CAPÍTULO 33

Media hora después le abrí la puerta.

—Lo siento muchísimo —dijo entrando de golpe, desbaratando con su presencia grande y revuelta el sosiego de mi apartamento—. No pensaba que iban a contar conmigo, me han llamado en el último momento, acababa de llegar de Los Ángeles cuando he visto tu libro en mi buzón, he ido a buscarte inmediatamente, salí ayer a primera hora…

No le interrumpí. De haberle tenido enfrente un día y medio antes, quizá me habría lanzado a su cuello, me habría encarado con él a gritos o habría descargado toda la cólera que se me amontonó en las entrañas al constatar lo que ya intuía. Pero, pasadas ya tantas horas, tan solo le dejé hablar. Para entonces, mi ira se había tamizado y la rabia que antes me reconcomía se había convertido en otra cosa distinta. En una especie de desolación, de amargura densa que, a la larga, quizá fuera incluso peor.

Cuando terminó de desgranar las mil excusas que yo no le había pedido, llegó por fin mi turno.

—¿Por qué me has mentido? —le pregunté con frialdad.

—Nunca quise hacerlo, Blanca. Nunca pretendí engañarte.

Dio un paso adelante, extendió el brazo en mi busca. Como si con el contacto físico pretendiera transmitirme una dosis extra de sinceridad.

—Pero lo has hecho —dije apartándome para que no me llegara siquiera a rozar—. La FACMAF no existe y la beca con la que me he mantenido a lo largo de estos meses no es más que una maquinación tuya que me has ocultado en todo momento. Me lo has ocultado y, con ello, me has engañado, me has defraudado y me has herido.

—Y de corazón te digo que no tienes idea de cuánto lo siento. Pero quiero que sepas que jamás pretendí…

—No busco disculpas, tan solo explicaciones —le corté tajante—. Solo necesito que me cuentes qué es lo que hay detrás de este montaje y que después salgas de mi vida para siempre.

Se pasó una mano por la cabeza, por la barba después. Incómodo a todas luces.

—Explicaciones, Daniel —insistí—. Solo quiero explicaciones, nada más.

Desapasionada, desencantada, gélida. No hice esfuerzos para que él me percibiera así, únicamente me mostré como me sentía.

—Bien, vaya por delante que tienes razón en que la FACMAF no consta de manera oficial en ningún sitio como la Fundación de Acción Científica para Manuscritos Académicos Filológicos —reconoció entonces—. En eso no te equivocas, se trata de un nombre falso, es cierto. Pero sí existe como una entidad, digamos, no formal. Como algo distinto.

—¿Como qué? ¿Como algo que te inventaste tras la muerte de Fontana y tu mujer?

Me miró unos instantes. Concentrado. Serio. Pero no sorprendido.

—Imaginaba que acabarías haciendo tus averiguaciones.

La respuesta era tan obvia que ni siquiera me molesté en verbalizarla.

—La FACMAF —continuó— la ideé en su esencia como el Fondo Aurora Carter para la Memoria de Andrés Fontana. Aurora Carter o Aurora Carranza, que era su apellido español, da igual. En definitiva, se trataba de un proyecto para hacer perdurar el legado intelectual de mi mentor a través de la herencia de mi mujer. El acrónimo sirve para las dos versiones.

—No me enredes con chorradas lingüísticas, me da exactamente igual si la primera F de FACMAF corresponde a la palabra Fondo o a Fundación. Lo que quiero saber es tan solo por qué, treinta años después de la muerte de ambos, has decidido montar este siniestro tinglado y me has metido a mí dentro.

Hundió las manos en los bolsillos y bajó la vista, como si en el suelo pudiera encontrar la manera de enfocar su respuesta. Con la mirada fija en la horrible moqueta de color topo que silenciaba a diario mis pasos cada vez que me movía entre las esquinas de aquel alojamiento circunstancial.

—Porque era la única opción viable para sacar a la luz el legado de Fontana —dijo alzando por fin los ojos—. La única solución que se me ocurrió cuando me cerraron todas las puertas.

—¿Qué puertas?

—Las habituales para haberlo hecho todo por su cauce natural, a través del departamento de Lenguas Modernas.

—¿Y quién te las cerró, Luis Zárate?

—¿Quién si no?

Recordé las palabras del director durante nuestra cena en Los Olivos, su narración de los hechos del día en que recibió a Daniel en su despacho, la manera frontalmente distinta en la que él me planteó lo que sucedió entre ambos.

—No te creo. Tú le intentaste coaccionar, pretendías que actuara según tus intereses. Y no aceptó.

—Supongo que esa es la versión que él te ha dado.

—Una versión, en principio, ni más ni menos válida que la tuya.

—Sin duda. Pero inexacta. Yo jamás intenté coaccionarle. Le sugerí simplemente que el departamento quizá debería hacer un uso operativo de sus recursos…

—… para intervenir en el asunto de Los Pinitos, según tengo entendido —le interrumpí.

—Eso es.

—Y aunque no se lo dijeras de forma explícita, al mencionar aquellos recursos, te estabas refiriendo a los papeles de Fontana.

—Veo que estás al tanto de todo.

No contesté ante la nueva obviedad, esperé tan solo a que siguiera.

—Por entonces yo había empezado a sospechar que, entre los documentos que a su muerte quedaron en su despacho del departamento, tal vez pudieran encontrarse algunos datos interesantes. Datos fehacientes que vincularan Los Pinitos con un remoto uso histórico especialmente significativo, algo que pudiera presentarse contra el plan de construir en la zona un absurdo e innecesario centro comercial.

—Algo tan significativo como una misión franciscana.

—Exactamente.

—Porque, si se demostrara que allí hubo una misión tal como Fontana intuía, todo se podría frenar.

—O, al menos, se podría intentar. El ayuntamiento de Santa Cecilia ejerce su potestad sobre la zona, pero carece del título de propiedad, no hay evidencia de a quién perteneció aquel territorio en su pasado remoto. Si se lograra argumentar que aquello tuvo un antiguo uso misional en algún momento de su historia, todo se tendría que someter de nuevo a revisión. Y el proyecto, mientras ese asunto se resolviera, tendría que quedar paralizado.

—Por eso siempre has tenido tanto interés en preguntarme si dentro del legado aparece alguna mención a la presunta misión Olvido. Por eso has estado intentando sonsacarme constantemente. Y por eso te empeñaste en controlar mi trabajo: ahora te regalo un libro para que aprendas sobre la historia de California, luego te llevo a ver una misión cercana…

—No, Blanca —rechazó contundente—. Nunca he intentado controlarte ni inmiscuirme en tu trabajo. Yo siempre he confiado en ti de sobra, lo único que he pretendido hacer en todo momento es ayudarte a avanzar. Pero tienes que creerme, todo se desencadenó en un principio a raíz de la negativa de Zárate. A partir de ahí, no tuve más remedio que montar el engranaje de la FACMAF, colarla sin levantar sospechas en el departamento y hacer pública la convocatoria. Y así entraste en escena tú.

Seguía enfadada, seguía frustrada, pero, a medida que hablábamos, el sentimiento que iba creciendo dentro de mí era el de la curiosidad. Una curiosidad hambrienta de entender qué razones había detrás de aquella oscura trama, por saber qué complejas relaciones entre todos ellos le habían llevado a actuar así.

—Además, sigo sin entender qué tiene que ver la recuperación de la memoria de Fontana en todo esto. Si solo buscabas datos concretos sobre una misión, ¿para qué hacerme perder el tiempo catalogando su legado al milímetro? ¿Para qué obligarme a ordenar los miles de piezas diminutas que componen el puzle de su vida? Llevo tres meses dejándome la piel en ello, Daniel, tres meses enteros desperdiciando mi esfuerzo como una imbécil para hacer un trabajo que a nadie interesa —dije alzando la voz, incapaz de contener mi indignación.

—Espera, Blanca, espera, espera…

Hablaba con contundencia, enfatizando sus palabras con las manos que por fin había sacado de los bolsillos de su pantalón gris. Nada que ver su atuendo de ese día con su vestimenta común en sus ratos desocupados de Santa Cecilia. Buen corte, buenos tejidos, profesional. Ni sombra de los chinos arrugados y la vieja cazadora vaquera del día de Sonoma. Su otra faceta. Su cara B.

—Tu trabajo interesa mucho, muchísimo. Es lo más valioso, lo fundamental, lo que de verdad da sentido a todo. Pero hay otras cuestiones.

—Pues acláramelas de una puñetera vez.

—Vamos a ver cómo te lo explico… —dijo esforzándose por dar con las palabras exactas—. El asunto de Los Pinitos fue ciertamente el detonante de todo. Un detonante muy potente, sin duda. Pero detrás había algo más. Detrás de todo había también una deuda pendiente.

—¿Con Fontana? —pregunté incrédula.

—Con Fontana, sí. Con su memoria y con su dignidad.

—¿Me quieres decir que treinta años después de su muerte, aún tenías cuentas que ajustar con tu profesor?

—Así era —reconoció con un gesto rotundo—. Lamentándolo mucho, así era. Aunque hubieran pasado tres décadas desde su muerte y la de Aurora, y aunque mi vida estuviera totalmente rehecha y todo aquello perteneciera ya al territorio del olvido, todavía quedaban cabos sueltos entre nosotros.

—Te juro que esto está superando mi capacidad de comprensión —murmuré.

—En el fondo, todo es muy simple. Tristemente simple. Por reducir al máximo lo que fueron los años más espantosos de mi vida, quiero que sepas que, tras aquel accidente atroz, yo toqué fondo. Como Dante en su comedia divina, en la mitad del camino de mi vida me encontré en un bosque oscuro y perdí la senda correcta. Descendí al infierno. E hice unas cuantas insensateces.

—Las sigues haciendo.

No pareció molestarle mi comentario.

—Pero las de aquel tiempo, por desgracia, fueron mucho más lamentables. Y entre ellas estuvo desentenderme de la memoria de mi maestro. Tras el accidente hui, literalmente. En realidad, no sabía de qué escapaba, pero quise poner distancia, despegarme de todo lo que tuviera alguna relación con mi vida anterior.

—De tu vida con Aurora sobre todo, supongo.

—Sobre todo. De mis diez años de felicidad plena con una mujer espléndida de la que me despedí con un largo beso en la mesa de nuestra cocina a la hora del desayuno y a la que esa misma noche volví a ver por última vez sobre el barro de un arcén, tapada con una manta llena de sangre y con el cráneo aplastado entre hierros.

Me conmovió la crudeza de su relato, me estremeció la desconcertante naturalidad con la que lo narró. No dije nada, le dejé seguir.

—Pero lo superé. Con tiempo y esfuerzo, tras muchas turbulencias, poco a poco la desesperación se fue transformando primero en una pena inmensa, luego en una tristeza más llevadera y, al final, en una simple melancolía que con los años se fue desvaneciendo.

Me senté en un sillón y él me imitó. En el sofá frente a mí, cara a cara, separados tan solo por una mesa baja con unas cuantas revistas atrasadas encima, un cortafuegos entre los dos. Se inclinó entonces hacia delante, apoyó los codos en las rodillas.

—No soy un perturbado colgado de la sombra de una ausencia, Blanca, hace muchos años que salí de las tinieblas —aseguró—. Con mucho, muchísimo dolor de por medio, aprendí a vivir sin Aurora y logré rehacer mi vida. Pero con Andrés Fontana, lamentablemente, no ocurrió lo mismo. Tan destrozado estuve por la pérdida de mi mujer, tan perdido y tan desconsolado que nunca me reconcilié con su ausencia porque a él no le lloré.

—Y entonces, con el paso de los años, convocaste esta supuesta beca y me contrataste a mí para que quitara las telarañas a su legado. No solo en busca de datos documentales contra el centro comercial, sino también para limpiar tu mala conciencia sin mancharte las manos siquiera.

No me contestó. Me mantuvo la mirada, pero no me contestó.

—Yo confiaba en ti, ¿sabes? —proseguí bajando los ojos hacia la mesa que nos separaba como un cordón sanitario, una metáfora de nuestra distancia con cuatro patas. Hasta que de nuevo alcé la vista hacia él—. Quizá mis problemas te parezcan insignificantes comparados con la magnitud de tu propia tragedia, pero yo también conozco lo que es perder.

—Lo sé, Blanca, lo sé…

—Llegué a Santa Cecilia desorientada y malherida, huyendo, peleando por rescatarme a mí misma del naufragio en el que se había convertido mi vida.

—Lo sé, lo sé, lo sé… —repitió.

—Y me aferré al legado de Fontana como a una tabla de salvación. Y después tú te cruzaste por medio, aparentemente dispuesto a ayudarme siempre, a hacer mi vida más fácil, a hacerme reír… a… a… Y ahora… —Tragué saliva con fuerza, intentando no desmoronarme—. Creí que eras mi amigo.

Extendió una mano hacia mí, pero yo me eché hacia atrás. Me negaba a aceptar su contacto. Ya había corrido demasiada agua por debajo de aquel puente.

—Déjame que termine de contarte lo que desde un principio hubo detrás de mi forma de actuar. Antes de juzgarme, necesitas saber de Fontana, de Aurora y de mí. Después, haz lo que te parezca más conveniente: échame de tu casa y de tu vida, ódiame, olvídame, perdóname o haz lo que tú creas que tengas que hacer. Pero primero debes escucharme para entender.

A mi recuerdo volvió la vieja fotografía clavada con chinchetas en el sótano de Rebecca. La mujer joven y hermosa de la risa grande, el vestido blanco y el pelo revuelto bajo el sol del cabo San Lucas cuya vida había terminado una noche de lluvia. Quizá por ella, instintivamente, cedí.

—Congeniaron desde que se conocieron, desde que Aurora y yo nos instalamos en Santa Cecilia algo más de dos años antes. Los tres manteníamos una relación estrecha, una relación que rebasaba con mucho los límites de lo puramente profesional. Pero entre ellos, seguramente por su condición común de españoles expatriados, habían establecido un vínculo especial, con complicidades que a veces ni siquiera yo entendía. Referencias y códigos culturales invisibles, matices que hasta a mí se me escapaban y a ellos los unían; una amistad entrañable. Y, con el tiempo, Aurora comenzó a colaborar con él.

—¿En qué?

—Le acompañaba a menudo en sus búsquedas de documentación, cotejaban datos y escudriñaban papeles juntos.

—Porque ella era historiadora… —tanteé.

—Nada que ver, era farmacéutica. De hecho, cuando llegamos a Santa Cecilia acababa de terminar su doctorado en Farmacología en Indiana, donde habíamos vivido los cinco años anteriores. Lo suyo eran las fórmulas y los compuestos químicos pero, no sé por qué, quizá porque él le transmitió esa pasión, ella comenzó a sentirse vinculada a la memoria de aquellos viejos compatriotas que transitaron estas tierras siglos atrás. También influyó sin duda el hecho de que mantuviera intacta la fe católica en la que se educó, canalizada para entonces hacia un compromiso social mucho más activo: trabajaba con inmigrantes y ancianos, participaba en programas de alfabetización de adultos. En fin, algo muy digno a pesar de convivir con un agnóstico cerril como yo ya era por entonces. El caso fue que también ella se sintió poco a poco cautivada por las viejas misiones franciscanas y cuando ocurrió el accidente, como te dije el otro día en Sonoma, volvían precisamente de Berkeley, de buscar documentos relativos a la que, todavía no sé si con mucho o poco fundamento, ellos llamaban la misión Olvido. Con la muerte de ambos, aquellas investigaciones quedaron inconclusas y el capítulo de la misión no catalogada se cerró de golpe sin rematar.

—Pero…

—Espera, espera —murmuró—. Déjame seguir, creo que todavía tienes que saber algunas cosas. Fontana, en su testamento, había dejado cuatro herederos. Para Aurora tendrían que haber sido la mitad de sus ahorros, que acabaron llegando a mí. De ese dinero que nunca toqué han salido los cheques a tu nombre que mes a mes te han llegado, y de ahí parten también las tres primeras letras del acrónimo FACMAF, Fondo Aurora Carranza.

—¿Y los otros herederos?

—La otra mitad del dinero que dejó fue para Fanny Stern, todavía una niña entonces. Sentía un gran cariño por ella; su madre, Darla, a la que conociste aquella noche en la plaza, ¿recuerdas?, era por entonces la secretaria del departamento. Él mantenía con ella una amistad un tanto particular.

—Ya lo sabía, la propia Fanny me lo ha contado —interrumpí.

—Pues a ella nominalmente y a las dos a efectos prácticos, les dejó una parte de su dinero también. Su casa la legó a la universidad, que la absorbió en lo que hoy son extensiones del campus. La demolieron pocos años después y en su terreno hay ahora un laboratorio, creo recordar. Y a mí me nombró su heredero digamos intelectual, y como tal recibí con el tiempo la magnífica biblioteca que él había ido construyendo a lo largo de las décadas. Pero sus documentos, sus papeles personales, sus investigaciones… nunca acabaron en mi poder, y aquí quedaron, en Santa Cecilia, arrinconados en un sótano perdido del Guevara Hall sin que nadie les prestara nunca la menor atención.

—Pero eras tú quien tenía que haberlos reclamado. Constituían el legado de tu mentor y tú eras su beneficiario.

Se encogió de hombros con gesto de impotencia.

—Lo sé. Legalmente, aquella era mi responsabilidad. Y moralmente, también.

—Pero nunca lo hiciste.

—Nunca.

—Porque a ti no te interesaba su contenido.

—Probablemente.

—Y porque quisiste romper vínculos para siempre con todo lo que te conectara con aquel pasado.

—Probablemente también.

—¿Y por nada más?

Me miró con fijeza. Hosco, apretándose una mano contra la otra con fuerza, sopesando sus palabras antes de verterlas.

Al final fui yo quien sugirió la respuesta que él se resistía a liberar.

—¿O quizá también hubo un deseo por tu parte —dije en un tono inconscientemente bajo— de apartar a Andrés Fontana de tu vida para siempre?

Asintió con la cabeza. Despacio primero. Más contundente después.

—Nunca fui capaz de perdonarle del todo —reconoció por fin con voz densa—. Durante mi largo duelo, en aquellos meses, en aquellos años tremebundos de pura desolación, únicamente lloré a Aurora. A él, tan solo le culpé. No de haberla matado, todo fue un accidente, eso estuvo siempre claro. Pero sí le acusaba en cierta manera de haberla arrastrado con él, de haberla metido en algo ajeno a ella. De haberla, en parte, separado de mí, de mi custodia, de mi protección…

—Y decidiste castigarle. Mantener su memoria sepultada durante treinta años en un sótano lleno de polvo, sin que ni una sola mano humana se acercara a él. Desterrarle al olvido.

Esta vez fue él quien tragó saliva antes de proseguir.

—Es un modo muy crudo de exponerlo, pero quizá no te falte razón. De manera voluntaria renuncié a su herencia documental y, con ello, me desentendí también del hombre que fue.

—Hasta que hace unos cuantos meses, al hilo del asunto de Los Pinitos, decidiste indultarle. Pensaste que quizá el viejo Fontana, con su pasión tardía por aquellos humildes franciscanos y aquella extravagante intuición sobre la existencia de una misión cuyo rastro estaba perdido, tal vez no iba del todo desencaminado. Y optaste por actuar.

Hizo un amago de sonrisa sarcástica con un lado de la boca. Se había apoyado en el respaldo del sofá. Tenso y cansado. Tenso, triste y cansado. Como yo.

—Sí y no. Cuando me enteré por Rebecca de la aberración urbanística que tenían planificado acometer, empecé a dar vueltas al asunto. Rememoré los paseos que Aurora y él solían dar por allí en las largas tardes de aquella última primavera en que estuvieron vivos. A mi memoria volvió todo aquel esfuerzo sin fruto, el trabajo que jamás terminaron porque la muerte se los llevó por delante: sus suposiciones, sus ilusiones y, sobre todo, su potencial de realidad presente. Hice entonces algunas averiguaciones por mi cuenta y supe que Los Pinitos, hoy día, se mantiene bajo custodia del ayuntamiento sin propietario legítimo ni historia documentada.

—Y ataste cabos…

—Y no me pareció del todo descabellada la idea de que, entre aquellos documentos olvidados, quizá pudiera encontrarse alguna clave. Pero lo más importante de todo fue que también pensé que había llegado el momento de congraciarme con mi pasado, de hacer las paces de una vez por todas con aquel hombre que tanto significó en mi vida. De resarcir mi comportamiento injusto e intentar rendir una especie de tributo, mitad íntimo, mitad público, a su persona y a su labor.

—Y así comenzó todo.

—Así comenzó todo, Blanca. Así arrancó mi reconciliación.