CAPÍTULO 23

El profesor Cabeza de Vaca volvía a esperarle en su despacho como si nada hubiera pasado entre una visita y otra. Mantenía el aspecto atildado tras su mesa de nogal, las densas cortinas frenaban la luz de la mañana, la escribanía y el crucifijo de marfil ocupaban sus sitios en perfecto estado de revista.

—Bueno, muchacho, me alegro de tenerle de vuelta al fin —dijo tendiéndole la mano sin moverse de su sillón—. Estamos ya a mediados de febrero y no he sabido ni una palabra de usted desde antes de la Navidad, imagino que su incursión en el viejo Cantón habrá resultado una experiencia intensa.

A pesar del esfuerzo por ponerse en situación, a la mente de Daniel no llegó ni una sola estampa de los escenarios literarios en cuya busca fue y que jamás llegó a conocer. En su lugar acudió una secuencia prolongada de imágenes y sensaciones. El rostro de Aurora, los ojos de Aurora, el olor de Aurora. Su ternura infinita, su risa grande, su voz.

—Intensa, señor, así es —logró decir tras tragar saliva—. Una experiencia muy intensa.

—Supongo entonces que habrá regresado a Madrid conociendo en profundidad el trasfondo geográfico de la novela de Sender.

Asintió sin palabras. Mentía, claro estaba. Apenas había pasado de refilón por los escenarios de Míster Witt en el Cantón. A cambio, se había aventurado a explorar el territorio de la mujer que allí le cautivó. La cicatriz diminuta en el pómulo, la suavidad de sus labios y aquellos cuatro lunares justo en el sitio donde el pelo le empezaba a nacer. La dulzura de sus dedos en medio de las caricias y el sabor a mar que en Madrid, a cien leguas de una orilla, llevaba eternamente pegado a la piel.

—Y supongo que también se habrá familiarizado usted con los acontecimientos históricos que se recogen en el libro.

Volvió a asentir. Volvió a mentir. Los únicos hechos de trascendencia perpetua que se le habían quedado grabados en la memoria fueron los que habían tenido que ver con Aurora. Aquel primer encuentro en la farmacia de su padre mientras intentaba poner orden a su melena revuelta. Los pasos de él tras ella negándose febrilmente a perderla. El reencuentro en plena calle al día siguiente, atrapado entre las pestañas de sus ojos grises sin saber qué hacer ni qué decir. Su amargura furiosa al paso de los tres reyes, cuando intuyó erróneamente lo que no era verdad. Aquel largo viaje en tren en el que empezaron a conocerse, el principio de todo lo que vino después.

—Y supongo asimismo —continuó Cabeza de Vaca, ignorante absoluto de los pensamientos que asaltaban la cabeza del americano— que ya habrá elaborado el prescriptivo informe sobre sus hallazgos y reflexiones.

La respuesta esta vez fue un carraspeo. Después, incapaz de seguir mintiendo más, Daniel murmuró algo ininteligible.

—No le entiendo, Carter. Hable claro, por favor.

—Que no he podido hacerlo, señor.

—Sigo sin entenderle. ¿Qué es lo que no ha podido hacer? ¿Encontrar datos relevantes para su trabajo o redactar el informe pertinente?

—Ninguna de las dos cosas.

Cabeza de Vaca mostró su sorpresa con un gesto. Un gesto elegantemente adusto, un simple fruncimiento de un lado de la boca. Suficiente.

—¿Sería tan amable, si no tiene inconveniente, de explicarme la razón?

Daniel volvió a carraspear.

—Asuntos personales.

—¿Cómo de personales?

—Altamente personales, señor.

Las esperas infinitas en la puerta de la Facultad de Farmacia ansiando verla bajar los escalones a la carrera, cargada de libros entre los brazos y con el abrigo aún a medio poner. Las llamadas a deshora para decirse una simple tontería, los largos besos a escondidas en cualquier rincón a media luz. Los mil paseos agarrados de la mano por las calles de Madrid mientras intentaban enseñarse mutuamente sus idiomas respectivos, separados por un océano y arrimados de pronto a fuerza de querer. Aurora a él, vocablos de ciencia y laboratorio, voces de todos los días y palabras con sabor a familia, infancia y patio de colegio. Daniel a ella, sustantivos simples, verbos y adjetivos elementales en sus primeros pasos hacia el inglés a través del amor. Aurora is beautiful, Aurora is gorgeous. I love Aurora from the morning until the night.

Cómo contarle todo eso al minucioso filólogo. Cómo podría entender aquel medievalista mutilado, perdido en su mundo de códices y pergaminos, el frío desolador que notaba dentro cada vez que caminaba solo dando patadas a las piedras bajo la luz de las farolas tras dejarla en su colegio mayor a las diez. Qué podría saber de cómo se sentía él noche a noche encerrado en su cuarto de la portería, acostado en su cama de remiendos, evocando a oscuras su cuerpo de huesos largos, su tersura, su calor.

El carraspeo esta vez vino del profesor. Y tras él, una pregunta. Un tanto retórica, ciertamente. Pero pregunta a la espera de respuesta, al fin y al cabo.

—¿Estamos hablando de una dama, quizá?

Impotente frente a lo inevitable, Daniel asintió.

—Homo sine amore vivere nequit…

—¿Perdón?

—Que el hombre, Carter, no puede vivir sin amor. Y menos en una tierra extraña.

—Yo… bueno, la verdad es que…

—No se esfuerce, muchacho, no tengo intención de adentrarme en su vida privada. Pero, si me lo permite, sí quisiera darle un consejo.

Intuía lo que iba a decirle. No esperaba una reprimenda agria, no era ese el estilo de Cabeza de Vaca. Pero sí anticipaba un aleccionamiento en toda regla. Y con razón. Recuerde que ha contraído responsabilidades y obligaciones, le pareció oír antes de tiempo. Recuerde que la beca Fulbright que está disfrutando tiene el objetivo de financiar un proyecto académico y no una aventura sentimental. Recuerde que tanto el profesor Andrés Fontana como yo hemos depositado toda nuestra confianza en usted. Dedíquese, de momento, a lo que de verdad es importante para su carrera. Olvídese de amoríos y céntrese en trabajar.

De la boca del viejo caballero requeté no salieron, sin embargo, tales palabras. Ni siquiera otras distintas que transmitieran un mensaje parecido.

—Pero antes tengo alguna pregunta. Con la mano en el corazón, ¿está usted convencido de que no se trata de un ave de paso?

—¿Un ave como un pájaro, quiere decir? —preguntó confuso.

—Me temo que su sensibilidad metafórica no está hoy muy afinada, joven. Permítame que le reformule la pregunta en otros términos: ¿está usted seguro de que no se trata de un mero arrebatamiento transitorio?

—Creo que tampoco comprendo el significado de esa palabra, señor —reconoció sin poder ocultar su turbación—. ¿Arrepatamiento, ha dicho?

Cabeza de Vaca frenó en seco el desatino lingüístico; después, acumulando paciencia, intentó explicarse con mayor precisión.

—Le inquiero sobre si en verdad existe por su parte voluntad de compromiso, un deseo férreo de superar las adversidades conjuntamente. Afán de perdurabilidad y lucha común ante los infortunios que la vida les depare, los cuales, teniendo en cuenta sus particulares circunstancias, y si me permite que le sea del todo franco, anticipo que serán unos cuantos…

Daniel se revolvió incómodo en su silla, incapaz de asimilar aquellas preguntas que cada vez le resultaban más desconcertantes. A la vista de que ni las metáforas ni los circunloquios parecían llevarle a ningún sitio, el profesor decidió atajar por lo sano.

—Para que me entienda de una vez por todas, muchacho: ¿está usted seguro de que ella es la mujer de su vida?

Por fin. Por fin comprendió. Por fin no dudó.

—Al cien por cien, señor.

—Pues, entonces, amigo mío, no la deje escapar.

Apoyado en su muleta, desde la ventana los contempló alejarse con el paso despreocupado de los inmunes a cualquier riesgo más allá de la periferia de sus sentimientos. El brazo de ella aferrado con fuerza a la cintura de él. El brazo de él alrededor de los hombros de ella, atravesando su melena alborotada, atrayéndola hacia sí. Intuía que iban hablando sin tregua, poniéndose al tanto de lo que había ocurrido minutos antes entre las paredes de su propio despacho.

Los había visto besarse al pie de la escalera de entrada, ajenos al mundo bajo el sol tibio de invierno mientras el aire revolvía las páginas del cuaderno de bromatología que Aurora había estado repasando durante su espera. Después ella le susurró algo al oído, él rio con ganas y la volvió a besar. Cabeza de Vaca conocía de sobra lo efímero de la felicidad, la simpleza brutal con que los zarpazos del destino son capaces de llevarse por delante lo que creemos duradero e ilusamente establecido. Con todo y con eso, habría dado la única pierna que le quedaba entera por haber vuelto a sentir en su alma la sensación del enamoramiento grandioso y confiado de cualquiera de ellos dos.

Entre aulas y caricias, probetas, promesas y bibliotecas, ante Daniel Carter y Aurora Carranza comenzó a despuntar por fin la primavera. Día a día también, sin darse cuenta casi, a fuerza de abrir los ojos a aquel joven americano apasionado por España, sus letras y una mujer, el medievalista mutilado y melancólico fue sacando la cabeza de su caverna. Y vio que fuera había luz. Que el mundo avanzaba, que las heridas sanaban, que la gente se quería.

Hasta que llegaron las vacaciones de Semana Santa y el momento en que Aurora, irremediablemente, hubo de volver a casa. Se despidieron en el mismo andén de la estación de Atocha que los recibió juntos tras aquel viaje en tren que a los dos les pareció haber durado un suspiro. Tres meses intensos quedaban ahora atrás, once días de separación los aguardaban. Te voy a echar de menos, yo más, yo más todavía, acuérdate de mí, y tú también, yo ya me estoy acordando…

Daniel, en previsión, se hizo el firme propósito de aprovechar aquellas jornadas al máximo. Desde el encuentro de febrero con Cabeza de Vaca se había propuesto volver a centrarse. Y lo logró. Con Aurora siempre cerca y su amor por ella intacto, pero sin perder la perspectiva ni la razón, había sido capaz de reanudar su trabajo con paso firme. Hasta que se fue y sus planes se desmoronaron nada más palpar su ausencia. Al tercer día sin ella, todo le dejó de interesar. Incapaz de calibrar el peso de su primera separación, no había anticipado cuánto iba a extrañarla. Optó entonces por quedarse en casa, echándola de menos con rabia, como si le faltara el aire. Esperando una llamada suya o una carta del todo imposible por la cercanía de su marcha. Calibrando el futuro también.

—Pero ¿qué es lo que te pasa a ti, hijo mío, que estás todo el día cencerreando como alma en pena de acá para allá?

La pregunta de la viuda rezumaba inquietud. Preocupación maternal, casi. Mientras guisaba, oía a Daniel entrar y salir de su habitación constantemente, incapaz de sostener la simple lectura de un libro más de diez minutos seguidos. Mientras planchaba, lo veía moverse huraño por todos los rincones de la portería como un león entre rejas, abriendo y cerrando puertas sin tino, refunfuñando, cambiando de sitio las cosas sin ton ni son. A primera hora de la mañana se lanzaba a correr por las pistas de atletismo de la Ciudad Universitaria, una práctica de los tiempos de Pittsburgh que había retomado una vez se asentó en Madrid. A media tarde se acercaba al café Viena, como mucho, para tomar un cortado. El resto del día era incapaz de concentrarse en nada más allá de los pensamientos que ocupaban su cabeza.

—Es por la muchacha esa con la que andas zascandileando desde después de las Pascuas, ¿verdad? La rubieja larga y flaca del abrigo azul con la que por fin te vi la semana pasada por la calle Altamirano —preguntó mientras salpicaba unas gotas de agua con los dedos sobre una de las camisas de él.

—¿Usted cree que ella se vendrá conmigo a América cuando yo tenga que irme? —preguntó a bocajarro.

No, hijo, no, fue lo que estuvo a punto de decirle; eso aquí no lo piensa ni el que asó la manteca. Pero antes de abrir la boca, dio a la plancha un respiro y le miró.

Había cogido una mandarina del frutero de loza que presidía la mesa camilla del comedor y se dedicaba a pelarla lentamente, con la vista baja y el pelo cayéndole sobre la cara, concentrado en arrancar la piel rugosa como si tras ella fuera a encontrar alguna solución a su penar. Tan buen mozo, tan forastero y, sin embargo, ya tan cercano, pensó la viuda. Con esa envergadura a la que todo en la portería se le quedaba pequeño. Con ese acento y esa manera de ver la vida que a ella se le hacía extraña y tierna a la vez.

—Hasta las trancas —dijo la viuda sentándose enfrente.

—¿Qué?

—Que te has enamorado hasta las trancas, criatura.

Todavía no tenía esa expresión apuntada en su cuaderno de vocabulario, pero intuyó lo que quería decir.

—Supongo que sí.

—Y andas calculando el tiempo que te falta para volver a tu tierra y no te salen las cuentas.

—Menos de tres meses, eso es todo lo que me queda.

El retrato desvaído de la boda de Antonia con el difunto Marcelino y la estampa del mes de marzo en el calendario de Julio Romero de Torres los contemplaban como siempre desde la pared. En la radio sonaba queda Marifé de Triana con su Torre de arena: como un lamento del alma mía, son mis suspiros, válgame Dios, fieles testigos de la agonía, que va quemando mi corazón. A nada que Daniel hubiera prestado a la copla un poco de atención, se habría sentido anímicamente cómplice de la tonadillera.

—Porque digo yo que por aquí, aunque quieras, no puedes quedarte… —sondeó la viuda midiendo sus palabras.

—¿Haciendo qué? ¿Cómo voy a ganarme la vida en este país, qué futuro me espera? Como mucho podría dar alguna clase particular de inglés, pero a casi nadie interesa por aquí otra lengua extranjera que no sea el francés —dijo sin alzar la mirada de una nueva mandarina. Llevaba ya peladas cuatro y todavía no se había comido ninguna—. Pero si ella aceptara venirse conmigo, luego, tal vez…

Movió ella la cabeza con gesto de resignación, suspiró y después le agarró con su mano curtida y sabia por encima del tapete de ganchillo.

—No lo has entendido, Danielillo, hijo, todavía no te has enterado bien.

—No me he enterado ¿de qué?

—De que no se trata de que la muchacha quiera irse contigo o quedarse aquí para los restos —dijo la viuda apretándole con fuerza la muñeca—. Que aquí ni pincha ni corta lo que ella quiera.

—Pero…

—Que, o pasas por la iglesia antes de irte, criatura, o no hay más nada que hacer.