Apenas habíamos dormido, ambos llevábamos todavía el rastro del agua de la ducha en el pelo y una carpeta con documentos en el asiento de atrás.
Las clases y los exámenes habían acabado, los estudiantes andaban a la espera de notas o haciendo el equipaje para las vacaciones de Navidad, muchos ya se habían marchado a casa. Los más combativos, no obstante, seguían en Los Pinitos. Acampados junto a las humildes sepulturas de siete neófitos en ese territorio del que ya no teníamos duda que había acogido una misión. La última misión franciscana del legendario Camino Real. La nunca catalogada, la que hacía el número veintidós: la más frágil y efímera, esa que Andrés Fontana, con fundamento o sin él, dio en llamar misión Olvido.
Al pasar frente a la puerta del despacho de Rebecca le lanzamos un breve saludo sin voz. Ella sabía que nuestro destino era otro. Y sabía que no teníamos ni un minuto que perder.
Luis Zárate estaba sobre aviso, yo misma le había llamado la noche anterior.
—Tenemos pruebas sólidas para presentar en contra del proyecto de Los Pinitos —le adelanté por teléfono—. Hay que dejar todo cerrado mañana por la mañana, mi avión sale a las seis de la tarde, tengo que irme de Santa Cecilia a las dos.
Nos citó para las nueve. A las nueve menos cinco estábamos allí.
Apenas había tenido media hora antes para pasar por mi apartamento a cambiarme de ropa y, de paso, empezar a recoger a la carrera. Vaciando estantes y cajones a dos manos, llenando las maletas al montón. Con los cinco sentidos puestos en la urgencia de la tarea. Sin concederme ni un simple minuto para pararme a pensar en lo que estaba a punto de dejar atrás.
—Queremos que nos ayudes, Luis —dije cuando estuvimos sentados frente a él.
—¿De qué ayuda estamos hablando exactamente? —replicó desde detrás de su mesa dispuesta como siempre con la precisión de un desfile militar.
En su laconismo no percibí animadversión, pero tampoco simpatía. Daniel, sentado a mi derecha, con las piernas y brazos cruzados, nos escuchaba sin intervenir. Con él ya sabía que no había peligro, la fiera había cedido finalmente. A lo largo de la madrugada, mientras batallábamos frente a la pantalla de mi ordenador con cuatro manos y dos cerebros repletos de cafeína para redactar un informe coherente que sintetizara nuestra investigación, logré que me diera su sí. Sí a hacer partícipe a Zárate. Sí a que el resto del legado procedente del garaje de Darla se integrara sin fisuras con el que ya se custodiaba en el departamento. Sí a unas cuantas cosas más.
—Mi propuesta es que te unas con nosotros —dije entonces—. Que lo hagas como director de este departamento con el que, de una manera u otra, en el pasado o en el presente, todos tenemos una vinculación. Que te olvides de la FACMAF y sus irregularidades, que aceptes la parte del legado perteneciente a Daniel Carter como una donación y que sea tu nombre el que figure en el recurso a presentar. Que seas el portavoz oficial de nuestras conclusiones.
Me miró con la duda en el rostro, sin acabárselo de creer. Y entonces retomé la palabra. Del tirón.
—Te pido que aceptes en nombre de Andrés Fontana. Lo que nosotros hemos hecho durante estos días, incluso lo que yo he hecho a lo largo de más de tres meses, es una tarea insignificante comparada con el esfuerzo titánico que él realizó. Nuestra labor se ha limitado a atar unos cuantos cabos sueltos, pero quien peleó durante años por sacar esta misión a la luz fue él. Quizá lo hizo movido en principio por un impulso puramente personal, al percibir en las viejas misiones un rastro del alma de su patria y de su propia esencia. Pero, por encima de todo, lo hizo como académico, como humanista comprometido con la investigación y la difusión del conocimiento, con este departamento, esta universidad y esta ciudad. Cuando la muerte se lo llevó por delante, él ocupaba exactamente el mismo puesto que ahora ocupas tú, Luis. Y como tú, velaba por esta casa y por su gente, por la excelencia académica y el bien común.
Señalé entonces a Daniel, que, recostado en su silla, me escuchaba atento.
—Puede que él sea su heredero intelectual y sentimental por todo lo que los unió durante años, de eso no hay ninguna duda. —Volví la vista al frente después. Al rostro serio del director. A su contención—. Pero no olvides que su heredero institucional es quien está hoy en el puesto que él ocupó. Y ese heredero institucional, Luis Zárate, eres tú. Ambos tenéis por eso la obligación moral de respetaros y de pelear conjuntamente por la dignidad del hombre de cuyo legado sois depositarios los dos.
El silencio se extendió sobre el despacho. Desde el pasillo y a través de la pared se coló amortiguado el grito histérico de una alumna, tal vez una explosión incontenible de felicidad ante una nota más alta de la esperada. Mientras tanto, nosotros tres permanecíamos callados, cada cual absorto en sus propias reflexiones.
Hasta que Daniel se incorporó, desató los brazos del nudo en que los mantenía y, cruzando los dedos de las dos manos, rompió la quietud.
—Creo que Blanca está cargada de razón y nos ofrece una solución sensata. Mi intención en principio era traspasar nuestros resultados a la plataforma contra Los Pinitos y que ellos decidieran la mejor manera de usar la documentación. Pero ella me ha convencido de que la voz de Fontana tiene que oírse por sí misma de algún modo. Y la más congruente de las formas es a través de la institución para la que trabajó. —Carraspeó, prosiguió—. Y en lo que a mí respecta, lamento mi comportamiento. Reconozco mi error y te pido disculpas, Luis, por haber invadido tu ámbito persiguiendo mi propio interés.
No supe si lanzar un grito de júbilo, alzar un puño victorioso al aire o abrazarle con todas mis fuerzas. Mi apuesta por reivindicar a Fontana le había convencido para anteponer la memoria de quien fuera su amigo y maestro a su propio orgullo, pero no imaginaba que jamás llegara a expresar su disculpa así. Con sobria humildad, sin aspavientos. Ni se levantó para tender una mano sentida al director, ni entonó un doliente mea culpa. Pero le habló de tú, le llamó por su nombre y sonó a verdad.
Luis, desde el otro lado de la mesa, no respondió.
—¿Contamos contigo entonces? Aquí tenemos todas las pruebas concluyentes y un informe redactado —dije mostrándole la carpeta en la que habíamos guardado el resultado de nuestro trabajo—. Podemos verlo todo ahora mismo.
Sus palabras fluyeron cargadas de ambigüedad.
—A veces nos ciega la arrogancia y no somos conscientes de lo elementales que son las cosas. Hasta que alguien nos pone delante de los ojos la simplicidad desnuda de la realidad.
Me costó entender si aquello era una aceptación retórica de las disculpas de Daniel o una paralela autoinculpación por su propia actitud. Pero no era el momento de jugar a las adivinanzas. El tiempo avanzaba, no podíamos esperar.
—Entonces, ¿estás dispuesto…? —insistí.
Al igual que lo hiciera unos días antes cuando llegó cargada de pizzas, Fanny me volvió a dejar con la palabra en la boca. Su cabeza arrebatada, esta vez sin llamar siquiera, se asomó a la puerta y, como un hachazo, me interrumpió.
—El profesor Super los está buscando, dice que es urgente.
Daniel se palpó automáticamente los bolsillos de la chaqueta y el pantalón. Después soltó un bronco shit. Mierda, quiso decir. Su reacción espontánea al darse cuenta de que se había olvidado el móvil en algún sitio en aquella mañana frenética tras una noche sin apenas dormir.
Acto seguido, Fanny abrió la puerta del todo para dejar paso al veterano profesor.
Los ojos de Joe Super no mostraban aquel día la bonhomía y el sentido del humor con los que siempre participaba en mis clases. Tampoco mantenían siquiera un resto de la simpatía con la que se acercó a saludarnos a nuestra mesa la noche de Los Olivos. Aquella mañana sus ojos solo transmitían preocupación.
—La policía ha llegado a Los Pinitos, pretenden desalojar a los acampados. Ante el descubrimiento de las tumbas, el juez ha ordenado la evacuación, pero los chicos se niegan a moverse y la cosa está cada vez más tensa. Si vais a decirles algo, convendría que fuera cuanto antes.
Nos levantamos inmediatamente y miramos a Luis Zárate con gesto de duda. Sin palabras, esperando su reacción. Que aceptara venir con nosotros sería un acto de fe ciega, aún no habíamos tenido ocasión de ponerle al tanto de nuestras conclusiones. Quizá por ello tardó unos momentos en reaccionar. Hasta que por fin, a modo de confirmación muda, también él se levantó.
Mientras Daniel conducía tumbándonos en las curvas y saltándose unos cuantos semáforos, les fuimos detallando un tanto atropelladamente los pormenores de nuestros hallazgos. Ambos, Luis y Joe, sabían desde la noche anterior que teníamos pruebas definitivas, pero desconocían los detalles. La larga madrugada de trabajo nos había permitido incorporar estructura y coherencia a nuestra investigación, por fin teníamos una narración consistente de los hechos y unos datos ordenados que aportar.
Llegamos a Los Pinitos pasadas las once y media de la mañana, casi a la vez que otros dos coches de policía a punto de sumarse a los otros tantos que había aparcados con las sirenas y las luces en marcha. Junto a ellos, un par de imponentes excavadoras paradas y, alrededor, un buen montón de vehículos particulares. El cartelón inmenso que prometía exciting shopping y diversión sin fin se mantenía erguido lleno de rostros publicitarios, sonrisas vacuas y frases cuya consistencia se estaba empezando a diluir.
Tuvimos que andar después un trecho considerable hasta llegar a la zona de los acampados: más de una docena de tiendas multicolores, incontables pancartas y cincuenta o sesenta estudiantes a la vista, también algún espontáneo y algún profesor. Todos llevaban sobre sus ropas las camisetas naranjas reivindicativas que habían comenzado a verse por el campus desde la tarde de la manifestación.
Alrededor de ellos, gente a montones. Miembros menos belicosos de la plataforma, simpatizantes y curiosos de todos los tamaños y colores. Muchos tomaban fotografías, había cámaras de la televisión local. Sobre una mesa de camping, detrás de un par de enormes termos, las abuelitas guerreras repartían vasos de poliespán llenos de café. Otros charlaban o simplemente contemplaban la escena expectantes, sin saber qué iba a pasar.
La policía había acordonado el perímetro de lo que nosotros ya sabíamos que había sido el minúsculo cementerio de la misión. Un área pequeña entre pinos, rectangular. Cuatro o cinco metros de largo, no más de dos de anchura. Lo primero que hicimos Daniel y yo, instintivamente, fue acercarnos hasta allí.
—¡Eh, no puede pasar! —gritó un policía en la distancia. Daniel acababa de agacharse para cruzar por debajo de la cinta que limitaba el acceso. En letras negras sobre fondo amarillo decía claramente DO NOT CROSS.
Como si fuera sordo y no supiera leer, me tendió una mano. Vamos, me ordenó.
—Aquí estuviste, padre Altimira —dijo en voz baja cuando nos paramos ante la primera de las sepulturas. Cubierta por una sucia piedra gris de apenas treinta por treinta, tosca, irregular.
A nuestra espalda oíamos a Joe Super intentando negociar con el agente que pretendía obligarnos a salir.
Nos agachamos. E. F. eran las iniciales grabadas con torpeza, probablemente sin más herramienta que un punzón rudimentario. Encima de ellas, una humilde cruz. Y debajo el año. 1827. El paréntesis tras la quema de la misión San Francisco Solano de Sonoma y el regreso a España de aquel fraile rebelde entre cuyas virtudes no estaba definitivamente la de la sumisión.
—Qué lástima que Fontana no se topara nunca con ellas —murmuré.
—Habría sido difícil, el tiempo las había tapado bien, fíjate —dijo Daniel agarrando un puñado de la tierra que habían apartado para sacarlas a la luz.
—Lo que puede que sí encontrara por aquí fue esto —añadí sacándome la cruz de palo del bolsillo de la gabardina. La tosca cruz amarrada malamente con una vieja cuerda que encontramos entre papeles revueltos en una de las cajas de Darla Stern.
Daniel me la cogió de entre las manos.
—Ha sido una buena compañera de viaje —reconoció mientras la contemplaba. Después me miró a los ojos y me acarició una mejilla con dos dedos—. Y tú también.
—¡Salgan de ahí de una vez, por favor! —bramó el policía.
No tuvimos más remedio que obedecer.
A Joe Super y Luis Zárate se les habían unido unos cuantos miembros de la plataforma. Todos estaban al tanto de la noticia de nuestro hallazgo desde que Joe, tras la llamada de Daniel, la compartiera con ellos la noche anterior.
—Ha llegado el momento de hacerlo público —nos pidió entonces.
Daniel me miró alzando una ceja. Le entendí y le respondí inmediatamente.
—No.
—Sí.
—Sí.
El no tajante provino de mí. El primer sí salió de la boca de Daniel; el segundo, de la de Luis. Serios ambos, convencidos. Tragué saliva.
—Con la condición de que hable en español —acepté tras unos segundos de desconcierto—. Si lo hiciera en inglés, no creo que pudiera trasladar a mis palabras el alma de esta historia. Necesito un traductor.
Se miraron el uno al otro.
—Adelante, señor director —dijo entonces Daniel—. Si de aquí en adelante vas a ser el portavoz de Fontana, este es buen momento para empezar.
La noticia de que alguien iba a realizar unas declaraciones corrió rápida, todo el mundo comenzó a arremolinarse a nuestro alrededor. El joven de las rastas al que yo ya había visto repetidamente en la manifestación y la asamblea sacó de una tienda su inseparable bombo y lo hizo sonar con buen ritmo, invitando a los presentes a callar.
Cuando se hizo el silencio, arranqué. Con la voz de la cabeza y la voz del corazón. En mi propio nombre, en el de los que me habían acompañado en esa aventura y, sobre todo, en el de los que quedaron atrás.
—Durante algo más de cinco décadas, unos cuantos franciscanos españoles, monjes austeros movidos por una fe de hierro y una ciega lealtad a su rey, recorrieron esta tierra aún salvaje de California levantando misiones en nombre de su patria y de su Dios. Comenzaron en 1769 con San Diego de Alcalá y, avanzando a pie y a lomos de mulas, fueron abriéndose paso por territorios nunca explorados, alzando poco a poco las veintiuna construcciones que terminaron conformando lo que vino a llamarse el Camino Real. Su propósito era cristianizar a la población nativa y hacerles entrar en la civilización, y aunque tales intenciones sean a ojos de hoy cuestionables por el precio dolorosamente alto que aquella población pagó en forma de enfermedades, sometimiento y pérdida de identidad, no podemos dejar de lado la parte meritoria de la labor de esos hombres que un día cruzaron un océano para cumplir con lo que ellos entendían como un deber. Trajeron a este lado del mundo su lengua y sus costumbres, sus frutas y animales y su manera de trabajar. Y aquí quedó su huella imborrable, en cientos de nombres que surcan hoy el mapa y en mil pequeños detalles que a diario saltan a la vista, desde el color de las paredes hasta las tejas de barro, las viñas o las forjas de las ventanas.
Hice una pausa y dejé que Luis, a mi derecha, me tradujera. Daniel, junto a Joe, se había hecho a un lado, cediéndonos el protagonismo a nosotros dos. En torno a nosotros, más de un centenar de pares de ojos y orejas me miraban y escuchaban con interés. No me imponían, estaba más que acostumbrada a hablar en público, a transmitir conocimiento y a instruir. Pero era importante que hilara la historia con tino. Para que todos comprendieran lo que allí pasó.
—Más de un siglo y medio después, los avatares de la vida acabaron destinando a este confín a un profesor español, Andrés Fontana. Descubrir de pronto tantos ecos de su propia tierra en esta orilla ajena le conmovió. Largamente trasterrado para entonces, decidió volcarse en investigar qué fue lo que hicieron aquellos compatriotas suyos aquí. Y tras años de trabajo, a la luz de viejos documentos, intuyó que la mítica cadena de misiones fundadas por los franciscanos españoles no acabó con el levantamiento en 1823 de San Francisco Solano en Sonoma, como siempre se había pensado. De alguna manera supo que habían ido más allá, y a ello dedicó el resto de su vida: a buscar pruebas que lograran testimoniar aquel presentimiento. Por desgracia, murió antes de concluir su trabajo. Pero gracias a su empeño y su constancia, hemos llegado a la conclusión de que aquella misión que él persiguió como a un fantasma verdaderamente llegó a existir. Las sepulturas que aparecieron ayer confirman la interpretación sostenible de los hechos y aportan la evidencia necesaria para sustentar lo que aquí aconteció.
Luis volvió a traducirme y yo después mencioné a Altimira y sus antecedentes, su desacato a la jerarquía para crear la misión de Sonoma y el incendio atroz que la arrasó.
—Desafiando una vez más a sus superiores, movido quizá por una mezcla de frustración y rebeldía o por la fuerza inquebrantable de su fe, el padre Altimira, uno de los últimos frailes en llegar a California desde la vieja España, avanzó a pie hasta esta zona entonces inhóspita y, sin medios, ni ayuda, ni permiso alguno, fundó una modestísima misión. Le acompañaban tan solo unos cuantos indios cristianizados, esos neófitos que junto a él habían sobrevivido tras el incendio de Sonoma y que ahora reposan bajo estas lápidas después de que perdieran la vida en un ataque indio posterior. Como veis, nada queda ahora de aquella construcción quebradiza e insignificante que Altimira levantó, a excepción de los restos de lo que fuera su cementerio. Su pervivencia fue fugaz, circunscrita como mucho a un puñado de meses. Y, aunque no tenemos constancia de ello, contagiados por la utopía de Andrés Fontana, queremos pensar que el padre Altimira, en una evocación a su propio desamparo, la consagró como la misión de Nuestra Señora del Olvido.
»Mi viejo compatriota se habría sentido orgulloso de todos vosotros. Del tesón con el que habéis peleado por preservar este entorno, de vuestro empeño por mantener la integridad de este paraje que es de todos y que para él tanto significó. Habéis luchado en bandos distintos, pero persiguiendo un mismo objetivo. Y tras convivir intensamente con su memoria a lo largo de estos meses, me creo legitimada para, en su nombre, haceros llegar su gratitud.
Luis tradujo a trozos hasta que, al final, sonó un aplauso, hubo gritos de júbilo y el chico de las rastas volvió a hacer sonar su tambor.
Tomó entonces la palabra Joe Super y adelantó algunos datos técnicos sobre el complejísimo entramado jurídico que arrancaría una vez se presentara el recurso. La Iglesia católica no podría reclamar la propiedad de la tierra: los franciscanos jamás habían tenido la posesión de los territorios que sus misiones ocuparon, sino que disfrutaron simplemente del usufructo temporal de los mismos. Pero el simple hecho de poder constatar que aquello había sido terreno misional sometería a la zona a un especial tratamiento legal para cuya resolución tendrían que remontarse a la noche de los tiempos. De ello, no obstante, habrían de encargarse expertos que reconstruyeran con el rigor preciso lo que ocurrió en aquel escenario y determinaran en función de ello sus consecuencias. Existían, con todo, razones de peso para el optimismo. Lo peor, lo más difícil, lo más complejo, estaba hecho ya.
Mientras a Joe le llovían mil preguntas, la voz de Daniel sonó a mi espalda.
—La una menos cuarto. Hora de irnos.