El sargento Nieves y Loretta Harris resolvieron reunir urgentemente a todos los figurantes necesarios para su puesta en escena el Sábado Santo por la noche en la propia residencia del jefe de la estación naval. Cena de Amistad rezaba la excusa elegida. Ambos eran conscientes de que aquella no era la fecha más idónea, pero confiaban en que los afectados interpretaran aquella invitación tan precipitada como un caso de simple torpeza intercultural por parte de unos extravagantes forasteros que poco o nada sabían de los usos sociales de aquella ciudad. Imposible sospechar las maniobras y los apaños que unos cuantos muñidores se traían entre las manos.
Un par de soldados repartió a domicilio esa misma mañana los imponentes tarjetones con el escudo dorado y azul de la U. S. Navy. Aprobada por la esposa del jefe de la base, la lista de invitados fue minuciosamente confeccionada por Nieves a tenor de sus gestiones en las horas anteriores. Incluía a las fuerzas vivas, altos mandos militares de los ejércitos patrios y un buen montón de parejas con cierto pedigrí: nadie con peso, dinero o buen nombre debería quedarse fuera. Todas las invitaciones fueron recibidas por sus destinatarios con dosis similares de sorpresa y desconcierto, pero ni por un segundo se planteó ninguno de ellos la posibilidad de no asistir.
Para la mayoría de los convocados, iba a ser el primer cara a cara con aquellos extranjeros que tan intrigantes les resultaban. Por eso, ajenos por completo a las maquinaciones e intereses subterráneos, las horas anteriores al evento fueron un barullo desquiciado para la mayoría de los asistentes y, de manera muy particular, para las señoras. Todas requirieron con urgencia a las peluqueras en casa y perdieron los nervios probándose modelos una y otra vez, descartando unos por excesivos, otros por pacatos, sin saber del todo qué demonios tendría una que ponerse para no desentonar en un encuentro así.
Los señores, por su parte, acogieron la invitación con sorpresa no exenta de un oculto regustillo al conocer que solo la flor y nata local había sido convocada. Será una oportunidad inmejorable para afianzar relaciones, consolidar negocios y limar asperezas, pensó más de uno. Para enterarse de chismes y estar a la última de los asuntos más jugosos. Para mantener bien engrasada, en definitiva, la maquinaria siempre rentable de las relaciones sociales.
En casa de los Carranza la situación no fue distinta. Marichu, la madre, en rulos y combinación, soplándose nerviosa las uñas tras la manicura recién hecha, dudaba entre lucir un deslumbrante traje de cóctel en color azul pavo o un conjunto más modosito en tono coral. El farmacéutico, despreocupado, mataba el tiempo resolviendo un crucigrama en el salón, sabedor de que lo único que debía hacer en el último momento era repasarse el afeitado y ponerse el esmoquin. Nana, entretanto, andaba de una punta a otra de la casa echando humo mientras elucubraba sobre la manera de embaucar a su hija para que la llevaran con ellos. No hubo suerte, sin embargo, aunque apenas salió la pareja por la puerta, al domicilio llegó un ramo de flores con una tarjeta de Loretta. Se disculpaba y la emplazaba para comer al día siguiente con la excusa de relatarle en detalle los pormenores. Bajo cuerda, lo que pretendía era mantener por el momento a la anciana bien apartada del escenario.
A las ocho en punto comenzaron a llegar los invitados a la residencia de los Harris, un buffet espléndido los esperaba, algo terriblemente chic e inusual en la España del año 59 que rondaba el cuarenta por ciento en tasa de analfabetismo y tenía una renta per cápita anual que apenas alcanzaba los trescientos dólares. Las buenas relaciones de Loretta con la esposa del jefe de la base de Rota por un lado y los compadreos de Nieves por otro habían servido para suplir la muy limitada disposición de productos americanos en la zona. Ensalada Waldorf, filetes de salmón salvaje, langosta de Nueva Inglaterra con salsa de mantequilla y otras exquisiteces ultramarinas llegadas en cajas refrigeradas dando tumbos a bordo de un vehículo militar. Junto a las viandas, pilas de platos de porcelana blanca con ribete dorado y azul y el escudo de la U. S. Navy. Nada debía faltar.
El capitán de navío Harris apenas se había enterado el día de antes de las maquinaciones de su esposa y su subordinado, pero confiaba en el buen hacer de ambos. Y jamás hacía ascos a una fiesta. A medida que los invitados iban accediendo, ella, de rojo intenso, saludaba encantadora a todos mientras él, conteniendo su generoso volumen en un uniforme con cuatro galones en la bocamanga, los recibía con una sonrisa marcada a fuego en el rostro. Ambos se esforzaban por poner en práctica su mejor español mientras de fondo sonaba la trompeta de Louis Armstrong. El sargento Nieves se mantenía, conforme a su rango, en un plano secundario a la actividad central.
Las ropas y joyas de las señoras refulgían suntuosas mientras entre ellas se lanzaban miradas como dardos destinadas a calibrar el lustre ajeno, a la vez que observaban de reojo la moderna decoración de la residencia de los americanos. Entre los señores, el patrón recurrente era el uniforme militar y el esmoquin, aunque algunos, despistados o ignorantes, se habían presentado en vulgar traje de calle, tremendo patinazo que quedaría grabado para los restos en la memoria de sus abochornadas legítimas.
Con un par de miradas imperceptibles para los demás, Nieves indicó al matrimonio Harris quiénes eran los Carranza. La elegante señora del vestido azul que reía en mitad de un animado grupo era la madre. El padre, aquel señor de aspecto despistado que observaba con curiosidad aquellos extraños cuadros en los que las líneas y formas geométricas se cruzaban sin ton ni son. No había que perderlos de vista, aunque de momento los dejarían tranquilos. No convenía avasallar desde el principio.
Todos fueron poco a poco acercándose al buffet, sirviéndose de unas y otras fuentes con naturalidad impostada, desconociendo casi siempre qué diantres era lo que acabarían metiéndose en la boca. A la patria de los mercados de abastos, los economatos, las fondas y las tabernas, aún no había llegado la moda del sírvase usted mismo, y aquello de elegir un poco de aquí y otro poco de allá y comer después de pie resultaba diabólicamente complicado para los españoles. La incapacidad de la mayoría para sostener a la vez plato, tenedor, conversación y copa resultaba patente, y fueron varios los que, tras unas cuantas tentativas, decidieron arrojar la toalla y quedarse a medio cenar. Antes pasar hambre que sufrir el ridículo de ver sus viandas estampadas sobre la dignísima pechera de alguna señora, debieron de pensar.
Al cabo de un rato, un nuevo cruce de miradas entre Nieves, Harris y su esposa sirvió para levantar la veda. Con una ingenua pregunta sobre la composición química del Calmante Vitaminado, Loretta acorraló en un rincón de la sala al farmacéutico y le sumergió en una cháchara intensa y un tanto incomprensible sobre medicamentos españoles y americanos. Casi simultáneamente, en otro ángulo de la estancia, la oportuna cercanía del capitán de navío fue crucial para evitar que el traspié de un patoso invitado destrozara el traje azul pavo de Marichu. El marino agarró la copa de vino casi al vuelo con un ágil movimiento y, con ello, no solo salvó la integridad del atuendo, sino que logró también generar una corriente de agradecimiento en ella que le sirvió como excusa para iniciar el diálogo.
Ni el boticario ni su mujer pudieron más tarde recordar en detalle cómo se desarrollaron ambas conversaciones, pero entre mucho ji, ji, ji por aquí y mucho ja, ja, ja por allá, el caso fue que el padre de Aurora se encontró de pronto con una deslumbrante propuesta para distribuir desde su farmacia doscientas ampollas de penicilina, el medicamento más codiciado en aquella patria de atrasos y escaseces. Prácticamente en el mismo instante, la madre aceptaba complacida una invitación para asistir a la feria de Sevilla en compañía de lo más selecto del aparato militar estadounidense destacado en España. Nieves, entretanto, apuraba su séptimo tequila y observaba complacido ambas escenas desde la retaguardia a la vez que temporizaba el siguiente paso de su plan.
Una vez superadas las acrobacias del buffet, el alcohol y el rock-and-roll fueron los que destensaron el ambiente mezclando las carcajadas con el tintineo de las copas, mientras el chalaneo y los chismes discurrían sin freno entre los corrillos y algunas parejas se esforzaban por acoplar sus pasos de baile al ritmo de aquella música extraña que invitaba al movimiento. En paralelo a ellos, el concejal de orden público intentaba meter mano a la mujer de un capitán de corbeta de la U. S. Navy que andaba ya con una castaña monumental.
Mientras los Carranza seguían seducidos por el personal encanto del matrimonio Harris, ellos, que hasta entonces se habían mantenido en flancos separados, emprendieron con disimulo un acercamiento destinado a que las dos parejas acabaran confluyendo. Actuaban en respuesta a una nueva indicación de Nieves; una vez comprobó el sargento que ya estaban los cuatro juntos, se escurrió hacia la cocina y de allí salió al jardín. Se llevó entonces dos dedos a la boca y rasgó la noche con un silbido. Cinco sombras surgieron en el acto de una casa vecina, cinco cuerpos distribuidos entre dos uniformes de gala, dos vestidos de cóctel y un esmoquin que, saltando baches y socavones, había llegado acompañando a los alimentos desde la base de Rota tras ser enviadas las medidas necesarias con toda su exactitud.
La entrada del quinteto acalló momentáneamente las conversaciones.
—¡Buenas noches, queridos! —gritó Loretta desde algún punto del salón.
Ellos, apuestos y bronceados tras la acampada junto al mar, presentaban un aspecto imponente. Sus mujeres lucían espectaculares, embutidas en vestidos que dejaban a la vista un despliegue de brazos, hombros y escotes deliciosamente dorados. Daniel, con el rostro tostado, su pelo siempre indómito sometido a una buena dosis de fijador e impecable dentro del esmoquin prestado, barrió con ojos veloces el escenario. Hasta que localizó a los Carranza junto a los Harris: no habían faltado. Paso inicial superado, prosigamos avanzando y al ataque, pensó con un nudo del tamaño de un puño agarrado al estómago.
Los anfitriones recibieron a la pandilla con un entusiasmo rayano en la euforia. En parte, porque aquello era el plan. Y, en parte, porque ambos cónyuges llevaban ya más de dos horas empinando el codo sin atisbo de moderación.
—Danny, my dear, you look absolutely gorgeous! —exclamó ella con una de sus carcajadas caballunas. Casi a codazo limpio, se abrió paso entre los invitados hasta llegar a él.
—Mi querida Loretta, estás fantástica, muchísimas gracias por esta fiesta espectacular —fue el saludo de Daniel en su español bien ensayado.
A continuación le besó galante una mano. Como si los dos llevaran adorándose desde el principio de la creación.
Su participación en el programa marchaba según las pautas acordadas. Primero, entrada, reconocimiento del territorio y ubicación. Después, un caluroso saludo a la anfitriona para hacerse notar. Tercer movimiento, el capitán Harris. Vamos a ello, se ordenó en su interior.
Cuando los padres de Aurora vieron el abrazo de oso con el que el poderoso jefe de la base americana obsequió a su joven compatriota, a quien solo unos días atrás ellos mismos habían desairado como a un vulgar buscavidas, él se atragantó con un hielo del whisky que estaba bebiendo y su mujer notó en la espalda un amago de sudor frío que a punto estuvo de arruinarle la seda del vestido. Todos juzgaron tan cordial muestra de afecto como una demostración sincera de la intensidad del cariño que Harris profesaba al recién llegado. Nadie se percató, por fortuna, de que tal acto fue la reacción automática a una orden emitida por su esposa clavándole en el pie izquierdo su tacón. Ni uno de los presentes sospechó que aquella era la primera vez en la vida que ambos hombres se veían.
Solo entonces, con sus tres objetivos iniciales cubiertos, Daniel se relajó mientras un puñado de señoras se arremolinaba en torno a Loretta para interesarse por aquel joven al que tasaron de inmediato como impresionantemente apuesto, y de cuyo brazo ella se había colgado con tremenda familiaridad. Al verlo desparejado, intuyeron que estaba disponible y se lanzaron a olfatear la presa: todas tenían alguna hija, sobrina o hermana pequeña en edad casadera dispuesta a hacer feliz a un bombón como aquel. Y, más aún, conociendo su cercanía con el encantador matrimonio americano que les estaba ofreciendo la mejor fiesta que recordaban en muchos años. Por suerte para él, nadie lo identificó como el forastero atormentado que llevaba días derritiéndose de puro amor por la hija de la pareja que en aquel momento cuchicheaba consternada en un rincón.
El plan de Loretta y Nieves iba hasta entonces cumpliéndose según lo pautado pero, al percibir al grupo de féminas arremolinadas en torno a Carter, embelesadas con lo que la señora Harris contaba sobre él e intentando atraer su atención con zalamerías y comentarios ingeniosos, al sargento se le encendió el piloto de alarma. Enderezó entonces su postura, carraspeó y se atusó el bigotón. Aquello no estaba previsto. Algo inesperado estaba sucediendo. El acercamiento de los Harris a los Carranza estaba pensado para ir calentando motores, pero desde un principio habían imaginado que, al llegar al punto de la entrada de Daniel en la sala, todavía quedaría mucho trabajo por hacer. Presuponían que aún tendrían que presentar al muchacho, ir poco a poco convenciendo a los padres de que se trataba de una persona digna de su hija, demostrarles que su condición de extranjero no implicaba que fuera un libertino, un amoral o un patán indocumentado que no tenía dónde caerse muerto.
Con lo que Nieves no contaba era con que el abrazo del capitán Harris y la estruendosa afectuosidad de su mujer serían suficientes como para despejar instantánea, mágica, radicalmente, cualquier suspicacia entre los presentes. El sargento entendió entonces que todas las instrucciones que había proporcionado al joven sobre cómo debería comportarse y qué tendría que contar o callar sobre su vida eran una raya en el agua. A nadie le interesaban. Qué más daban ya. No había anticipado que el simple hecho de que el muchacho apareciera en sociedad avalado por los Harris sería suficiente como para que, de un plumazo, pasara de ser un estrafalario buscavidas a un objeto de deseo. De forastero indeseable a cotizado partido. Cuánta sabiduría había demostrado la abuela de Aurora al aconsejarle que se buscara un buen padrino.
Nieves localizó a los Carranza con una mirada presurosa. Se habían desplazado hacia una esquina, incómodos, descompuestos, sin saber qué hacer. Daniel, entretanto, continuaba en el centro del salón, flanqueado por los anfitriones mientras sostenía entre las manos el vaso vacío de un gin-tonic que acababa de beberse en tres tragos, disimulando con clase y empaque su estupor ante los halagos desorbitados que sobre su persona, raigambre y formidables perspectivas profesionales Loretta pregonaba a voz en grito en un español cada vez más pastoso.
El sargento fronterizo supo entonces que había que actuar. Inmediatamente. El farmacéutico y su mujer estaban tan desconcertados que habían perdido cualquier capacidad de reacción. Tenía que ayudarles, pero no había tiempo para sutilezas ni subterfugios. Circunvaló por eso la estancia con pasos raudos y se colocó a la espalda de la pareja sin que percibieran su presencia. Se aproximó entonces a ellos con sigilo, hasta que su cara quedó justo entre la oreja derecha de ella y la izquierda de él. Y tras sacarse su sempiterno Farias de entre los dientes, despachó su mensaje:
—O se acercan al grupo de los Harris, o al gringo lo trinca la mujer del registrador para su hija Marité y la niña de ustedes se queda para vestir santos. Ándele nomás.
Ni el pinchazo de una navaja habría espoleado a Marichu Carranza con mayor eficacia. Todavía se estaba el boticario preguntando de dónde diantres había salido aquel tipo en uniforme de la U. S. Navy que hablaba el español como Cantinflas, cuando su mujer ya lo había agarrado del brazo y lo arrastraba hacia el grupo donde el rostro de Daniel destacaba por encima de las demás cabezas.
Del resto, una vez más, se encargó Loretta.
La fiesta acabó a las cuatro de la madrugada en el jardín, bailando todos La conga de Jalisco alrededor de la residencia. Nieves observaba satisfecho la escena en la oscuridad, abrazado a un árbol mientras apuraba a morro una botella de tequila Herradura. La señora Harris abría la comitiva con su vestido rojo arremangado hasta medio muslo. La seguía una larga hilera de cuerpos mezclados de las formas más inverosímiles. Daniel iba aferrado a la cintura de la madre de su novia y el farmacéutico Carranza levantaba las piernas desacompasadamente, agarrado a su vez a la chaqueta del esmoquin de su futuro yerno. El concejal de orden público, sudoroso, con la pajarita deshecha y la camisa medio desabotonada, babeaba emparedado entre el portentoso trasero de Vivian y la delantera exuberante de Rachel. El jefe de la base conjunta hispano-norteamericana cerraba el desfile, inconsciente todavía de haber anotado un mérito más en el expediente de los históricos acuerdos bilaterales suscritos entre los gobiernos de España y los Estados Unidos en el Pacto de Madrid.
Aurora Carranza y Daniel Carter se casaron tres meses más tarde, a mediodía de un espléndido domingo de finales de junio. La novia vestía un traje de organza blanco añejo y, a pesar del empeño de su progenitora para que la peinaran con un vistoso moño a lo Grace Kelly, ella se negó en redondo a recogerse el pelo. El novio, de chaqué, aguardó a su futura mujer frente al altar de la iglesia de la Caridad como si aquel fuera el momento que llevaba esperando media vida. Por parte de Aurora asistió a la boda lo más granado de la sociedad local, toda una exposición de pamelas, galones, perlas y tejidos nobles. Por parte de él firmaron como testigos Domingo Cabeza de Vaca —quien acudió acompañado por una joven profesora de arte visigótico a la que durante la primavera había comenzado a cortejar—, los hijos de la señora Antonia, que no pararon de tenderle pañuelos a su madre, incapaz de contener las lágrimas de la emoción, y la plana de oficiales de la U. S. Navy destacada en Cartagena. Asistieron también sus padres, llegados desde Estados Unidos gracias una vez más a las competentes gestiones de Loretta, cerrando con ello el desencuentro amargo de un tiempo para olvidar. Andrés Fontana les envió desde Pittsburgh un telegrama. Con mis mejores deseos de todo corazón para la gran aventura que juntos emprendéis, escribió.
Celebraron un almuerzo con el Mediterráneo al fondo en el Club de Regatas y pasaron después la noche de bodas en el Gran Hotel. Para escándalo de ambas madres y regocijo de Nana, no salieron de la suite nupcial hasta las seis de la tarde del día siguiente. Partieron entonces de luna de miel en un viaje intenso que habría de llevarlos a Chalamera, Pamplona, Biarritz y París. La visita a Chalamera fue un empeño de Daniel por mostrar a Aurora la tierra natal del escritor gracias a cuya obra se habían conocido, una forma de volver al origen de todo. La estancia en Biarritz fue en homenaje a Nana y el viaje a París, un regalo de los padres de él en un intento tal vez de compensar con ello los años de desafecto que los habían separado.
La razón que les impulsó a visitar Pamplona no la aclararon a nadie, y ambas familias solo alcanzaron a entender el empeño de los novios en aquella escala cuando, entre varias fotografías recibidas por correo postal unos meses después, encontraron una de Daniel vestido de blanco y con un pañuelo al cuello, corriendo como un poseso a dos palmos de los pitones de un toro en la calle Estafeta. En otra de las fotografías aparecían los recién casados sentados en una terraza junto a un hombre fornido de barba blanca que muy pocos consiguieron identificar. Se trataba de Ernest Hemingway y aquel fue el último año que asistió a los sanfermines. De ello dejó constancia en el reportaje «El verano peligroso» que la revista Life publicaría poco después. Hubo quien dijo que los excesos cometidos por el escritor aquellos meses, recorriendo España en un loco peregrinaje taurino y jaranero, le alteraron tanto que acabaron costándole la vida. Para la joven pareja aquel verano, en cambio, fue el principio de un tiempo de gloriosa felicidad.
Aurora aportaba al matrimonio una licenciatura en Farmacia y un ajuar de mantelerías y juegos de cama de encaje de Valenciennes heredados de su abuela, pero apenas sabía freír un huevo y tan solo chapurreaba unas cuantas frases en la lengua del país que la habría de acoger hasta el fin de sus días. Hacía suyas sin conocerlas las palabras bíblicas del libro de Ruth: allá donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Daniel, por su parte, ofrecía por todo capital un portentoso dominio del español y una modesta oferta de trabajo conseguida a través de Andrés Fontana para empezar a enseñar sus letras en una universidad del Medio Oeste mientras escribía aquella tesis sobre Ramón J. Sender cuyos primeros pasos habían trastocado su vida para siempre.
Tras ellos dejaban el país que, junto con Portugal, era entonces el más pobre de Europa. Una nación sometida al conformismo moral y a un sistema social ortopédico en el que solo cuatro de cada cien hogares tenían frigorífico y las mujeres no podían abrir una cuenta bancaria ni viajar al extranjero sin autorización de sus padres o maridos. Las cosas, sin embargo, irían poco a poco cambiando. Los velos negros, los niños mendigando por las calles, los orinales debajo de las camas y la aparatosa retórica del régimen darían paso lentamente a un tímido progreso industrial y a una muy moderada apertura que culminarían en la España del desarrollo.
A finales de aquel mismo año, Franco, antaño enemigo a muerte de los americanos, se abrazaría afectuosamente con el presidente Eisenhower en su visita a Madrid y con ello rubricaría el acuerdo de 1953 que, pactado en términos renovables, autorizaba a los Estados Unidos, según algunos, a trajinar a su antojo en la Península. Como contrapartida, España habría de recibir ayudas económicas y militares hasta alcanzar en diez años los dos mil millones de dólares. A pesar de llegar como la lluvia en un campo sediento, hubo quien pensó que el Caudillo había vendido la soberanía nacional por un plato de lentejas.
A partir de entonces, y aunque numerosos gobiernos extranjeros aún dudaban de la legitimidad del régimen, se sucedió la aceptación de España en todo tipo de estamentos internacionales. Los resultados no tardaron en percibirse: mejoraron ostensiblemente las carreteras, empezaron a llegar turistas cargados de divisas, se modernizaron los obsoletos ejércitos, se incrementó la renta per cápita y, en síntesis, el país arrasado durante la guerra comenzó a aproximarse a la pista de despegue de la prosperidad. Por si aquello fuera poco, y para gran entusiasmo de la chiquillería, se repartieron en las escuelas miles de kilos de leche en polvo y de enormes quesos —cremosos, extraños y enlatados— que llevaban en la etiqueta el emblema del programa: dos manos entrelazándose con la bandera estadounidense como fondo.
A cambio, los norteamericanos, con su habitual eficacia, ya trabajaban a toda máquina en las instalaciones acordadas: tres bases de bombarderos B-47 para la Fuerza Aérea en Torrejón, Zaragoza y Morón de la Frontera, y una gran base aeronaval en Rota, además de instalaciones secundarias en los puertos de El Ferrol, Palma de Mallorca, Las Palmas y Cartagena.
Tal como presentía el conserje Modesto, poco tardarían las playas en llenarse de nórdicas en bikini. La televisión, las fábricas y los altos hornos, los emigrantes arrastrando maletas de cartón rumbo a Alemania y algunos espacios de ocio más allá del fútbol, los toros y los coros y danzas, tardarían poco en instalarse en la vida cotidiana. La emergente clase media empezaría a comer pollo los domingos y, con gran esfuerzo, iría aprendiendo a pronunciar palabras extrañas y barbarismos recién llegados que sonaban como si uno tuviera chinas en la boca: winston, hollywood, kelvinator.
Y mientras España descorría el cerrojo del atraso y entreabría la puerta a la modernidad, a primeros de agosto de 1959, a bordo de un vuelo sobre el Atlántico, un joven americano susurraba unos versos de Pedro Salinas al oído de una muchacha española medio dormida a la que su melena pajiza y alborotada tapaba la mitad de la cara. Te quiero pura, libre / irreductible: tú. / Sé que cuando te llame / entre todas las gentes / del mundo, / sólo tú serás tú. / Y cuando me preguntes / quién es el que te llama, / el que te quiere suya, / enterraré los nombres, / los rótulos, la historia. / Iré rompiendo todo / lo que encima me echaron / desde antes de nacer. / Y vuelto ya al anónimo / eterno del desnudo, / de la piedra, del mundo, / te diré: / Yo te quiero, soy yo.
Juntos daban el paso hacia un futuro de cuyo acontecer, por suerte para ambos, nada podían intuir aún.