CAPÍTULO 40

Me miraron desconcertados. Acababa de estrellar una botella contra el quicio de una puerta, hastiada del agrio combate verbal en el que los dos se habían enrocado.

—Parece mentira que seáis incapaces de intentar razonar con un poco de sentido común.

Ambos musitaron excusas entre dientes.

—En caso de que mantengáis ese emperramiento cerril para no ceder ni un ápice —continué—, la que está dispuesta a sacar a la luz todos los trapos sucios de la fraudulenta FACMAF soy yo. Me quedan cuatro días para irme, pero seguro que a lo largo de ellos tengo tiempo de sobra para solicitar una cita con el decano y exponerle con detalle las mil irregularidades de mi contratación.

Ninguno de los dos pronunció una palabra. Ninguno de los tres, porque yo también tardé en continuar. Antes tuve que esforzarme por encerrar con siete llaves mi irritación en algún desván remoto de la cabeza. Y después necesité poner orden a las distintas condiciones que les iba a plantear. Entretanto, ni uno ni otro apartaron los ojos de mí. A la espera, desconcertados aún.

—Ahora me toca hablar a mí y vosotros me vais a escuchar, ¿de acuerdo? Y sin interrupciones, por favor. Bien, los tres tenemos intereses en este asunto. Intereses dispares, pero importantes para cada cual. Tú, Luis, buscas que todo siga un cauce oficialista y estás por puro principio en contra de quien ha intentado saltarse a la torera tu posición como director, pero no te interesa que este asunto se airee con su verdad desnuda porque algunas de tus gestiones podrían quedar en entredicho y tu solvencia profesional, a los pies de los caballos. Y tú, Daniel, puede que te hayas pasado la voluntad de Zárate y los asuntos oficiales de Santa Cecilia por el arco del triunfo, pero te inquieta ver que todo esto se te está yendo en exceso de las manos y comprobar que lo que empezó como un honesto plan de reconciliación y expiación personal puede acabar convertido en un escándalo académico de envergadura. Y yo, ya que he tomado la decisión de hacerme cargo también de esta parte añadida del legado, no estoy dispuesta a echar por la borda tres meses de trabajo sin llegar hasta el final. Así que, si queremos que todo se resuelva de manera positiva y que cada uno logre lo que más le beneficia, todos tenemos que estar dispuestos a hacer concesiones.

Zárate fue el primero en replicar. Inmóvil aún, impertérrito.

—Yo no estoy tan seguro…

—Pues lo vas a estar —atajé—. No paséis por alto que, en este procedimiento plagado de lamentables anomalías, habéis implicado no solo a una simple extranjera desparejada con la que salir por ahí a cenar. Que no se os olvide a ninguno de los dos que soy una investigadora visitante, funcionaria de carrera del Estado español y profesora titular de una institución que, en caso de ser informada por mí de este fraude, probablemente exigiría a la Universidad de Santa Cecilia las pertinentes aclaraciones oficiales.

Daniel volvió al frigorífico. En vez de una cerveza, esta vez sacó tres. Me tendió una y dejó otra para Luis encima de la mesa. Yo no la probé y el director no la cogió. Él, en cambio, se bebió la mitad de la suya de un trago. Después se sentó, desplomado, con sus largas piernas abiertas y los faldones de la camisa cayéndole a los lados, tan hastiado de aquel asunto como yo.

—¿Qué es lo que pretendes que hagamos? —dijo entonces.

No había simpatía en sus palabras. Ni tampoco animadversión. Tan solo la frialdad de quien sabe que no tiene más remedio que cumplir con un protocolo. Por suerte para mí, parecía haber asumido que, por esta vez, ese protocolo de actuación lo iba a diseñar yo.

—Para empezar, que todo este material salga de tu casa cuanto antes. Mientras no haya manera de certificar si es legalmente tuyo o no, Zárate tiene razón porque todo apunta a que pertenece al legado de Fontana.

—¡Pero tú sabes que no es así! —protestó dejando la botella en la mesa con un golpe seco.

—Lo que yo sepa da igual. Vamos a intentar conciliar a todas las partes guiándonos por criterios objetivos, a ver si logramos avanzar de una puñetera vez.

—Entonces todo vuelve por fin al departamento —adelantó Zárate presintiendo el primer gol del partido.

Se había sentado también, la única que permanecía en pie era yo.

—Ni de broma. No vuelve porque nunca estuvo allí. Mi propuesta es que se quede en un territorio neutral.

—¿Dónde? —dijeron al unísono.

Ninguno rio la gracia que suelen tener estas casualidades. Nadie tenía ganas de reír.

—En casa de Rebecca Cullen. Es empleada de la universidad y amiga de todos. Estoy segura de que aceptará nuestra propuesta sin plantear problemas. Ella custodiará el legado con fidelidad y yo me trasladaré allí a seguir trabajando.

—¿Tú sola? —preguntó Daniel, cortante.

—No. Sigues conmigo, me haces falta.

—De ninguna manera —protestó Zárate con la velocidad de un lanzador de cuchillos.

—Luis, me temo que no tienes otra opción. Carter acata la primera condición, que es acceder a sacar todo esto de su casa porque los términos de su propiedad, aunque veraces, resultan objetivamente un tanto sospechosos. Ahora te toca mover ficha a ti. Y lo que vas a hacer es aceptar que él va a seguir trabajando conmigo estos días.

Me senté por fin frente a ellos y continué.

—Cuando todo este asunto de Los Pinitos se dé por concluido legalmente, sea cual sea su resultado, yo ya no estaré aquí. Pero si…

Me interrumpieron unos golpes contundentes en la puerta. Daniel gritó su come in! otra vez, pero nadie entró. Se levantó entonces a abrir y a la vista quedó una presencia cargada de cajas cuadradas.

—Pasa, Fanny, cariño —dijo con un falso tono de cordialidad—. Esas pizzas huelen de muerte, sería un pecado dejar que se enfríen.

—Yo me voy —anunció Luis entonces.

—Quédate —le pedí—. Tenemos que seguir hablando.

Se dirigió a la puerta sin intención de hacerme caso.

—Creo que ya he oído lo que tenía que oír, ahora necesito pensar.

—Mañana por la mañana no habrá aquí ni un solo papel, te lo prometo.

—Eso espero.

Cerró la puerta tras de sí, pero yo la abrí inmediatamente. Desde el apartamento se accedía a una especie de plataforma de madera alzada sobre la calle por dos tramos de escaleras exteriores. Aún no había empezado a descender el primero de ellos cuando le agarré el brazo por detrás y le obligué a darse la vuelta.

—Me dijiste que podía contar contigo, ¿recuerdas?

—Eso fue antes de que te comportaras como no esperaba de ti.

—Eso fue cuando me quisiste besar y me ofreciste tu apoyo sin condiciones. ¿O se te ha olvidado ya?

La noche había caído del todo, hacía frío. Me apreté mi vieja chaqueta de lana gris contra el pecho cruzando los brazos. Él no contestó.

—Todos tenemos un buen puñado de razones para sentirnos defraudados y otras tantas para seguir avanzando y no volver a mirar atrás —añadí.

—Pero lo que habéis hecho es imperdonable…

—No digas tonterías, Luis, por favor —le corté. Di un paso hacia él, me acerqué más—. Todo esto es muy irregular, de acuerdo. Tremendamente irregular. Se salta todas las normas posibles y a veces hasta transgrede el sentido común. Y, además, han pasado cosas que nos han pillado a todos por sorpresa, desarmados, sin tiempo ni capacidad de reacción. Pero, si tú quieres, hay un modo sencillo de salir de ello.

No preguntó cuál era la solución, pero yo sabía que quería saberlo.

—Deja de ponernos zancadillas —le pedí en voz baja acercándome aún más—. Me quedan menos de cuatro días entre vosotros, ya lo sabes. Y a lo largo de ellos, solo pretendemos trabajar. No nos metas palos en las ruedas; ten por seguro que, si todo se resuelve de manera favorable, tu departamento va a salir beneficiado y a ti personalmente en nada te va a perjudicar.

Nos iluminaba tan solo una luz floja fijada en la pared sobre nuestras cabezas. Las casas de la acera de enfrente mostraban ya sus adornos navideños: un gran abeto se encendía y apagaba intermitentemente en el jardín delantero de una de ellas, otra tenía colgadas bombillas de cien colores en las ventanas. En algún sitio del cielo negro tendría que haber una luna, pero yo no la vi.

—Piensa en todos nosotros. En que, tras las toneladas de papeles del sótano, había un hombre de carne y hueso que merece ser reconocido. En el Daniel Carter que no ha actuado movido por intereses académicos, sino por puro impulso sentimental. En lo que el asunto de Los Pinitos significa para esta universidad y para todos los habitantes de Santa Cecilia.

—Nada de eso me interesa particularmente —adelantó.

—Entonces, si en alguna estima me has tenido a lo largo de este tiempo, te ruego que lo hagas por mí.

Cuando entré de nuevo, los cristales de la botella rota ya no estaban en el suelo. Daniel y Fanny charlaban en la cocina mientras daban cuenta mano a mano de una estrambótica pizza cargada de trozos de salchicha, salsa barbacoa y unas cuantas asquerosidades más. En realidad, era ella quien hablaba sin parar mientras masticaba a dos carrillos moviendo acompasadamente la cabeza. Un apartamento flamante, mi madre, una herencia, me pareció que decía con la boca llena.

Daniel, entretanto, simulaba escuchar. Quizá incluso lo hacía, aunque tan solo con la mitad de sus neuronas. Las otras, sin duda, llevaban un rato esforzándose por averiguar qué pasaba tras la puerta. Qué le estaba yo diciendo a Luis Zárate. Qué me estaba diciendo él a mí.

Llevábamos hombro con hombro muchas horas, muchos días. Cercanos, cómplices, buscándonos y distanciándonos, acercándonos y resistiéndonos a la vez. Sumidos en una tarea urgente que no admitía interferencias ni demoras por más que a ratos la sinrazón nos pidiera algo del todo distinto. Conociéndonos cada vez más.

Por eso quizá él me empezaba a resultar tan transparente. Por eso fui capaz de entrever su pensamiento y supe que no me iba a hablar de nosotros, de nuestros instintos y de lo que podría llegar a ser. Su objetivo, en ese momento, apuntaba hacia otra dirección. Hacia el hombre vestido de oscuro que en ese instante arrancaba su coche mientras en su cabeza aún daba vueltas a las palabras de una mujer.

Tenemos que quitarnos al director de encima como sea, intuí que pretendía decirme. Hay que deshacerse de él.

Antes de que lograra tragar su engrudo de pizza para verificar mi presentimiento con la boca vacía, alcé un dedo advirtiéndole.

—Sé lo que estás pensando. La respuesta es ni hablar.