Darla Stern soltó una última carcajada. Una carcajada punzante, espantosa. Automáticamente miré a Daniel a la cara y percibí cómo entrecerraba los ojos y tomaba con ansia aire por la nariz. Anticipé su reacción y lo agarré con fuerza, pero se zafó de mí, dio una zancada hacia delante y empezó a alzar un puño cerrado. Iba a por ella a ciegas. Reaccioné veloz, supe de inmediato que tenía que sacarle de allí como fuera. Alejarle de Darla, de ese cuerpo exiguo cargado de años, huesos y artrosis. Si le dejaba acercarse, la iba a machacar.
Con dos pasos me puse frente a él. Apoyé mis manos contra su pecho, frenando su avance como un muro de contención. Él mientras seguía gritando como un energúmeno, desencajado. El puño amenazante aún en alto, el pelo en la cara, lanzando con furia inmensa los insultos más aberrantes en una catarata sin freno. Le hablé entonces con un arranque de autoridad que no sé de dónde logré sacar.
—Se acabó. Es una perturbada y una provocadora. No le sigas el juego, no te dejes arrastrar.
A duras penas conseguí mantenerle medianamente inmovilizado durante unos instantes que se me antojaron eternos, hasta que por fin percibí una cierta relajación en la tensión de su cuerpo. Le volví a agarrar entonces por el brazo y tiré de él con toda mi energía hasta arrastrarle fuera de aquel esperpéntico escenario.
No le pregunté si había venido en coche o no, tan solo, por pura inercia, echamos a andar. Callados y abatidos, sobrepasados ambos por la atrocidad del encuentro.
Había llovido, no había un alma por las calles, sobre el suelo mojado solo se oían nuestras pisadas. Anduvimos sin rumbo durante un rato largo, mientras me asaltaban mil preguntas, mil dudas. Pero preferí no hablar ni intentar que él lo hiciera. Hasta que en un momento de nuestra caminata errática, se detuvo y me miró.
—Aurora estaba embarazada. Ya había sufrido dos abortos, era nuestra tercera esperanza, la más avanzada de todas sus gestaciones. Tenía problemas para llevar a término los embarazos. Su ilusión por ser madre era inmensa pero, con todo, aguantaba la adversidad con una entereza admirable. Era una mujer magnífica, una grandísima persona.
No dijo nada más y yo, simplemente, asentí con la cabeza sin saber ni juzgar. Reemprendimos la marcha caminando en silencio otra vez a lo largo de calles y plazas desiertas. Todo estaba ya cerrado, los restaurantes, las tiendas, los cafés. Con excepción de algún coche muy de tanto en tanto, éramos los únicos que deambulábamos por aquella zona.
—Tú también lo sospechaste alguna vez, ¿verdad?
Yo misma me sorprendí al oír mi pregunta en medio de la noche. Me sobrecogió mi osadía, mi invasión insolente en su privacidad. Pero mi subconsciente sabía que yo necesitaba saber. Y él lo entendió.
—Alguna vez, no: lo pensé cientos de veces, Blanca. Miles de veces.
Dejó pasar unos momentos, tragó saliva con esfuerzo, noté el ruido de su nuez en su garganta. Después continuó.
—Pasé tres años atroces fuera del mundo, ausente, perdido, sin contacto con la realidad. Tres años dan para hacer unas cuantas imbecilidades y también para pensar mucho.
—¿Y cuál fue tu conclusión?
—Que él se enamoró de Aurora calladamente —dijo con voz turbia—. Y que ella nunca llegó a saberlo.
Volvió a enmudecer, volvió a meditar. Luego siguió.
—Él ya estaba plegando velas, desencantado tras relaciones sentimentales tortuosas que nunca acabaron de fructificar, cumpliendo años y dispuesto a dedicar sus días a rematar su carrera y su vida sin sobresaltos.
—Y entonces apareciste tú con ella…
—Entonces apareció ella con su luz. Con su alegría de vivir y su ternura, con el alma de la vieja patria a la que él jamás volvió. Y él, que a pesar de su cuerpo de toro era un hombre de corazón frágil como al final lo somos todos, cuando creía estar ya en el camino de vuelta, simplemente, se enamoró.
Noté un levísimo quiebro en su voz y preferí no seguir preguntando, no necesitaba saber más. Ya estaban todas las piezas en su sitio. Completar el rompecabezas, sin embargo, no había resultado gratuito. Ni para mí, ni mucho menos para él. Su dolor se percibía en su rostro contraído, en la tensión de su cuerpo cercano al mío, en el silencio que ya no volvió a romper.
Los pasos nos llevaron a su apartamento, puede que yo misma, instintivamente, los dirigiera hacia allí. Le acompañé hasta dentro. Sin ni siquiera encender una luz, se quitó la chaqueta, la dejó caer al suelo y se desplomó en un sillón.
Con las luces apagadas, me dirigí a la zona de la cocina. Me resultó fácil, apenas había muebles ni impedimentos que sortear; al igual que mi propio alojamiento, se trataba de un sitio de paso sin huellas ni señales de las almas que accidentalmente pasaban año tras año por allí. Rebusqué entonces en los armarios semivacíos, alumbrada tan solo por el reflejo amarillento de una farola callejera a través de la ventana. Entre media docena de copas desparejadas y un puñado breve de platos soperos, encontré una botella de Four Roses a la mitad. Serví dos vasos generosos, le entregué uno. No me dio las gracias, ni siquiera me miró. Solo lo agarró y bebió un largo trago. Yo hice lo mismo, nuestras mentes castigadas necesitaban un poco de ayuda para digerir todo lo siniestro de la situación. Para aplacar la aspereza de la desolación tras la batalla.
No cruzamos ni una palabra hasta que, al cabo de un buen rato, me levanté. Él seguía sentado, absorto en la oscuridad. Con las piernas separadas y las manos juntas, sosteniendo el vaso vacío. Lo retiré de entre sus dedos y lo dejé sobre la mesa. Me senté en el brazo de su sillón, pasé mi mano por su pelo y su rostro, por su barba clara, por su gesto aún contraído.
—Me voy a casa.
Antes de alcanzar la puerta, me llamó. Con voz ronca, oscura, como si saliera de un pozo. Del pozo sin fondo del horror revivido.
Me giré.
—No te vayas. Quédate conmigo esta noche.
Volví a su lado sin una palabra y me acurruqué junto a él para hacerle compañía mientras cada uno ajustaba cuentas con sus propios demonios. Al cabo de un rato largo, sin iluminación y sin desprender la mirada de la pared, empezó a hablar.
—Jamás he podido encontrar una respuesta coherente que justifique mi comportamiento tan insensato durante aquellos años; no sé si se trató de un acto de rebeldía o de cobardía, o una simple reacción animal ante la desesperación y el dolor, pero tras el accidente fui incapaz de soportar la idea de seguir solo en Santa Cecilia y opté por largarme sin completar siquiera el curso, sin decir nada a nadie y sin tener la más remota idea de dónde iba a acabar. Al final, después de dar tumbos por la costa mexicana del Pacífico, terminé quedándome casi tres años en un poblacho de pescadores junto a Zihuatanejo. Tres años en los que no hice absolutamente nada más que atormentarme el cuerpo y el alma: no leí ni un libro, no abrí ni un periódico ni escribí una sola línea. Tan solo me dediqué a meterme en el cuerpo toda la mierda que pude encontrar y a aislarme en mi agonía; en los huesos, vestido como un pordiosero y sin hablar apenas con nadie. Mirar el océano y consumir porquería, ese fue todo mi quehacer.
—Hasta que Paul Cullen fue en tu busca —adelanté recordando nuestra conversación el día en que conocí al exmarido de Rebecca—. Por eso me dijiste la noche de Thanksgiving que él había sido testigo de tu propio infierno.
Sonrió con una mueca agria en la penumbra.
—Algún fugaz rastro de lucidez debió de quedar por fortuna en mi pobre cabeza porque, al cabo de un tiempo, di señales de vida y llamé a los Cullen. Y entonces vino Paul y, al ver mi estado, se quedó conmigo un tiempo. Me cortó el pelo y las uñas, me afeitó y me obligó a comer como a un niño. Me curó las heridas y las picaduras que tenía por todo el cuerpo y me abrazó igual que sostenía a sus hijos pequeños cuando por las noches tenían fiebre o les asediaban las pesadillas.
—Pero no consiguió hacerte regresar…
—Aún no estaba listo y él lo entendió; todavía tuvo que pasar un tiempo hasta que mi patético duelo alcanzó su fin. Ignoro por qué decidí recorrer aquella vía muerta —añadió encogiéndose de hombros—, te juro que no tengo la menor idea. Lo único cierto es que, al final, logré salir. Por Aurora y por mí mismo: por su memoria, por mi cordura y mi dignidad. Cuando fui capaz de recobrar la lucidez necesaria como para poder analizar qué había sido de mí, me encontré con que, a mis treinta y siete años, no era más que un extoxicómano solo como un perro sarnoso, más pobre que las ratas y sin perspectiva laboral inmediata alguna. Con todo, aprendí a existir de nuevo, de frente, con la cabeza alta. Dispuesto a pelear por volver a ser feliz, pero sin estar quizá del todo preparado para que alguien descerrajara de pronto a patadas esa puerta que yo creía cerrada desde hacía tanto tiempo.
La primera luz del sol inundaba el apartamento cuando me desperté. Apenas tardé un par de segundos en ubicarme y recordar en un fogonazo la noche anterior. Yo seguía tumbada en el sofá, pero el hueco que él había ocupado estaba vacío. Al fondo, tras una puerta cerrada, sonaba el agua cayendo de una ducha abierta. En el suelo, unas zapatillas de deporte que no estaban allí antes, vestigios de una carrera matutina, intuí. No supe si él había conseguido descansar algún rato, imaginé que no.
Cuando me puse de pie, noté el peso del plomo en la cabeza. Tenía la boca pastosa, las articulaciones rígidas y una inclemente amenaza de tortícolis. Descalza y adormecida, preparé una cafetera. Los dos vasos en los que habíamos bebido estaban en el fregadero, la botella de bourbon en el cubo de la basura, vacía.
Apareció a los pocos minutos. Con el pelo mojado, ropa limpia y los ojos vidriosos, se aproximó a la zona abierta de la cocina mientras se doblaba las mangas de una camisa negra. Negra como su ánimo, como su alma. No nos dijimos nada, simplemente le tendí un café. Acercó sus dos manos hacia la mía. Con la izquierda agarró la taza, la retiró de mis dedos y la dejó sobre la encimera. Con la derecha me atrajo hacia él.
—Ven aquí. —Me abrazó—. Gracias por no irte. Ha sido una noche muy larga. Muy larga y muy triste, una noche de cuchillos afilados. Nunca pensé que los fantasmas pudieran volver con tanta fuerza.
Apoyé mi cara en su pecho y cerré los ojos, aún estaba medio dormida. No nos despegamos en un rato eterno.