Martes Santo, mediodía. Hora de regresar a casa, hora de comer. Tres cuerpos avanzaban camino de la Muralla del Mar tras tomar el aperitivo en el Mastia, parloteando entre ellos sobre intrascendencias con la animación natural de una familia reunida en vacaciones. Hasta que ella lo vio. Acodado contra la balaustrada, con el mar a su espalda, a la espera. Confusa, aturdida casi, se disculpó ante sus padres.
Se enterneció de nuevo al ver su melena y su rostro, al observarla aproximarse con su caminar elástico, al tener de nuevo ante sí esa boca por la que habría vendido su alma al diablo sin dudar. A duras penas ató cortas las ganas de besarla.
—¿Qué haces tú aquí? —logró susurrar ella tan solo. El tono de su voz delataba una mezcla de nerviosismo y desazón.
—He venido a pedirte que te cases conmigo —dijo acercando la mano a su cara.
Ella le frenó. La caricia y la propuesta matrimonial, las dos cosas quedaron inconclusas.
—Aquí no, Daniel, así no… —balbuceó.
—No puedo volver a mi país sin ti, tienes que venirte conmigo.
Sus explicaciones habrían podido extenderse hasta el infinito, pero no hubo tiempo. A su espalda, desde el otro lado de la calle, oyeron una voz. La de la madre, en concreto, llamando a su hija con el tono de un cuchillo de combate.
—Ni se te ocurra, loco… —musitó Aurora.
Demasiado tarde. Para cuando quiso pararle, él ya la había agarrado de una mano y la arrastraba consigo hacia la acera opuesta.
—Mi nombre es Daniel Carter, soy norteamericano y quiero pedirles la mano de su hija.
Lo llevaba ensayado. Docenas de veces. Mientras la portera fregaba los platos en la pila de la cocina, mientras tendía la ropa en el patio de luces o probaba frente al fuego la sal de las lentejas, él, a la espera de correcciones, le había machacado los tímpanos repitiendo su proposición como una letanía. Por eso la frase le salió redonda. De diez. Para lo que no estaba preparado, sin embargo, era para la reacción de ellos.
El farmacéutico Carranza se quedó sin habla, incapaz de articular algo coherente mientras miraba con gesto de incredulidad a los cómplices en aquel desatino. La madre, airada y con el ceño contraído, pura clase y señorío tras el broche de perlas en la solapa, por fin sentenció.
—Me parece que está usted muy confundido, joven.
Después lo repasó de arriba abajo con altanería.
—Le ruego que haga el favor de dejarnos en paz —añadió.
—Señora Carranza, yo…
Ni se dignó a mirarle.
—A casa, Aurora —ordenó con voz de mando.
—No —respondió ella tozuda, agarrándose al brazo de Daniel con las dos manos.
—A casa ahora mismo he dicho —repitió con mayor brío.
—Señora, solo un momento…
Le ignoró altiva otra vez. Por la calle pasaron algunos viandantes; no se detuvieron, pero de reojo observaron la escena con curiosidad. Ella les dedicó un breve saludo y una sonrisa más falsa que un duro de madera. A medida que se alejaban, volvió a centrarse en ellos dos.
—No nos montes un espectáculo en plena calle, Aurora —masculló entre dientes intentando contener su ira—. Pero ¿es que nos hemos vuelto todos locos? ¿De dónde ha salido este descarado, qué haces tú con él? A casa inmediatamente, no voy a repetirlo más.
—No pienso irme hasta que le escuchéis.
—Aurora, se me está acabando la paciencia…
—Señora, se lo ruego… —insistió Daniel por tercera vez.
—¡Que nos deje en paz he dicho! —chilló entonces al borde de la histeria. Las cabezas de los transeúntes se volvieron en la distancia y ella, descompuesta, bajó la voz sin disminuir ni una milésima su acritud—. Pero ¿qué se ha creído usted, por Dios?
En ese justo momento Aurora, incapaz de soportar la tirantez, se echó a llorar. Incontenible, desconsolada, volcando en sus lágrimas una mezcla de frustración, rabia y tristeza. Daniel hizo un amago de abrazarla, de protegerla y arroparla, pero en esta ocasión fue el padre quien, firme al fin, le paró.
—Márchese de una vez, háganos el favor —dijo con autoridad mientras atraía a Aurora hacia él—. Venga, hija, vámonos nosotros también.
Entendiendo que su osadía acababa de costarle algo que no había llegado a calcular, Daniel por fin se avino a razones.
—Ya hablaremos… —le dijo a Aurora a modo de despedida.
La cara de sota de la madre sacó de nuevo a escena su voz.
—¡En este asunto ya está todo hablado! De ninguna manera vamos a permitir que nuestra hija mantenga una relación con un forastero desconocido, ¿se entera? ¡Hasta ahí podríamos llegar! No vuelva a acercarse a ella. ¡Jamás!
—Pero tienen que escucharme aunque sea en otro momento, por favor. Yo solo quiero…
En saco roto cayeron sus palabras, antes de completar la frase ya habían emprendido los tres el breve camino que los separaba de su portal. La madre, iracunda todavía. El padre, mudo y reflexivo. Y Aurora, su Aurora, rebozada en lágrimas, ahogada en un llanto sin consuelo ni fin.
Los contempló alejarse desconcertado, sobre su cabeza chillaron unas cuantas gaviotas. Y, por primera vez, empezó a dudar.
En los más de seis meses que llevaba en España siempre se había esforzado por encontrar un argumento medianamente exculpatorio para los mil comportamientos carentes de razón que a menudo se le habían cruzado por delante. El aborregamiento del pueblo ante lo impuesto, la falta de reacción y de espíritu crítico, el orgullo testarudo. El estancamiento refractario ante el progreso y esa lógica mojigata y refranesca incompatible con cualquier atisbo de modernidad. Obediente a los consejos de Cabeza de Vaca, sin embargo, había intentado esquivar la simple anécdota o la superficialidad más banal. Siempre había tratado de encontrar una justificación para todo, una razón que respaldara lo indefendible o hiciera digerible lo complejo. A menudo había aplicado un indulto más que generoso cuando las cotas de la absurdez resultaban imposibles de asumir. Respete a este pueblo, muchacho, no nos juzgue con simpleza, le pidió el viejo requeté en el primer encuentro que mantuvieron en Madrid. Así lo hizo Daniel Carter. Hasta que aquella manera de ver el mundo tras el cristal de la condescendencia dejó de afectar solo a lo ajeno y se volvió contra él con un mordisco en la yugular. Entonces le dolió. Y, aun peleando por no hacerlo, no tuvo más remedio que reconocer que el alma de su patria de acogida podía tornarse también ingrata y torticera.
Aquella tarde no hubo manera de volver a ver a Aurora. Desde temprano la esperó frente a su casa, pero ella no salió. Ni se asomó a ninguna ventana, ni su silueta se recortó en ningún balcón. La llamó desde un bar ruidoso con una ficha de teléfono que pidió a un camarero tras la barra. Una voz desabrida le contestó que no estaba, él supo que le mentía. La buscó sin suerte en la farmacia también, anticipando que solo encontraría en ella a Gregorio y su clientela de propietarios de achaques y desperfectos. Deambuló después desorientado, entristecido, sin acabar de entender. A su paso se cruzó con hombres vestidos con largas túnicas y capirotes bajo el brazo y con señoras de negro y mantilla, y recordó los días felices de Madrid en los que Aurora le había hablado con afecto de la Semana Santa de su ciudad. De esa celebración que él anticipó subyugante y que ahora, sin entender nada y a la luz de su humor, se le empezaba a antojar cada vez más siniestra. Propia de gente anclada en los tiempos de las cavernas, pensó con su mente de americano procedente de una gran ciudad industrial. Gente como el matrimonio que esa misma mañana le había despreciado sin sutilezas, por ejemplo.
Mientras peleaba por conciliar ese sueño que a las dos de la mañana aún se le resistía, poco podría sospechar que lo mejor de Cartagena sabía ya que un extranjero de reputación incierta había pedido la mano de la hija de los Carranza en plena calle. A su cuarto interior del hostal no llegó nunca el runrún de conversaciones que desde el encuentro con los padres en la Muralla discurrían por la ciudad, saltando resbaladizas de las mejores bocas a las orejas más selectas. Como te lo estoy contando, en mitad de la calle, ya ves, sí, sí, a Marichu casi le da algo y Enrique se quedó sin palabras, cómo se iba a quedar, un trotamundos o sabe Dios qué, ni oficio ni beneficio dicen que tiene el pollo, qué desfachatez, el caso es que él no está nada mal, pero tú me dirás el plan, nadie sabe de dónde ha salido, qué descaro, un buscavidas, adónde vamos a llegar, lo mismo es comunista, seguro que protestante también, o ateo, que no sé yo qué será peor, y la niña se ha encerrado en su cuarto y dice que no sale, qué insolencia y qué poca vergüenza, eso pasa por mandar a las niñas a estudiar a la universidad, y entonces ¿a qué artista dices tú que se parece él?
Todavía no eran las nueve de la mañana del día siguiente cuando ya estaba de nuevo en la Muralla, semioculto en la distancia tras una palmera, alternando su foco de atención entre el mar luminoso y el portal de casa de Aurora. A las diez menos cuarto vio salir al farmacéutico Carranza. Solo. Media hora después, la madre con uno de sus hijos pequeños, soportando el chico una bronca monumental.
El escenario se iba despejando, pero decidió aguardar un poco más. Tras la larga espera del día anterior, conocía de memoria las ventanas y balcones de la casa de los Carranza, las peculiaridades de su arquitectura y la cara de malas pulgas del portero, un hombre enclenque que respondía al nombre de Abelardo y que, sabedor de la tensión que bullía en el edificio y adiestrado por la señora del farmacéutico, vigilaba el acceso con celo de cancerbero.
Más de una hora y media permaneció confiando en un quiebro de la suerte, acompañado solo por sus pensamientos y las gaviotas que sobrevolaban el puerto. Hora y media larga de espera densa, hasta que la llegada simultánea del cartero, un repartidor de ultramarinos y un par de marineros cargados con un gran paquete colapsó el trozo de calle frente a la entrada por unos segundos. Tenemos que entregar esto en el domicilio del coronel Del Castillo, este certificado es para la señora de Conesa, fírmeme usted aquí, haga el favor, muy buenas, Abelardo, cero tres perdió el Osasuna, ande que va usted aviado con los pronósticos, así no nos va a sacar de pobres una quiniela en la puta vida, ayúdeme con este saco de patatas, ande, y luego le digo quién va a ganar el Betis-Celta, a ver si se entera usted de una vez…
La oportuna congestión de comentarios futbolísticos y de unas cuantas responsabilidades secundarias más generó la oportunidad. ¿Gento? ¿Gento, dice? ¡Venga, hombre! Donde se ponga Kubala…
Visto y no visto. Antes de que Abelardo pudiera dar su parecer sobre los pases del húngaro, el americano, con cuatro zancadas sigilosas, ya estaba dentro.
La finca ofrecía empaque y ascensor, pero optó por no usarlo. Arrebatado, con la urgencia latiéndole en las sienes, subió los escalones de tres en tres hasta el segundo piso. Una vez allí, sin embargo, le invadió la confusión. Llevaba la mañana entera ansiando ese momento y, una vez alcanzado, dudó. Dos puertas le esperaban, idénticamente cerradas a canto y cal mientras él se debatía. ¿Sería mejor llamar inmediatamente? ¿Esperar a que alguien saliera y preguntar con sigilo, quizá? El tiempo corría en su contra, las voces de la tertulia deportiva habían dejado de oírse en la calle. El ascensor se puso en marcha, alguien subía.
Para su fortuna, el desconcierto duró solo lo que tardó en abrirse la puerta de la izquierda. Sonó entonces una voz dirigida al interior de la vivienda, adelantándose a la figura de su propietaria.
—Que sí, que sí, que no se me olvida, pero mira que sois plastas… Hale, hasta luego, adiós, adiós…
Algo más iba a añadir aquella anciana huesuda y espléndida de pelo espumoso cuando le vio. Daniel, en respuesta, no supo qué hacer. Demasiado tarde para volatilizarse, demasiado desconcertado para actuar con lucidez. Al final decidió no moverse y quedar a la espera. Peinándose rápidamente con los dedos, estirándose los puños de la camisa por debajo de las mangas de la chaqueta, ajustándose el nudo de la corbata que se había puesto en un esfuerzo por mostrarse presentable, a la expectativa ciega de lo que le acabara brindando la temeraria ocasión.
Sorprendida ante la presencia del forastero en el descansillo, la señora dio un breve respingo y, con rapidez de reflejos, se llevó un dedo a la boca y musitó un sonoro sssssssshhh. Emergiendo de una estola de marta cibelina y un collar de perlas de doble hilo, Daniel reconoció a la abuela de Aurora, aquella que él había visto fugazmente en la estación. Vasca de nacimiento, un tanto peculiar, recordó de inmediato que le había contado Aurora. Conocida por todos como Nana.
—Usted es el americano que tiene a mi nieta trastornada, ¿verdad? —susurró en un arrebato.
—Sí, señora. Me temo que soy yo.
No había tiempo para presentaciones formales ni para deshacer malentendidos: prefirió quedar como un extranjero seductor antes de perder la oportunidad de que la anciana le aportara alguna información sobre Aurora y la marcha de los acontecimientos en la familia.
—Pues sepa que la niña está que no vive, mi hija hecha una hidra y en esta casa no hay cristiano que aguante ni un minuto más —continuó ya sin el menor sigilo—. He dicho que me voy a dar una vuelta, que tengo muchísimos recados que hacer, aunque la verdad es que solo iba a escaparme. Pero me gustaría hablar con usted, joven, así que, si quiere charlar conmigo un ratito, espéreme dentro de media hora en el Gran Bar.
Y con una mano enérgica y añosa de perfecta manicura, le indicó la escalera. El tintineo de las monedas de oro que colgaban de sus pulseras vino a ordenar a Daniel que se marchara de allí a toda mecha.
—Mi hija es una antigua y mi yerno, un pan sin sal —fue lo primero que dijo tras expulsar una larga bocanada de humo.
Daniel la había visto entrar y se había levantado a recibirla. Retiró la butaca para que se sentara y le acercó un encendedor cuando ella dispuso en una boquilla de marfil el cigarrillo que él le ofreció.
—Son más pesados que un collar de melones y no va a ser fácil hacerles cambiar de opinión, así que se lo va a tener que ganar usted a pulso si quiere llevarse a la niña a las Américas.
La pasmosa tranquilidad con la que ella relataba intimidades ante el extranjero desconocido, que supuestamente era un rival del honor de la familia, le desubicó.
—Yo también tuve oportunidad de cruzar el charco cuando era joven, ¿sabe, querido? —continuó tras un sorbo de vermut—. Tuve un pretendiente que se fue a la Argentina, cómo se llamaba… Ay, ay, ay, cómo se llamaba… Ro… Ro… Romualdo, eso, Romualdo, Romualdo Escudero de la Sierra era su nombre, eso es, y no se crea que se marchó porque aquí le fueran mal las cosas, no, no, no, ni muchísimo menos. Él era de una familia estupenda, formidable, espléndida, pero se marchó porque era un aventurero, un chico echado para delante, un emprendedor que montó allí un negocio fabuloso de… de… —La momentánea falta de memoria pareció contrariarla un par de segundos, pero continuó con su conversación eludiendo el dato—. Bueno, de lo que fuera, qué más da. El caso es que se hizo de oro, pero de oro, de oro purito, ¿eh? Me contaron que tenía edificios enteros en la calle Corrientes, y una hacienda en la Pampa, y no sé cuántas cosas más, pero ¿sabe qué? —preguntó impetuosa.
—No, no lo sé —respondió Daniel sin intuir a dónde pretendía llegar la anciana con aquella estrambótica historia.
—Pues que muchos años después me enteré de que nunca se casó, así que a veces pienso que a lo mejor no lo hizo porque se pasó toda la vida acordándose de mí. Yo, la verdad, no le añoré mucho cuando se marchó, porque ni se me pasó por la cabeza irme con él, adónde iba a ir yo con lo rebién que vivía por entonces en Neguri. Así que le dije tararí que te vi, y me quedé tan a gusto. Pero después, con los años, pensándolo, pensándolo, pues a veces me digo, oye, ¿y qué habría sido de mi vida si hubiera aceptado a aquel pretendiente y me hubiera ido con él a la Argentina? Pues seguro que bailaría el tango divinamente y hablaría así como hablan ellos, con ese acento y esa cosa que tienen los de allí…
Sus ojos brillaban de pronto soñadores como los de una adolescente a pesar de los casi ochenta años acumulados en sus patas de gallo. Después apagó el cigarrillo con inmensa elegancia y se quedó contemplando el solitario que resplandecía en su dedo anular. Un punto de luz en una mano cuajada de manchas, venas y arrugas; un faro alumbrando la penosa evidencia de la decrepitud. Bajó entonces la voz y se acercó al oído de Daniel, como si fuera a susurrarle su confidencia más íntima.
—Imagínese qué joyones más impresionantes heredaría ahora nuestra Aurorita.
Daniel tardó poco en deducir que aquella matriarca coqueta y verborreica era considerada por su hija y yerno como poco más que una anciana atolondrada sin capacidad alguna para influir en las decisiones del clan. El parloteo se extendió prolijo sobre su juventud opulenta y sus docenas de admiradores en fiestas relumbrantes a ritmo de fox-trot. Saltó airosa, sin embargo, sobre los aspectos amargos de su vida, aquellos que —consciente o inconscientemente— se habían evaporado de su cabeza de impecable moño gris. La bancarrota a la que el tarambana de su progenitor llevó a la empresa familiar de suministros industriales tras noches febriles en el casino de Biarritz. Su matrimonio tortuoso con un hombre tiránico que jamás le dio una brizna de felicidad. El traslado forzoso y precipitado a aquella tierra ajena en busca de un futuro que les permitiera salvar los muebles al cobijo de las minas de La Unión. La muerte en la guerra de sus dos hijos varones antes de cumplir ninguno los veinticinco años. Los insoportables dolores de huesos que la humedad del mar le producía en el invierno y alguna otra turbiedad que prefirió no airear, ocupada como estaba en el rescate nostálgico de una época amortizada más de medio siglo atrás.
Tras empalmar uno con otro cinco cigarrillos del paquete de Chesterfield de Daniel y beberse los tres vermuts que ella pidió y él pagó, la anciana —llámame Nana y de tú, cariño— se dispuso a marchar. Se ajustó entonces su estola de piel al cuello, guardó su boquilla en el bolso con un sonoro clic y se levantó con una distinción majestuosa mientras él, a su espalda, le retiraba el asiento. Instalada para entonces en la complicidad, a modo de despedida le reformuló la idea vertida nada más llegar:
—Eres monísimo, pero mi hija y mi yerno son un par de majaderos y no van a consentir que te lleves a la niña así como así. —Y entonces sonrió, adorable entre sus arrugas, sus despistes y su enjambre de recuerdos selectivos—. La quieres mucho, ¿verdad?
Él le devolvió la sonrisa encogiéndose de hombros, incapaz de desnudar ante ella sus sentimientos a la hora del aperitivo en medio de un bar.
—Pues si es así, si de verdad quieres tenerla a tu lado para siempre, yo que tú me buscaba un buen padrino. —Y para enfatizar su idea, le palmeó con afecto el antebrazo mientras bajaba ligeramente el tono de voz—. En este país nuestro, tesoro, todo se consigue con un buen padrino, acuérdate tú bien.
Daniel debió de plasmar un gesto extraño que la anciana captó de inmediato.
—Piénsalo, piénsalo… Alguien tiene que haber que te pueda echar una mano.
Y sin darle tiempo a reaccionar, le sopló en las mejillas dos besos de ala de mariposa y se marchó resuelta como si aún tuviera diecinueve años y en la puerta del Gran Bar la estuviera esperando un aventurero intrépido para llevársela allende los mares en busca de nuevas fortunas.