Me esperaba en la calle apoyado contra su coche, un Volvo azul ni demasiado nuevo ni demasiado limpio. Gafas oscuras cubriendo los ojos, la barba clara más clara todavía al sol de la mañana y el pelo como siempre, algo más largo de lo convencional. Con los brazos cruzados con indolencia, enfundado en unos chinos arrugados y una vieja cazadora vaquera, relajado y atractivo una vez más.
—Tienes cara de recién levantada, seguro que ni siquiera has desayunado —fue su certero saludo.
Llevaba razón, tan solo había tenido tiempo para media taza de café. Me había despertado con el margen justo para darme una ducha, arreglarme mínimamente y salir de casa en el momento en que el claxon sonaba por segunda vez.
Él me había llamado a mitad de semana para poner fecha al plan pendiente del que habíamos hablado en la noche de Acción de Gracias.
—El sábado voy a cenar con Luis Zárate, así que mejor lo dejamos para el domingo —le propuse. Así sería ciertamente: a la vuelta del puente de Acción de Gracias, el director y yo lo habíamos concretado por fin.
—¿Y si te secuestra y no vuelves? —dijo con sorna—. ¿Por qué no lo adelantamos al viernes?
Acepté. Su presencia me era siempre grata y yo mantenía un creciente interés por visitar esa misión con tanta frecuencia citada en los papeles de Fontana. Por qué posponerlo más. Antes, no obstante, hubo unos días un tanto turbios. La entrada en el último mes del año me había traído desde España un bombardeo de e-mails que volvían a preguntarme sobre mis intenciones a corto plazo, a veces de una manera discreta y a veces bordeando la impertinencia. Los compañeros de la universidad querían saber si me uniría a la tradicional cena previa a las vacaciones de Navidad, y mi hermana África me fustigaba permanentemente con sus belicosas ideas sobre cómo torpedear a mi ex. Los amigos compartidos con Alberto, aquellos junto a los que criamos a nuestros hijos y con los que tanto habíamos vivido juntos, me consultaban diplomáticos sobre mis planes en un intento, intuí, de coordinar los encuentros por separado para limitar al máximo la incómoda posibilidad de que ambos coincidiéramos bajo el mismo techo. A todos di largas. Ya os contaré, ya veremos, seguimos en contacto, tengo mucho trabajo, adiós, hasta pronto, adiós.
El campus, entretanto, empezaba a vivir el ambiente de fin de semestre. Fin de semestre, fin de año, fin de siglo y milenio, grandes cambios en puertas. De momento, no obstante, lo que más preocupaba a los estudiantes era sin duda la inminente llegada de los exámenes y las fechas de entrega de trabajos, ensayos y proyectos. El agobio se palpaba, su presencia siempre bulliciosa menudeaba en las zonas de ocio, en el centro recreativo, en las pistas deportivas y en los cafés. Las luces de las residencias y los apartamentos permanecían encendidas hasta la madrugada y la biblioteca, como un gran campamento de refugiados, se mantenía abierta veinticuatro horas al día.
Entre los profesores se respiraba un ambiente similar. Conversaciones de pasillo mucho más breves, montones de exámenes que preparar. Montañas de ejercicios por corregir, presión de última hora y unas ganas tremendas de pegar carpetazo definitivo a la primera mitad del curso. Aquella era la tónica general entre todos mis colegas, lo mismo que a mí solía sucederme año tras año en mi propia universidad. Excepto ahora. Por primera vez en mi vida no tenía el menor deseo de que llegaran las vacaciones.
Y, sin embargo, cada día era más evidente que mi trabajo con el legado de Andrés Fontana avanzaba hacia sus últimas etapas. La altura de las pilas de papeles sobre mi mesa disminuía progresivamente a medida que sus contenidos se iban volcando en la memoria del ordenador. Los documentos, una vez leídos y clasificados, iban acumulándose con orden cartesiano en cajas de cartón alineadas en el suelo. Todo lo que había logrado entender y retener respecto a la historia de California en las semanas anteriores había facilitado mi labor en gran manera, pero era consciente de que la recomposición de lo producido en la fase final de la vida del profesor iba a quedar carente de una cohesión bien trabada. Mantenía la sensación de que me faltaban datos, documentos, piezas del gran puzle que fue su postrera investigación. Dotar todo aquello de coherencia estaba fuera de mi alcance, pocos cestos podía yo tejer con tan escasos mimbres. Por eso quizá me apetecía tanto que llegara el viernes.
—¿Qué tal si comemos algo primero? —fue la propuesta de Daniel una vez le confirmé mi inanición.
Sin prisa por adelantar la salida, nos detuvimos en un café de las afueras, un sitio en el que un puñado de hippies trasnochados compartía espacio con trabajadores y abuelitas de cabello blanco camino de la peluquería semanal. Sentados junto a un ventanal, pedimos a conciencia: huevos con beicon, pancakes, zumos de naranja. Con tranquilidad y dos tazas de café.
Charlamos mientras dábamos buena cuenta del par de enormes platos que puso ante nosotros una recia camarera mexicana. Seguramente los llenó más de lo justo como gratitud a los piropos en su propia lengua con los que Daniel le alegró el tedio de la mañana.
—Me rindo —dije sin terminar—. No puedo más.
—Cómetelo todo —bromeó—. Que tu familia no piense que te estamos tratando mal en California.
Concentré la vista en los restos de la yema de un huevo frito.
—Para lo que me queda de familia y lo que les importo…
No había terminado de oír mis propias palabras cuando me arrepentí de haberlas dicho. Quizá mi intención fuera lanzar un simple comentario irónico, pero lo que salió de mi boca fue un chorro de amargura en bruto vertido a bocajarro sin ninguna razón. No me gustaba hablar de mí, airear mis sentimientos y miserias. Quedé por eso desconcertada, sin entender por qué, de pronto, sin ninguna justificación, había soltado aquel cruel latigazo contra mí misma. Precisamente, además, cuando en los últimos tiempos había comenzado a notar una leve sensación de optimismo, de recuperación de mi ánimo. Tal vez por ese motivo había bajado la guardia. O puede que todo radicara en que llevaba demasiado tiempo tragándome sola tantas cosas que no había podido contenerme más.
—No digas eso, Blanca, por Dios. Sé que tienes a tus hijos, alguna vez te he oído hablar de ellos. Y, aunque siempre andes protegiéndote para no decir ni una palabra sobre ti, me imagino que habrá alguien más a quien le preocupes. Alguien a quien interese saber que estás bien, que trabajas mucho, que estás sana y te cuidas, que vas haciendo amigos que te estiman en este rincón tan lejano de tu casa y de tu vida de siempre. Hermanos, padres, amigos, novio, exnovio, futuro novio, yo qué sé. O un marido, o un exmarido, con más seguridad. Quizá este sea un buen momento para que me cuentes de una vez algo sobre ti más allá de tus avances en el pasado de Fontana.
—¿Quieres saber cosas de mí? —dije entonces levantando la mirada del plato a medio comer—. Pues te las voy a contar. Mis hijos, que son dos, andan ya cada uno por su lado. Han terminado sus carreras y han volado del nido. Uno está en Londres estudiando y otro entre Tarifa y Madrid haciendo el loco y, lógicamente, los dos van a lo suyo y pasan bastante de mí. Padres no tengo, murieron ambos. Mi padre, de cáncer de próstata hace quince años y mi madre, de una hemorragia cerebral hace cuatro, por si te interesan los detalles. Tengo, eso sí, una hermana que se llama África y que me llama por teléfono cada dos por tres para machacarme la moral mientras piensa que me está arreglando la vida a su manera; una manera que, por desgracia, nunca coincide con la forma en la que yo querría ver mi vida arreglada. Y, hasta hace unos meses, tenía también a mi lado a un hombre con el que llevaba casada casi veinticinco años y con el que creía formar una pareja estable y razonablemente feliz. Pero un buen día me dejó de querer y se fue. Se enamoró de otra mujer, va a tener un hijo con ella y no he querido verle desde entonces, por eso decidí marcharme y por eso ahora estoy aquí. No porque me interese particularmente la vida académica de esta universidad en el fin del mundo, ni porque tenga el más mínimo interés en desenterrar el legado polvoriento de un muerto: tan solo vine por huir de la más pura y más amarga desolación. Eso es todo, esa es mi vida, profesor Carter. Fascinante, ¿verdad? Así que, como verás, a nadie importa si como o dejo de comer.
Me invadió de pronto una momentánea debilidad y volví la cabeza para no mirarle a los ojos. Pero no estaba arrepentida de lo que acababa de contarle. Ni satisfecha tampoco. En el fondo, me daba lo mismo. Nada ganaba y nada perdía con ponerle al tanto de mi realidad.
Concentré entonces la vista tras la cristalera junto a la que estábamos sentados sin fijarme en nada en concreto. Ni en la pareja achacosa que entraba en ese momento en el café, ni en el todoterreno que estaba aparcando o en la furgoneta medio destartalada que, a punto de irse, empezaba a rodar marcha atrás.
Hasta que noté los brazos de Daniel cruzar la mesa en dirección a mi plato. Dos brazos largos rematados por un par de manos grandes y huesudas. Con ellas cogió mis cubiertos, les dio la vuelta y manipuló los restos de mi desayuno. Cortó, pinchó, dejó el cuchillo y alzó el tenedor. Hacia mi boca. Y entonces habló. Con autoridad profesoral, una dosis de la que probablemente utilizaba cuando tenía que poner firmes a sus alumnos.
—A mí sí me importa. Come.
Su reacción acabó casi por hacerme reír. Con un punto de amargura y sin muchas ganas, cierto. Pero con un poso de gratitud.
—Vámonos, anda —dije cuando por fin tragué el trozo de pancake que me ofreció.
Salí mientras él pagaba, tardó poco en ponerse a mi altura. Nos dirigimos al coche caminando sin prisa, cada uno pensando en lo suyo. En algún momento del corto trayecto metió sus dedos entre mi pelo y me apretó la nuca un instante.
—Blanca, Blanca…
No dijo más.
Sonoma resultó ser relativamente parecida a Santa Cecilia y distinta a la vez. Sin estudiantes ruidosos, con más quietud. Aparcamos en plena calle en pleno centro, junto a una gran plaza en la que se alzaba el ayuntamiento y un buen montón de árboles centenarios. Alrededor, construcciones de escasa altura y colores alborotados: el legendario hotel Toscano y la Blue Wing Inn, el teatro Sebastiani, viejos barracones del ejército mexicano y la Casa Grande que fuera posesión del comandante general Mariano Guadalupe Vallejo en los primeros años tras la independencia.
—Y aquí tenemos nuestra misión…
En una esquina. Simple, blanca, austera. Con un porche sostenido por vigas de madera vieja recorriendo toda su longitud. San Francisco Solano, conocida popularmente como la misión Sonoma. El final de la cadena instaurada por los franciscanos españoles en su epopeya misionera; el último exponente del mítico Camino Real, esa ruta abierta por la que transitaron los frailes a lomos de mulas y a golpe de recias sandalias de cuero. Escoltada en la fachada, como sus hermanas, por una campana de hierro fundido colgada de travesaños, el símbolo que recorría California de sur a norte anunciando milla a milla que por allí se asentaron aquellos hombres austeros en un pasado no tan lejano.
La contemplamos callados, quietos ambos frente a ella. Nada de especial tenía tras sus líneas limpias y su simplicidad. Pero en cierta forma, quizá por eso mismo, creo que a los dos nos conmovió. Las tejas de barro, el sol contra la cal. Volaron un par de minutos.
—Antes no he sido del todo sincera contigo.
No me preguntó en qué, prefirió que yo misma se lo dijera. Y lo hice sin mirarle, sin desviar los ojos de la fachada de la misión.
—Es cierto que en principio asumí hacerme cargo del legado de Fontana como una simple obligación para distanciarme de mis propios problemas, para separarme de ellos física y anímicamente. Pero eso no significa que me haya tomado esto como un simple entretenimiento; de alguna manera, todo lo que comenzó como un simple deber ha invadido ya mi interés personal.
Ni opinó ni valoró. Tan solo dejó pasar unos momentos rumiando mis palabras. Hasta que me agarró por el codo y dijo venga, vamos. Y echamos a andar.
Al igual que las restantes veinte misiones, San Francisco Solano estaba del todo reconstruida y poco quedaba en pie del edificio original. Pero permanecían la estética, el alma y la estructura, con su humilde cruz de madera tosca en la parte superior. Una placa metálica sintetizaba su historia. Pura sencillez, entrañable y conmovedora en su sobriedad.
No parecía haber visitantes a aquella hora y, sin más compañía que el sonido de nuestros pasos, recorrimos la capilla de paredes claras y losas de barro con su altar simple y naif. Después, el ala donde vivieron los padres, transmutada en un museo diminuto que mostraba una maqueta entre cristales, una olla de cobre, hierros para marcar el ganado y un puñado de fotografías en blanco y negro de distintos momentos del transcurrir de la vida en la misión.
Seguimos curioseando sin apenas hablar, avanzamos. A pesar de lo menguado de las instalaciones y de la humildad de su contenido, el sitio rebosaba encanto y provocaba sosiego a la vez. En las paredes de lo que supuestamente fuera el refectorio encontramos una colección de acuarelas antiguas, nos detuvimos a contemplarlas sin urgencia. Cuarenta o cincuenta, sesenta quizá. Imágenes de las misiones en su hermosa decadencia antes de ser sometidas a su posterior reconstrucción. Muros desplomados, techados a punto del derrumbe o en la mera ruina. Campanarios sostenidos por unos cuantos andamios, tabiques con oquedades, tapias comidas por plantas trepadoras y una gran sensación de abandono y soledad.
—¿Tú crees que él tenía razón?
Quebró el silencio con la mirada fija todavía en la imagen de una arcada medio derruida. Sin sacarse las manos de los bolsillos del pantalón, sin girarse hacia mí.
—¿Quién y en qué?
—Fontana en pensar que tal vez existió una misión cuyo rastro no consta en ningún sitio.
Seguía mirando al frente, estático, como si tras las pinceladas de la acuarela pudiera hallar parte de la respuesta.
—En sus papeles, desde luego, yo no he encontrado ninguna evidencia —dije—. Pero, según tú mismo me contaste, él intuía que sí. La misión Olvido la llamaba, ¿no?
—Ese era el nombre que yo le oí. Quizá fuera el verdadero, quizá uno imaginario que él mismo decidió darle para etiquetar algo de lo que probablemente no llegó a tener nunca constancia.
En la sala entró una pareja de turistas. Ella, cámara en ristre, con una visera colocada sobre la permanente pelirroja y él con una ostentosa riñonera bajo la panza y una gorra de baseball puesta del revés. Nos movimos para dejarlos pasar, aquellas estampas llenas de nostalgia no parecieron despertarles excesivo entusiasmo.
—Pues mucho me temo —añadí cuando volvieron a dejarnos solos— que esa misión perdida sigue sin rastro.
A medida que fuimos dejando atrás las acuarelas y aproximándonos al jardín interior, comenzamos a oír voces infantiles. Al salir comprobamos que se trataba de una excursión de colegiales al mando de una joven maestra y una guía entrada en años que pedía silencio sin demasiado éxito. Nos acercamos y, a distancia prudente junto a una fuente central de ladrillo, nos paramos a oír lo que esta por fin logró contarles. Porciones de historia desengrasadas, digeribles para una audiencia de cuarto de primaria. Menciones al año de su fundación, 1823, a su fundador, el padre Altimira, y a los métodos de trabajo y enseñanza de los indios neófitos acogidos en aquel emplazamiento.
Abandonamos la misión en silencio, dando vueltas en la cabeza cada uno a lo suyo, quizá a lo mismo los dos. Él probablemente rememoraba al Andrés Fontana de su tiempo y aquellas intuiciones suyas a las que prestó en su día muy escasa atención. Yo, por mi parte, reconstruía al profesor a partir de los testimonios escritos que dejó a su muerte. Dos versiones distintas de lo mismo: el hombre frente a su memoria, la carne y los huesos frente al legado intelectual.
Al pasar de nuevo junto a la campana de hierro de la entrada, Daniel se detuvo. Con sus manos grandes palpó las gruesas vigas de madera que la sostenían y acarició su aspereza. Después, sin consultarnos sobre el rumbo de nuestros pies, caminamos instintivamente hacia la plaza y nos sentamos en un banco a saborear con desidia el último sol del día. Frente a nosotros, entre árboles enormes, se alzaba una escultura de bronce. Un soldado con la vieja bandera del oso ondeando sobre su hombro, un homenaje a la efímera independencia de California. Más allá, una zona de juego en calma absoluta, con los columpios parados y sin rastro de presencia infantil.
A pesar de lo desconcertante de mis palabras aquella mañana durante el desayuno, en cierta manera me sentía mejor después de haber hablado a Daniel sobre mí. Descargada, más ligera, más en paz conmigo misma. Al contrario de lo que hasta entonces pensaba, exponer mi vida ante un extraño había resultado un tanto liberador. Quizá porque, a pesar de todo, mi fuerza cada vez iba a más. Quizá porque aquel extraño lo era cada vez menos.
—De todas las misiones, esta es, no sé por qué, a la que Fontana más interés dedica en su trabajo, ¿sabes? A la misión y a su fundador, el padre José Altimira que ha mencionado antes la guía cuando contaba la historia de la misión a los niños del colegio. Era un joven franciscano catalán, casi recién instalado por entonces en la Alta California. Sobre él sí he encontrado entre sus papeles unos cuantos documentos.
—¿Y qué logró saber? —dijo cambiando de postura. Se había vuelto hacia mí, apoyaba un codo en el respaldo del banco, me escuchaba con interés.
—Que se las arregló para que le autorizaran a levantar esta última misión en el peor de los momentos. La misión Dolores de San Francisco estaba por entonces en una situación lamentable y él propuso trasladarla aquí, pero sus superiores no le autorizaron. México había obtenido poco antes su independencia de España y ya se intuía que las misiones tardarían poco en ser secularizadas, aunque entretanto los franciscanos se negaban a reconocer ningún gobierno que no fuera el de su rey español. El gobernador de California, en cambio, sí aceptó la propuesta de Altimira, y gracias a él comenzó a construirla.
—Imagino que no sería porque al gobernador le preocuparan las almas de los infieles.
—Claro que no. Lo hizo por otra razón mucho más práctica: para garantizar una presencia estable en esta zona frente a la amenaza de los rusos que, a cambio de unas mantas, unos cuantos pares de pantalones de montar, un puñado de azadas y muy poco más, habían obtenido de los indios una gran extensión de tierras algo más al norte, junto al Pacífico.
—Tipos listos los rusos de Fort Ross. ¿Quieres que vayamos a ver todo aquello algún día? Mañana, por ejemplo.
—Tengo cena con Zárate, acuérdate.
—Invéntate cualquier excusa y vente otra vez conmigo. Con él te vas a aburrir mucho más.
—Calla, anda —dije riendo a medias—. ¿No quieres saber qué pasó entonces con Altimira?
—Claro que quiero, solo era una pequeña interrupción. Sigue, soy todo oídos.
—Bueno, pues como te estaba diciendo, a pesar de tener autorización civil, Altimira carecía del permiso de sus superiores. Con todo, hizo de su capa un sayo, eligió este sitio por entonces absolutamente inhóspito y, con cuatro troncos y unas cuantas ramas a modo de altar, clavó una cruz de palo en el suelo y estableció esta misión.
—Un poco díscolo este Altimira, ¿no?
—Bastante rebelde debía de ser, sí, aunque al final sus superiores pasaron por el aro y le autorizaron para que mantuviera la misión activa. A Fontana, por alguna razón que no he logrado aclarar, parecía resultarle un personaje muy interesante. Entre sus papeles hay, como te he dicho, unas cuantas referencias a él y se percibe un gran esfuerzo por reconstruir sus pasos más allá de Sonoma.
—¿Con suerte?
—Regular. Una vez establecida contra viento y marea su misión aquí en Sonoma, se le rebelaron los neófitos, los indios bautizados que vivían dentro de ella. Por lo visto, era un gestor eficiente y un buen administrador, pero nunca consiguió establecer una relación afectuosa con los nativos. En su empeño por civilizarlos, parece que fue duro y exigente en exceso, aplicándoles constantes castigos físicos sin lograr ganarse su confianza.
—Y ellos entonces se le revolvieron.
—Exacto. Dos o tres años después, los indios saquearon la misión y le prendieron fuego. Altimira y unos cuantos neófitos se salvaron del incendio por los pelos y salieron huyendo.
—¿Y qué fue de él?
—Lo que pasó en los días, incluso en los meses siguientes no está muy claro aunque, como te digo, en Fontana se percibe un interés enorme en seguirle los pasos. Pero no he encontrado nada más al respecto.
—Y supongo que con él acabó la vida de esta misión.
—Ni mucho menos. Al poco tiempo de la quema y la huida de Altimira se hizo cargo de ella otro franciscano, el padre Fortuni, un cura vejete y enérgico que rápidamente puso orden e inyectó la moral necesaria para reconstruirla. Sin embargo, tendría que hacer frente a algo peor que un fuego o un saqueo.
—La secularización de las misiones.
—Sí, señor. Una secularización que arrancó de mala manera, después se esforzaron en poner orden y al final acabaron a las bravas otra vez. En un principio, hasta esta Alta California se desplazaron los nuevos representantes militares de México con la intención de reconfigurar el orden social. Y de la noche a la mañana, empezaron los conflictos a varias bandas. Entre los militares y los franciscanos, leales a muerte estos últimos al antiguo orden español. Entre los militares y la población local no indígena (los californios, de origen español también), que hasta entonces vivían tranquilamente en sus ranchos, dedicados a cultivar sus tierras y llevar sus haciendas.
—Y a montar a caballo, rezar el rosario y cantar, bailar y tocar la guitarra en sus fandangos, que era como por aquí llamaban a sus fiestas. No me extraña que no se sintieran identificados con las nuevas soflamas liberales, con la buena vida que llevaban… —apuntó con sorna.
—Pero no les quedaba otra opción. Desde México habían decidido que el sistema de las misiones era un anacronismo y ordenado la secularización inmediata de todas ellas y el reparto de sus tierras entre los indios hispanizados y los nuevos colonos que decidieran asentarse en ellas. Y esto también conllevó disputas, porque hubo algunos avispados que pretendieron hacerse por la cara con tales propiedades, y otros más razonables que creyeron que las tierras deberían volver a sus antiguos y legítimos dueños.
—Que imagino que serían los indios —sugirió—. La población autóctona.
—Efectivamente. Porque, según he leído, los franciscanos nunca pretendieron hacerse con la propiedad de las tierras en las que se asentaron y, aunque en gran manera fracasaran en su intento y utilizaran en muchas ocasiones mecanismos desafortunados, su objetivo único fue acercar a los nativos a su fe e intentar transformarlos en ciudadanos más o menos integrados en sus comunidades.
Seguíamos sentados entre los árboles de la plaza, el sol iba cayendo, tan solo unos cuantos viandantes distraían de tanto en tanto nuestra atención.
—Pero aquello no se logró…
—No, porque el magnífico plan de realizar una devolución justa fue finalmente ignorado y solo un pequeño porcentaje de las tierras acabaron siendo entregadas a aquellos a quienes les correspondían por derecho.
—Y los indios, arrancados casi a la fuerza de su forma de vida y su cultura, acabaron siendo, como suele pasar, los grandes perdedores de la película.
—Por desgracia, sí. Y el resto de lo que por aquí pasó lo conoces tú mejor que yo porque ya es la historia de este país tuyo.
—La breve República de California, y después la guerra entre México y los Estados Unidos de entonces. Y, a su término, el Tratado de Guadalupe Hidalgo que reconfiguró nuestro mapa y nos cedió todo el norte de México, incluida California.
—Así es. Las misiones, a partir de entonces, caerán en el más absoluto de los olvidos, hasta que en los años veinte empiezan a rehabilitarse físicamente y a partir de los cincuenta arranca también la investigación histórica.
—Y atrapan a algunos románticos como Andrés Fontana en los últimos años de su carrera —añadió.
—Y por eso estamos tú y yo aquí hoy, en el final del mítico Camino Real, en la última misión de esta cadena de reliquias del pasado colonial español. Reliquias de un ayer relativamente cercano del que, sin embargo, casi nadie se acuerda ya.
—Y en España, aún menos.
—Desde luego. Excepto yo —bromeé—, que he salvado mi ignorancia gracias a que una fundación desconocida me puso delante de los ojos en el momento justo una beca que yo solicité sin anticipar siquiera cuál sería mi cometido.
Volvió a cambiar de postura, pero esta vez no me miró, sino que mantuvo la vista perdida en algún punto difuso de la plaza. En la figura de bronce del heroico soldado de la revuelta del oso, en los columpios vacíos quizá.
—Fue una suerte conseguir que la FACMAF me seleccionara —proseguí—. Me está resultando muy cómodo trabajar para ellos sin plazos ni presiones. Me envían un cheque todos los meses y yo avanzo en mi trabajo a mi ritmo, hasta que, a su término, todo quede organizado y yo remita el informe final.
Mantuvo el silencio, escuchándome como si no me escuchara, atendiendo a mis palabras con una mezcla de distancia e interés.
—Vámonos ya, anda —fue lo único que acabó diciendo—. ¿Volvemos a Santa Cecilia o damos una vuelta por aquí?
Paseamos por los alrededores de la plaza, encontramos pequeños callejones peatonales con tiendas, galerías de arte y cafés. Hasta que dimos con un pub irlandés del todo incongruente con el entorno. Anunciaba un concierto en la puerta y nosotros teníamos ganas de tomar cualquier cosa, así que decidimos entrar.
Nos sentamos en la barra. La hora de comer había pasado hacía tiempo y la de cenar no había llegado todavía, pero el sitio parecía dispuesto a ofrecernos lo que quisiéramos. Un trío de músicos veteranos preparaba sus instrumentos en una esquina, ninguno cumpliría ya los sesenta. Uno de ellos llevaba una trenza gris hasta media espalda; otro cubría su barriga prominente con una camiseta negra estampada con una hoja de marihuana; el tercero trajinaba por el suelo, revolviendo el contenido de un bolsón.
Pedimos unas cervezas, seguimos charlando entre tréboles verdes y leyendas en gaélico. Sobre Fontana y sus cosas de nuevo, un tributo quizá inconsciente a la misión que habíamos visitado impulsados por él.
—En aquellos últimos tiempos, cuando él empezó a interesarse por la historia de la California española y las misiones —dijo Daniel tras un primer trago de su cerveza negra—, recuerdo que se aficionó también a comprar documentos sobre historia colonial. Registros, mapas, legajos pertenecientes imagino que a las misiones o a otras instituciones cercanas.
—De eso hay muy poco entre lo que a mí me ha llegado, todo es mucho más documental. ¿Dónde conseguía todo aquello?
Se encogió de hombros.
—Los encontraba en cualquier sitio y apenas pagaba por ellos unos cuantos dólares, aparentemente muy pocos apreciaban entonces el valor de aquellos viejos papeles escritos en español.
—Quizá buscaba en ellos la misión Olvido.
Nos pusieron delante una cesta de patatas fritas, empezamos a picar.
—Quizá —confirmó con la boca medio cerrada mientras masticaba las primeras—. Haciendo memoria, además —prosiguió tras tragar—, recuerdo que alguna vez mencionó incluso que tal vez pudiera haber estado situada cerca de Santa Cecilia. Por eso probablemente estaba tan interesado en hacerse con viejos documentos de la zona, por si en ellos pudiera encontrar algún dato. Pero tú estás segura de que no hay nada de eso en los papeles suyos con los que estás trabajando, ¿no?
—Nada en absoluto, ya te lo he dicho. Aunque sigo teniendo la impresión de que en su legado faltan cosas, de que debería haber algo más que diera sentido a toda esta última parte de su trabajo.
—Es extraño —añadió pensativo al tiempo que volvía a agarrar unas cuantas patatas entre los dedos—. Desde que me dijiste por primera vez que notabas que faltaban documentos, no paro de preguntarme qué pudo pasar. Tal vez se haya extraviado parte del material en algún traslado. O tal vez él mismo se desprendiera de ellos, aunque lo dudo, porque no solía tirar nada. No te imaginas cómo era su despacho, la cueva de Alí Babá.
—No sé, puede que sean simples presuposiciones mías el pensar que algo falta. Pero, desde luego, a mí me facilitaría enormemente la labor encontrar todos esos cabos sueltos.
El pub se había ido llenando, el ambiente se animaba por momentos, los músicos añosos seguían preparándose para tocar.
—Hay bastantes apuntes relativos a una biblioteca de la Universidad de California en la que se encuentra la mayor parte de los registros de las misiones. Esa es otra visita que me gustaría hacer.
—La Bancroft Library, en Berkeley.
Me sorprendió que conociera un detalle tan concreto en un asunto que le resultaba tan ajeno. No se ofreció, sin embargo, a llevarme a conocerla.
—De ella regresaba cuando se mató, de consultar documentos y datos. Estaba anocheciendo, 17 de mayo del 69. Llovía, una de esas lluvias fuertes de primavera. Se le cruzó un camión, derrapó…
—Qué triste, ¿verdad? —le interrumpí—. Dedicar tanto esfuerzo a rescatar el olvido y acabar muerto, solo, tirado en una cuneta una noche de lluvia.
Tardó unos segundos en decir algo. Los clientes a nuestro alrededor se encargaron de llenar con sus conversaciones el hueco en blanco que quedó en la nuestra. Cuando por fin habló, lo hizo con la vista concentrada en el vaso que sostenía entre los dedos. Haciéndolo girar, como si buscara en él la inspiración o el empuje necesario para decir lo que pretendía.
—No iba solo en el coche. En aquel accidente murió alguien más.
—¿Quién?
Los músicos arrancaron con los primeros acordes de su música celta y el ruido de las conversaciones se acalló.
—¿Quién, Daniel?
Levantó la vista de su cerveza, respondió al fin.
—Una mujer.
—¿Qué mujer?
—¿Qué más da su nombre ahora, después de tanto tiempo? ¿Sigues con hambre, pedimos algo más?