Subió en un par de zancadas los cuatro escalones del porche, llamó con el puño y, sin esperar respuesta, empujó la puerta. Yo le seguí, accedimos directamente al salón. Oscuro, lúgubre, atiborrado de muebles y trastos.
Una voz áspera surgió del fondo, abriéndose paso entre el olor denso a falta de ventilación y a decadencia.
—Llevo semanas pensando en invitaros a los dos a cenar, pero la noticia de que la profesora Perea está a punto de marcharse definitivamente me ha pillado por sorpresa, espero que me disculpéis por no haber tenido tiempo para preparativos.
Una lámpara de luz mortecina alumbraba la estancia. Frente al sillón de la anciana, una televisión encendida y sin volumen proyectaba sus reflejos catódicos sobre los contornos cercanos. Tal como la recordaba, mantenía su espesa melena de pelo teñido en un tono rubio nórdico incongruente con su edad. En su rostro replegado en mil arrugas, como si estuviera lista para una gran fiesta, resaltaban de nuevo unos labios pintados de rojo intenso. Su vestimenta, otro viejo chándal de color incierto, indicaba en cambio que sus planes no contemplaban ir a ningún sitio.
—Pero si tenéis hambre, servíos algo vosotros mismos, en la nevera debe de quedar algún muslo de pollo del otro día y creo que hay también medio paquete de pan y un poco de ensalada de col de la semana pasada.
Solo pensar en comer aquello me provocó náuseas, pero Daniel fue más educado que yo.
—Estamos bien así, gracias, Darla.
—Sentaos al menos, poneos cómodos. Como si estuvierais en vuestra casa.
—Venimos con un poco de prisa, ¿sabes? —mintió de nuevo sin moverse—. Así que mejor dinos cuanto antes para qué nos has llamado y luego te dejamos que sigas viendo la tele tranquila.
La anciana chasqueó la lengua.
—Ay, Carter, Carter, tú y tus prisas… Parece que te estoy viendo otra vez… Lo mismo ibas en busca de tu aula que a una de aquellas asambleas políticas o a reclamar cualquier cosa al decano, siempre como un loco a la carrera.
Él permaneció inmutable, ella repitió el chasqueo.
—Fueron buenos tiempos, ¿eh, muchacho? Muy buenos tiempos…
Ni una palabra en respuesta.
—En fin —añadió ante su silencio férreo—, ya veo que no tienes demasiado interés por retozar en la nostalgia. Una lástima, si quieres que te diga la verdad, porque podríamos pasar una noche divina rememorando tú y yo algunas anécdotas. ¿Te acuerdas de cuando…?
—A la doctora Perea y a mí nos gustaría saber de una vez para qué nos has llamado.
Su tono empezaba a despojarse de la capa de falsa cortesía con la que había arrancado la conversación. Ella suspiró entonces con una actitud teatral.
—Bueno, si te empeñas en que no malgastemos tu valioso tiempo en una charla entre viejos amigos, pasemos entonces a lo importante.
—¿Y qué es lo importante, si se puede saber?
—Los negocios, amigo mío. Al final del día, por muy intelectuales o muy espirituales que pretendamos ser, siempre acabamos enredados con asuntos de dinero.
—No me digas… —apuntó Daniel con evidente desinterés.
—Negocios, dinero: yo vendo, tú compras. Si es que os interesa lo que quiero ofreceros, claro.
—Lo dudo, pero ponnos al tanto por si acaso.
—Déjame antes saludar a nuestra invitada, ¿qué tal, profesora Perea?
—Bien, gracias —respondí con hosquedad.
No me gustaba el tono en que aquella visita se estaba desenvolviendo. No me gustaba Darla Stern, no me gustaba la manera en que se estaba dirigiendo a Daniel, y mucho menos me gustaba la forma en que anticipaba que me trataría a mí. Me miró entonces detenidamente, entrecerrando los ojos para ajustar la vista a la vez que inclinaba hacia un lado la cabeza.
—De altura son más o menos iguales, ¿no? Y lo mismo de flacas las dos, pero esta parece un poco más seria, ¿verdad, Carter? La otra se reía más, era más, más… Y el color del pelo tampoco…
—Para, Darla —ordenó cortante.
—Disculpa, querido, era una mera observación —replicó sin amedrentarse—. Bien, vayamos entonces a lo nuestro. Según tengo entendido, la profesora Perea ha seguido revolviendo entre los papeles de nuestro llorado Andrés Fontana.
Antes de que yo pudiera responder, Daniel habló por mí.
—La doctora Perea, como ya te contamos en su momento, ha estado simplemente trabajando para la universidad en la clasificación de su legado.
—¿Me permitís que me carcajee un rato, por favor? A la universidad le importa una mierda el legado de Fontana, sus cosas llevaban décadas conviviendo con las ratas. Hasta que de pronto, sorpresa, sorpresa, una españolita viene a meter en ellas la nariz. Y justo entonces el ilustre profesor aparece de nuevo por aquí, a pasearse por el campus como en los viejos tiempos.
—Ya ves —dijo Daniel sin esforzarse por disimular su cinismo—. Casualidades de la vida.
Permanecíamos de pie en mitad del cuarto; el ambiente era cada vez más denso, más surrealista, con las ráfagas del resplandor de la televisión distorsionadas por los movimientos mudos de las imágenes.
—Conmigo no te hagas el listo, Carter. Me han contado que has acabado convertido en toda una celebridad académica, pero yo te conozco desde hace más años de los que tú y yo quisiéramos que hubieran pasado. Y esta historia me huele mal. Me huele fatal. Desapareciste como un apestado tras el accidente, ni siquiera te quedaste a llorar a los muertos. Anduviste perdido, muy perdido. Y ahora, de repente, aquí estás otra vez, a saber con qué intenciones. Pero a mí no me engañas. Puede que yo nunca fuera tan erudita como todos vosotros, pero sigo sabiendo sumar dos más dos.
—Nadie lo duda.
—Por eso, aunque no sé qué andáis buscando en concreto, creo que tengo algo que quizá os pueda interesar. Algo que esta —dijo señalándome con un despectivo movimiento de barbilla— lleva echando en falta desde hace semanas. Me lo ha dicho mi Fanny, desde pequeña la he instruido para que me cuente todo lo que su mente registre, lleva años siendo mi ventana al mundo. Me ha contado que necesita papeles de Fontana que no aparecen. Y supongo que le convendría encontrarlos cuanto antes si, como parece, va a marcharse pronto…
—No te quedarías con nada suyo que no te correspondiera, ¿verdad?
En la voz de Daniel se percibía una mezcla de estupor e incredulidad. La vieja respondió rauda, con una agilidad impropia de su frágil figura.
—¡Con todo lo que me dio la gana, para eso lo enterré yo! Porque tú, su amigo del alma, su prohijado, ni siquiera acudiste a su funeral.
—Tenía otras cosas que hacer, lamentablemente —aclaró con amarga ironía—. Enterrar a mi propia mujer en su patria, por ejemplo.
—¿Y cuántas veces volviste a visitar la tumba de tu maestro después? ¿Cuántas veces te preocupaste de poner orden en lo que dejó detrás?
—Jamás visito sepulturas. Ni la de Fontana, ni la de mi mujer, ni la de nadie. Ellos están en mi memoria y en mi corazón, lo que queda en los camposantos me importa tres cojones —dijo con exasperación—. Y ahora vamos a dejar de perder el tiempo, si no te importa. Dinos de una vez qué es lo que tienes que crees que nos puede interesar.
Había contestado a la primera pregunta, a la que tenía que ver con su ausencia de visitas a la tumba de Fontana. A la segunda, a su despreocupación sobre el legado, hizo oídos sordos. Ella, por fortuna, lo pasó por alto.
—Un montón de cajas llenas de documentos más viejos que la tos, eso es lo que tengo. Los últimos con los que él trabajó en su vida. En tu obsesión por huir de todo lo que aquí ocurrió, también se te debió de evaporar de la mente que, en las semanas anteriores al accidente, el Guevara Hall estuvo en obras y allí no había manera humana de hacer nada con normalidad —continuó—. Por eso él se llevó a su casa todos aquellos papeles, para poder dedicarse a estudiarlos allí, yo misma le ayudé a trasladarlos. Todavía recuerdo cómo pesaban las cajas del demonio, hasta me partí un par de uñas tirando de ellas. Nunca tuve ni idea de qué contenían, no entiendo vuestra maldita lengua y jamás me interesaron sus asuntos académicos. Pero él anduvo una buena temporada absorto entre aquella basura, tuvo todo aquello desparramado por todas partes hasta el final.
Daniel entreabrió la boca, pero no logró decir nada. Desconcertado por lo oído, estupefacto. Autoinculpándose por su desmemoria, incapaz de poner en palabras su reacción.
—¿Dónde están ahora? —pregunté sin poder contenerme.
La vieja soltó una carcajada agria.
—¿Creéis que estoy gagá, pensáis que os lo voy a decir sin más?
—¿Qué quieres a cambio? —atajó Daniel volviendo a la realidad.
—Ya te he dicho que dinero, cariño, ya te lo he dicho, ¿qué voy a querer? Soy una pobre anciana desvalida que vive en una cochambre de casa. Garantizadme un futuro mejor y tendréis los documentos para hacer con ellos lo que os venga en gana; por mí, como si os limpiáis con ellos el culo.
Supuse que él iba a frenar en seco aquel chantaje, no pensé que fuera a ceder ante una coacción tan bajuna: seguro que existía alguna manera de hacerse con ese resto del legado por un canal más ortodoxo y menos ruin. Pero, como en tantas otras cosas en los últimos tiempos, me equivoqué. Apenas un par de segundos tardó en entrar de pleno en la negociación. Y, para mi sorpresa, conmigo a rastras.
—Antes tendremos que comprobar si son los documentos que interesan a la doctora Perea.
—Me parece fantástico: podréis verlos, hablad entre vosotros todo lo que tengáis que hablar y pensad después si el trato os conviene o no. Lo único que sé es que yo solo pienso daros una oportunidad. Mañana a las diez de la mañana habrá aquí un abogado, tendréis quince minutos para valorar el contenido de las cajas. Si al cabo decidís que os interesan, os las lleváis. Si no, ya me encargaré yo de que todos esos papeles terminen destruidos por la tarde, por si a vuestros sofisticados intelectos se les ocurre pensar que tal vez podríais engañar a esta pobre vieja y conseguir todo ese material por la cara de alguna otra manera. El precio, por cierto, no será demasiado elevado, algo casi simbólico.
—¿Tan simbólico como qué?
—Como el importe de un apartamento de dos habitaciones en un complejo residencial para personas con necesidades especiales.
De su garganta salió una carcajada. Ronca y amarga. Cortante.
—Tú has perdido la cabeza, mujer.
—En realidad, estoy siendo más que generosa contigo, Carter. Si desde un principio me hubieras dado lo que me correspondía, habría salido sin duda ganando mucho más.
—No sé de qué me hablas.
La anciana tardó en contestarle. Por primera vez desde que llegamos, parecía estar sopesando sus palabras para dar en la diana sin posibilidad de error.
—Tú te quedaste con el dinero de Fontana que debería haber sido para nosotras —dijo por fin con forzada lentitud—. El que él puso a nombre de tu mujer en su testamento cuando ella lo engatusó.
—Cuidado con lo que dices, Darla. Cuidado —advirtió Daniel alzando un dedo amenazador.
—Sé perfectamente de qué estoy hablando. Tu mujer sedujo a Fontana. Y él terminó dejándole su dinero, ese que al final acabó en tus manos. El que nos habría correspondido a mi hija y a mí si vosotros nunca hubierais aparecido por aquí y si él no se hubiera enamorado de ella como un absoluto imbécil.
La piel se me erizó al oírla, Daniel contestó sin apenas despegar los labios.
—No sabes de lo que hablas…
—Sé perfectamente lo que digo. Perfectamente. Andrés Fontana estaba loco por tu mujer y ella le seguía el juego. Ahí andaba siempre cerca de él, con su pelo largo, con su sonrisa permanente. Cada vez que ella aparecía por el departamento, él perdía el norte. Tú apenas le dedicabas un par de minutos: le dabas un besito, le hacías una bromita y seguías a lo tuyo. Y entonces ella iba a verle y él se la comía con los ojos, se volvía otro de pronto, tierno como un cordero. Durante todos los años que le conocí, nunca le oí reír tanto como cuando estaba con ella. La adoraba, Carter, y tú no te dabas ni cuenta.
—Solo está intentando provocarte, Daniel —le dije en voz baja—. Vámonos de aquí. No la dejes seguir.
—¿Ves? Lo mismo que esta hace ahora contigo para embobarte, usar el maldito español. Porque esta amiguita tuya, igual que la otra, también tiene un marido por algún sitio, ¿no?
Preferí no responder. Él, en cambio, no se contuvo.
—¡A ti qué te importa, déjala en paz! —tronó. Con un movimiento impulsivo, quizá para protegerme, quizá para protegerse él, me agarró una mano con fuerza—. Esto es entre tú y yo, Darla, ni se te ocurra atacarla a ella.
—Al final, la historia siempre se repite: así de bobos y de memos somos los humanos —continuó sin inmutarse—. La mujer joven y lista seduce al hombre maduro, y el hombre maduro, que se creía más listo todavía, acaba cayendo como un colegial. No sé si tú tendrás a alguien esperándote en tu casa en Santa Bárbara o dondequiera que vivas mientras andas moneando con esta por aquí, pero Fontana sí tenía a alguien cuando tu mujer lo embelesó. Me tenía a mí.
Ahora fue una risotada bronca de Daniel la que la cortó.
—Fontana no tenía nada contigo. Tan solo era una buena persona a quien tú y tu hija dabais pena.
—¡Él era mío hasta que llegasteis vosotros! —chilló la anciana despegando colérica la espalda de su sillón—. Nos cuidaba a mi Fanny y a mí, se había hecho cargo de nosotras desde que el borracho inútil de mi marido nos dejó. Pero tuvisteis que aparecer por aquí vosotros, los fabulosos Carter, para fastidiarlo todo. Y entonces tu mujer lo encandiló, él cayó en sus redes y nos dejó de lado.
—Él estaba harto de ti, Darla —replicó Daniel. Intentaba hacer acopio de paciencia, a duras penas lo conseguía—. Harto de tus caprichos y tus exigencias, de tu comportamiento impertinente con él y con todos nosotros. Desconozco qué hubo entre vosotros antes de que mi mujer y yo nos instaláramos en Santa Cecilia, él prefirió no contármelo. Quizá vivisteis una aventura, puede ser. De lo que sí tengo constancia es de que, cuando nosotros llegamos aquí, de aquel afecto que algún día pudiera o no haberte tenido, no quedaba nada. Absolutamente nada. Para él fuimos una liberación, un soplo de aire fresco. Gracias a Aurora y a mí, él logró distanciarse más aún de ti.
—¿Y sabes qué? —prosiguió ella haciendo caso omiso a sus palabras—. Que todo lo que pasó después fue culpa tuya. Deberías haberla vigilado más, deberías haberle tenido el ojo puesto encima. Era tu responsabilidad: tú la sacaste de su país, la separaste de su familia y de su mundo. La arrastraste contigo a una tierra extraña, pero no fuiste capaz de protegerla lo suficiente. A lo mejor todo aquello que tanto lloramos después nunca habría ocurrido si tú hubieras estado más pendiente.
A mi memoria volvieron las palabras de la noche anterior en mi apartamento. Sus propias reflexiones al respecto, la larga culpa que tantos años sobre Fontana descargó.
—¡Tú qué coño sabes de mi vida con mi mujer! —bramó lleno de cólera.
Al segundo, con mi mano todavía en la suya, propinó una patada a una silla con tal furia que hizo saltar por el aire un sinfín de trastos inútiles que acabaron estrellándose contra la pared. El suelo quedó sembrado de porcelanas decapitadas, pedazos de cerámica y tripas de souvenirs. Sin hacer caso al estropicio, la anciana continuó impasible.
—Yo os veía, os observaba, me daba cuenta de todo. Ella pasaba el tiempo por ahí, entrando y saliendo, a su aire. Y tú, mientras, en tu despacho, aporreando todo el día aquella máquina de escribir que retumbaba por toda la planta del Guevara Hall. Aún me parece que te estoy oyendo machacar las teclas, ¡clan! ¡clan! ¡clan! ¡clan! y después aquellos golpes que pegabas al carro, como un animal, ¡ras! ¡ras! Y venga a teclear otra vez, por Dios bendito, qué suplicio. Pero tú vivías ajeno a todo, antes se imponían tus aspiraciones profesionales. Querías irte de aquí, ¿recuerdas? Esto se te quedaba pequeño, querías marcharte a Berkeley, hacer carrera en una gran universidad.
—Para, Darla… —insistió intentando recuperar la calma. Su aguante, sin embargo, parecía al borde del agotamiento.
—Eras el profesor más popular de la universidad, el más auténtico, el más divertido, el más guapo —prosiguió ella imparable como una pala de demolición—. Y cuando no estabas encerrado en tu despacho o dando tus clases siempre llenas o invitando a tus alumnos a fiestas hasta las tantas en vuestra casa, te dedicabas a alborotarlos por el campus con tus arengas contra la guerra de Vietnam, con tus soflamas contra el sistema. ¿Se te ha olvidado eso también? Te tuvieron que llamar la atención varias veces, te abrieron un expediente.
—Para ya, Darla, déjalo ya, por favor… —volvió a insistir.
—Fontana y tu mujer murieron juntos por tu egoísmo, porque no quisiste enterarte de lo que había entre ellos, por permanecer absorto en tu propio universo. Tendrías que haber estado al tanto y no consentir que intimaran así. Deberías haberlos separado. Si lo hubieras hecho, ni tu mujer ni mi hombre habrían llegado a aquel penoso desenlace.
El silencio tenso volvió a asentarse en el lúgubre salón. Percibí cómo Daniel se preparaba para responder, cómo procesaba la información, ordenaba sus pensamientos y elegía sus palabras. Y entonces fui consciente de que todo estaba yendo ya demasiado lejos. Darla lo estaba arrastrando al abismo y él la seguía en su juego macabro.
Me solté de su mano y le agarré el brazo.
—Vámonos —ordené tirando de él—. Ahora mismo.
—Un minuto, Blanca, un minuto solo y se acabó.
Acto seguido, cambiando de tono y de lengua, se volvió hacia la anciana otra vez.
—Ha pasado demasiado tiempo y ya no hay marcha atrás, Darla. Nada de lo que me cuentes hoy va a hacer que los ausentes regresen a mi lado. Tus desvaríos, sean ciertos o no, en nada van a alterar la inmensidad de todo lo que en su día sufrí, pero aquello fue el ayer y yo ya estoy fuera de ese tiempo terrible. Por eso, por favor, vamos a terminar con este encuentro de una vez.
—Tú encárgate de hacerme llegar el dinero para un apartamento para gente como yo, y todo habrá llegado a su fin.
—¿Para gente como tú? ¿Tan decrépita o tan miserable?
—Vaya, vaya —dijo fingiendo una risita rebosante de cinismo—, veo que aún mantienes vivo tu ingenio, profesor. Intuyo que no lo corroyó del todo aquella basura que te metiste en el cuerpo. ¿Te ha contado el gran académico a qué se dedicó cuando huyó de Santa Cecilia, Perea? ¿Te ha contado por qué perdió su puesto en esta universidad? Yo solo conozco parte de la historia, pero creo que es muy interesante. Cuéntaselo, Carter, cuéntaselo mientras te follas a tu nueva perra española esta noche, si es que aún se te levanta.
—Ahora sí nos vamos, Blanca —dijo por fin sin responder a la obscenidad—. Y disculpa este espectáculo tan miserable, no es más que una vieja patética que lleva treinta años acumulando rencor.
—Ay, ay, ay, no seas tan malo conmigo, querido —dijo con una aparente docilidad desbordada de hipocresía—. Mañana, a las diez. Que no se os olvide.
—Nos lo pensaremos. Y ahora, si nos lo permites, nos largamos. Ya hemos oído bastante bazofia por esta noche.
Dejando a la vieja reconcomida en su sillón, nos dirigimos hacia la salida. A duras penas pude contener mi alivio, las ganas de gritar, de respirar el aire de la noche, de salir al mundo real otra vez.
A punto de abrir la puerta, sin embargo, su voz nos detuvo.
—¡Carter!
Un graznido más que un grito. Un chillido áspero que nos heló los oídos a los dos.
Ambos volvimos la cabeza y en un fogonazo súbito fui de pronto consciente de que me había equivocado en mi presagio del fin. Aún faltaba la traca en aquella lúgubre fiesta.
Seguía hundida, con el lápiz de labios ya fuera de su contorno y aquel pelo de muñeca barata desparramado sobre el respaldo del sillón, preparándose para lanzar la última carga de su munición devastadora.
—A lo mejor nada de esto habría llegado a ocurrir si hubieras sido capaz de darle a tu mujer algo que ella andaba pidiendo a gritos.
Una pausa espeluznante precedió al torpedo.
—Un hijo, por ejemplo.