CAPÍTULO 35

Un combo de paracetamol, café y voluntad hizo que el mundo se pusiera de nuevo en marcha a la mañana siguiente. Tras una noche de sueño turbio, me senté a desayunar al amanecer y, entre las tostadas y la mantequilla, tracé el mapa de lo que creía que iba a ser mi final de trayecto en aquella tierra extraña. Emprendí después, como todos los días, el camino hacia mi trabajo. Desengañada y dolida, pero de nuevo en la brecha.

Intenté no ver a nadie a lo largo de la jornada. Ni siquiera salí a comer para evitar cruzarme con los colegas o los estudiantes que me pudieran surgir al paso. Me dediqué solo a trabajar, a aislarme por inmersión en los últimos documentos de Fontana y a intentar poner un orden difícil en aquellos papeles inconexos con los que, para bien o para mal, irremediablemente acabaría mi labor en Santa Cecilia. Con independencia de quién hubiera ingeniado aquella tarea; con independencia de que su gestor fuera una institución solvente o un simple humano de pasado turbulento con deudas afectivas por saldar, mi responsabilidad era completarla con eficacia y rigor. Así lo había aceptado en su inicio. Y así habría de ser.

Mis esfuerzos por mantenerme incomunicada, sin embargo, no se cumplieron: unas cuantas interrupciones imprevisibles dieron al traste con ellos.

Contra cualquier pronóstico, el primer paréntesis lo propició la última persona que podría yo imaginar desatando cualquier acontecimiento medianamente notorio en mi entorno: Fanny. Pasado el mediodía, se presentó en mi despacho con un bocadillo amorfo envuelto en plástico resobado y una botella de zumo con color de jarabe para la tos.

—Me he dado cuenta de que no ha salido a comer, supongo que tendrá mucho trabajo. Así que le traigo algo —anunció. Acto seguido extendió los brazos, como accionados por un resorte mecánico.

—Muchas gracias, Fanny —dije aceptando su detalle. Bienintencionado, sin la menor duda. Escasamente apetecible, también.

A pesar de mi fingida cordialidad y su limitada perspicacia, en mi rostro debió de percibir algo que la descuadró.

—¿Se encuentra bien, doctora Perea? No tiene buena cara.

—Estoy perfectamente, Fanny, gracias —mentí—. Solo un poco más ocupada de la cuenta porque tengo que terminar esto con urgencia. Vuelvo a casa dentro de poco y debo dejarlo todo organizado.

—¿Cuándo se va? —preguntó entonces acelerando el tono. Como si de verdad le importase la marcha de aquella visitante que durante unos meses había ocupado el rincón más triste del departamento.

—El próximo viernes.

Se me quedó mirando sin parpadear, con la boca medio abierta y los brazos inertes caídos a ambos lados de su cuerpo desfondado. Hasta que, dándose la vuelta, salió al pasillo hablando consigo misma.

Escondí el bocadillo en el fondo de mi bolso para que no sospechara que jamás me lo llegué a comer y proseguí. Sin ganas, sin ánimo, pero consciente de que así tendría que ser.

Hasta que unos nudillos golpearon la puerta abierta y con ellos llegó la segunda interrupción. Alcé la cabeza de uno de los textos finales sobre la secularización de las misiones y, tan solo a unos pasos, encontré a Luis Zárate.

Traté de que no se me notara en exceso que él era la última persona en el mundo a la que en ese instante quería ver; llevaba incluso varios días subiendo por la escalera trasera en vez de usar el ascensor a fin de evitar mi paso por delante de su despacho. Al principio fue por la sospecha y más tarde por la certeza: no haber compartido con él primero mis dudas y después mis evidencias sobre quién había detrás de mi beca, no haberle hecho partícipe de algo tan sustancialmente ligado a su propio departamento, se me antojaba por mi parte una contundente deslealtad. Pero aún tenía que pensar, todavía necesitaba tiempo para aclarar mi cabeza revuelta y decidir qué hacer. Por eso, de momento, prefería esquivarle. Y por eso, verle en mi puerta me descolocó.

—¿Tan mal lo pasamos el sábado que me estás huyendo?

Hablaba en broma pero, aun así, trastabillé antes de contestar. No, no lo pasamos mal, todo lo contrario, podría haberle dicho. Fue una salida muy agradable, una cena deliciosa, tú eres un hombre atractivo, me encuentro a gusto a tu lado y entre nosotros nos entendemos bien, esas podrían haber sido mis palabras. Pero. Pero ¿qué?, podría haber preguntado entonces él. Pero encendiste la mecha. ¿Qué mecha? La que acabó haciendo arder la pila de extrañezas enmarañadas que, como un amasijo de ramas secas y sin ser yo casi consciente, se había ido formando dentro de mí.

Nada de esto saltó al aire, solo en mi cerebro transcurrió tal conversación. Ni Luis Zárate sospechaba nada, ni yo tenía, de momento, la intención de hacerle partícipe de mis preocupaciones. De momento. Luego, ya vería.

—Ando liadísima, ya me ves, con un montón de cosas que hacer —dije señalando mi mesa repleta con los últimos montones del legado. Intentaba sonar creíble, amable, normal. Pero no le convencí.

—¿De verdad es solo eso lo que te pasa?

Noté que daba un par de pasos hacia mi mesa y me levanté inmediatamente. Como defensa, como falsa protección. No soportaba la idea de que me viera desmoronarme encima de mis papeles.

—No he dormido bien del todo, quizá cené algo que me sentó mal.

—¿Seguro que no hay ningún problema? —insistió avanzando un paso más.

—Seguro, pero quería decirte que a mi trabajo le queda ya muy poco, y que he decidido finalmente que voy a pasar la Navidad con mis hijos, así que…

—Así que te vas.

—La semana que viene, a la vez que los estudiantes. Iba a pasarme más tarde a verte para comentártelo.

La pésima calidad de mi mentira, evidentemente, no coló.

Dio un último paso. En la angostura de mi humilde despacho, aquello significaba que ya había llegado junto a mí.

—¿Qué ocurre, Blanca? —murmuró extendiendo una mano hacia mí.

Sentí en mi cuello el calor de sus dedos, no contesté.

—Ya sabes que puedes contar conmigo.

Se había acercado aún más, su voz baja sonó junto a mi oído, noté su aliento. Permanecí callada. Demasiado turbada, demasiado cansada, demasiado frágil. Sus labios amagaron con posarse en los míos, giré la cara una pizca, no le dejé. Pero tampoco me aparté de su lado.

—Para lo que quieras, cuenta conmigo para lo que quieras —me susurró de nuevo. Con sus dedos aún en mi cuello. Con su voz en mi oído otra vez.

Podría haber gritado con todas mis fuerzas sí, lo sé, ayúdame, sácame de este atolladero en el que yo sola me he metido, haz que me olvide de todo y de todos, abrázame fuerte, sácame de aquí. Pero no le respondí. Quizá por sentido de autoprotección, quizá por no complicar más las cosas. Después tan solo, lentamente, me separé de él.

En ese momento exacto, Fanny entró como una tromba.

—¡Perdóneme, doctor Zárate! ¡No sabía que estaba usted aquí! —se disculpó atropellada.

—Adelante, Fanny, adelante —replicó él retomando su tono frío de director—. Ya he terminado de hablar con la doctora Perea, me iba ahora mismo. Insisto, Blanca —dijo tan solo como despedida—. Ya sabes dónde estoy.

—A mamá le gustaría mucho verla esta noche, doctora Perea —anunció Fanny apenas Luis salió. Sin dejarme tiempo para entender qué acababa de pasar entre nosotros. Sin permitirme un segundo para reflexionar—. En cuanto le he contado que va a marcharse pronto —prosiguió en un arrebato—, me ha dicho que quiere hablar con usted, que puede tener algo que tal vez le interese.

Terminar aquel día triste con la visita de cortesía a la anciana Darla Stern se me antojó en aquellos momentos tan apetecible como un trago de aguarrás. Pero era cierto que Fanny me hablaba constantemente de ella, que en más de una ocasión me había dicho cuánto le gustaría que nos viéramos. Y lo mismo de cierto era que yo le había dado largas y excusas, confiando en que aquel encuentro nunca llegara a producirse. Nada menos apetecible que un cara a cara con una extravagante octogenaria que a buen seguro no tenía nada que ofrecerme más allá de una conversación deslavazada y quizá algún polvoriento recuerdo de Fontana que a mí ya no me interesaba conocer. A aquellas alturas, nada me importaba conocer el cariz de la relación que mantuvieron en el pasado, si fue meramente profesional o si alguna vez dieron juntos un paso más allá. Pero, por última deferencia hacia Fanny ahora que estaba a punto de emprender el camino de vuelta a mi vida de siempre, me sentí obligada a no rechazar la invitación.

—De acuerdo, Fanny. Dime dónde vives y a qué hora quieres que vaya.

La tercera sorpresa sobrevenida que añadiría una nueva vuelta de tuerca a mis erróneas presuposiciones llegó apenas media hora después. Fue una llamada telefónica al recio aparato de mi despacho. Una llamada que rompió de nuevo la quietud del trabajo y desbarató bruscamente las piezas de lo anticipado.

Daniel Carter. Otra vez.

A lo largo de las horas de incertidumbre que aún tuve que pasar desde que la noche anterior salió de mi casa y hasta que logré dormirme, me había hecho el firme propósito de sacarle por completo de mi vida, de evitar que entre nosotros se produjese el más simple contacto en el escaso tiempo que restaba hasta mi marcha. Entendía sus razones y su dolor, sus intenciones, sus decisiones e incluso sus pasos al actuar. Entendía casi todo. Casi, porque había algo para lo que seguía sin tener una explicación: su silencio. Decidí por eso mantenerme alejada de él. Empezar a olvidar que una vez se me había cruzado en la vida un colega americano alto y barbudo que hablaba mi propia lengua casi mejor que yo misma; desprenderme de la sombra de alguien con quien la cercanía y el afecto habían saltado por los aires como la olla a presión que estalla reventando los cristales, salpicando las paredes y ensuciando el techo de la cocina.

Sin embargo, mi viejo teléfono databa de muchos años antes de que la tecnología incorporara una pequeña pantalla para identificar el origen de las llamadas. Por eso no pude anticipar que era él quien estaba aferrado al auricular al otro lado. Por eso probablemente había decidido no contactarme en mi móvil, previendo que si yo anticipaba que se trataba de él, no le iba a contestar.

Nada más reconocer su voz, pensé en cortar sin dejarle hablar siquiera; intuía que llamaba para reiterarme sus disculpas y seguir intentando venderme justificaciones. Pero me equivoqué. El propósito de su llamada era otro muy distinto y no guardaba relación alguna con lo vivido el día anterior, sino que apuntaba con precisión hacia el futuro inmediato. Su voz sonó en la distancia seria y firme. No autoritaria, pero casi.

—No me cuelgues, Blanca, por favor. Escúchame solo un momento, esto es importante. Sé que Darla Stern quiere verte. A mí también me ha hecho llegar un mensaje, me cita a las ocho. Igual que a ti, supongo. Dice que quiere proponernos algo a los dos, ¿sigues ahí?

—Sí.

—Bien, no se te ocurra ir a su casa tú sola. Espérame. Te recojo en tu apartamento y vamos juntos.

—No hace falta, gracias. Sabré llegar por mí misma —repliqué sin pedir explicaciones sobre su advertencia.

Una pausa de un par de segundos y de nuevo sus palabras.

—Como quieras. Pero no vayas antes de la hora, ni entres sin mí. Te estaré esperando en la puerta. A las ocho en punto.

El mapa que Fanny me había pintarrajeado en medio folio con trazos casi infantiles me permitió localizar su casa sin dificultad. Desde el final de la calle percibí una silueta oscura sentada en los escalones del porche.

—Fanny no va a estar aquí —anuncié fríamente a modo de saludo—. Me dijo que pasaría la tarde en su iglesia, pero que dejaría la puerta abierta. Por lo visto, su madre se ha caído hace poco y no puede andar.

La reacción de Daniel no llegó en principio con su voz, sino con sus manos. Levantándose y poniéndose a mi altura, me agarró por los hombros con contundencia y me obligó a mirarle a los ojos. A aquellos ojos que, bajo la luz amarillenta de una farola, no transpiraban ni la complicidad, ni la ternura, ni la ironía de tantas otras veces. Solo sobriedad y firmeza. Y quizá, también, un punto de inquietud.

Después habló sin soltarme.

—Escúchame bien, Blanca. Aunque me reafirmo en todo lo que te dije ayer, he estado pensando mucho sobre ello y entiendo perfectamente tu reacción. Entiendo que te sientas defraudada, que desconfíes de mí y que hayas decidido sacarme de tu vida. Yo, en tu caso, habría reaccionado igual. O peor. Pero lo que quiero ahora es anticiparte algo del todo distinto. Algo mucho más inmediato.

No contesté. Ni me moví.

—Desconozco con plena seguridad a lo que nos vamos a enfrentar ahí dentro, pero presiento que a nada bueno. Sé cómo era antes la mujer a la que ahora vamos a ver y dudo mucho que los años la hayan hecho cambiar. Siempre fue una perfecta hija de puta e imagino que lo seguirá siendo. Por eso me temo que esto no va a ser una mera visita de cortesía. Puede que me equivoque y ojalá lo haga, pero presiento que lo único que Darla quiere es remover la mierda y hacer sangre si se le presenta la ocasión. Y, si esto es así, de antemano sé que yo no voy a ser capaz de mantenerme impasible.

»Lo que esta noche vayamos a oír quizá acabe sacando lo más bajo de mí, lo más rastrero —prosiguió—. Pero no quiero que interpretes equivocadamente lo que ahí dentro pueda suceder. El hecho de que Darla y yo retomemos ciertos asuntos del pasado no significa que me haya quedado anclado en ellos. Ya te dije ayer que hace mucho tiempo que dejé de vivir aferrado a la nostalgia de lo perdido; tengo bien delimitadas las fronteras entre el hoy y el ayer. Mis muertos llevan ya mucho tiempo enterrados y, aunque me parta el alma por defender su memoria, yo no estoy con ellos. Yo estoy entre los vivos. Aquí, ahora, contigo. ¿Me entiendes, Blanca Perea? ¿Me entiendes bien?

Esperó mi respuesta sin desviar sus ojos de los míos. Con sus manos grandes agarradas con fuerza a mis hombros y su mirada clavada en mí. Hasta que afirmé con un leve movimiento de cabeza. Un movimiento irreflexivo, instintivo, del que me arrepentí acto seguido. Debería haberle pedido más aclaraciones. O quizá tendría que haberme marchado en aquel mismo momento, haber escapado de aquella oscura historia que nada tenía que ver conmigo.

Pero no me dio opción. Un firme apretón de sus manos sobre mis huesos me transmitió su confianza. Y ya no pude echarme atrás.

—Vamos allá. Cuanto antes terminemos, mejor.