CAPÍTULO 38

A mediodía estábamos de vuelta en el apartamento de Daniel por segunda vez, sacando del maletero de su coche los últimos montones de material.

Antes, cuando por fin retornamos a la urgencia del presente, me había hecho partícipe de sus decisiones nocturnas.

—¿De verdad vas a ser capaz de darle el dinero que cuesta un apartamento a cambio de unas cajas de papeles que ni siquiera sabes lo que contienen? —pregunté incrédula.

—Prefiero correr ese riesgo a que acabe quemándolos o destruyéndolos con una trituradora. Y, además, es el propio dinero de Fontana el que va a pagarlo, la herencia que él decidió legar a Aurora sin sospechar que ambos acabarían sus vidas juntos. Nunca lo he tocado excepto, como te dije, para pagar tu trabajo estos meses. Pero hay bastante más; en principio fueron sus ahorros y un seguro nada despreciable, y con el tiempo todo eso ha ido rentando hasta convertirse en un pequeño capital. Siempre pensé que acabaría donándolo a la universidad o a alguna institución humanitaria, jamás lo habría gastado en mí.

—Sigo sin entenderlo…

—No tengo ningún interés en proporcionarle a Darla un mínimo de calidad de vida en su declive; por lo que a mí respecta, como si se la comen viva los gusanos. Pero al menos me consuela pensar que esto redundará a la larga en beneficio de la pobre Fanny, que la sacará de esa casa miserable y le proporcionará un hogar digno que en su día acabará siendo de su propiedad. Y, bajo esa perspectiva, tampoco creo que sea la peor de las soluciones. No me cabe duda de que él habría dado por bueno destinar su dinero a tal fin.

No insistí, aquello no era asunto mío, pero seguí dando vueltas a si tenía o no razón mientras él hablaba por teléfono con su banco y resolvía los trámites.

A las diez en punto, conforme a lo acordado, acabamos regresando a casa de Darla Stern. La luz del día no lograba aminorar lo patético del ambiente, todo continuaba tan sórdido como la noche anterior: trastos desparramados, una silla volcada, la televisión encendida sin voz y aquel nauseabundo olor a ocaso flotando en el aire. La anciana se mantenía en su sillón, seguramente ni siquiera se había acostado en toda la noche. La única diferencia en esa nueva visita fue que permaneció callada todo el tiempo. Muda, medio aletargada, con los ojos cerrados. Tal vez sedada, tal vez agotada. O, simplemente, fingiendo.

Un hombre corpulento con gafas metálicas y un grueso anillo de oro en el meñique se presentó como su representante legal dispuesto a encargarse de la transacción.

—Acompáñenme, por favor.

Nos condujo al garaje por un lateral de la cocina, sucia, destartalada y con un leve tufo a putrefacción. Abrió después una puerta con esfuerzo, empujándola con el hombro hasta que la hizo ceder. Apartándose a un lado, nos invitó a entrar en una fusión de vertedero y cuarto de los trastos sin apenas espacio para movernos dentro, lleno como estaba de morralla y telarañas, montañas de bolsas de basura atadas con nudos y pilas de periódicos de décadas atrás. Bajo la luz siniestra de una débil bombilla cubierta de mugre y bichos muertos, el abogado señaló un montón de cajas arrumbadas contra una pared.

Mientras Daniel negociaba con él sin molestarse en disimular su antipatía ni con las maneras ni con la voz, yo abrí una de las cajas para examinar el objeto del chantaje. En mitad de lo asqueroso de la situación, no pude evitar que un suspiro de alivio saliera de mí. No necesité hurgar demasiado para comprobar que todo aquello parecía coincidir con el resto de las posesiones documentales de Fontana. Allí estaba posiblemente lo que yo tanto había echado de menos en aquellas semanas, meses casi, en los que el hilo conductor del trabajo de mi compatriota se me había escapado de las manos como un reptil resbaladizo. Amarillentos y ajados, aquellos papeles revueltos en un barullo inmenso contenían, sin duda, lo imprescindible para dotar de coherencia a la última etapa del legado.

La voz de Daniel me sacó del ensimismamiento, solo tuvo que pronunciar mi nombre en tono interrogante. Le respondí con un gesto. Conciso y breve, definitivo. Sacó entonces una chequera del bolsillo interior de su chaqueta y estampó su firma en varios talones que pasaron inmediatamente a la mano ensortijada del abogado. Darla, ajena en apariencia al asunto, continuaba entretanto adormecida en el salón.

Tardamos más de un par de horas en sacar todo del siniestro garaje y en organizarlo dentro del Volvo de Daniel, ocupando por completo en dos viajes el maletero y el asiento de atrás. Apenas hablamos durante los trayectos. Ni cuando entre los dos trasladamos las cajas del coche a su apartamento. Ni cuando las observamos con incertidumbre, como si fueran un batallón de alienígenas en medio del parquet. Finalmente fue él quien quebró el silencio.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Yo qué sé, Daniel, yo qué sé… —murmuré. Me llené los pulmones de aire, lo expulsé—. Intuyo lo que estás pensando y me temo que la respuesta es no. Ya es demasiado tarde, yo ya estoy fuera de esta historia. Además, vuelvo a casa dentro de nada, ya lo sabes.

Mantuve mi mirada concentrada en las cajas mientras notaba la suya sobre mí.

—¿No puedes o no quieres?

—No puedo encargarme, es muchísimo material. Y después de todo lo que ha pasado estos días, apenas me quedan fuerzas. No sería capaz de hacerlo en tan poco tiempo, esto es un mundo, ¿no lo ves? —dije con impotencia señalando las cajas repletas.

—Pero tampoco sabes si quieres.

Me dirigí a su cuarto de baño sin contestarle ni pedirle permiso, me lavé las manos mugrientas. A mi alrededor, los útiles escuetos de un hombre acostumbrado a campar solo. Cepillo y pasta de dientes, cuchilla de afeitar, una toalla grande colgada en la pared. La ropa sucia del deporte mañanero lanzada al suelo en una esquina; en un estante, una radio. Ni rastro de mejunjes o enseres innecesarios.

—Han pasado muchas cosas inesperadas en estos últimos días… —dije volviendo junto a él mientras me terminaba de secar las manos en el pantalón.

No se había movido, seguía con la atención concentrada en los documentos. O eso parecía.

—Cosas que nos han trastocado a los dos, que a ratos nos han separado y a ratos nos han acercado…

—Pero sigues pensando que te engañé —atajó.

Los dos alzamos a la vez los ojos. Los suyos claros, los míos oscuros. Los suyos cansados, los míos también.

—Creo que todavía no he sido capaz de hacerte saber cuánto me arrepiento —continuó—. Te lo podría estar repitiendo de la mañana a la noche, y aun así no lograría perdonarme lo torpe que he sido contigo. He actuado como un imbécil y un cobarde, entiendo cómo te sientes y daría lo que fuera por poder empezar de nuevo esta historia con otro pie. Pero lamentablemente ya no es posible, Blanca. Ahora solo podemos mirar hacia adelante, no hay manera de volver atrás. Por eso te pido que pongamos el contador a cero. Que arranquemos sin rencores otra vez.

Continuábamos de pie frente a las cajas, cruzados de brazos ambos, inmóviles.

—La semana que viene acabaría todo —añadió—. El mismo día de tu marcha acaba el plazo para interponer cualquier recurso contra el proyecto de Los Pinitos, no tendrías que cambiar siquiera la fecha de tu vuelta.

—Pero hay una solución mucho más fácil, Daniel: tú tomas el testigo, puedes hacer este trabajo igual que yo. Tal como me dijiste, para esto no hace falta ser especialista en nada. Simplemente, aplicar rigor y método.

—No hay tiempo, yo nunca podría avanzar a tu ritmo, necesitaría retrotraerme al material anterior, revisar todo lo previo para saber qué es exactamente lo que hay que buscar. Y me temo que ya es demasiado tarde. Con el tiempo tan al límite, tú eres la única persona que ahora mismo tiene una idea precisa de por dónde va todo el asunto: los antecedentes, las lagunas concretas que hay que rellenar, las conexiones entre unos documentos y otros, las piezas que hay que encajar. La única que está en disposición de hacerlo y de llegar a saber si aquí puede haber algo definitivo, eres tú.

Abandoné el apartamento anclada en mi negativa.

Me encaminé a mi despacho, aquella misma tarde tenía mi última clase del curso de cultura española. Antes, aún me quedaba trabajo por hacer.

Por mucho que me esforcé en despejar mi mente y volver a la normalidad, los acontecimientos y las emociones de los dos últimos días habían sido tan intensos que habían conseguido trastocar mis percepciones y poner mis sentimientos del revés. Quizá por eso me costó concentrarme en los que ya iban siendo los últimos escritos, y por eso me equivoqué un montón de veces con las teclas en el ordenador. Mis sentidos no estaban templados. Mi mente andaba por otras sendas.

Al cabo de un largo rato de absoluta improductividad, despegué la vista de la pantalla y la desvié hacia los montones de documentos ordenados y clasificados en los que se había convertido con el paso de los días el barullo inicial del legado de Fontana.

Perdida ya toda esperanza de abstraerme en el trabajo, me recosté en mi sillón y me paré a pensar en él. Rememoré su figura rotunda en las viejas fotografías de la sala de juntas: su barba oscura, los ojos despiertos y agudos. Repasé mentalmente sus escritos, sus cartas y los miles de notas escritas con su trazo contundente. Y, entremezclado con todo ello, recompuse su rastro dilatado a lo largo de los cincuenta y seis años que el destino le concedió vivir. Durante meses supuse intuitivamente que había muerto a una edad muy superior. Mi viejo profesor, le llamaba Daniel a menudo. Ahora él mismo le sobrepasaba en edad.

Sin quererlo casi, en mi cabeza comenzaron a amontonarse ruidos y secuencias, estampas imaginadas de cómo pudo haber sido su trágico final. Faros cegadores, volantazos, rechinar de ruedas. Ella desencajada, sus dedos como garfios aferrados a él cuando ya estaba en marcha la cuenta atrás. Luces deslumbrantes, cristales rotos, gritos. El repiqueteo de las gotas de lluvia cuando todo se paró, silencio luego. Y, al final, la oscuridad.

Me levanté entonces, me acerqué a la ventana. De pie, con el hombro apoyado en su borde y mi rostro apenas a un palmo del cristal, contemplé el campus casi desierto a aquella hora de la tarde. Los estudiantes agotaban sus últimas clases o estaban encerrados preparando sus exámenes, el otoño se consumía anticipando el invierno inminente, las hojas se acumulaban en montones sobre la hierba, y las ramas de los árboles mostraban sin pudor su desnudez.

Las palabras de Darla Stern retornaron a mi memoria arrastrando con ellas la que quizá fuera la última gran certeza en la existencia del profesor. Ella estaba convencida de que él había estado enamorado de Aurora. Daniel, desde otra perspectiva, así lo creía también. ¿Tenían razón ambos, era aquella la verdad? El hijo del minero cautivado por la mujer de su amigo y pupilo, alguien a quien jamás podría tener. Atraído hasta lo más profundo por aquella compatriota joven y hermosa de la que le separaba una barrera que nunca sería capaz de traspasar.

Despegué la vista de la tarde a través del cristal y la concentré sobre las pilas que a lo largo de los meses habían conformado el legado ya en orden. Una idea tan vaga como insistente comenzaba a tomar forma. Un presentimiento, un pálpito. Algo difuso que me decía que entre aquellos papeles había algo que podría testimoniar lo que ellos daban por cierto. Algo que había pasado ante mis ojos, que yo había leído en su momento sin alcanzar a percibir lo que se escondía tras ello.

Miré la hora incapaz de vislumbrar algo definitivo. Cinco minutos para mi última clase en Santa Cecilia. El primer adiós.

Una hora más tarde, cuando la sesión había perdido cualquier remoto olor a encuentro académico y andábamos a su fin intercambiándonos direcciones de correo electrónico para esa visita a España con la que todos mis alumnos prometían obsequiarme en algún impreciso lugar del tiempo, en el rincón más oscuro de mi cerebro se encendió una luz. Diminuta como una cerilla en mitad de un descampado a oscuras. Imperceptible casi, pero con la capacidad para iluminar mi memoria y orientarme en la búsqueda de lo que necesitaba encontrar.

Volví al despacho apretando el paso por los pasillos mientras mi convicción ganaba peso. Entré en tromba, me arrodillé ante uno de los montones de papeles y comencé a hurgar en sus entrañas con las dos manos. Hasta que apareció. Una hoja de papel amarillenta en la que Fontana, con la tipografía de las antiguas máquinas, había mecanografiado una estrofa de un poema de Luis Cernuda. Un breve documento más, archivado como tantos entre sus escritos.

Los cuatro versos iniciales del poema Donde habite el olvido, con unas anotaciones adicionales.

Y entre ellos, la evidencia.

Donde habite el olvido,

En los vastos jardines sin aurora

s i n a u r o r a

aurora — a-u-r-o-r-a — Aurora

sin aurora sin Aurora

AURORA A - U - R - O - R - A

Donde yo sólo sea memoria de una piedra sepultada entre ortigas

Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

A - U - R - O - R - A

aurora

Sin Aurora

Jardines sin aurora

Sin Aurora

Aurora

En cuanto acabé de leerlos, me entraron unas ganas inmensas de llorar.

Desprovistos de la tintura retorcida y maliciosa que Darla Stern se empeñaba en conferirle y cercanos a las dudas que acosaron a Daniel en sus momentos más lúgubres, los sentimientos de Andrés Fontana se asomaban entre los versos en su plena esencia, evidenciando el amor callado por la compatriota inesperada que sin pretenderlo llenó el tramo final de su vida con aquello que él tanto tiempo llevaba añorando sin saberlo siquiera quizá.

Ecos de su propia lengua, de su tierra y su niñez. El sonido rotundo de las erres y las eñes, las elles y las zetas. Barreño, chorro, aliño. Arrullo, chiquillo, chispazo, barrizal. Evocaciones relegadas a la trastienda de la memoria, refranes y jaculatorias que él llevaba más de tres décadas sin oír. Memorias de pucheros en la lumbre, Mambrú se fue a la guerra, la carne de membrillo, Ave María Purísima y algún válgame Dios. El olor ajeno, la risa joven, el roce involuntario de su piel. La razón intentando poner freno a sus sentimientos y estos, desbocados, desobedientes, creciendo sin contención.

Una pasión muda, soterrada ante el mundo. Incluso para ella tal vez. Pero viva y real, poderosa. Andrés Fontana y Aurora Carter. El viejo profesor largamente expatriado y la mujer mediterránea que llegó de la mano de su discípulo a aquella tierra que no era de ninguno de los dos. Tan dispares en todo. Tan próximos en su fin.

Y, de pronto, extrañamente, el pulso del ayer se reactivó en mi presente y, en una conexión precipitada, intuí otra nueva luz. Nítida, clara, alumbrando mi propia vida y despejando por un momento la bruma densa que llevaba meses instalada sobre mí. Al asumir la pasión de Fontana por Aurora, en cierta manera comprendí a Alberto también. A través de ellos entendí algo tan simple, tan orgánico y elemental como que la única causa que le guio para apartarse de mi lado fue la fuerza de un amor sobrevenido que se le cruzó en el camino como tal vez se me habría podido cruzar a mí. Un sentimiento que le sobrepasó.

A pesar de su torpeza conmigo, de todo lo reprochable y censurable y del dolor que me llegó a causar, el amor ajeno del viejo profesor me hizo entender que, ante las jugadas que el destino nos pone insospechadamente por delante, a veces no se puede aplicar la razón.

Solo entonces fui consciente de que nada había terminado.

De que, de hecho, casi todo estaba todavía por empezar.

En el Guevara Hall no quedaba un alma cuando salí de mi despacho, solo silencio, puertas cerradas y la oquedad triste de los pasillos vacíos.

Al llegar de nuevo a su casa lo encontré sentado frente a su mesa de trabajo, en un estado de absoluta desconcentración. Come in!, gritó tan solo cuando llamé. Ni siquiera se levantó a abrirme.

La espalda caída a plomo contra el respaldo del sillón, descalzo, las manos entrelazadas en la nuca, un lápiz mordido entre los dientes. La viva estampa del bloqueo mental. A su alrededor, desparramados por el suelo, fragmentos de material sacado a boleo de las cajas.

No cambió de postura al verme. Ni se sorprendió, ni me saludó. Simplemente desplazó sus gafas de lectura a la punta de la nariz y me contempló por encima de ellas.

—Tienes un aspecto terrible, vamos a dar un paseo —dije desde la puerta.

Le esperé en la calle, apenas tardó unos segundos en aparecer.

—A lo que esta mañana he dicho no ahora digo sí —le anuncié tras recorrer unas decenas de metros en silencio—. Acepto ocuparme de procesar el contenido de todas las cajas que Darla ha sacado a la luz, estoy dispuesta a meterme a fondo en la tarea de intentar recomponer el final del legado.

—No te imaginas…

—Pero quiero que sepas la razón por la que lo hago —añadí sin dejarle hablar—. No es por la aberración urbanística de Los Pinitos, ni por mi propio prurito profesional, ni por ti. Lo hago exclusivamente por Fontana. Por el Andrés Fontana cuya vida he reconstruido a lo largo de estos meses, por mi compromiso con él. Para intentar que sus esfuerzos no caigan en el olvido, como su vieja misión. Solo por él lo hago, Daniel, tenlo presente. Tan solo por él.

Seguíamos caminando sin mirarnos, pero de refilón noté que el gesto de su cara había cambiado.

—Y tampoco cantes victoria antes de tiempo —le advertí—. Tengo condiciones. La primera es al respecto de mi marcha: me sigo yendo, pase lo que pase, el día 22. Y la segunda tiene que ver contigo. No te he mentido antes, el volumen de trabajo es inmenso y yo sola no voy a poder con todo en el escaso tiempo que queda hasta que me vaya. Por eso necesito que me ayudes: yo voy a marcar la pauta, pero necesito tus ojos, tus manos y tu cabeza a mi lado, al cien por cien durante todas las horas que haga falta y sin garantía de poder llegar a ninguna conclusión a tiempo. Así que prepárate para dejar temporalmente en la cuneta a tus novelistas españoles de fin de siglo, porque vas a tener que volver la mirada mucho más atrás.

Se paró en seco y se giró hacia mí. El ceño preocupado de un rato antes se había desvanecido como llevado por el viento del anochecer.

—En tus manos quedo, mi querida Blanca.

Sin dejar de mirarme, me apartó entonces de la cara un mechón de mi melena despeinada tras el larguísimo día.

—Enteramente tuyo hasta el final.