Apenas llegó, Daniel tuvo la sensación de haber sido arrancado de cuajo de la realidad del Miércoles Santo junto al Mediterráneo y trasladado por arte de birlibirloque a un pedazo anónimo de su país. Ante sus ojos se abría lo que parecía una zona residencial suburbana de cualquier ciudad americana media. Casas modernas con tejado a dos aguas rodeadas de césped impoluto, bocas de riego rojas en las aceras y niños rubios en blue jeans jugando con un frisbee sobre la hierba.
Caminó incrédulo con lentitud, inmerso en esa experiencia casi surrealista que en un suspiro parecía haberle sumergido en un barrio cualquiera de Ohio, Connecticut o North Carolina, hasta que un grupo de vecinas con bebés en brazos y niños entre las piernas intuyó por su aspecto su nacionalidad y le saludó en su propia lengua. Hi! Hello! Hi! Are you American? How’re you doing?
En los escasos metros que lo separaban de ellas, tomó una decisión. Nada de decirles la verdad de momento. Nada de exponerles abiertamente sus intenciones. De hecho, tampoco tenía del todo claro cómo traducir a su propia lengua común el concepto difuso del padrino a la española que andaba buscando.
Eran seis o siete jóvenes madres, seis o siete coterráneas que encajaban en el prototipo de novia que él debería haber elegido si hubiese querido verse encaminado sin trabas hacia un futuro apacible y carente de complejidades. Pero, para entonces, ya había trotado lo suficiente como para saber que la vida trastoca su rumbo en cada esquina. Y en vez de enamorarse de una buena chica americana sin prejuicios ni complicaciones, el hijo del dentista de Morgantown, West Virginia, no solo se había salido por la tangente en cuanto al destino profesional que para él anhelaba su familia, sino que, en cuestión de amores, también había optado por sacar los pies del tiesto yendo a poner sus afectos en la reserva espiritual de Occidente. Y allí estaba, intentando encontrar la manera de ser aceptado en aquella ciudad de conductas incomprensibles para su mente que año a año acometía extravagancias tales como pasear a hombros a Santísimos Descendimientos y Vírgenes del Primer Dolor, o encerrar a ritmo de pasodoble a un san Pedro dentro de un arsenal militar. Por eso, quizá, prefirió contar a sus compatriotas tan solo la mitad de su verdad. Con ganas y empeño, en cualquier caso. Para metérselas en el bolsillo, sin saber todavía del todo ni cómo ni con qué fin.
—Awesome!
—Amazing!
—So interesting!
Aquellas fueron, junto con un desparrame de sonrisas y gestos de admiración, algunas de las reacciones de las americanas cuando Daniel, tras saludos y presentaciones, comenzó a glosarles sus andanzas por una España que ellas apenas conocían. Noches en castillos medievales con aroma de fantasmas entre sus ruinas, visitas a bodegas llenas de toneles gigantescos y a basílicas varias veces más grandes que un estadio de baseball.
Wow! Fascinating! Really? El anecdotario que despertó tan entusiastas reacciones podría no haber tenido fin de no ser porque, al poco rato, los maridos se fueron incorporando también a aquel recuento de hazañas viajeras en plena calle. Y, a partir de ahí, todo cambió. Dos llegaron a pie y arrastrando palos de golf tal como pronosticó el cuñado Agustín, otros tres aparecieron en coche y de uniforme. Al margen de la indumentaria, todos parecían sacados del mismo molde: cuerpo en forma, sonrisa amplia, buena estatura y pelo muy corto. Saludaron a Daniel con apretones de manos cordiales e intercambiaron algunas frases amistosas. Qué tal, qué sorpresa, así que experto en literatura, vaya, qué interesante.
Hasta que las conversaciones empezaron a cruzarse y su protagonismo a decaer. Cada uno de los recién llegados traía algo que contar, la atención de las esposas cambió de rumbo y la estrella de Daniel, como el final de unos fuegos artificiales, se fue desvaneciendo hasta desaparecer. Poco más de media hora había durado su gloria y lo peor era que ya no había cabida para más. La sensación de que la oportunidad se le estaba escapando irremediablemente como el agua de entre las manos fue creciendo a medida que el grupo comenzó a desmigarse poco a poco. Pues buena suerte, tío, hasta la vista, que te vaya bien, dijeron ellos. Encantadas de haberte conocido, Dan, ojalá sigas disfrutando de tus aventuras, dijeron ellas. Punto final.
Cada pareja se fue retirando a su casa arrastrando a sus retoños, despejando el paisaje de risas infantiles y palabrerío. A medida que la densidad del grupo menguaba y la tranquilidad llenaba la zona otrora bulliciosa, el desánimo de Daniel crecía en proporción. Quizá había actuado de la peor de las maneras, pensó mientras una de las últimas familias se alejaba dándole la espalda. Quizá había sido un error hacerse pasar por un mero compatriota errante, un estudiante simpático carente de cualquier preocupación. Tal vez debería haber sido más claro y directo, haberles hablado del airado desprecio de los padres de Aurora, de la resistencia tenaz de ella, del empeño de él por encontrar a cualquier precio una clave o un recurso para no perderla. Tendría que haberles confesado que, por primera vez desde su llegada a España, aquella atracción casi visceral por esa cultura ajena se había transmutado en incertidumbre. Que la eterna luna de miel en la que hasta entonces había vivido parecía haber empezado a resquebrajarse.
Hasta que se vio solo con dos de las chicas del grupo. Las más maduras a pesar de su evidente juventud. La alta de coleta castaña, la de los ojos verdes y camisa a cuadros amarillos con leve acento del sur. Vivian, se llamaba. Y Rachel, la rubia con el pañuelo color turquesa amarrado a modo de diadema a la cabeza. Ambas, sin duda, habrían hecho babear al conserje del hostal con solo sospecharlas en la distancia.
—Bueno, pues va siendo hora de que nosotras empecemos a pensar en irnos también —dijo la primera con cierta pereza.
Ninguna de las dos parecía tener bebés o niños pequeños a su cargo, seguramente sus hijos eran aquella media docena de diablos que no paraban de hacer el salvaje por los alrededores subidos en sus bicicletas.
Daniel presentía que sus últimas posibilidades estaban a punto de volatilizarse: en cuanto cada una de ellas cerrara tras de sí la puerta de su vivienda, él se quedaría solo otra vez. Solo de nuevo frente al precipicio, con su último cartucho quemado en balde y el maldito padrino sin asomar.
—¿Dónde están vuestros maridos? —preguntó incisivo. Qué más le daba ya sonar indiscreto. Poco le quedaba por perder.
—Llegarán de madrugada, vienen de camino desde la base de Rota, asuntos de trabajo —aclaró Vivian.
Intentó que no se le notara la sacudida de energía que sintió en su interior. Dos esposas de miembros de la U. S. Navy solas y unas cuantas horas por delante. En su recobrado entusiasmo, aún le dio tiempo de acordarse del pobre Modesto.
—Rota, qué interesante. Eso está en Andalucía, ¿no? —preguntó ofreciéndoles un cigarrillo con el propósito de alargar la conversación.
Rachel se encogió de hombros mientras él le acercaba una cerilla encendida, Vivian dijo creo que sí. Ninguna de las dos parecía estar excesivamente al tanto en los detalles de la geografía peninsular.
—Debe de ser agradable para ellos volver a casa tarde y encontrar el calor de la familia —sugirió entonces soplando el fósforo con un impostado aire de desamparo—. Ojalá yo tuviera a alguien cerca que se ocupara de mí…
Traidor, le dijo la voz de su conciencia. ¿Acaso no te es suficiente con el amor arrebatado de Aurora? ¿Acaso te parece poco lo que a diario hace la señora Antonia por ti?
—Que alguien cocine para ti un simple pollo asado, por ejemplo —continuó desoyendo a sus escrúpulos. Ya tendría tiempo de hacer las paces con ellos, de momento debía concentrarse en no dejar pasar aquella oportunidad—. Patatas al horno con crema agria, helado de chocolate. El viejo sabor de las cosas de siempre…
Apenas había echado de menos nada de aquello en los más de seis meses que llevaba en España trasegando entre tabernas, casas de comidas y los guisos de la portería. Callos y mollejas, higadillos, sangre frita y oreja de cerdo, todo le sabía bien. Intentó, no obstante, que ni Vivian ni Rachel se lo notaran. Lo que hiciera falta por conseguir sentarse esa noche a la mesa de cualquiera de las dos.
Los alaridos de uno de los niños en bicicleta silenciaron precipitadamente la conversación. Resultó ser hijo de Rachel, un terremoto de nueve años sangrando por la nariz. Tras él iban su hermano pequeño explicando la caída y una pelirroja con dos trenzas apostillando su propia versión. Al minuto aparecieron otros dos trastos más seguidos por un perro.
—Me muero de hambre, ¿qué tenemos esta noche, mamá? —preguntó uno de ellos.
—Macarrones con queso —dijo Rachel apretando con fuerza un pañuelo sobre la nariz de su hijo mayor.
—¿Y nosotros? —quiso saber otro chiquillo a la vez que recogía su bicicleta del suelo.
—Pollo asado —anunció Vivian.
No pudo contenerse.
—¿Con patatas?
Por alguna razón sin fundamento, intuía que en ellas hallaría una salida. Era consciente de que sus herramientas para lograr tal objetivo rayaban en la indigencia: no hablaban español, no conocían a nadie representativo en la ciudad y no sabían ni de lejos cómo funcionaban allí las relaciones sociales. Aparentemente, solo eran unas jóvenes madres de familia sin mayor aspiración vital que el cuidado de los suyos. Puede que les importara bastante poco la cultura local, que carecieran de curiosidad intelectual y de la sensibilidad necesaria para apreciar la riqueza histórica y artística del entorno que las acogía. Que lo mismo les diera estar en el sureste de la península Ibérica que en Jaifa o en Corfú. Pero, bajo aquella apariencia tan simple y doméstica, presentía que había mujeres fuertes, resueltas y decididas, que habían sido capaces de abandonar su patria y encargarse de sus hijos solas durante las largas temporadas que sus maridos pasaban fuera, y que estaban siempre dispuestas a empaquetar su vida en cajas y maletas para empezar una nueva etapa allá donde la U. S. Navy tuviera a bien enviarlas. Mujeres positivas y solidarias, acostumbradas a encontrar soluciones ingeniosas para todo, a adaptarse a mil cambios y a vivir siempre en el aire, pendientes del siguiente ascenso o de un traslado caprichoso que las reubicara en cualquier punto remoto del globo una vez más.
Entre ellas cruzaron una mirada veloz.
—Anda, entra. En cuanto organicemos a la tropa, te invitamos a cenar.