Aquel sábado pasé por delante de casa de Rebecca hacia mediodía. Sabía que estaba en Portland, celebrando el cumpleaños de una de sus nietas, así que no tenía ningún sentido que yo anduviera por allí. Con todo, recorrí su calle y contemplé las ventanas cerradas, el garaje con la puerta bajada y ni rastro del buenazo de su perro Macan.
Me habría gustado hablar con ella. Sobre Daniel, sobre Fontana, sobre la maraña de sensaciones que entre los dos iban tejiendo dentro de mí y acerca de aquellos otros tiempos en los que la propia Rebecca los trató, quizá incluso sobre la mujer que había muerto junto al profesor una noche de lluvia. Por pura intriga visceral, movida por un simple interés casi orgánico. Son viejas historias de hace ya mil años, me había dicho Daniel al mencionar el accidente con el punto residual de emoción que da la distancia del tiempo. Después habíamos seguido charlando sobre otras tantas cosas. Pedimos más cervezas, nos sirvieron un par de hamburguesas de las cuales él comió una y media y yo solo una mitad, y entre la música celta y el recuerdo de la visita a la misión, habíamos dejado pasar la tarde.
Nos decidimos a reemprender el regreso a Santa Cecilia cuando ya era noche cerrada. De camino al aparcamiento, él vio algo en un escaparate y, tras un simple espera un momento, entró en la tienda para salir apenas un minuto después con una pequeña campana de hierro, una réplica del mítico símbolo misional. Un recuerdo de este día, dijo tendiéndomela.
—Todavía estás a tiempo de darte a la fuga conmigo y olvidarte mañana de tu director —me advirtió con la ironía de siempre al parar su coche frente a mi apartamento—. ¿Qué tal si vamos a Napa y visitamos unas cuantas bodegas?
—Negativo.
—Ok, tú ganas, aunque luego te arrepientas. Y la semana que viene, ¿qué haces?
—Trabajar. Rematar cosas, ir zanjando asuntos del legado. Empezar a cerrar puertas, me temo. El tiempo ha pasado volando, estamos ya en diciembre y, como te he dicho, cada vez me queda menos quehacer.
—Y entonces nos dejarás —apuntó.
Demoré mi respuesta unos segundos.
—Supongo que no tendré más remedio.
Podría no haber dicho nada más, haber guardado para mí el resto de mis pensamientos. Pero, ya que había empezado a sincerarme con él por la mañana, por qué no seguir.
—No quiero irme, ¿sabes? No quiero volver.
—Lo que tú no quieres es enfrentarte cara a cara con tu realidad.
—Probablemente tengas razón.
—Pero debes hacerlo.
—Ya lo sé.
Hablábamos dentro del coche parado, a oscuras delante de mi casa.
—A no ser que la FACMAF pudiera ofrecerme otra beca —proseguí—. Quizá, aunque sea tarde, debería contactar con ellos.
—No creo que sea una buena idea.
—¿Por qué no?
—Porque a las cosas hay que darles siempre su final, Blanca, aunque sea doloroso. No es bueno dejar heridas abiertas. El tiempo lo cura todo, pero antes es conveniente reconciliarse con lo que uno ha dejado atrás.
—Ya veremos… —dije sin mucho convencimiento.
—Cuídate entonces.
Puso su mano sobre la mía y me la apretó en un gesto de despedida. Yo no me moví.
Hasta que en nuestro campo de visión apareció mi vecino taiwanés, un profesor de matemáticas cargado con una caja enorme que, por su volumen, parecía contener dentro un televisor. Empezó a hacer malabares a fin de lograr entrar al edificio sin que su carga se le cayera al suelo y distrajo nuestra atención.
Saqué mi mano del cobijo de la suya, abrí la puerta y salí.
—Nos vemos —dije desde fuera agachando la cabeza para ponerme a su altura.
—Cuando tú quieras.
Tan pronto me vio entrar, se fue.
Luis Zárate me recogió en ese mismo sitio la tarde del día siguiente. Qué raro me resultaba, a mí, que llevaba toda la vida conduciendo a todas partes, verme de pronto sin coche a la espera de que alguien viniera a buscarme. Un cambio más, otro de tantos.
Los Olivos fue el destino, por fin conocía el restaurante más célebre de la ciudad. Lleno hasta los topes, con una buena mesa reservada para nosotros. Con clase y sin aspavientos, con paredes altas de ladrillo visto cubiertas por grandes cuadros y botelleros cargados de mil caldos por beber.
—¿Cabernet? ¿Shyraz? ¿O probamos un petit verdot? Me gustan tus pendientes, te sientan muy bien.
Eran los mismos que llevaba en la cena de Acción de Gracias de Rebecca. Quién me iba a decir, cuando los compré en el Gran Bazar de Estambul, cuánto habría de trastornarse mi vida tan solo unos meses más tarde. Pero así había sido: menos de un año después de aquel último viaje con mi marido instalada aún en el ingenuo convencimiento de que la nuestra era una pareja bien cimentada, me encontraba cenando en la otra punta del mundo con un hombre distinto, algo más joven que yo que, además, resultaba ser circunstancialmente mi jefe. Un hombre que, a la luz de la vela blanca que nos separaba dentro de un fanal de vidrio grueso, concentrado en la carta de vinos, vestido de oscuro otra vez, pero con algo distinto esa noche, no prometía ser una mala compañía.
—Gracias, son turcos. Y el vino, mejor elige tú.
—Es algo especial lo que tenéis las españolas para arreglaros. Las españolas y las argentinas, las italianas también. ¿Te gusta la pasta? Te recomiendo las linguine alle vongole.
—Casi que me voy a decidir por el risotto de setas —anuncié cerrando la carta—. Hace un siglo que no como arroz.
—Estupenda elección.
—Te dejaré probarlo. Bueno, ¿y qué tal va todo?
—Bien, bien, bien…
El departamento, sus clases, mis clases, algún libro, algún sitio, este o ese compañero, mil asuntos distintos llenaron nuestra conversación bajo una luz tenue y entre copa y copa de vino.
Casi sin transición ni ser apenas conscientes, a medida que del aperitivo de hummus y tapenade habíamos pasado a una ensalada y después al plato principal, desde el terreno de lo profesional nos fuimos resbalando hasta bordear arenas más humanas. Ninguno se adentró en detalles ni expresó abiertamente emociones o sentimientos como me había ocurrido el día anterior. Pero sí dejamos ambos caer sobre el mantel algunos datos que nunca hasta entonces habíamos comentado entre nosotros. Nada íntimo en realidad: cuestiones objetivas, cuantitativas tan solo que cruzaban, con todo, la raya de lo meramente laboral. Que él tenía una hija pequeña en Massachusetts, aunque nunca había llegado a casarse con su madre. Que yo acababa de separarme de manera un tanto brusca. Que su traslado a California hizo que la relación entre ellos se enfriara. Que mis hijos apenas me necesitaban ya. No mencionó a Lisa Gersen, la joven profesora de alemán con la que le había visto la noche del debate y en alguna otra ocasión. La que todos en el departamento creían que era para él algo especial. Tampoco le pregunté.
Inesperadamente, alguien se acercó a nuestra mesa en mitad de la charla y la cena. Uno de mis alumnos, Joe Super, el historiador veterano y adorable de mi curso de conversación. No le había visto antes, estaba sentado a mi espalda.
Me alegró verle. A Luis, con quien estrechó la mano, también.
—Venía tan solo a decir a mi querida y admirada profesora —dijo con gracia inmensa en su español más que aceptable— que este martes no podré asistir a su clase.
—Pues te echaremos de menos, Joe.
Así sería. Él constituía, sin duda, una de las presencias más participativas del grupo, siempre dispuesto a aportar un punto de vista desenfadado e inteligente a cualquier situación.
—Y es probable que tampoco asistan otros compañeros —añadió.
—Por el asunto de Los Pinitos de nuevo, me imagino —adelantó Luis antes de que yo tuviera ocasión de preguntar.
Joe Super continuaba activamente involucrado en la plataforma contraria al proyecto. Recordaba haberle visto en televisión, y en nuestras clases, sin resultar ni de lejos excesivo ni cargante, de vez en cuando realizaba algún comentario al respecto.
—Así es, así es. Otro encuentro este martes en el auditorio. Falta muy poco para que acabe el plazo para recurrir legalmente contra el proyecto del centro comercial y andamos todos un poco nerviosos.
—Quedáis disculpados entonces.
—Y si te apetece saber cómo van las cosas, tú también puedes venir.
—Gracias, Joe, pero creo que mejor no. Solo estoy en Santa Cecilia de paso, ya sabes. De todas maneras, ya me contaréis.
—Supongo que por allí andará nuestro común amigo Dan Carter también —dijo a modo de despedida—. Seguro que me regañará por haber faltado a la clase de la hermosa profesora española que nos ha venido a visitar.
Con un guiño simpático regresó a su mesa, volvimos a quedarnos solos Luis y yo. El tono y el contenido de nuestra conversación anterior, sin embargo, habían quedado alterados.
—Vuestro común amigo Dan Carter —repitió alzando la copa a modo de brindis con una mueca irónica—. Ya salió otra vez el gigante a pasear.
Dan. Así había oído que llamaban a Daniel sus viejos amigos de Santa Cecilia, abreviando su nombre hasta el extremo. A menudo Rebecca lo hacía también. Pero Luis Zárate, como bien sabía, no formaba parte de aquel círculo.
—¿Tú no irás? —pregunté rematando mi risotto. Preferí hacer caso omiso a su comentario.
—No, gracias. Yo no entro en ese juego —dijo a la vez que terminaba su pasta—. Deliciosa —concluyó tras limpiarse la boca—. En realidad, todo ese asunto de Los Pinitos y su futuro es algo que me da exactamente igual.
Me chocó su reacción, pero lo disimulé mientras la joven camarera retiraba nuestros platos. Mi posición era la de una recién llegada a aquella comunidad, una desconocedora absoluta de sus asuntos. No obstante, a pesar de mi condición de advenediza, entendía la reacción de mis colegas contra el plan de arrasar un paraje natural para convertirlo en un centro comercial más. Por eso no acababa de comprenderle.
—Pero tú vives aquí, algo te tendrá que importar. Casi todo el mundo está en contra, las razones son evidentes, tus propios colegas se están movilizando sin parar…
—¿Ves? —dijo con una media sonrisa—. El viejo zorro de Carter ya te ha inclinado hacia su bando. ¿Otra copa de vino para acompañar el postre?
No dije que no. Quizá fuera precisamente eso, el vino que ambos estábamos bebiendo con generosidad, lo que me hizo hablarle sin ambages.
—Vaya rollo más malo lleváis entre los dos, ¿no?
—No es para tanto, se trata tan solo de una falta de sintonía. ¿Sabes que los primeros en plantar viñas en esta tierra californiana fueron tus compatriotas, los monjes franciscanos? Trajeron unas cepas de España porque necesitaban vino para consagrar…
—No te vayas por las ramas, Luis. Aclárame de una vez qué os pasa, de qué tipo de falta de sintonía me estás hablando.
—Académica, desde luego. Y personal, diría que también. Pero nada realmente profundo, tampoco dramaticemos. De hecho, aparte del acto del día de la Hispanidad, solo he hablado con él de tú a tú una vez, aunque aquel primer encuentro fue mucho menos memorable, incluso.
—¿No me lo vas a contar?
Hablábamos con confianza, ya no se esforzaba como en los primeros tiempos por resultar conmigo el perfecto caballero, el perfecto jefe o el perfecto colega atento y acogedor. Y nos entendíamos perfectamente así. Éramos seres de naturaleza dispar, pero compartíamos algunos códigos que hacían que la comunicación entre nosotros resultara siempre fluida. Aunque él fuera tres o cuatro años menor que yo, pertenecíamos casi a la misma generación y nos habíamos movido por territorios afines. Por eso, por la buena relación que aun de maneras muy distintas mantenía tanto con Daniel como con él, me incomodaba el hecho de que ambos se dedicaran a lanzar dardos envenenados al contrario cuando yo estaba por medio. Y si en algún momento decidí que aquella historia no iba conmigo, acabé por cambiar de opinión. Ahora prefería saber el porqué de aquella antipatía que, viniera del flanco que viniera, siempre acababa por salpicarme.
—¿Qué más te da, Blanca? Tu postura es la más inteligente. A bien con todos al margen de las desavenencias particulares de cada cual. Un día cenas conmigo, otro desayunas con él…
—¿Y tú por qué sabes eso?
—Alguien me comentó ayer que os vio salir juntos a media mañana del café de la carretera de Sonoma, nada más. Santa Cecilia es un pueblo pequeño, qué te voy a contar. En cualquier caso, debe de ser un gran honor para ti tener al gran Daniel Carter comiendo de tu mano.
—No te pases, Zárate… —dije probando por fin mi cheesecake—. De todas formas, desconozco qué interés personal puede tener él en el asunto de Los Pinitos más allá de ponerse del lado de sus amigos opositores.
Sabía que así era porque habíamos hablado sobre ello alguna vez y porque me había arrastrado con él a aquella manifestación una tarde de cafés y viento. Pero desconocía que su implicación fuera más lejos del mero apoyo testimonial.
—Pues no dudes que lo tiene. Enorme, además.
Intenté no fingir sorpresa.
—A finales del curso pasado —continuó al tiempo que empuñaba el tenedor de postre vacío, sin llegar a probar su tiramisú— Carter me llamó desde su despacho en Santa Bárbara para pedirme que le recibiera aquí en Santa Cecilia, quería hablar conmigo sobre un asunto que no me precisó. Le cité para una semana después, apareció por el departamento como si fuera una prima donna y, sin ni siquiera conocerme, vino a decirme poco más o menos cómo tenía yo que dirigir mi departamento. Casi exigiéndome actuar en el sentido que a él le interesaba.
No entendía nada. Quizá fuera el efecto del vino. O quizá algo menos volátil y más sustancial.
—Todo tenía que ver con el proyecto de Los Pinitos. Quería convencerme para que el departamento interviniera activamente en el asunto con todos sus recursos.
—¿Qué recursos? —pregunté sin dejarle acabar.
—No lo sé, no le di opción a que me lo explicara. No sé si pretendía que todos los profesores firmáramos un manifiesto, o que movilizáramos a nuestros estudiantes, o que realizáramos donaciones para la causa… Me negué a seguir escuchándole antes de que entrara en detalles. Aquel asunto entonces me resultaba indiferente en la misma medida en que me resulta hoy. Pero no podía consentir que alguien totalmente desvinculado ya de esta universidad, por muy célebre que sea fuera de ella, viniera a coaccionarme. A decirme lo que yo tengo o no que hacer en mi trabajo y las medidas que debo tomar en según qué cuestiones tan ajenas a nuestras competencias.
Como los viejos coches de choque, a medida que Luis hablaba en mi cabeza comenzaron a producirse encontronazos violentos cuyo orden no lograba controlar. Daniel y el legado de Fontana, Fontana y Los Pinitos, Daniel y yo, Fontana y yo. Aquello que Luis Zárate nunca supo yo lo empecé a sospechar en ese mismo instante. En apenas un par de segundos, mi memoria descendió otra vez al sótano mugriento del Guevara Hall. ¿Y si esos fueran los recursos a los que Daniel se refirió? Recursos palpables, documentales, cuantificables, propiedad de un departamento que jamás los tuvo en cuenta. ¿Y si lo que en su momento había pretendido conseguir de Luis Zárate fuera que el propio departamento desempolvara el legado de Fontana y lo pusiera al servicio de la causa de Los Pinitos? ¿Y si Daniel hubiera tenido desde un principio la sospecha de que allí pudiera haber alguna clave capaz de contribuir a entorpecer el proyecto del centro comercial? ¿Y si, ante la negativa del director, él hubiera buscado su propio camino para sacarlos por fin a la luz?
—Así que me negué —continuó—. Por principio. Por cojones, como diríais en España. Con perdón.
No reaccioné ante la rotundidad de sus palabras, mi mente seguía intentando juntar piezas. Recursos documentales, recursos palpables contenidos tal vez entre los miles de papeles con los que yo llevaba tres meses trabajando. Algo que quizá tuviera que ver con las constantes preguntas de Daniel sobre el avance de mi trabajo, sobre mis hallazgos, sobre aquella escurridiza misión Olvido por la que me preguntaba a menudo.
—Y ahí acabó la batalla, no creas que hay más. Aunque fue interesante —añadió irónico—. No todos los días le planta uno cara a una leyenda viva.
Mi cerebro seguía ocupado en conectar cables a fin de dar consistencia a una creciente sospecha, pero mi rostro debió de mostrar una evidente curiosidad. Y él no lo pasó por alto.
—Al trabajar en áreas distintas, quizá no conozcas en toda su extensión quién es el verdadero Daniel Carter, ¿verdad?
—Pues dímelo tú. —Necesitaba saberlo. Necesitaba saberlo ya.
—En la comunidad de los hispanistas de este país, y créeme, somos unos cuantos miles, él es un peso pesado. Ha sido presidente de la poderosa MLA, la Modern Language Association of America, y director de una de las más prestigiosas publicaciones periódicas de nuestro campo, Letras y Crítica. Libros suyos como Literatura, vida y exilio o Claves para la narrativa española del siglo XX son obras emblemáticas que llevan años usándose en todos los departamentos de Español de los Estados Unidos. Su presencia se cotiza como pocas en los congresos y convenciones de nuestro campo, abrir o cerrar un encuentro académico con una conferencia plenaria suya es garantía de éxito total. Una referencia positiva o una carta de presentación con su firma pueden hacer subir enteros la carrera profesional de cualquiera de los que nos dedicamos a esto.
El perfil de hombre que iba tomando cuerpo ante mis ojos comenzó a incomodarme en la misma medida que su interés por remover los recursos en aquel departamento que no era el suyo desde hacía décadas.
—Tu amigo Daniel Carter, mi querida Blanca, no es un simple profesor anónimo y simpático con escasas responsabilidades y mucho tiempo libre en la recta final de su carrera. A día de hoy continúa siendo una de las figuras con más solvencia intelectual y mayor poder operativo dentro del colectivo hispanista de Norteamérica.
Aquellas pinceladas no hacían sino incrementar mis dudas. Intenté que Luis no notara mi desazón, la tarta de queso volvió a ser la tapadera.
—Además —prosiguió—, tiene fama de ser un tipo carismático, con muchos amigos e influencias y, según cuentan, con un pasado un tanto peculiar. Lástima que yo no le haya captado el punto y que, a diferencia de la tuya, mi relación con él haya sido desde el principio un total desencuentro.
Remató su tiramisú mientras yo seguía intentando en paralelo juntar las piezas del confuso puzle que se iba formando frente a mí.
—No soporto a esas vacas sagradas que se creen capaces de hacer llegar su sombra hasta donde les plazca, ¿sabes?
Continuaba hablando ya sin reservas, como si tuviera bien masticadas sus opiniones y aquellos pensamientos le hubieran ocupado intensamente el raciocinio desde tiempo atrás.
—No me gusta que en esta profesión se siga venerando a los dinosaurios sin que nadie se atreva a toserles.
Joe Super volvió a acercarse a nuestra mesa en ese mismo momento tan solo para decirnos adiós. Le sonreímos, nos sonrió. Aún no se había dado del todo la vuelta cuando por fin tomé la palabra.
—Pero ¿qué hace él en realidad en Santa Cecilia entonces? —pregunté sin apenas voz.
—Disfrutar de un año sabático y escribir un libro. O eso anda diciendo.
—Literatura española de fin de siglo, hasta ahí llego. Pero ¿por qué aquí y ahora, precisamente?
Respondió veloz. Como si tuviera bien elaborada la respuesta.
—Eso mismo me pregunto yo cada vez que le veo.