CAPÍTULO 25

El encuentro con Nana dejó un poso de aliento en el ánimo de Daniel. En el fondo, todo seguía prácticamente igual, nada había solventado la conversación con Nana y ninguna solución tangible había puesto en sus manos. Con todo, y a pesar de la nula capacidad de maniobra que la anciana parecía tener en aquella batalla, sus palabras un tanto disparatadas habían conseguido transmitirle un soplo de optimismo, una diminuta transfusión de energía para no decaer.

A lo largo del camino de regreso al hostal fue rumiando su consejo al despedirse. Que se buscara un padrino, le había recomendado. Un buen padrino. Aunque desconocía muchos de los tejemanejes y cambalaches propios de las maneras españolas de operar, sospechaba que la sugerencia de la anciana iba más allá de los significados de la palabra padrino que él ya sabía de memoria: la figura que acompaña a la novia al altar o al recién nacido en la pila de bautismo. Su diccionario le dio la respuesta en la tercera acepción. El que favorece o protege a otro en sus pretensiones, adelantamientos o designios, decía. Captado el sentido, pero sin saber qué hacer con él, lo dejó en barbecho. A la espera.

Volvió a llamar a Aurora por teléfono una vez más desde la recepción. Por boca de la anciana había sabido que ella se negaba a hablar con nadie en su casa excepto con la propia Nana y Asunción, la tata de toda la vida, la que le llevaba tazones de caldo, croquetas y torrijas en un inútil intento de hacerla entrar en razón. Pero nadie contestó al otro lado del hilo y, al tercer intento sin respuesta, desistió una vez más. Entretanto Modesto, el conserje, desde detrás de su mostrador, mantenía un ojo en El justiciero del Colorado y otro en Daniel. Entre tiros y amenazas con olor al Far West, le observaba indiscreto preguntándose a quién llamaba el americano con tanta insistencia y por qué acababa siempre dando un golpe al colgar, sin hablar con nadie y con gesto de mal humor.

—Parece que le gusta a usted venir por esta tierra, ¿a que sí, amigo? —se aventuró a decirle aparcando momentáneamente el revuelo de balas, polvo y relinchos de su novela. Dispuesto a saber de una vez qué se traía entre manos el huésped.

Asintió cortés, sin dar mayores explicaciones. Pero Modesto insistió. Con ganas.

—Aunque esto no sea como América, aquí no se vive mal, no se crea usted, míster Daniel. No es que atemos los perros con longaniza, que todo hay que decirlo, pero quien más y quien menos tira para adelante y coloca a los zagales como buenamente puede, y los domingos siempre hay fútbol, y tenemos unos toreros que para qué le voy yo a usted a contar. Hasta hay quien tiene frigorífico, anda que no salen ricas las cervecicas bien frías… Y aunque todavía funcione el estacazo y tentetieso, de aquí a cuatro días, no le digo más, eso del turismo va a hacernos a todos ricos en tres patadas, ya verá usted.

No rebatió las ilusas previsiones del conserje, para qué desinflarle las fantasías.

—Pero en su tierra se vivirá mejor todavía, no me diga usted que no —continuó cada vez más animado—. Con esos cochazos que salen en el cine y esas rubias con esas piernas y esas cinturas, fuma que te fuma con esos escotes, madre de Dios, menudo pedazo de hembras que tiene que haber por allí, ¿eh, míster Daniel? Y con esos jabones que tienen ustedes, que huelen a gloria bendita y no se despedazan como el barro entre las manos, y esos encendedores que parecen de plata y que nunca se apagan así sople el levante o el lebeche, y esas maquinillas de afeitar que le dejan a uno la cara como el culo de una criatura de pecho, no como la hoja Palmera que usamos por aquí, que te mete unos tajos que te masacran como un Cristo aunque diga el anuncio de la radio que no tiene rival. Ande que no tiene usted suerte con ser americano, lo que yo le diga, míster…

—Bueno, en fin, tampoco es para tanto… —dijo Daniel en un intento por frenar aquella vomitona extemporánea sobre las maravillas materiales de su propio país.

—Y que no es para tanto, dice… A mí me va usted a contar… Yo me entero de todo eso por mi cuñado, ¿sabe? —prosiguió Modesto insistente—. Se ha colocado con sus paisanos ahí en la Algameca y dice que menudos son los tíos de la Navy, cómo lo tienen todo de bien organizado. Hasta planos llevan cuando hay que echar arriba una tapia, no le digo más. Dice el Agustín, mi cuñado, que el otro día levantaron entre los operarios españoles una caseta de madera y, cuando vieron que ya estaba firme con la mitad de los clavos, así que la dejaron, tan ricamente. Y al cabo de un rato llega el sargento americano, la mira, la remira, y dice que abajo con la caseta, que a deshacerla y a levantarla otra vez. Que si en las instrucciones pone que quinientos clavos, pues quinientos clavos como quinientos soles que tienen que poner. Con dos cojones, el muy machote. Y para abajo que fue la caseta y para arriba otra vez, con los quinientos clavos bien colocados en su sitio, como hay Dios… —Chasqueó la lengua y torció el gesto en tono admirativo—. ¡Joder con los americanos, qué tíos más grandes!

Un pálpito de curiosidad agarró a Daniel por las entretelas y empezó a sacudirle a medida que el conserje avanzaba en su perorata. Base, americanos, Navy. Un triángulo con cabida para la esperanza.

—Entonces —dijo eligiendo sus palabras mientras deslizaba sobre el mostrador su paquete de Chesterfield en dirección a Modesto—, si su cuñado trabaja con mis compatriotas, eso significa que existen contactos cotidianos entre los americanos y los españoles.

—Vaya si existen, míster, vaya que sí —replicó el conserje sacando dos rubios de Virginia con boquilla. El primero se lo puso entre los labios, el otro en la oreja izquierda—. Pues ¿no le digo yo que allí están colocados tropecientos españolitos más? En los periódicos no hace mucho que han sacado anuncios para personal civil español, hasta yo mismo eché los papeles, pero no me cogieron, vaya usted a saber por qué, que sus buenas papeletas les habría yo resuelto. En mi garita y con mi uniforme, como un general, usted para adentro, usted para afuera, a ver, usted, documentación… ¡Puah! De puta madre habría estado yo allí con los americanos si me hubieran contratado.

Indiferente a aquellos espejismos profesionales, Daniel, movido por el poderoso empuje de la más desnuda intuición, continuó a tiro fijo.

—Y dígame, Modesto, ¿esos americanos van y vienen, o están siempre por aquí?

—Pues para mí que por aquí viven unos pocos. O, por lo menos se los ve de vez en cuando por las calles, con unos cochazos de aquí te espero, a veces de uniforme y a veces con camisas de colores sin remeter por el pantalón, que vaya facha llevan, qué le voy yo a contar a usted. ¿No se ha cruzado con ninguno de ellos todavía?

No. Todavía no se había cruzado con ningún compatriota, apenas había tenido tiempo en sus breves estancias. O quizá sí, pero ni siquiera se había fijado, tan abstraído como andaba con sus propias preocupaciones. Recordó entonces el día en que conoció a Aurora, cuando ella misma le preguntó en la farmacia si era un militar de la base americana. Tres meses largos habían pasado desde entonces. Quizá había llegado la hora de que los conociera de una vez.

—¿Y usted cree que yo tendría algún problema para entrar allí a verlos?

—¿En la base, dice? Pues me parece a mí que va a estar jodido —contestó el conserje con otro chasquido de la lengua—. Mi cuñado me ha dicho que lo tienen todo la mar de controlado. Que si los permisos, que si los pases… Lo mismo se planta en la puerta y no le dejan entrar. Ahora, que si yo estuviera de guardia en la entrada, es un suponer, y le viera a usted llegar…

La potencial conexión entre aquellos compatriotas y el padrinazgo propuesto por Nana había empezado a adquirir forma en la mente de Daniel mientras el conserje, agotadas sus ensoñaciones laborales como vigilante, emprendía de nuevo su matraca sobre el descoco de las rubias fumadoras y los rascacielos de las películas, aliñado todo ello con un puñado de conocimientos geográficos entresacados de sus novelas de vaqueros y de las hazañas californianas de El Coyote de Mallorquí. Hasta que Catalina, su mujer, apareció en la recepción armada de un plumero y una bayeta, se sumó a la charla y resolvió el asunto con su particular sensatez.

—Pero ¿qué sabrás tú de cómo funciona esa gente, Modesto, si no los has visto más que de lejos y echaste los papeles para trabajar con ellos fuera de plazo? Ahora mismo vamos a llamar a mi hermano Agustín, que por las tardes tiene faena en un taller aquí cerca. Marca el número, anda, y deja ya de decir tonterías de una santa vez.

Poco tardó el tal Agustín en aparecer. Con mono azul y boina, las uñas llenas de grasa todavía y más que dispuesto a ayudar.

—Dígame usted, amigo, qué es lo que quiere saber, que yo le pongo al día rápidamente.

A lo largo de los años anteriores habían comenzado las obras de aquella estación naval, la Base Conjunta hispano-norteamericana distribuida entre Tentegorra y la Algameca, unas instalaciones que, a diferencia de las gigantescas construcciones de Rota de la que dependían, tendrían un tamaño más reducido y una titularidad que no sería exclusivamente estadounidense, sino compartida.

La marina americana funcionaba con un sistema logístico que cubría todas sus necesidades, y su personal se asentó en el poblado que construyeron en una zona de monte y pinos separada por un par de kilómetros del resto de la ciudad. Aunque residirían y trabajarían de forma independiente, desde el principio hubo una intención de acercamiento de los americanos hacia la vida local, un comportamiento impulsado por los propios mandos para generar la cordialidad entre los dos pueblos. Para ello se organizaron tanto actos institucionales como muchos otros que, por el cauce natural de las cosas de la vida, precisarían necesariamente de la cooperación mutua: las esposas de los marinos americanos parirían a sus hijos en clínicas locales ayudadas por matronas españolas y un intérprete, los chiquillos nacionales formarían corros bulliciosos alrededor de los marineros para pedirles chicles a gritos, y algunos militares jóvenes y solteros se acabarían casando con guapas cartageneras mientras otros, quizá algo menos románticos, se desfogaban en los días de libranza con las putas del Molinete, obsequiándolas después galantemente, además de la tarifa reglamentaria, con billetes de un dólar, latas de leche condensada y algún que otro paquete de Philip Morris.

De todos estos detalles se enteraría Daniel a lo largo del transcurso de los días siguientes y a través de otras fuentes. En aquel momento, sin embargo, de las explicaciones del hermano de Catalina —anécdotas interculturales de calado similar a la historia de los clavos, el sargento y la caseta— a él le interesó solo una cosa: averiguar dónde diablos podría encontrar a sus compatriotas y cómo acceder a ellos.

—Pues ya le digo yo, amigo —sentenció el cuñado dando la última chupada a un Ideales deshilachado—, que sin papeles ni nada de eso, para mí que ni la barrera le van a levantar. Otra cosa es que se encuentre a sus paisanos por la calle o en los bares, que a todos les gusta el alterne que para qué.

La espontánea tertulia continuaba en la recepción del hostal, interrumpida tan solo por la llegada ocasional de algún huésped inoportuno al que nadie hacía caso, absortos todos en las fabulosas aventuras conjuntas de aquellas tribus dispares. Con Modesto tras su mostrador y Agustín y Daniel acodados en el lado opuesto. Con Catalina pasando la bayeta y el plumero sin demasiado empeño mientras intervenía de tanto en tanto en la conversación.

—Y si yo fuera a verlos a sus domicilios, ¿creen que me recibirían? —propuso Daniel disparando a ciegas en un empeño impulsivo por encontrar una solución.

—Pssss… no sé yo… —dijo Modesto pasándose la mano por su escaso pelo y sin tener, en realidad, la más remota idea de cómo actuarían aquellos extranjeros llegada la ocasión.

—En Tentegorra los tiene ya instalados, que menudos cortijos se han construido por allí. Con lavadora automática, calefacción y alfombras pegadas al suelo en todos los cuartos, según me han contado —añadió el cuñado echando el humo de lado tras encender otro cigarro con su chisquero—. Hasta me han dicho que cerca tienen un campo con hierba donde juegan con un palo y una pelotica a meterla en un agujero. ¿Cómo se llama eso, míster? ¿Gor? ¿Gos? Como gol, pero sin portería…

—Golf —dijo Daniel solventando el asunto léxico con prisa para no perder más tiempo—. ¿Y allí viven los militares solos, o tienen a sus familias?

—Para mí que vivirán con las parientas —intervino Modesto con brío renovado—, porque, si no, que me digan a mí por dónde andan solas esas jacas que me encuentro yo de vez en cuando con esos pantalones bien apretados, que me entran unas ganas de… de…

—Para el carro, Modesto, que te calientas y luego se te dispara la tensión —le reprendió Catalina sacándole de sus desvaríos. Se ajustó entonces el plumero debajo del brazo y se dirigió a Daniel intentando poner un poco de orden en aquella conversación errática que parecía no llegar a ningún sitio—. Pero usted, míster Daniel, si no es indiscreción, ¿para qué tiene tanto interés en ver a sus compatriotas, para un asunto de trabajo, para que le busquen una colocación con ellos o algo así?

Los tres pares de ojos de sus contertulios quedaron a la espera de alguna explicación jugosa mientras un cliente recién llegado golpeaba insistentemente con la llave sobre el mostrador, harto de que el conserje no le hiciera ni caso.

—Pues… Se trata de algo más… más… más familiar, podríamos decir.

Aunque no les dijo del todo la verdad, tampoco mentía tanto. Al fin y al cabo, lo que él pretendía a largo plazo era formar con Aurora una familia.

—En ese caso, yo que usted, si me permite la confianza, ¿sabe lo que haría?

Todos miraron a Catalina. Daniel, ansioso por encontrar de una vez el camino de salida. El hermano, por aquello de la sangre. Y Modesto porque sabía que, aunque no tuviera las nalgas de alabastro ni las pechugas turgentes de las jamelgas de Hollywood, de las cosas prácticas de la vida, su Catalina algo entendía.

—Pues yo que usted, como le digo —prosiguió ella guardándose la bayeta en un bolsillo—, me iba mañana mismo en busca de las mujeres. Mire usted que nosotras, esas cosas de la familia, siempre las entendemos mejor. Y después, si es menester, que ellas vean la manera de que sus maridos resuelvan lo que haya que resolver.

La luz. Catalina fue la luz. Igual que le llegó como el maná con un bocadillo de tortilla francesa en la noche turbia de su calentura, ahora acababa de ponerle ante los ojos un posible flanco por el que empezar a actuar.

—¿A qué hora terminan de trabajar en la base, Agustín? —preguntó Daniel con prisa mientras se ajustaba la chaqueta y miraba el reloj. Las cuatro y veinte.

—A las cinco en punto suena una sirena, uuuuuuuuhhh, y a partir de ahí unos empiezan a ir para acá y otros para allá, y entonces…

Cuánto echó de menos en aquel mismo momento sus viejas zapatillas de deporte con las que a diario salía a correr en Madrid.

—¿Me podría conseguir un taxi, Modesto, por favor? —pidió zanjando tanto sus añoranzas como las prolijas historias del cuñado.

—Eso está hecho, míster. No querrá que le acompañe, ¿verdad?