciscanas. Fontana y su memoria. O cómo seducir a un director.
Reí sin demasiadas ganas.
—Avísame cuando pases por Madrid. Se nos han quedado algunas cosas pendientes, todavía podemos seguir siendo amigos.
—No ha quedado nada pendiente, Blanca. Todo ha llegado a donde tenía que llegar.
Dejé de andar, me paré, le miré a los ojos.
—Él se habría sentido orgulloso de saber que todo queda en buenas manos.
Del bolsillo de mi gabardina saqué entonces la vieja cruz.
—Te paso su testigo. No tengo certezas, pero, con la imaginación quizá un poco desbordada, ahora pienso que él la encontró medio enterrada por aquí. La hemos tenido a nuestro lado estos últimos días; de alguna manera, ha sido como tenerle cerca a él.
La cogió y, tal como antes hiciéramos Daniel y yo, pasó los dedos por su aspereza. Rozó la cuerda deshilachada y la rudeza de sus cortes, la palpó, la acarició.
—Quédatela tú —dijo devolviéndomela—. También te queda camino por delante.
No la acepté.
—Mi camino, sea el que acabe siendo, ya no está aquí. Y el suyo, creo que tampoco —añadí señalando con la mirada la espalda de Daniel—. Ahora eres tú el responsable —insistí.
Se la entregué de nuevo y presioné sus manos con las mías hasta que, entre aquella maraña de veinte dedos, solo quedó visible un trozo de palo.
—Cuídala y cuídate —dije sin soltarle.
—Voy a intentarlo.
No hubo abrazos emotivos ni grandes frases de despedida, tan solo nos apretamos de nuevo las manos y con ellas nos transmitimos un adiós. De algún modo intuí que nunca me llamaría ni en cien veces que visitara mi ciudad, que nunca nos volveríamos a ver.
Lo dejé entre los pinos y me acerqué en busca de Daniel con pasos precipitados. Preferí no mirar hacia atrás.
En diez minutos estábamos de nuevo en la puerta del departamento, tenía tres asuntos pendientes.
—Te recojo en tu apartamento a las dos en punto —dijo mirando la hora—. Yo tengo que pasarme por mi casa también.
La primera parada fue en mi despacho, allí me esperaban un par de obligaciones. Nada más abrir la puerta paseé la mirada por los papeles metidos ya en sus cajas y los montones ordenados contra la pared. Todavía no sabíamos dónde acabaría todo aquello ni por quién habría de pasar antes de llegar a cualquiera que fuese su último destino, pero no me cabía duda de que iban a tratarlo bien.
Sin tiempo para especulaciones, me guardé en el bolso con prisa unos cuantos disquetes llenos de datos para una futura memoria de mi trabajo, aquella era mi primera intención. Al fondo del mismo fueron también mis rotuladores y un par de cuadernos. Solo entonces me dispuse a cumplir el segundo de mis objetivos, el principal.
De un estante tomé la gruesa guía de teléfonos trasnochada y, de entre sus páginas de letras diminutas, rescaté la cuartilla doblada por la mitad.
Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora…
Leí el poema de Cernuda otra vez. Y una más. Después, del último cajón de mi escritorio, saqué una caja de cerillas. Anónima, desecho de algún usuario que cualquier día pasó como yo por aquel reducto insignificante del fondo del pasillo; olvidada junto a un sacapuntas medio oxidado, la factura de un quiropráctico y un puñado de clips.
El fuego tardó unos segundos en consumir las líneas.
Donde yo sólo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas…
Las cenizas negras acabaron en la papelera y entre ellas quedó el sentimiento inmenso de un hombre. Por alguna razón imprecisa, pensé que a Fontana le complacería saber que alguien velaba por preservar su intimidad.
Encontré a Fanny en su sitio, como casi nunca, devorando un donut de chocolate. En su ímpetu por decirme algo nada más verme, se atragantó.
—¡Tengo algo para usted, profesora, un regalo de despedida! —logró proferir entre toses.
Del suelo levantó una caja. Una caja vieja torpemente forrada con tela a rayas verdes. Por ella misma, según me dijo. Muchos años atrás.
—Ya sabe que vamos a cambiarnos de casa, ¿verdad? Mamá me ha mandado que empiece a recoger y ya he empezado a vaciar los armarios.
—Algo he oído, Fanny, sí.
—Pues anoche, sacando unos cuantos trastos de un altillo, mire lo que encontré…
Alzó la tapa de aquel caladero de restos de su infancia y juventud y, entre tarjetas de cumpleaños y cintas de cassette de los Bee Gees, rescató unas cuantas fotografías. Instantáneas desvaídas, cuadradas, pequeñas, en un formato de cámara de mala calidad que había dejado de existir hacía décadas.
—¿Recuerda aquel día en que le hablé de cuando tío Andrés nos llevó al parque de atracciones de Santa Cruz? Yo tenía nueve años, pero todavía me acuerdo muy bien. De lo que no me acordaba era de estas fotografías. O sea, me acordaba de que nos hicimos fotografías, pero no me acordaba de dónde estaban, porque si me hubiera acordado…
Había dejado de escucharla en la mitad de la primera frase, en cuanto puso ante mis ojos las imágenes. Una Fanny niña embutida en un vestido amarillo con un ancla marinera en la parte frontal. Con el mismo pelo liso cortado al ras de la mandíbula, sonriendo encandilada con un algodón de azúcar en la mano derecha. Con un hombre a su izquierda. Un hombre moreno todavía a sus cincuenta y alguno bien cumplidos, moreno de pelo y moreno de piel. Torso ancho y cejas pobladas. Brazos velludos, camisa color garbanzo entreabierta y barba cerrada que en algunas zonas empezaba a encanecer. Una mano sobre el hombro de la niña, un cigarrillo en la otra. Sonriendo sin exceso, como obligado por la situación. Cuatro fotografías distintas con muy pocas variaciones. La quinta, sin embargo, cambiaba radicalmente. Ya no eran dos los que posaban, sino tres.
En el reverso, con la caligrafía inocente de la Fanny de entonces, unas palabras manuscritas. Santa Cruz Beach Boardwalk, summer 1966. En el anverso, Darla Stern, con el mismo tinte nórdico y los labios igualmente rabiosos que en el presente, aparecía junto a los dos. Bordearía los cuarenta por entonces, un tanto excesiva en su ajustado pantalón capri y unas sandalias de tacón. Con una pose artificiosa para estilizar su silueta frente a la cámara y una sonrisa posesiva y triunfal. Mi hija y mi hombre, parecía estar gritando al mundo. Quizá ilusamente. Quizá no.
Fontana no sonreía en aquella imagen, no se le veía cómodo, tal vez no le hacía ninguna gracia dejarse fotografiar por el extraño a quien ella pidió el favor. Pero accedió y así quedó plasmado en ese testimonio visual que yo ahora contemplaba mientras Fanny proseguía parloteando sobre norias y montañas rusas. Absorbí ansiosa los detalles: los rostros, las ropas, los gestos. Y, sobrevolando todo ello, lo que más me llamó la atención fue la mano de él. En la cintura de ella. Con confianza, sin rigidez. Sosteniendo todavía el pitillo entre los dedos, como si aquel rincón del cuerpo de Darla le fuera un territorio del todo familiar.
—¿Con cuál se quiere quedar, doctora Perea?
—No quiero ninguna, Fanny —dije apartando la vista de ellas por fin—. Son tuyas, tu patrimonio sentimental. Llévatelas a tu nueva casa, nunca las pierdas.
—Pero era un regalo que yo quería hacerle —protestó.
—Mi regalo será que me escribas de vez en cuando y me cuentes cómo te va.
Le di un abrazo antes de que su mente, siempre a pasito de caracol, tuviera tiempo de reaccionar.
—Y cuida de tu madre —añadí en el último segundo. Sin saber yo misma, en realidad, por qué.
Rebecca fue la parada final.
—Vuelves a tener una amiga española, ¿sabes?
Me acompañó hasta el ascensor mientras prometía encargarse de todo aquello que el apremio ya no me iba a permitir hacer: devolver unos cuantos libros a la biblioteca, despedirme de algunos colegas, vaciar mi frigorífico…
Ya se estaban deslizando las puertas para cerrarse cuando apretó inesperadamente el botón exterior. Se abrieron de nuevo, me hizo un gesto, salí.
—Has recuperado el rumbo, Blanca —dijo agarrándome las muñecas—. Lo peor ha pasado ya. Sopesa ahora lo que la vida te ha puesto por delante y escucha a tu corazón.
Volvió a abrazarme y me dejó ir.
Caminé con prisa por el campus, eran ya las dos menos veinte. A medida que andaba a buen paso, entre las paredes de mi cerebro, como en un gran puchero, bullía un caldo espeso lleno de emociones y pensamientos. La satisfacción por haber logrado nuestro objetivo. Los amigos inesperados a los que acababa de decir adiós. La incertidumbre ante el futuro que frente a mí se abría.
En busca del sosiego me esforcé por aferrarme a la más pacífica de todas las sensaciones. Volví así a rememorar a Rebecca, su fondo de persona buena en el sentido más elemental de la palabra. En el sentido machadiano de la palabra, habría dicho cualquiera de mis colegas hispanistas en sus clases de literatura. Generosa, honesta, compasiva. Siempre dispuesta a tender una mano o guardar una confidencia, a pensar en otros anticipadamente, a no decir nunca no.
En contrapartida, de manera irremediable, mi memoria aún mantenía fresca la imagen de Darla en la fotografía que Fanny acababa de enseñarme. Su pose forzada para resultar atractiva frente a la cámara, el exhibicionismo altivo y a la vez inseguro de su poder y su propiedad.
La luz y la sombra de la esencia humana en dos mujeres distintas desde la raíz del pelo a las uñas de los pies. La cara y la cruz. La que asume y avanza frente a la que rumia el resentimiento como un chicle amargo al que, a pesar de las décadas, aún le queda sabor. Cruzando el campus casi vacío ya en puertas de la Navidad, de pronto fui consciente de que, a lo largo de la última media hora que pasé en el Guevara Hall, cada cual a su manera, las dos me habían llegado a conmover. Salvando sus diferencias, ambas habían peleado en su momento por un propósito similar. El mismo, en cierta forma, por el que yo había luchado durante veinticinco años también: ver crecer a nuestros hijos, tener cerca un compañero, construir un hogar en el que por las mañanas se colara la luz del sol. Los instintos primarios que desde que el mundo es mundo habían movido a las mujeres de la humanidad.
Las tres, sin embargo, habíamos resbalado y caído al barro en algún momento inesperado. A las tres un mal día nos dejaron de querer. Ante el abandono y la incertidumbre, frente al desamor y la crudeza irreversible de la realidad, cada una se defendió como pudo y batalló con las armas que tuvo a su alcance. Con buenas o malas artes, con lo que el intelecto, las vísceras o el puro instinto de supervivencia nos pusieron a mano a cada cual. El reparto de talentos siempre fue arbitrario, a nadie le dieron a elegir.
Rebecca había tenido la entereza moral para superarlo y, tal como ella me acababa de hacer ver, yo estaba abriéndome camino sin saber del todo adónde acabarían mis pasos por llevarme. Darla, por su parte, jamás lo logró. Como un pobre animal maltrecho, se refugió en su caverna sin curar nunca sus heridas, confundiendo la simplicidad de la naturaleza humana con una traición rastrera o una maquiavélica empresa en su contra. Sin asumir que el amor es voluble, extraño y arbitrario, carente de entendimiento y racionalidad. Movida quizá por el miedo a las carencias materiales, a la mera soledad o a no ser capaz de criar sola a una hija dependiente; construyendo fantasmas malévolos donde no los había para tener un rostro culpable contra el que disparar su furia, haciéndose daño a sí misma y haciendo sangrar a quienes nada tuvieron que ver conscientemente con su infortunio.
El claxon de un Volvo sonó un par de veces a mi lado y con él acabó mi ensoñación.
—¿Tú estás segura de que tienes que coger un avión en San Francisco a las seis?