En el lapso de tiempo comprendido entre la noche del Miércoles Santo y la madrugada del Domingo de Resurrección, dos líneas divergentes actuaron a plena potencia. Por un lado, la ciudad entera se volcó para vivir con intensidad los días mayores de la Semana Santa. Las calles se desbordaron de gente dispuesta a contemplar la monumentalidad de los tronos, el colorido de las túnicas a la luz de los hachotes y el orden marcial de los penitentes. Por otro, entretanto, ajenos por completo al fervor religioso y a la adustez de las fechas, un grupo de extranjeros guiado por un objetivo común confeccionó un plan estratégico tan puntillosamente pautado que para sí lo habrían querido los mandos de la Sexta Flota.
El programa arrancó en la mañana del jueves, cuando Vivian y Rachel, las jóvenes madres americanas, se presentaron sin aviso en casa del capitán de navío David Harris sabedoras de que el más alto cargo de la base conjunta ya había salido rumbo a su despacho. Tenían la seguridad, no obstante, de que su mujer sí estaba en casa. Lo único que no calcularon bien fue la hora, demasiado temprana para un ama de casa sin hijos a su cargo ni obligaciones.
Loretta Harris, despeinada, en bata larga y todavía medio dormida, recibió con la mosca detrás de la oreja a las dos mujeres que llamaron a su timbre a las nueve y diez de la mañana con una tarta de frambuesas como coartada.
—Morning, my darlings.
Tenía la voz rota y no se esforzó en disimular su desgana. Con todo, las invitó a entrar.
El protocolo era el de siempre: ofrecerles café, encender un cigarrillo y esperar a que dispararan. Llevaba cinco lustros dando tumbos por el mundo como compañera de un bragado marino, de sobra sabía que cuando las mujeres de tenientes de navío se presentaban en busca de la esposa del superior de sus maridos a esas horas, era porque algo necesitaban con urgencia.
La decisión de intervenir la habían tomado Vivian y Rachel la noche anterior, entre el simple pollo al horno y las humildes patatas asadas con crema agria con que agasajaron a su invitado. A medida que su plato se iba vaciando, Daniel también comenzó a despojarse ante ellas de imposturas, dejándose conocer sin el disfraz de trotamundos intrascendente bajo el que en un primer momento se había escondido. Tal cual era, sin barricadas, con sus preocupaciones y sus circunstancias. Con su gigantesco problema todavía sin solución.
—Empiezo a pensar que no entré en esta ciudad con buen pie —confesó con la confianza ya bien asentada.
Continuaban hablando tras la cena, de fondo sonaba la American Forces Radio. Ambas amigas habían mandado a sus hijos a la cama, se habían quitado los zapatos por fin y le escuchaban recostadas en el sofá. Todo alrededor resultaba cálido y conocido: los picaportes de las puertas, los ejemplares atrasados de la revista Time, el color del mantel. Cortesía de la U. S. Navy para su gente en las cuatro esquinas del planeta. Quizá por eso, se sintió de alguna manera en casa y bajó la guardia al fin.
—Nada más llegar caí con gripe —continuó— y en un bar me sacaron casi a la fuerza a la calle, convencidos de que estaba borracho.
—Bueno, eso tiene su razón —dijo Rachel con una mueca irónica—. Pensarían que eras otro americano beodo; uno más de los muchos que se exceden y montan la bronca casi a diario.
—Ese es uno de los principales problemas a los que nuestros maridos se enfrentan ahora mismo —aclaró Vivian—. Algo que se repite lo mismo aquí que en el resto de las bases. Algunos de nuestros muchachos beben más de la cuenta y la lían, a menudo acaban a puñetazos con la población local o incluso entre sí. Las peleas entre los soldados de Rota y Morón empiezan a ser legendarias, según cuentan.
—Y eso da una mala imagen, supongo… —dijo él.
—Pésima —corroboraron las dos al unísono. Fue entonces Rachel quien continuó.
—Hay órdenes de no importunar a la población española, la consigna es resultar amistosos y cercanos, generosos, cordiales y dispuestos a ayudar. Eso es en parte responsabilidad de nuestros maridos y nosotras intentamos ayudarles.
—¿Cómo?
Si hubiera leído la prensa en su día, Daniel habría sabido, por ejemplo, que aquella Navidad habían llevado a la Casa de Misericordia a un fantoche barrigón vestido de rojo, con pelo y barba blancos y cargado de regalos. Santa Claus, dijeron que se llamaba el tipo, aunque en realidad casi todos sabían que se trataba de un tal sargento Smith.
—Estamos intentando también organizar un torneo de softball entre nuestros hijos y otros niños españoles. Y, para verano, un campeonato de natación.
—Y una semana cultural.
Las dos amigas empezaron a alternarse en el turno de palabra, abiertamente ilusionadas con sus proyectos.
—Y un desfile de ropa deportiva.
—Y para el Cuatro de Julio pensamos hacer unos enormes fuegos artificiales.
—Y constantemente regalamos alimentos y medicinas para los ancianos del asilo.
Daniel, rumiando sus propios pensamientos a medida que las oía, no tuvo tiempo de descifrar si tras aquel entusiasmo existía un verdadero interés humano por congraciarse con la población local, un corajudo afán por ayudar a sus maridos en el desempeño de sus cometidos profesionales, o una simple batería de entretenimientos vacuos con los que llenar el aburrimiento en su destierro.
—Pero nos falta un gran golpe de efecto —apuntó Vivian.
—Algo brillante de verdad, que resulte espectacular y que implique a mucha gente.
—Algo ¿como qué? —quiso saber Daniel.
—No sabemos, todavía le estamos dando vueltas. Algo que levante expectación, que consiga atraer a personas influyentes y de lo que se hable durante días. Quizá un baile con muchísimos invitados.
—O un grandioso festival…
—¿Qué tal una boda?
Rachel se quedó con la boca abierta y la copa a medio centímetro de sus labios. Vivian no logró expulsar el humo que acababa de aspirar. Las dos lo miraron con ojos como platos.
—Me ofrezco voluntario. Dispuesto a aportar el cincuenta por ciento de la cuota necesaria.
A la mañana siguiente, la maquinaria se puso en marcha. A medida que la cafeína hacía efecto en su cerebro, Loretta Harris comenzó a visualizar el objeto de la visita intempestiva de las dos amigas. Tras escucharlas con toda la atención que sus neuronas medio adormecidas le permitieron, creía haber entendido lo que las chicas pretendían. Que ella convenciera a su marido para que él mediara ante quien correspondiese en la sociedad local. Que entre ambos lograran que un joven compatriota consiguiera la autorización de unos padres tercos y reacios para poder casarse con su hija. Todos se beneficiarían del asunto si este salía adelante: lo más granado de la U. S. Navy destinada en Cartagena compartiendo bancos de iglesia y tarta nupcial de merengue con lo más selecto de la sociedad local. Nada había que perder. Y quizá mucho que ganar.
A la mujer del capitán Harris no le resultó extraño que le pidieran abogar por un civil. Allá donde no tenían embajadas o consulados, no era del todo infrecuente que los jefes militares actuaran en cierta manera como representantes informales de su país. No vio por ello absurda la petición, pero guardó un prudente silencio. En su larga vida nómada criando a sus cinco hijos en destinos por medio globo, había vivido situaciones mucho más complejas entre personal militar y ciudadanos patrios. Embarazos improcedentes, paternidades irresponsables, peleas, robos, chantajes y estafas. Terciar por la simple felicidad de una pareja de enamorados parecía pan comido. A piece of cake, como decían ellos en su lengua. Y si aquello aportaba un rédito a la reputación de todos ellos entre la sociedad local y ayudaba a tender puentes entre las dos nacionalidades, mejor que mejor. No les faltaba razón a Vivian y Rachel: si lograban manejar aquella contingencia de forma satisfactoria, el resultado sería de lo más ventajoso. Pero antes debería hacer algunas averiguaciones. Y, si tras ellas no encontraba nada turbio, planificar después detenidamente el operativo.
Pero eso, por supuesto, no se lo adelantó a las recién llegadas. Tan solo les rellenó las tazas, encendió otro pitillo y planteó el primer paso. Conocer personalmente al afectado, esa fue la condición inicial. Para obtener información básica y calibrar la envergadura del asunto, dijo. Aquella tarde estaba libre, su marido tenía un compromiso oficial hasta la noche, sus hijos habían ido gradualmente accediendo a la universidad y quedándose en su país, y aquel era el primer año que pasaban solos. Se acabó el café, queridas, anunció apagando el cigarrillo. Quiero aquí al tal Carter a las cinco. O’clock.
El recepcionista Modesto creyó estar en medio del más tórrido de sus sueños cuando un jeep sin capota frenó en seco frente a la puerta del hostal y expelió a un par de americanas deslumbrantes embutidas en blue jeans. Sin articular ni una palabra de español en medianas condiciones, entre risas y sonidos deliciosos, lograron hacerse entender lo suficiente como para que él intuyera por quién preguntaban.
—¡Ah, están buscando ustedes a míster Daniel! ¡Míster Daniel Carter!, ¿a que sí? —dijo a voces.
—Exactamente —confirmó Vivian guiñando a Modesto uno de sus ojos verdes.
El conserje tragó saliva y se metió un dedo por el cuello de la camisa en un intento de evitar el ahogo. No te resistas, muñeca, decían en las novelas del Oeste. Cuidado conmigo, pequeña, no soy un tipo de fiar. ¿Cómo demonios se diría eso en inglés?
—Míster Daniel ha salido, ya se ha ido —anunció moviendo la mano en dirección a la calle. Automáticamente se arrepintió de sus palabras. Mecachis, pensó. Como me descuide, estas dos potras se me van a ir también—. Aunque lo mismo ha vuelto y yo no lo he visto —corrigió de inmediato—. O igual vuelve pronto otra vez.
—Pues… quizá nosotras podemos escribir un nota for him. Para él, I mean, ¿sí?
—Sí, señora, claro que sí. Lo que usted pida por esa boca, guapa. A mandar, que para eso estamos… —respondió Modesto a Rachel sin despegar los ojos de su escote comprimido por un breve suéter color limón.
Les facilitó el envés de una cuartilla llena de cuentas domésticas y un viejo lapicero remordido por él mismo en la parte superior. Y mientras ellas redactaban una misiva en la que emplazaban a su reciente amigo a presentarse en casa del jefe de la base aquella misma tarde, a él le saltaban los ojos febriles de una a otra. De las caderas redondas de Vivian al pecho rotundo de Rachel, de la melena trigueña de Rachel a la cintura de avispa de Vivian. Empezó a sudar.
—Muchas gracias —dijeron al unísono cuando terminaron.
Ante los ojos del recepcionista brillaron los dientes más blancos que había visto en su vida. Y los labios más carnosos. Y las sonrisas más turbadoras. Madrecita del Señor, murmuró con la boca seca.
Las escoltó hasta la salida intentando rozarse con ellas disimuladamente mientras les abría la puerta con supuesta galantería. Y después las contempló partir, maldiciendo su negra suerte por carecer de recursos comunicativos para haberlas entretenido un rato más. Hay que joderse, farfulló antes de escupir con furia un gargajo al suelo. Media vida cabalgando a lomos de novelas de Marcial Lafuente Estefanía y acompañando a El Coyote en sus hazañas, para al cabo de los años no saber decir más que whisky, sheriff y saloon.
Para Daniel, la mañana fue fructífera también. Decidió en principio apostarse con estrategia bien calculada en el paseo de la Muralla. Lo bastante cerca como para controlar los movimientos de entrada y salida de casa de Aurora. Lo suficientemente alejado y encubierto como para que su presencia pasara desapercibida. Al igual que el día anterior, primero vio salir al padre y, aunque no pudo descifrar su ceño, por el frío saludo que dirigió al portero intuyó que su humor no pasaba por el mejor de los momentos. Un rato después abandonaron la finca la madre y la abuela, distinguidas y airadas ambas, enzarzadas en una discusión que no alcanzó a oír. Apenas notó las figuras de las señoras recortarse en el portal, se invisibilizó con destreza de prestidigitador, ocultándose de canto otra vez tras el tronco de una palmera.
Cuando las vio doblar la esquina, salió de su escondite y se dirigió al portal. Nada más verle Abelardo, el portero, intentó defender el fuerte con el vigor que de su cargo se esperaba. Era consciente de que el americano ya se le había colado una vez y no podía consentir que se lo reprocharan de nuevo.
—¡No se puede entrar aquí! ¡Aquí no se puede entrar!
Un billete de cien pesetas derrumbó la barricada: el más convincente de los argumentos, doblado entre dos dedos como si se tratara de un salvoconducto. Ni una pensada tuvo que dedicar Abelardo al asunto, los veinte duros se adentraron en las profundidades del bolsillo izquierdo de su pantalón con la misma velocidad con que el joven se escurría en el edificio y volvía a subir los escalones de tres en tres. Al fin y al cabo, suspiró el hombre con cierto alivio, qué más daba otra bronca de la tormentosa señora de Carranza, si con aquellos cuartos casi le alcanzaba para el traje de primera comunión de su zagal.
Abrió la puerta una mujer de rostro bonachón, moño en la nuca y edad considerable, alarmada por los impetuosos timbrazos que resonaron por toda la casa. Él ni siquiera saludó. Ni anunció el objeto de su visita, ni se identificó. En cuanto se abrió la puerta e intuyó el libre acceso a la vivienda, tan solo pronunció una palabra. Repetida tres veces en tres gritos poderosos: Aurora.
Una fracción de segundo fue exactamente lo que tardó en aparecer desde el fondo del pasillo un torbellino en pijama. Como una bala descalza, se lanzó a los brazos de Daniel con un salto de gata salvaje mientras se aferraba a su cuello, a su torso y a sus piernas, le clavaba los dedos en la espalda y le acariciaba la nuca llorando y riendo a la par. Él, por su parte, solo alcanzó a susurrar su nombre a la vez que la apretaba contra sí con todas sus fuerzas, una mano apestillando sus hombros, la otra su breve cintura, sintiendo la risa de ella en su oído y en la cara sus lágrimas llenándole de deliciosa humedad.
Dos presencias los contemplaron desencajadas, sin saber del todo si aquel abrazo rezumaba pura desvergüenza y escándalo pecaminoso o más bien una ternura desbordada que ya no había manera humana de contener. La primera era Asunción, la mujer que había abierto la puerta, la que llevaba más de cuarenta años desviviéndose por la familia y que, a la luz de la escena, solo alcanzaba a desmenuzar una letanía precipitada de Virgen Santísima y válgame Dios que no parecía tener fin. La otra, Adelaida, la joven muchacha de servicio. Escondida tras un bargueño isabelino, había caído rendida ante la visión de la pareja y se preguntaba por qué su novio no era así de romántico con ella cada vez que salía de permiso del cuartel.
Hasta que Asunción reaccionó, y su insistencia al intentar arrancar a Aurora de los brazos de Daniel fue lo único que consiguió devolverlos a la realidad. —Niña, ¡niña! ¡NIÑA!—. Solo entonces fue él consciente de estar, por primera vez, en la casa en la que ella había nacido. De pisar el suelo en el que ella había empezado a andar, de ver fugazmente todo aquello que había rodeado a Aurora a lo largo de su vida. Las fotografías familiares en marcos de plata, la biblioteca heredada de la rama paterna, los balcones abiertos al puerto, el retrato al óleo de una Nana jovencísima sonriendo coqueta a un anónimo pintor.
Aurora, entretanto, suplicaba para que el alivio momentáneo a su calvario se extendiera un poco más.
—Un ratito, Asunción, deja que se quede un rato solo, por favor…
Pero la vieja Asunción era hueso duro. Había criado a Aurora, la adoraba y llevaba días sufriendo por ella. Pero antes había criado a su madre, y conocía su carácter y la que podía armar si llegara a enterarse de que ella había autorizado la presencia del americano en casa.
—Ni hablar, tiene que marcharse ahora mismo. Por Dios, niña, por Dios, no puede ser, no puede ser… —repetía la buena mujer mientras sostenía la puerta abierta invitando a Daniel a salir.
Los ojos de ella, colgada con fuerza férrea al brazo de él, volvieron a llenarse de lágrimas.
—Te lo ruego, Asunción, te lo suplico, un rato solo y se va, te lo prometo…
En medio del tira y afloja, él se esforzaba por permanecer neutral. Ansiaba poder quedarse no un rato, sino la vida entera, pero era también consciente de que su nivel de osadía al colarse en su casa ya había alcanzado un nivel bastante considerable y no les convenía tensar más la situación. Hasta que no pudo aguantar.
—¿Me permite un instante, por favor? Se lo prometemos, Asunción, cinco minutos contados y ni uno más. Le damos nuestra palabra de honor —dijo llevándose ostentoso la mano al corazón.
—No —se reafirmó la tata.
—En el lugar que usted prefiera y, ni que decir tiene, con usted presente —ofreció entonces en un derroche desesperado de buena voluntad.
—No.
—Y, a partir de ahora, si usted accede, le prometo que no volveremos a molestarla más.
El coraje de la juventud y la cortesía de libro de texto vencieron a las canas al fin. Pero Asunción, aun seducida sin quererlo por las maneras y palabras convincentes de aquel muchachote que distaba siete leguas de ser el demonio del tridente que su imaginación había anticipado, impuso las condiciones y marcó el territorio con celo de fiel perro guardián. A marcaje de minutero. En su presencia. Y las manos quietecitas o sanseacabó. Amén, les faltó a ellos decir.
Los instaló en la cocina, amplia, blanca y cuadrada, con la gran mesa de mármol en el centro. La mesa de los desayunos y del pan con chocolate a la vuelta del colegio. De tareas escolares, ogros y brujas buenas, de pumbys, pulgarcitos y guerreros del antifaz. De peleas y confidencias entre hermanos, de leche caliente en las tardes de invierno y pellizcos clandestinos a la barra de pan justo antes de la hora de comer. Ahora era el territorio que Asunción había elegido para la urgente puesta al día de las cuestiones sentimentales de la que hasta entonces había sido la niña de la casa, sentados uno frente a otro, como la visita a un preso en un penal. Ella, entretanto, permaneció de pie, mostrando en su rostro el gesto adusto de un guardia civil. A dos metros de distancia y sin perder de vista el reloj.
—Hay alguien que quizá pueda ayudarnos —anunció Daniel a Aurora por fin.
La puso entonces al corriente de su incursión en el poblado de la U. S. Navy y de la firme promesa de sus compatriotas.
—Pero ¿qué van a poder ellas hacer? —preguntó a la vez que se tapaba la cara con gesto de desesperación—. Mis padres no conocen a ningún americano, no tienen ninguna relación con esa gente.
—Pues quizá ahora empiecen a tenerla.
Aquello, naturalmente, no era más que un brindis al sol. Un empeño tan ilusionado como inconsistente por transferirle cierto optimismo a través de una potencial solución en la que ni siquiera él tenía demasiada confianza.
Fumaron un cigarrillo a medias y aprovecharon el trasiego del pitillo de una boca a otra boca y de una mano a otra mano para poner ambos los labios en el mismo sitio, para rozarse los dedos, para tocarse apenas y transmitirse con el tacto fugaz una milésima de aquello que sus cuerpos harían si una fuerza misteriosa desintegrara mágicamente a Asunción.
Acababan de encender el segundo Chesterfield cuando, con precisión de relojero, Asunción anunció que el encuentro había llegado a su fin.
—Andando, señorito, que me busca usted la ruina —dijo señalando la puerta. Y después suspiró como si intentara sacarse del cuerpo un gato muerto.
Por mucho que insistieran, los dos sabían que ya no podían arañar ni un minuto más.
—¿Cuándo vuelves a Madrid? —preguntó Aurora mientras ambos se levantaban de sus sillas con la misma voluntad que un condenado camino del paredón.
—No me voy a ir sin ti.
—No me digas eso, Daniel… —susurró ella acercando una mano al rostro de él.
Asunción frenó el impulso.
—He dicho que se acabó.
Hasta que él no tuvo más remedio que cruzar el umbral. Y desde fuera se giró y la buscó por última vez. Allí la encontró, bajo el pijama a rayas azules de uno de sus hermanos, con sus rizos pajizos dispersos en un enjambre disparatado, con los ojos brillantes por las lágrimas retenidas que anunciaban un llanto sin consuelo tan pronto como él empezara a descender la escalera. Y entonces, a pesar de sus buenas intenciones, a pesar de haberse resistido hasta el ultimísimo segundo, no pudo contenerse más. A sabiendas de que contravenía la orden de Asunción y se arriesgaba a perder para siempre su confianza, volvió a entrar precipitadamente y se despidió de Aurora con el beso más inmenso que en la historia de todos los besos del mundo hubo jamás.
De haberlo grabado una cámara de cine, no habría pasado la censura ni con recomendación personal del secretario general del Movimiento.