La noche avanzaba y allí seguíamos los dos, sentados frente a frente. Alumbrados por la luz tenue de una lámpara esquinera, sin una mala copa de vino o cualquier música de fondo o un simple vaso de agua que nos ayudara a atenuar la pesadumbre. Sin ningún ruido que turbara la densidad del encuentro más allá de los que ocasionalmente se colaban desde la calle amortiguados por la ventana cerrada. Un coche arriba o abajo de vez en cuando, algún grupo de estudiantes camino del 7-Eleven, poco más.
La noche avanzaba y yo seguía con la tristeza pegada a la piel. Por mí, por él, por su pasado, por el mío, por el presente de los dos. Por la manera en la que todo se estaba desmoronando como un terrón de arena apretado en un puño y soltado después entre los dedos abiertos.
Sus sentimientos eran sin duda veraces, en absoluto cuestionaba su sinceridad. Pero no me bastaba. Por encima de aquellas palabras a ratos convincentes y a ratos desoladoras, se imponía la amarga sensación de haber sido traicionada otra vez por alguien en quien había confiado a ciegas. Como si la historia se hubiera vuelto a repetir.
Contemplado con frialdad, apenas nada tenía aquello que ver con la herida causada por el derrumbamiento de mi matrimonio. La deslealtad de Alberto había sido un ciclón devastador que había puesto mi universo patas arriba. La maniobra de Daniel era, en comparación, una simple tormenta de verano. Pero, incluso así, lo mismo que el chaparrón que cae de improviso al final de una tarde de agosto, me había calado hasta los huesos. Me había calado y había intensificado mi desgaste, esa erosión emocional de la que creía estar ya recuperándome y a la que había regresado de golpe sin haber tenido siquiera tiempo para abrir un paraguas o ponerme a cubierto del temporal. Por mucho que él se esforzara por hilvanar un discurso lúcido y coherente respecto a la génesis de toda aquella oscura trama, por mucho que llegara a convencerme de su honestidad, en mi mente aún pervivía la amarga sensación de haber sido engañada.
—Y entonces, una vez que montaste tu supuesto fondo, o fundación, o como quieras llamarle al asunto, entre todos los candidatos, ¿por qué me seleccionaste a mí? —quise saber en un esfuerzo por llegar hasta el final.
—Son tus hijos, ¿verdad? —me preguntó de pronto señalando una foto apoyada en la estantería.
Junto al único punto de luz que nos acompañaba, al lado de mis llaves, la publicidad de un restaurante chino y la réplica de la campana misional que él mismo me regaló. La fotografía que me mandaron David y Pablo en el mismo paquete que un par de guantes y un CD de Joaquín Sabina. Happy cumple, madre, con retraso como siempre, somos unos desastres, perdónanos, escribieron en la tarjeta compañera. En la imagen, sus caras morenas un día cualquiera de las últimas vacaciones. El pelo mojado metido en los ojos, las risas después de una tarde de playa, la brisa pasada de la despreocupación.
—Son mis hijos, sí, pero eso ahora da igual.
Como si no me hubiera oído, se acercó a la estantería donde reposaba la foto.
—Se parecen mucho a ti —dijo con una sonrisa. La primera medianamente genuina que asomaba aquella noche a cualquiera de nuestras bocas.
—¿Te importaría dejarla en su sitio?
Devolvió a mis hijos a su estante y su cuerpo al sofá.
—Jamás tuviste competencia —reconoció recostándose contra el respaldo otra vez—. Fuiste la primera en responder a mi llamada e inmediatamente supe que eras tú a quien yo quería aquí. Me pareció que cumplías con creces los requisitos que buscaba. Sin más.
Hablaba seguro de nuevo, con naturalidad y las piernas cruzadas. Sin florituras ni falsas simpatías.
—Pero mi experiencia apenas se adaptaba a lo que aquí hacía falta —rebatí—. Mi área de trabajo, lo sabes de sobra, es la lingüística aplicada.
—Eso era secundario. Lo que yo buscaba era un académico capaz de hacer el trabajo generalista aplicando rigor y unos procedimientos metodológicos elementales. Alguien que hablara inglés y que tuviera experiencia moviéndose en universidades extranjeras. Además, tenía prisa. Convenía empezar cuanto antes, el asunto de Los Pinitos avanzaba con rapidez.
—¿Y por qué te empeñaste en traer a alguien desde España? ¿Por qué no te limitaste a buscar candidatos en tu propio país?
—Por puro y absurdo y patético sentimentalismo —reconoció—. Desde un principio intuí que un compatriota podría implicarse con Andrés Fontana de una manera mucho más afectiva. Y puestos a ser del todo sinceros, hubo además otro criterio que influyó en gran medida en el hecho de que me decidiera por ti: la edad. Presuponía que alguien con una madurez vital consolidada podría abordar la reconstrucción del legado desde una perspectiva más óptima.
Despegó entonces la espalda del sofá y se echó hacia delante, apoyando otra vez los codos en las rodillas, reduciendo de nuevo la distancia entre los dos.
—Yo buscaba un profesional y tú un nuevo sitio en el mundo —dijo mirándome fijamente—. Yo necesitaba algo, tú necesitabas algo, y los dos nos cruzamos en el camino. Gracias a nuestro contrato, tú conseguiste tu objetivo, que ahora ya sé que era huir de tu entorno lo antes posible. Y yo el mío, el procesamiento urgente del legado de mi amigo. Quid pro quo, Blanca, nada más.
Desvié mi mirada de la suya y la fijé en la ventana. A través de ella solo se veía un recuadro de noche negra.
—De todas maneras —añadió—, quiero que sepas que no ha pasado ni un solo día desde que empecé a conocerte en que no haya pensado en contártelo todo.
—¡Pero nunca lo hiciste! —grité haciendo saltar por los aires la ira que creía tener dominada—. ¡Y eso es lo peor, Daniel, lo peor de todo! De haber sido claro desde un principio, probablemente habríamos llegado al mismo sitio y me habrías ahorrado un enorme dolor.
—Tienes toda la razón. Toda, Blanca, absolutamente toda la razón —reconoció tajante—. Debería haber sido claro contigo desde el primer momento, pero eso lo sé ahora, antes no. Porque, de hecho, yo no contaba con que tú y yo tuviéramos ningún tipo de relación; creía que serías para mí tan solo una especie de empleada en la sombra. Al principio, incluso, no tenía siquiera la intención de quedarme en Santa Cecilia. Cuando Rebecca nos presentó en Meli’s Market, ¿recuerdas?, yo había venido únicamente a conocerte y a comprobar que mi proyecto había arrancado al fin como esperaba.
—¿Y por qué no te marchaste después? Si tú y yo no nos hubiéramos conocido, o si nos hubiéramos quedado en aquel primer encuentro, todo habría sido mucho más fácil. Más simple y menos tortuoso.
—Porque… porque a veces las cosas toman un rumbo inesperado, porque… porque la vida es así, Blanca, porque a veces los planes se tuercen…
Se levantó y recorrió el salón de punta a punta. Lo hizo en cuatro o cinco pasos, no había espacio para más. Después siguió de pie, desmenuzando las etapas de nuestra travesía en común desde su punto de vista.
—A través de ti supe que el cauce que ibas tomando no era el que yo pensé que sería: te implicaste con Fontana y su mundo mucho más de lo que yo jamás pensé que ibas a hacer. Y empecé así a ser consciente de que tal vez había calibrado mal la envergadura de la tarea, de que había infravalorado la complejidad del legado y tu actitud frente a él. Hasta que decidí no irme. Alquilé entonces un apartamento, me traje de mi casa en Santa Bárbara lo que necesitaba para una temporada y regresé. Para que me tuvieras cerca cuando me necesitaras. No para controlarte ni para manejarte, sino, tan solo, para estar cerca de ti y acompañarte a lo largo del camino.
—Tres meses de camino es mucho tiempo. Tres meses de camino en los que jamás me has dicho una palabra…
—Porque no pudo ser, porque siempre hubo algo que me frenó —insistió—. Junto a ti estuvo siempre Zárate: observaba la cercanía creciente que mantenías con él, os veía juntos por el campus, en la cafetería. Estaba seguro de que, si yo te decía algo inconveniente respecto a tu beca, tú te sentirías en la obligación de hacérselo saber. En la obligación institucional. E incluso en la moral. ¿O no?
—Posiblemente —reconocí a mi pesar.
—Me guste más o menos, es el director de un departamento, y engañarle a él significa por extensión engañar a la universidad. Y eso es algo serio en mis circunstancias.
Su opinión quedó sin réplica mientras me levantaba. Una vez de pie, entremetí mis dedos entre el pelo y me masajeé el cráneo con los dedos abiertos, como si intentara descongestionar mi cerebro o arrancar las ideas turbias de mi cabeza o yo qué sé.
—Eso tendrías que haberlo pensado antes, profesor Carter —dije dirigiéndome a la puerta—. Mucho antes. Ahora es demasiado tarde para todo. Incluso para que sigas aquí.
Se mantuvo hierático, observándome, como si quisiera transmitirme algo con su mirada clara y aguda. Pero chocó con la dureza de mi caparazón, ese que yo misma estaba empezando a hacer crecer para protegerme tras él del resto del mundo.
—Hay una razón más —añadió—. La última. La fundamental quizá.
—¿Cuál?
—Que te fui conociendo. Que, cuando me quise dar cuenta, ya no fui capaz de desvanecerme como si nada hubiera pasado. Estaba demasiado implicado, demasiado cerca de ti.
Me invadió una debilidad inmensa. Qué más daba ya todo.
—Vete de una vez, no vale la pena que sigamos discutiendo sobre lo que pudo haber sido y nunca será. Me vuelvo a Madrid la semana que viene, aquí ya no hay nada que hacer. Quiero ver a mis hijos y regresar a la normalidad. Va a ser duro hacerme de nuevo a mi antigua vida, pero en ella, al menos, tengo las coordenadas claras y sé quién es quién.
No dijo nada, yo continué.
—Por mi trabajo no tendrás que preocuparte —añadí con la mano sobre el picaporte—. Todo lo que había en el sótano está ya prácticamente procesado y organizado, tan solo me quedan unas cuantas cosas que concluir. De lo que falta, si es que realmente falta algo, yo no respondo, eso no figuraba en mi contrato. Es una lástima que la mitad de tu proyecto no haya llegado a buen puerto, me temo que ya es demasiado tarde para que aparezca algún rastro de la misión que buscabas. Tú y tus amigos de la plataforma contra Los Pinitos tendréis que tragaros la construcción del centro comercial o lo que les dé la gana de montar allí. La verdad es que, a estas alturas, el asunto ya me importa un pimiento: por mí como si os plantan un cementerio nuclear. Pero al menos habrás rescatado del olvido el alma de tu maestro, que no es cosa chica. Después de tantos años de injusta represalia, al fin tu conciencia va a poder descansar tranquila.
Abrí invitándole a que saliera. Cuando ya estaba en el descansillo, recordé algo y me volví.
—Espera.
De la estantería agarré la réplica de la campana de hierro y se la entregué.
—No la quiero ver más. Y creo que a ti tampoco.
Después cerré de golpe.
—Otra vez sola, Blanca —me susurré a mí misma desplomando mi espalda contra la puerta—. Más sola que nunca otra vez.