La noticia de que la esposa del jefe de la base se avenía a recibirle en su casa añadió a su día otro soplo de optimismo. Leyó la nota repetidamente y memorizó los detalles. El recepcionista entretanto no le quitó ojo, aunque contuvo a duras penas las ganas de saber qué habrían escrito aquellos dos bellezones cuya imagen todavía se columpiaba en su cabeza.
—¿Podría pedirme otro taxi para las cinco menos cuarto, Modesto, por favor?
—Eso está hecho, míster Daniel. ¿Va a ir usted a ver a sus amigas las americanas? —preguntó sin poder contenerse.
—Por el momento creo que no. Hoy tengo que arreglar otros asuntos.
Un taxi le esperaba a la hora convenida en la puerta del hostal. Un taxi junto a alguien más.
—Ya me he enterado de que esta mañana hemos tenido una visitita en casa.
—Nana, pero ¿qué haces aquí?
Esta vez iba vestida de gris, con un velo negro cubriéndole la cabeza.
—Venía a verte, cariño. A que me invitaras a un cafetito antes de los oficios, que no tengo yo todavía el cuerpo para genuflexiones. ¿Adónde quieres llevarme?
—A ningún sitio, lo siento. Me están esperando.
—Pues fíjate tú qué pena más grande, que no vas a tener tiempo para leer lo que te traía en el bolso.
La miró sin creerla del todo.
—En realidad es una cartita muy corta, no como las que escribíamos nosotras en otros tiempos a nuestros enamorados, con todas aquellas fruslerías que les contábamos. Pero seguro que a Aurora le encantaría que la leyeras.
—¿Por qué no hacemos una cosa? —propuso él tan pronto como captó el intento de chantaje de la anciana—. Tú me das la carta ahora, yo me voy y después, cuando vuelva, nos vemos. Y entonces tomamos un café o hacemos lo que más te apetezca.
—No, querido mío, porque para entonces ya me habrá cogido Marichu por banda y andaremos las dos preparándonos para la procesión.
—¿Nos vamos yendo ya, señor? —preguntó el taxista impaciente—. Son menos diez pasadas y tengo que estar en la estación a las cinco y cuarto, que me llegan unos viajeros con un porrón de bultos.
Con una mano le pidió que esperara un momento mientras, armándose de paciencia, se dirigía a la abuela de Aurora de nuevo.
—Verás, Nana… —tanteó con tacto extremo—. Lo cierto es que me encantaría pasar la tarde contigo, pero no puedo quedarme porque tengo una reunión muy, muy importante. Importante para Aurora e importante para mí. Para los dos.
—Pues déjame acompañarte. Al fin y al cabo, soy de la misma sangre que una de las partes implicadas, igual hasta te puedo ayudar.
—Te lo agradezco de corazón, pero es imposible. Esto tengo que resolverlo solo.
—Señor, que son ya menos cinco… —insistió el taxista.
—Entonces, cielo, me temo que no te voy a poder dar la cartita.
—Nana, por favor.
—Señor, que los viajeros vienen cargados, que los pierdo si no estoy allí a tiempo…
—Y nuestra Aurora se va a llevar un disgustazo que ni te cuento.
—Señor, menos cinco pasadas…
Entre estrangular a la anciana o al taxista, Daniel optó por una vía intermedia.
—Sube al coche, rápido. Pero antes, dame la carta. Y usted corra todo lo que pueda, haga el favor.
Desdobló la misiva con tanta furia que casi rajó el papel. Tan solo contenía unas cuantas palabras tiernas que rememoraban la alegría de su visita inesperada. Aun así, la leyó cuatro o cinco veces, sin prestar atención a la conversación incesante de la anciana mientras se deshacía del velo, lo guardaba en el bolso sin demasiados miramientos y se atusaba el peinado mirándose en el retrovisor.
Loretta Harris salió a recibir a su invitado al jardín delantero de su residencia. Si se sorprendió al verle acercarse con una respetable anciana española agarrada del brazo, lo disimuló de manera magistral.
—Je suis la abuela de Aurora —fue su presentación, para que no quedara duda de la legitimidad de su presencia. Y antes de que Daniel tuviera ocasión de abrir siquiera la boca, despachó una catarata de alharacas y salutaciones pasadas de moda en un francés más que correcto por lo demás.
La americana la escuchó entre anonadada y divertida mientras de soslayo echaba un ojo a Daniel, tasando en la distancia al recién llegado en cuyo favor habría de actuar. Él, entretanto, hizo lo mismo en un intento por valorar premonitoriamente a aquella compatriota de gesto desenvuelto y hechura caballuna que se había avenido a intervenir en su auxilio.
—Muchas gracias por recibirnos, señora Harris —logró él encajar en un respiro de Nana. Aquellas palabras las pronunció en español en atención a ella, aunque aclaró a toda prisa en inglés que la abuela de Aurora había decidido unirse a la visita en contra de su voluntad y de manera absolutamente intempestiva.
Loretta restó importancia al asunto con una sonrisa de dientes excesivos.
—Pasen, pasen, por favor —dijo tan solo conforme cedía el paso a la anciana—. Es un placer tenerlos aquí.
La casa, grande, recién construida y amueblada según las tendencias de la América de los cincuenta —los fabulous fifties—, se asemejaba como un huevo a una castaña a los parámetros decorativos de las casas de las buenas familias que Nana solía frecuentar. Era el americano un diseño de interiores que retransmitía el optimismo y el consumismo creciente generado tras la Segunda Guerra Mundial, el reflejo de un país que se sentía cada vez más moderno y poderoso. Allí donde los españoles atesoraban cortinajes de encaje y terciopelo, mesas camilla con braseros de picón y retratos apergaminados de los bisabuelos, los americanos exhibían butacas con tres patas y ceniceros de colores rabiosos. Donde los españoles acumulaban raigambre, comedimiento y opacidad, los americanos ofrecían luminosidad y una ligereza desconocida por aquellas tierras.
Apenas Nana vislumbró aquel fascinante despliegue, se paró en seco y se llevó una mano a la boca con gesto teatral en un intento de contener su admiración desbocada. Sus ojos volaron entonces sobre las paredes llenas de cuadros abstractos y por las lámparas un tanto estrambóticas con forma de cono y color azul chillón.
—¡Me encanta todo esto, me encanta, me encanta y me requeteencanta! ¡Estas casas tan modernísimas y estos muebles tan… tan… tan… no tengo palabras, es que me rechiflan a morir! —fue su comentario apasionado nada más entrar.
—Muchas gracias, querida —respondió la señora Harris.
—A ver si te haces amiga de mi hija Marichu, cariño —añadió dándole unas palmaditas en el brazo— y la convences para que el trapero se lleve todas las reliquias horrorosas que tenemos en casa y compre cosas de estas, tan modernas, y tan fabulosas, y tan fantásticas y tan, tan, tan…
Loretta y Daniel se miraron de reojo. Él pedía disculpas con el gesto y ella le tranquilizaba, indicando sin palabras que no se preocupara, que no había problema alguno con la presencia de aquella señora tan singular. Cuando Nana terminó de dar un repaso a la estancia, Loretta logró al fin acomodar a su visita en unos grandes sillones cuya estética y confort la anciana volvió a elogiar con desmesuradas alabanzas.
—¿Café? ¿Té? —logró la anfitriona decir por fin.
El gesto elegantemente contrariado de la abuela de Aurora la obligó de inmediato a añadir una oferta más a la lista.
—¿O quizá un martini?
La conversación levantó el vuelo en una mezcla de español e inglés salpicada con algunas frases en francés que Nana aportaba de vez en cuando intempestivamente como testimonios herrumbrosos de sus viajes a París y sus alegres veranos de soltera en Biarritz antes de la debacle familiar en la que por culpa del calavera de su padre perdieron hasta las pestañas. Y así se mantuvieron charlando durante un buen par de horas, hasta que la señora Harris intuyó que ya tenía un mapa más que aproximado de la situación, incluyendo la genealogía de ambas familias en España y los Estados Unidos, el posicionamiento de los Carranza en la estructura social local y los puntos flacos de Enrique y Marichu. Material suficiente como para poder empezar a trabajar, pensó.
La visita debería haber terminado en ese punto; había llegado el momento razonable para que Loretta les dijera goodbye, my dear friends. Pero eran ya casi las ocho y la tarde estaba resultando muchísimo más entretenida de lo esperado. Y su marido tenía un compromiso, ella comenzaba a sentir los primeros arañazos del hambre y notaba la cabeza un tanto volátil por los efluvios del alcohol. Sin apenas pensárselo, los invitó a cenar.
Antes de que Daniel tuviera tiempo de sopesar lo procedente de aceptar o no el ofrecimiento, Nana estaba ya solicitando un teléfono para llamar a su hija y contarle una trola monumental que le permitiera alargar su estancia. La oyeron así hilvanar una sarta de mentiras disparatadas en la que se mezclaban el supuesto resbalón de su amiga María Angustias en plena calle, una posible fractura de muñeca y la necesidad ineludible de permanecer a su lado hasta que llegara alguien a sustituirla en su papel de buena samaritana.
—No os preocupéis por mí en absoluto —insistió antes de despedirse—, que una es capaz de hacer cualquier cosa por una amiga del alma. Ya llegaré yo a casa en cuanto pueda, no os preocupéis, por favor…
Bastantes problemas tenía ya en la familia por seducir a la hija como para que también le acusaran de pervertir a la abuela, anticipó Daniel. Pero nada podía hacer. Al río de perdidos, como solía decir la señora Antonia. ¿O era de perdidos, al río? Igual daba, pensó impotente mientras remataba el tercer martini. De poco servía pararse a adelantar consecuencias.
La cena se prolongó en conversación distendida hasta que, al término de la tarta de queso precocinada de Sarah Lee y el café, Nana apoyó los codos sobre la mesa y propinó una sonora palmada.
—¿Y ahora, qué tal una partidita, queridos?
Daniel no necesitó más para saber que había llegado el momento de llevársela de allí aunque fuera a rastras. Su relación con los Carranza estaba ya bastante deteriorada, pero nunca era tarde para que pudiera ir a peor.
Lo primero que hizo Loretta Harris a la mañana siguiente fue llamar a casa de Vivian para confirmarle que la operación ya estaba en marcha y pedirle que buscaran a su compatriota y se encargaran de él. Se justificó afirmando que al chico le vendría bien un poco de entretenimiento, no las dejó siquiera entrever que la verdadera razón de su propuesta era la conveniencia de distanciarle de las actividades que en su favor habrían de desarrollarse en las horas sucesivas. La larga velada de la víspera había sido divertida y muy fructífera para la obtención de datos relevantes, pero intuía que dejar a Daniel circulando libremente por la ciudad podría resultar un tanto arriesgado. Incluso tal vez contraproducente para sus planes: en cualquier momento podría aparecer en el sitio menos oportuno, actuar de forma inapropiada o decir algo inconveniente. Tampoco intuía positivo que él siguiera viéndose con Nana: la anciana, sin menoscabo de su chispa y garbo, era una verdadera bomba de relojería de consecuencias imprevisibles en caso de estallar.
Les transmitió por eso a las chicas una sugerencia espontánea. Puesto que era un día festivo y hacía un tiempo espléndido, ¿qué tal si organizaban una acampada junto al mar hasta el sábado por la tarde? En el aire quedó flotando la idea de que, con aquella propuesta tan aparentemente inocua, lo que la mujer del jefe de la base pretendía era quitárselos a todos de en medio.
Accedieron, por supuesto. Un par de horas más tarde, las dos familias junto con otra acoplada partían en busca de Daniel a bordo de tres jeeps de los que salían carcajadas de niños, gritos espontáneos y el Jailhouse Rock de Elvis Presley a todo meter. Ignorantes de los tiempos y ritmos locales, sin saber que al atravesar la ciudad en canal en pleno Viernes Santo, estaban poniendo patas arriba la quietud del día más luctuoso del año.
Loretta Harris los vio alejarse discretamente oculta tras una cortina mientras fumaba el cuarto cigarrillo de la mañana. Cuando calculó que estaban fuera del campo de acción, agarró el teléfono y marcó un número que conocía de memoria.
—Nieves al habla —contestó una voz al otro lado del hilo.
Y entonces la bola empezó a rodar.
El sargento Ricardo Nieves había llegado a Cartagena dos años antes con el encargo de preparar la logística necesaria para hacer la vida de los militares americanos y sus familias lo más cómoda posible. Por sus rasgos y hechuras podría haber pasado por miembro de la estirpe de Pancho Villa, pero fue su bilingüismo prodigioso y no su ardor guerrero lo que le abrió las puertas para aquel puesto. Cómo no habría de hacer malabares con el inglés y el español aquel digno hijo de la frontera, si había pasado la vida a caballo entre Laredo, Texas y Nuevo Laredo, México, dos ciudades unidas por un puente y separadas por un río que cambiaba de nombre según la orilla en la que cada cual estuviera. Veinticuatro meses después de instalarse junto al Mediterráneo, el sargento hispano de la U. S. Navy se manejaba por su ciudad de destino como si hubiera nacido en la misma calle del Aire. Carecía de conocimientos sobre estrategia naval, instrumentos de inteligencia o armas submarinas, pero era un portento de la naturaleza para solventar, resolver, negociar y conseguir lo que fuera, lo mismo un par de bicicletas que una operación de apendicitis, una caja de Alka-Seltzer o tres fulanas para la despedida de soltero de un furriel.
Codo con codo, Loretta y él se distribuyeron el trabajo en partes proporcionales. El chico americano empeñado en casarse con la joven española parecía encantador, cierto. Pero la esposa del capitán de navío estaba ya más que harta de conocer a muchachos sin tacha aparente y con maneras exquisitas que, al final del día, resultaban ser mentirosos compulsivos, caraduras sin escrúpulos o simples pirados al borde de alguna psicopatía. Tendría que comenzar por eso haciendo averiguaciones para comprobar que el hombre a quien planeaban amparar reunía realmente los requisitos personales mínimos para ser ayudado. No había problemas para ello, la esposa del jefe de una base de la U. S. Navy siempre tenía recursos. Aquella sería su misión de momento, el flanco Carter. Nieves, por su parte, se encargaría del ámbito local. En una agenda con tapas de hule negro, apuntó todos los detalles que la señora Harris le proporcionó: el nombre exacto de la familia, cómo eran, dónde residían, con quién se relacionaban, de qué vivían, cuánto tenían… Lo necesario para empezar.
En las horas sucesivas, cada uno expandió sus tentáculos en su ámbito de acción. Loretta Harris lo hizo a larga distancia. Por el puesto de su marido, tenía a su disposición múltiples recursos, pero siempre utilizaba primero los que su olfato presentía infalibles y en aquel momento estos fueron sus contactos personales. Bastó con que en dos de las cinco llamadas telefónicas que realizó encontrara sendos cabos de los que tirar. El resto vino rodado.
El sargento Nieves, entretanto, trabajó sobre el terreno, entablando múltiples conversaciones que incluyeron a contratistas, consignatarios de buques, marinos de la armada española y buscavidas y oportunistas de la calaña más dispar. No utilizó el teléfono, sino la calle, las mesas de los cafés y las barras de los bares, medio desolados todos en el día más aciago de la Semana Santa.
Volvieron a reunirse esa misma noche. Para entonces, a través de su compleja red de contactos, Loretta Harris ya tenía la certeza contrastada de que Daniel Carter era enteramente quien decía ser. Nieves, por otro lado, acumulaba para entonces un número considerable de papeletas que anticipaban que la misión llegaría a buen puerto. El siguiente paso era planificar el escenario.
A media tarde del sábado, la caravana de excursionistas regresó a su poblado. Habían disfrutado de un tiempo espléndido acampados en la playa, hicieron carreras y castillos y nadaron los más lanzados, entonaron canciones en su lengua, comieron raciones de campaña calentadas en una hoguera y los paisanos locales los observaron desde la distancia como si de una patrulla de alienígenas se tratara. Al llegar, los esperaba una nota manuscrita bajo la puerta de Rachel. Daniel Carter era requerido en casa de los Harris. Urgentemente.
Por enésima vez en los últimos días, una mesa de cocina sirvió como base de operaciones para gestionar el devenir del asunto. En un extremo se sentó Daniel, incongruente la preocupación de su rostro con el desaliño de su aspecto: pantalón corto y una camiseta caqui prestados por uno de los marinos, la cara requemada por el sol y el pelo revuelto aún lleno de arena y sal. En el otro extremo, Nieves de uniforme junto a su agenda de tapas negras, echando al aire las primeras bocanadas de humo del puro que acababa de encender. De pie, apoyada en la encimera y equidistante entre ambos, Loretta Harris fumaba en silencio. Alerta, atenta.
Ni usaron paños calientes, ni le consultaron opiniones, ni le ofrecieron posibilidad alguna de intervenir en la historia con otra opción distinta a la que ellos le brindaron. Todo estaba ya organizado y habría de resolverse aquella misma noche, en la cena con la que el jefe de la base y su esposa obsequiarían a un selecto grupo de invitados. Cuanto antes mejor: más valía pillarlos desprevenidos que dar tiempo a que todavía se enturbiara más la ya tremendamente turbia situación.
Como si del adiestramiento de un agente secreto se tratara, Nieves, con frialdad de neurocirujano y el Farias entre los dedos, expuso a Daniel Carter la manera exacta en la que tendría que proceder si así fuera necesario. Para empezar, en ningún momento debía mencionar siquiera que el responsable de su estancia en España era un profesor que había decidido no volver nunca a la patria grande y libre de Franco, ni que en Madrid llevaba seis meses alojado en casa de la viuda de un anarquista, ni que estaba preparando una tesis doctoral sobre un escritor rojo por muy premio nacional de literatura que hubiera sido. Tampoco convenía airear sus tiempos de trabajo entre obreros sindicalistas en Pittsburgh, ni que había completado su educación a base de becas, ni que uno de sus primeros conocimientos de aquel remoto lugar llamado España lo obtuvo leyendo Por quién doblan las campanas de Hemingway, esa novela de cuestionable ideología protagonizada por un profesor americano que acabó como dinamitero en las filas de las Brigadas Internacionales defendiendo la República en la sierra de Guadarrama.
Sí, en cambio, convendría que se explayara en la descripción del gabinete de odontología de su padre y en las dotes pianísticas de su madre, en sus múltiples actividades caritativas y en el parentesco que la unía con un congresista conservador del estado de Wyoming, aunque se tratara de un primo segundo con el que se había visto por última vez hacía catorce años en un funeral. De su religión, si es que le preguntaban, lo mejor sería que simplemente dijera que era cristiano, no había necesidad alguna de pormenorizar sobre su creciente agnosticismo ni sobre la iglesia metodista a la que su familia asistía cada domingo por la mañana. Respecto a su formación académica, en caso de que por ella fuera cuestionado, lo mejor sería que mostrara abiertamente su admiración por la literatura española anterior al siglo XX, concentrándose a ser posible en héroes, santos, monjes y románticos. El Cid Campeador, san Juan de la Cruz y fray Luis de León podían ser ensalzados sin problemas. A los liberales, regeneracionistas o extranjerizantes, mejor mantenerlos al margen. A los exiliados, prohibido mentarlos. Y acerca de Ramón J. Sender, ni media palabra.
—Y del profesor don Domingo Cabeza de Vaca, Heroico Requeté y Caballero Mutilado —concluyó Nieves tras expulsar el humo de la última calada del puro—, puede usted platicar si gusta, mijo, hasta las claras del día.
Al oír aquella retahíla de consejos que mostraban un exhaustivo conocimiento de todas las facetas de su vida, Daniel Carter no supo qué decir. Por un lado, se sentía incómodo, dolido al ver asaltada su intimidad, tergiversados sus intereses y anuladas las decisiones personales por las que tanto había luchado. Calibró por eso todo aquello como una insolente invasión de su vida y su persona, y a punto estuvo de expresar abiertamente su malestar.
Por otro lado, sin embargo, hubo de reconocer que el trabajo realizado era impecable. Recordó que su petición de ayuda había partido de él sin poner restricciones a los procedimientos, que fue él quien buscó a aquellos compatriotas para que le echaran un cable cuando no encontraba manera alguna de salir a flote por sí mismo. Solo entonces logró reunir la lucidez suficiente como para llegar a la conclusión de que, a aquellas alturas, esas eran las únicas cartas que tenía en su mano. En ellas se albergaba la remota posibilidad de caer en gracia a la familia de Aurora, no había otra opción.
O aceptaba ese reparto, o ya podía volverse a su patria por donde había venido.
O jugaba con cabeza, o la partida estaba perdida.