CAPÍTULO 22

A la mañana siguiente volví al Guevara Hall para ver a Rebecca. Me recibió cálida como siempre, me sirvió un té. Trabajaba con música suave de fondo y flores frescas junto a la ventana, el colmo de mi envidia. A pesar de proponérmelo en todos los principios de curso, nunca logré tener una cafetera o una kettle o un equipo de música en mi despacho. Ni siquiera un simple ramo de margaritas o un viejo transistor. A lo más lejos que había llegado fue a un par de macetas que se me acabaron secando durante las vacaciones.

—Estarán allí mis hijos y mis nietos, como siempre. Comeremos el pavo que hago todos los años con la receta de mi abuela materna y, después de cenar, los chicos verán el fútbol en la tele y las chicas recogeremos la cocina, como manda la tradición —dijo con un guiño irónico.

—Me encantará pasar con vosotros ese día tan especial.

Permaneció entonces en silencio durante unos segundos, como si estuviera decidiendo si compartir conmigo algunas otras palabras o cerrarles el paso más allá de la garganta.

—Vendrá además Daniel Carter.

—Estupendo.

—Y… y alguien más.

Se mantuvo callada de nuevo unos instantes hasta que añadió:

—Estará también Paul.

—Paul… ¿tu exmarido?

Con un simple gesto dijo sí, el mismo. No había vuelto a hablarme de él desde el día que cargamos su coche con las sillas para mi fiesta; a partir de aquella charla supuse que Paul había desaparecido de su vida para siempre. Pero todo apuntaba a que me equivoqué.

—¿Quizá porque…?

—Si estás pensando en una reconciliación, la respuesta es no.

—¿Entonces?

—Pues… Porque la vida siempre acaba dando vueltas inesperadas, Blanca. Porque a veces creemos tenerlo todo claro y de pronto nos damos cuenta de que nada es tan firme como pensamos. Y lo que yo ahora quiero es que se reencuentre con sus hijos.

—Pero yo pensaba que habíais perdido el contacto con él, que…

—Al principio volvía a llamarnos de tanto en tanto, intentaba ver a los niños un par de veces al año. Pero ellos nunca acabaron de comprender su actitud cambiante, adorándolos unas veces, desatendiéndolos otras…

—Y ellos mismos se fueron apartando —adelanté.

—Así fue, sí. La distancia fue creciendo en todos los sentidos y llegó un momento en el que prefirieron no saber de él.

—Supongo que no viviría cerca.

—Nunca acabó de establecerse permanentemente en ningún sitio, cambió de universidad un montón de veces y, aunque mantuvo unas cuantas relaciones, por lo que yo sé, ninguna llegó a durar. Y, entretanto, los niños se hicieron mayores y emprendieron sus propias vidas. Pero ahora quiero reunirlos otra vez.

—Pero ¿por qué, Rebecca, por qué ahora, después de tanto tiempo?

—Para que se digan adiós. Será muy posiblemente la última vez que se vean.

Se quitó las gafas y cerró los ojos. Con dos dedos se masajeó la parte superior del tabique nasal, justo donde la montura había dejado dos leves marcas gemelas. Supuse que la presión le provocaba dolor. O quizá solo quería protegerse antes de responder a la pregunta que esperaba de mí.

—Y ellos todavía no saben que él estará allí, ¿verdad?

Negó con la cabeza y no hizo falta que le pidiera más explicaciones, porque apenas tardó unos segundos en aclararme la situación.

—Desde hace tres años Paul está de nuevo en California, internado en una institución en Oakland. Voy a verle de vez en cuando. Tiene alzhéimer.

Llegó finalmente el día, cuarto jueves de noviembre. La universidad, tal como me había adelantado Zárate, regaló unas cuantas jornadas sin clase y el campus quedó desierto, con el otoño ya asentado como único residente. La mayoría de los estudiantes voló a sus nidos familiares, se vaciaron las residencias y los apartamentos compartidos, dejaron de verse gorras, bicicletas y mochilas, se extinguieron las risas y las voces en las aulas y los pasillos. Y a los expatriados solitarios como yo nos acogieron por fortuna los amigos.

Decidir qué ponerme para aquella cena me llevó un buen rato. No tenía ni idea del grado de formalidad con que celebraban la fecha, ni del ambiente que se respiraría teniendo en cuenta la decisión de Rebecca de invitar a su exmarido sin hacer partícipes de ello a sus hijos. Tal vez lo aceptaran con naturalidad, entendiendo los sentimientos de su madre. Tal vez les sentara como una patada en la boca del estómago y fueran incapaces de comprender que lo que Rebecca quería era cerrar el círculo vital de una familia fracturada. Fracturada pero real.

Opté por un traje de terciopelo burdeos y unos pendientes de plata que me habían cautivado la primavera anterior en un viaje a Estambul con Alberto y sus hermanos. Un par de pendientes largos que nunca llegué a estrenar. Los había guardado para el verano, para esas noches distendidas junto al mar, para esas cenas con olor a sal llenas de risas y amigos. Para esos días de siempre que ya nunca llegaron. En aquellos meses de calor y tripas negras no había habido cenas bajo las estrellas, ni risas, ni amigos. Solo rabia y desconcierto, ese desconcierto que me había impulsado a cambiar de vida. Pero todo eso había quedado atrás. Ahora había que mirar hacia delante y en homenaje a ese futuro que se iba abriendo a mi paso, decidí por fin ponerme mis pendientes nuevos de plata vieja.

A las cinco de la tarde, hora extemporánea de cena para un estómago español, llamé a la puerta de casa de Rebecca con una botella de Viña Tondonia comprada al precio de un bidón de petróleo y una caja de chocolatinas para los niños. Me abrieron un par de polvorillas rubias que no superarían los seis años y que me exigieron cumplir con toda una exhaustiva serie de preguntas y condiciones antes de dejarme entrar. Cómo te llamas, de dónde eres, para quién son esas chocolatinas, cuántos hijos tienes, enséñanos tus zapatos, agáchate, enséñanos tus pendientes, prométenos que al final de la cena nos los vas a prestar. Acto seguido, las dos rubiales desaparecieron como balas camino del jardín y solo entonces percibí la presencia de Daniel en un lado de la entrada. Con su cuerpo largo apoyado en el marco de la puerta, observando divertido la escena. Con chaqueta gris, camisa azul y corbata, una copa en la mano.

—Prueba superada —dijo sonriendo mientras se acercaba a saludarme.

—No creas que es fácil: los niños son implacables y, como no les entres bien a la primera, estás perdido. Te sienta muy bien la corbata, pero la llevas torcida.

—Me la han intentado quitar las dos diablesas, son peligrosísimas.

—A ver, déjame. —Le tendí el vino y la caja para tener las manos libres, le enderecé el nudo, se dejó hacer—. Ahora. Perfecto.

La casa estaba anormalmente tranquila para lo que se suponía que deberían ser los momentos previos a una gran cena familiar. Detrás de las puertas correderas que separaban la entrada de la sala de estar se oía, no obstante, el sonido amortiguado de una conversación.

—¿Cómo van las cosas? —pregunté mientras él me dirigía hacia la cocina.

—No tengo ni idea, he llegado hace apenas diez minutos. Rebecca está hablando con sus hijos ahora, supongo que intentando explicarles la situación. Imagino que todos se habrán quedado un poco aturdidos al ver a su padre aquí. Lo trajeron hace un rato, está en el jardín con la enfermera que lo acompaña. Los niños andan también por ahí haciendo el indio y mirando a su abuelo como si se tratara de un fenómeno de feria.

—¿No le conocen?

—Ni siquiera sabían de su existencia.

Recorrí con la mirada la cocina mientras él me llenaba una copa de vino. Todo estaba impecablemente organizado para la cena. Fuentes y ensaladeras, cestas de pan, tartas de calabaza. El horno desprendía un olor que invitaba a salivar, nos sentamos en un par de banquetas altas bajo las sartenes colgantes.

—Paul era amigo tuyo, ¿verdad?

—Un grandísimo amigo, hace muchos años. —Bebió un trago mientras concentraba la vista en un punto impreciso tras la ventana. Quizá miraba hacia donde se encontraba él—. En una época complicada de mi vida, él fue mi mayor apoyo. El destino nos llevó más tarde por derroteros distintos y perdimos el contacto. Él dejó a su familia, creo que ya conoces esa parte de la historia, y yo anduve en varios sitios hasta que, con el tiempo, me acabé instalando en Santa Bárbara. A lo largo de los años, sin embargo, sí he seguido manteniendo la amistad con Rebecca. Y ella me ha tenido al tanto de lo que iba sabiendo de la vida de él. De sus idas y venidas, sus truculentas historias sentimentales, sus traslados por todo el país de una universidad a otra cada vez con peor suerte. Así supe de su inestabilidad anímica y de su declive profesional. Y, finalmente, de su enfermedad.

—¿Y no habías vuelto a verle hasta hoy?

Mi pregunta le hizo desviar la mirada del infinito y retornarla hacia mí. Hablaba tranquilo, sin melancolía.

—Cuando lo internaron, hace un par de años, Rebecca me lo contó y vine a visitarle a Oakland, cerca de aquí, en la bahía. Le debía al menos una visita a su infierno particular, igual que él fue una vez testigo de honor en el mío. —Bebió otro trago, volvió a mirar hacia fuera—. Son historias de hace mucho tiempo, viejas historias prácticamente olvidadas. De cuando yo me marché de Santa Cecilia, hace…, ¿cuántos años te dije el otro día que habían pasado? ¿Treinta ya?

La cocina seguía en calma. Rebecca y sus hijos aún permanecían encerrados en el cuarto de estar, de cuando en cuando se oía alguna voz más alta que otra, las risas de los niños llegaban desde el jardín.

—Cuando le vi otra vez tras todo ese tiempo, no encontré a quien yo esperaba —continuó—. Allí no estaba aquel rabo de lagartija que había sido mi amigo, aquel profesor de filosofía algo mayor que yo, listo como un zorro y tremendamente divertido, al que conocí cuando llegué por primera vez a esta universidad. En el lugar de Paul Cullen, solo hallé su sombra. Pero como yo sé que las sombras también agradecen a su manera la compañía, de vez en cuando, cada dos o tres meses, voy a visitarle.

—¿Y él te habla? ¿O te entiende, por lo menos?

—Ni habla, ni entiende. Al principio todavía era capaz de comunicarse medianamente, aunque se le olvidaban palabras, le costaba terminar las frases y se desorientaba con facilidad. Poco a poco, su vocabulario se fue limitando hasta que su memoria se deterioró del todo. Solo me reconoció durante algunos instantes fugaces en la primera visita; fue un momento duro pero emotivo. La última vez que nos habíamos visto fue en unas circunstancias difíciles y, por eso, aquel reencuentro fue particularmente especial. La segunda vez me trató con afecto, pero creo que nunca llegó a saber del todo quién era yo ni qué hacía allí. A partir de la tercera, ya no pudimos mantener ni una mínima conversación.

—Pero sigues visitándole…

—Paso la tarde con él y le cuento cosas, tonterías. Le hablo de libros y películas, de viajes, de política. De la liga de baloncesto, del culo de las enfermeras. De lo que se me ocurre, qué sé yo… —Apuró la copa—. Ven a conocerle. Últimamente también le he hablado de ti.

Casi sin darme cuenta me vi arrastrada al jardín convertido en un zoológico lleno de extrañas especies humanas. Los más pequeños, supuestamente bajo el ojo de una au-pair japonesa, campaban a sus anchas sin control. Un Terminator de cinco años acababa de rajarse el pantalón con una rama cortada y un par de mellizos se peleaban a brazo partido por un camión de plástico amarillo mientras su cuidadora desafiaba tozuda una Game Boy. Las dos rubias peligrosas que me habían recibido al llegar —Natalie y Nina— estaban sometiendo a una supuesta sesión de intenso tratamiento estético a la novia de su tío Jimmy. Tumbada en una hamaca, la pobre aguantaba estoicamente el maltrato mientras las dos hermanas le retorcían la melena en moños imposibles y le pintaban las uñas de color verde rabioso. Al fondo, junto a la piscina, una enfermera sonrosada y oronda pasaba las páginas de la revista People y comentaba las últimas intimidades de las celebridades de Hollywood a un hombre sentado en una silla de ruedas.

—Betty, esta es nuestra amiga Blanca. Quiere conoceros a Paul y a ti.

La presentación de Daniel no dejaba duda sobre el protagonismo de Betty en la vida de Paul: para acceder a él, había que pasar por ella.

—Encantada de conocerte, cariño —respondió ofreciéndome una mano de lechoncito—. Estamos pasando una tarde estupenda. Le estaba comentando a Paul que no me gusta el nuevo look de Jennifer López, ¿qué os parece a vosotros?

—Y este, Blanca, es Paul.

Se había situado tras la silla de su amigo, había apoyado las manos en sus hombros y las movía en un masaje vigoroso que él no parecía percibir.

En mi mente solo tenía una imagen del Paul de otros tiempos: la de la fotografía clavada en el tablón del sótano de aquella casa que había sido la suya, la del hombre joven de pelo oscuro y disparado. Con una cinta atravesándole la frente y una camisa llena de colores, con la risa en los labios y una cerveza en la mano. Nada que ver con aquel ser menudo de pelo ralo y ojos perdidos en el infinito al que Daniel hablaba como si su mente estuviera allí, en el jardín, con nosotros, y no en un pozo en el que nadie conocía a nadie. Ni a Jennifer López ni a su propia estampa frente al espejo.

—¿Recuerdas que te hablé hace poco de Blanca, Paul? Está trabajando con el legado de Fontana, ya sabes. Te acuerdas de Andrés Fontana, ¿verdad? ¿Te acuerdas de cuando discutíais sobre Tomás de Aquino en mi casa? Era duro mi amigo español, ¿eh?

La voz de Rebecca llamándonos desde la puerta de la cocina suplió súbitamente el silencio eterno de Paul ante las preguntas de su antiguo amigo. Los niños entraron en tromba, los seguimos los demás. Daniel empujaba la silla de Paul mientras Betty seguía cascando imparable sobre los últimos cotilleos del mundo del espectáculo. Hasta que Rebecca, bendita sea, me rescató.

—Me encantan tus pendientes, gracias por el vino y las chocolatinas. Espero que los niños te hayan tratado bien.

Sonreía, pero en sus ojos había un poso de tristeza que no podía ocultar.

La casa se había llenado de pronto de voces y ruidos. Los pequeños se lavaban las manos en un cuarto de baño cercano e iban acomodándose en el comedor. Se oían subidas y bajadas por la escalera, conversaciones entre adultos, risas infantiles. Rebecca hablaba entretanto sin mirarme, deslizándose por la cocina de un sitio a otro sin parar, organizando lo que faltaba por llevar a la mesa.

—Ahora te presentaré a mis hijos. Perdona que no te hayamos atendido antes, hemos tenido una larga conversación.

—No te preocupes en absoluto. He estado con Daniel y he conocido a Paul. Dime en qué te puedo ayudar.

—Déjame ver… Antes de nada, creo que vamos a sacar el pavo del horno, no vaya a quemarse en el último momento.

En menos de diez minutos estábamos todos sentados alrededor de una mesa grandiosa en estilo y tamaño. Cuadrada, vestida con un mantel color caldero y una vajilla de porcelana blanca. Cinco niños y doce adultos. La familia, sus parejas, sus hijos. Más un amigo de los viejos tiempos, una estudiante japonesa y una enfermera gorda como un tonel. Y yo. Dieciséis mentes activas y una ausente. Annie, Jimmy y Laura, los hijos de Rebecca, adorables como su madre, me habían saludado con simpatía antes de ocupar nuestros asientos. Paul estaba entre Betty y Daniel y, a continuación de ellos, una tarjeta indicaba mi nombre. Un gran centro con frutas de otoño se alzaba en medio de la mesa. Una de las pequeñas rubias, Natalie, frente a mí, no paraba de ponerse bizca mientras me lanzaba muecas monstruosas. Le devolví un par de ellas.

Hasta que la voz de Daniel se volcó en mi oído.

—Rebecca quiere que diga unas palabras. Allá voy, sin red.

Reclamó entonces la atención de todos con el choque de un tenedor contra su copa, el tintineo alegre del metal con el cristal trajo por fin el silencio.

—Querida familia Cullen, queridos amigos. Rebecca me ha pedido unas palabras para esta cena de Acción de Gracias y, como yo jamás podría negarle nada a esta mujer ni en cien vidas que tuviera, aquí estoy, en calidad del más antiguo amigo de la familia, dispuesto a ejercer hoy de maestro de ceremonias. Pero antes de ello, antes de dar gracias, me voy a tomar la libertad de contaros algunas cosas que me llevan rondando la cabeza desde hace algunos días. Desde que Rebecca me comentó su decisión de reunirnos hoy a todos aquí.

»Cuando yo salí de vuestra vida, vosotros, Annie, Jimmy y Laura, aún erais muy pequeños, así que lo más seguro es que apenas guardéis recuerdos tan añejos. —Dirigió entonces la atención hacia la zona de los niños—. ¿Sabéis, Natalie y Nina, que vuestra madre, cuando tenía vuestra edad, hizo un pastel en la cocina de mi casa y casi salimos todos ardiendo? —Un gesto teatral simulando una explosión provocó una carcajada entre los niños e hizo a Annie taparse la cara con las manos—. Y a ti, Jimmy, te encantaba que te subiera a mis hombros, decías que así casi podías tocar las nubes. Y tú, Laura, eras tan pequeña que aún te caías al andar. Y una vez, con ayuda de Paul, vuestro padre —dijo volviendo a poner una mano sobre el hombro de su amigo—, os construí una caseta de madera y cartón en el jardín. Apenas duró tres días en pie, se vino abajo una noche de tormenta y nunca logramos levantarla otra vez.

»Ha pasado muchísimo tiempo desde entonces, pero, aunque no os haya visto a lo largo de todos estos años, a través de vuestra madre he seguido vuestras vidas: vuestras carreras, vuestros amores y progresos, el nacimiento de vuestros hijos, estos chicos y chicas tan elegantes que hoy están sentados con nosotros a la mesa deseando hincarle el diente al pavo. Rebecca y yo no nos vemos tanto como nos gustaría, pero nuestras conversaciones telefónicas nocturnas pueden durar horas, así que estoy al tanto de todo. ¿Sabéis, chicos —dijo dirigiéndose de nuevo a los más pequeños—, que vuestra abuela es como un búho y no duerme por las noches? Cuando el mundo entero se acuesta, ella revive y empieza a hacer cosas: se conecta a internet, cocina recetas extrañas, nada en la piscina o llama a alguien por teléfono. Hasta las tantas. A veces, esas llamadas suyas las recibo yo.

»Por eso, Annie, Jimmy y Laura, conozco todo lo que habéis vivido, lo que habéis sufrido y las grandes personas que habéis llegado a ser. Y sé que los tres sois conscientes de que todo eso nunca habría sido posible sin el estímulo de esta mujer extraordinaria que ha preparado la cena que ahora vamos todos a compartir. Por esa razón quiero pediros que, por ella, aunque sea solo por ella, aceptéis que las cosas sean hoy como son. Que estemos aquí esta noche, alrededor de esta mesa, todos los que estamos.

»Cumplir años cuando eres mayor, muchachos, no es tan divertido como al ser niños. Nadie te hace regalos interesantes, solo libros, discos, pañuelos y bobadas así. Pero alcanzar una cierta edad tiene su lado positivo. Pierdes algunas cosas por el camino, pero ganas otras también. Aprendes a ver el mundo de otra manera, por ejemplo, y desarrollas sentimientos extraños. Sentimientos como la compasión. Y la compasión no es más que querer ver a los demás libres de sufrimiento, independientemente del sufrimiento previo que ellos pudieran habernos causado a nosotros. Sin rendir cuentas ni volver la vista atrás. Hoy no sabemos si Paul sufre, no podemos sondear su mente. Tal vez tenerle aquí hoy no vaya a hacerle ni más ni menos feliz, aunque dicen que las personas como él nunca pierden del todo su memoria afectiva ni el sentido del gusto y que, a su manera, disfrutan con una simple palabra afectuosa, con una cucharada de helado o una caricia.

»Dicen que la compasión es un síntoma de madurez emocional; no es una obligación moral ni un sentimiento que nazca de la reflexión. Simplemente es algo que, cuando llega, llega. Haber querido tener hoy entre nosotros a Paul no es una traición ni una muestra de flaqueza por parte de Rebecca. Es tan solo, creo, un ejemplo de su enorme generosidad. Para mí, Paul fue un gran amigo, el mejor durante un tiempo. Hizo por mí cosas que ojalá nadie hubiera tenido que hacer nunca. ¿Sabéis, chicos, que una vez hasta me cortó las uñas de los pies? Chas, chas, chas, con unas tijeras enormes y viejísimas que alguien le prestó. Fue un gran amigo, pero eso es solo una parte de él.

«Sé perfectamente que no fue una buena inspiración como padre ni como compañero, y eso es difícil de perdonar y de olvidar. Por eso, su presencia hoy no va a ayudaros a superar el pasado ni va a compensar el vacío de sus años de ausencia. Pero Rebecca lo ha querido así y yo os pido que respetemos su decisión. Paul no fue un buen padre, pero sé, porque así me lo dijo él mismo, que en el desorden de su vida y a su peculiar manera, os quiso a todos mucho, muchísimo. Hasta el último momento en que en su mente hubo un rastro de luz.

»No quiero alargarme, que el pavo está ya pidiendo a gritos que nos lo comamos de una vez. Hoy es día de Acción de Gracias y creo que todos los presentes, a pesar de lo que el pasado nos haya hecho sufrir, tenemos muchas cosas por las que expresar nuestra gratitud. Lo que no tengo tan claro es a quién se la tenemos que hacer llegar, porque eso es cuestión personal de cada uno. Pero, pensando sobre ello, sobre a quién podríamos hoy dar gracias todos juntos, he recordado una vieja canción que a Rebecca le encantaba en los viejos tiempos. Una canción que está en un disco grande y negro que sé que a veces ella pone en ese cacharro que tiene en el sótano. Porque en sus noches raras, por si no lo sabéis, chicos, vuestra abuela también canta y baila por la casa, con la música a todo volumen y en camisón. Sí, sí, no os riais: espiadla de madrugada, ya veréis. Esta canción de la que os hablo la cantaba hace siglos otra abuela también un poco loca que se llama Joan Baez, que la tomó prestada a su vez de otra abuela loca que se llamaba Violeta Parra. La canción tiene la letra en español y se llama Gracias a la vida. Y, en resumen, viene a dar gracias por todo lo que nos ayuda a ser felices cada día. Los ojos para ver las estrellas, el abecedario para componer palabras hermosas, los pies para recorrer ciudades y charcos y todas esas cosas cotidianas, en fin, de las que algunos ya carecen y por las que debemos estar agradecidos los que aún tenemos la suerte inmensa de poder mantenerlas.

»Así que, por eso, porque aunque a veces los tiempos vengan difíciles al final siempre tenemos esas pequeñas cosas, vamos todos a dar en este día de Acción de Gracias un gracias a la vida fuerte, con ganas. En español y en inglés. ¡Gracias a la vida! Here’s to life!

Las reacciones ante el fin del discurso fueron de lo más dispares. Los pequeños, cautivados por la retórica y los gestos de aquel espontáneo comediante barbudo que parecía conocer todos los secretos del pasado de la familia, gritaron a todo pulmón un montón de gracias a la vida mientras lanzaban las servilletas por los aires entre carcajadas. Annie salió corriendo escaleras arriba mientras Laura, agarrada a la mano de su marido, continuó derramando el llanto silencioso que había comenzado mucho rato antes. Rebecca y Daniel se fundieron en un abrazo, la novia de Jimmy y yo cruzamos miradas que mezclaban el desconcierto con emoción contenida. La au-pair japonesa, sin comprender nada de lo que allí estaba pasando, disparaba su cámara digital en todas las direcciones y, entretanto, la enfermera Betty, a la vista de que nadie mostraba tener prisa por empezar a cenar, decidió encargarse ella misma de trinchar el pavo. Solo Paul permanecía ajeno a todo, hasta que su hijo Jimmy se levantó de su sitio y vino a ocupar la silla que Daniel había dejado libre al abrazar a Rebecca. Con una dulzura inmensa, cogió la mano de su padre y le acarició la cara. Creí entonces percibir con el rabillo del ojo que —muy, muy levemente— Paul sonreía.

Un par de tupperwares llenos de restos de la cena no fue lo único que me llevé de casa de los Cullen al volver a mi apartamento la noche de Acción de Gracias. También traje conmigo una sensación moderadamente dulce difícil de describir, un sutil soplo de optimismo que no había sentido desde hacía mucho tiempo. Un optimismo difuso, sin proyección en nada concreto. Tan solo en la certeza de que todo, en algún momento, puede ir a mejor.

Además de comida para varios días y el ánimo en positivo, aquella noche también obtuve dos pequeños planes para mantener activa mi vida social. Uno provino de Rebecca y sus hijas: shopping para cumplir con la tradición del día siguiente a Thanksgiving.

—Así podrás ir comprando regalos para cuando vuelvas a España en Navidad. Porque vas a volver para entonces, ¿verdad?

La pregunta de Rebecca, de sopetón mientras terminábamos de recoger la cocina, me pilló desprevenida. Cuando logré reaccionar, mantuve la atención concentrada en secar una salsera como si aquella nimia tarea requiriera mis cinco sentidos.

—No lo sé, ya veremos.

No la estaba engañando, no tenía idea de lo que iba a hacer una vez que acabara de procesar el legado de Fontana. Y cada vez quedaba menos. Con el final de mi obligación profesional se volatilizarían mis responsabilidades en la universidad. Ya no habría excusa para alargar más la estancia, aunque a veces se me había pasado por la cabeza la idea de contactar con la FACMAF, la fundación que financiaba mi trabajo, para consultar la posibilidad de obtener otra beca similar. De hecho, aunque no me era en absoluto necesario para el desarrollo de mi labor ni formaba parte de los requisitos, a menudo había pensado que tal vez sería conveniente dirigirme a ellos para hacerles saber que todo estaba en orden. A veces pensé pedir la dirección o el teléfono a Rebecca, a veces pensé en hablar sobre ello con Luis Zárate. Pero siempre se me cruzaba algo distinto por delante y por olvido, por prisa o por simple dejadez, nunca llegué a hacerlo.

Por otra parte, sin embargo, era consciente de que más temprano que tarde habría de regresar. Quería ver a mis hijos, debería volver a mi universidad y, en algún momento, a pesar de mi reticencia, tendría que enfrentarme cara a cara con Alberto y hablar con él. Mi estancia en California estaba siendo un bálsamo, una cura dulce para las heridas que él me había causado. Pero debajo de aquella confortable venda estaba la crudeza de la vida real y antes o después tendría que asumirla en toda su dimensión.

La segunda propuesta me la ofreció Daniel al llevarme a casa aquella noche, cuando al llegar a mi apartamento me preguntó sobre mis planes para el fin de semana.

—Mañana me voy de compras con las chicas Cullen. Me cuentan que es el gran día de compras del año, el Black Friday, ¿no? Insisten en que no me lo puedo perder.

—Por supuesto que no, será una portentosa experiencia cultural. América pura en vena.

—Y el sábado voy a hacer una pequeña excursión. Rebecca me va a dejar su coche, quiero visitar Sonoma.

—¿El pueblo de Sonoma o el valle de Sonoma?

—La misión Sonoma, San Francisco Solano, el final del Camino Real. Ya sabes que llevo varias semanas leyendo sobre misiones en los papeles de Fontana y me gustaría ver al menos esta. Y, por cierto, la misión Olvido sobre la que me preguntaste el otro día sigue sin aparecer.

—Me lo imaginaba. Y ¿tienes que ir este sábado necesariamente?

—No, podría ir en algún otro momento. Pero este fin de semana no tenía nada mejor a la vista, ¿por qué me lo preguntas?

Se había bajado del coche para acompañarme hasta la puerta, seguíamos hablando frente a mi edificio, alumbrados tan solo por la luz mortecina de la fachada y rodeados por un silencio poco común. Ante la huida colectiva de los estudiantes para celebrar aquella noche con sus familias, todo alrededor se mostraba anormalmente sosegado. Ni pasaban apenas coches, ni salía música machacona del parking del cercano 7-Eleven donde por las noches solían proveerse de alcohol, ni había risas ni gritos en los porches de las casas vecinas donde las fiestas eran el pan nuestro de cada día.

—Porque me gustaría acompañarte, pero no puedo este fin de semana. Vuelvo mañana a Santa Bárbara, me espera otra cena en mi casa, una especie de Acción de Gracias un poco sui géneris. Este año no he querido perderme el reencuentro con Paul y su familia, y por eso la hemos retrasado a mañana.

—O sea, que te va a tocar comer pavo dos días seguidos.

—En realidad, lo del pavo es una mera excusa para juntarnos unos cuantos viejos amigos y ponernos al día en mil cosas. Bebemos como cosacos, jugamos al póquer y arreglamos el mundo entre nosotros, eso es lo que hacemos básicamente. Una versión del tradicional día de Acción de Gracias un poco marginal y bastante irreverente, por decirlo con delicadeza. Si te apetece venir, estás más que invitada: serías la primera mujer que tiene el honor de compartir esa noche con media docena de trogloditas cargados de whisky hasta las orejas.

—Gracias, pero no —rechacé contundente—. Pésimo plan.

—Lo suponía. Aun así te aviso de que podrías aprovechar para ver la misión de Santa Bárbara en vez de la de Sonoma.

—La reina de las misiones —aclaré.

—Así la llaman, en efecto. De hecho, yo vivo relativamente cerca, podríamos…

Mi negación sin palabras le hizo desistir.

—De acuerdo, retiro la propuesta. Pero el martes estaré de vuelta, así que, si me esperas y no vas sola a Sonoma pasado mañana, podríamos ir juntos el fin de semana que viene. Incluso, si nos da tiempo, podríamos intentar visitar alguna otra misión, aunque no recuerdo si hay alguna más en esta zona al norte de la bahía.

—Sí, hay otra, la vigésima. San Rafael Arcángel. Fundada en 1817 por el padre Vicente de Sarriá.

—Me estás dejando impresionado —dijo con una carcajada—. ¿Qué has hecho en estos días que llevo sin verte, un doctorado en misiones?

—Documentación de base, lo que tú me sugeriste.

—¿Documentación de base, dices? ¿Así te enseñaron a ti a documentarte en la Complutense?

—No —respondí contundente—. Esa manera de trabajar la he ido aprendiendo yo sola, picando piedra a lo largo de muchos años. Llámame entonces cuando estés de vuelta. Y gracias por ofrecerte a acompañarme.

Subí las escaleras hacia mi apartamento con un runrún indefinido en la cabeza. Algo había habido en los últimos momentos de la conversación que me había chirriado, pero no lograba identificar qué. Algo que desentonaba, que no me cuadraba. Ya tenía la llave dentro de la cerradura cuando caí. Bajé corriendo las escaleras y salí de nuevo a la calle a la vez que él arrancaba el coche.

—¡Daniel!

Frenó en seco tras haber recorrido apenas unos metros, bajó la ventanilla.

—¿Tú por qué sabes que yo estudié en la Complutense? —grité desde la puerta.

No se acercó, tan solo me respondió desde detrás del volante usando la misma técnica que yo había utilizado para dirigirme a él. A voces contra la noche.

—Supongo que me lo habré imaginado. Por allí pasó Fontana. Y yo también, durante un tiempo. Y otra gente querida que alguna vez conocí en España. Por entonces se llamaba todavía Universidad Central. Probablemente te he metido sin darme cuenta en el mismo saco.