No era flamante pero, comparada con mi antiguo cacharro del Pleistoceno, parecía tecnología de otra galaxia. Ni siquiera me paré a conectarla. Antes salí en busca del responsable.
—Tu fuga queda perdonada —anuncié desde la puerta. Tras la mesa se sentaba el Luis Zárate de siempre, controlado y profesional. Aparentemente.
—¿Seguro? —dijo alzando la vista de la pantalla del ordenador.
—Nos perdimos tus margaritas, pero he ganado una impresora decente. No está mal.
—Llegué incluso a comprar el hielo, ¿sabes? Pero al final opté por marcharme a casa. Iba bastante cargado y un paso más habría sido nefasto.
—¿Para la resaca o para tu reputación?
—Para las dos cosas, supongo. ¿Qué tal acabasteis?
—Bien, bien… Un poco pasados de vueltas, pero bien. Fue una noche divertida.
—¿Y crees que podré recuperar algo de lo que me perdí? —propuso a la vez que se levantaba de su sillón.
Yo seguía de pie en la puerta, sin intención de entrar. La semana acababa de arrancar, todos teníamos trabajo a montones. No era momento para una charla detenida, tan solo me había pasado por su despacho para darle las gracias por su gesto, sin ánimo de entretenerle más de un par de minutos.
—Me temo que, como anfitriona, ya he cumplido con mi cupo de celebraciones.
—Entonces ahora es mi turno —dijo a la vez que se apoyaba en el borde delantero de la mesa. Más cerca de mí, más a mi altura.
—¿Vas a organizar una fiesta en tu casa?
—Me gustaría, aunque me temo que, a diferencia de ti, soy un anfitrión penoso. Pero tenemos pendiente una cena en Los Olivos, ¿te acuerdas?
Cierto. Desde la tarde que paró su coche a mi costado en el campus al terminar de trabajar.
—Ya te dije que cuando quieras.
Mi respuesta era sincera otra vez. No me disgustaba la idea de salir a cenar con él. Siempre se nos cruzaban mil cosas sobre las que hablar y, tras mostrar en mi fiesta su lado más humano y menos formal, había ganado un par de puntos en mi particular escalafón.
—Tenemos encima las vacaciones de Acción de Gracias, ¿prefieres antes o después?
—No tengo planes, cuando mejor te venga a ti.
—Me reclama mi madre en Concord para celebrarlo en familia, servidumbres de ser hijo único. Y antes tengo un par de compromisos pendientes. Quizá será mejor dejarlo para la vuelta.
Iba a contestarle que la semana tenía siete días, que quizá no era necesaria tanta anticipación. Pero me contuve. O quizá sería más exacto decir que me contuvieron. Tres mujeres llegaron en ese momento a la misma puerta contra la que yo estaba apoyada. Tres profesoras del departamento que tenían sus espacios en otra planta y con las que yo apenas solía coincidir. Una era Lisa Gersen, a la que todos teníamos por pareja o novia o chica de Zárate, una treintañera de piel muy clara que solía peinarse con un moño tirante y llevaba siempre zapatos de tacón. Las otras eran compañeras que, como ella, también enseñaban alemán.
Me aparté al notar sus presencias cargadas de papeles y carpetas, supuse que tenían una reunión con el director.
—Hablamos —dije a Luis como despedida. Ellas protestaron al ver mi intención de marcharme.
—No hace falta que te vayas, esperamos —insistieron. Él se enderezó y miró el reloj.
—Perfecto. Y cerramos la fecha para nuestro encuentro.
A pesar de hablar entre nosotros en español, Luis prefirió no mencionar la palabra cena. Nuestro encuentro, dijo tan solo. Quizá casualmente, o quizá como un mecanismo automático ante la recién llegada: alguien que había sido o tal vez seguía siendo cercano a sus afectos. Lo único que me faltaba era interferir en una relación, pensé mientras recorría el pasillo de vuelta a mis asuntos. Todavía me estaba recuperando de una historia entre tres en la que acabé sobrando yo. Malos tiempos para verme implicada, sin comerlo ni beberlo, en un nuevo triángulo.
No me paré siquiera a comprobar el funcionamiento de mi nueva impresora ni a seguir dándole vueltas a por qué Luis Zárate había preferido no llamar a una cena por su nombre. Tenía algo más urgente que hacer. Algo que no se vinculaba directamente con mi fiesta, sino con sus consecuencias, con el libro sobre California que Daniel Carter me había traído en una inocente bolsa como si fuera una simple lectura más. Ese libro que había despertado mi necesidad de saber.
Media hora después trasladé mi campamento a la biblioteca con la decisión de no continuar desmenuzando el legado hasta haber logrado ser capaz de moverme con seguridad sobre el tablero en el que había de ubicar sus contenidos. Y allí, sola y apartada del ruido en una esquina remota de la cuarta planta, a través de distintas fuentes localicé las coordenadas geográficas e históricas indispensables para una mejor comprensión de lo que pasó en esa tierra que con el nombre de California se reparte hoy día por dos naciones.
Entre los documentos que consulté encontré hechos coincidentes, pasajes conmovedores y cientos de datos acoplados con armonía. Gracias a ellos, por fin comencé a ser capaz de encajar las grandes y pequeñas historias de la intervención de mis compatriotas en la formación de California y los escritos de Andrés Fontana en sus justos lugares y circunstancias. Y pude así entender, trasladándolo a otras realidades, cómo el coraje y la pasión pueden empujar a los trasterrados a acometer a veces acciones imposibles más allá de sus propias fronteras.
Apenas hablé con nadie en los dos primeros días en los que me mantuve enclaustrada, simplemente avisé a Rebecca de mi nueva ubicación y me lancé a bucear entre recursos como quien busca las piezas sueltas de un tesoro desparramado en el fondo del mar. Pero, al igual que los buzos, yo también necesitaba mantenerme alimentada para recobrar fuerzas. Y así, alrededor de la una, solía abandonar un rato mi labor para salir a comer algo rápido. Por fin iba habituando mi estómago a los horarios de mis convecinos.
Al entrar aquel miércoles en la cafetería del campus, entre el ajetreo de alumnos y profesores en movimiento, entre mochilas, libros, ruido de platos y cubiertos y un olor a pitanza no demasiado apetecible, vi a Daniel Carter de lejos. Con su pelo claro, su estatura y su porte desenfadado, siempre me resultaba fácil distinguirlo entre la masa. Conversaba animadamente con un par de profesores, parecían haber terminado ya sus almuerzos, le oí en la distancia un par de carcajadas. Supuse que no se había dado cuenta de que yo andaba por allí.
Entre las distintas opciones del día, elegí un burrito de pollo y una Coca-Cola. Rodeada de alumnos cargados con bandejas atiborradas de pasta en varias versiones, bocadillos gigantescos y lo que se anunciaba como el plato estrella del día, gulash de ternera, aguanté estoicamente la cola para pagar y me instalé en un rincón con el periódico de la universidad por compañía. Apenas me había llevado tres veces el burrito a la boca cuando la silla frente a mí dejó de estar vacía.
—Tremenda sorpresa verte por aquí, doctora Perea. Ya te daba por desaparecida.
—Culpa tuya es.
Me lanzó un gesto interrogatorio.
—Por las ganas de saber más que me despertó tu libro sobre California. Tendría que haberte localizado antes para agradecértelo, por cierto, perdóname.
—Ya lo hiciste a medias el otro día a las cuatro menos diez de la mañana. ¿O es que estoy empezando a soñar contigo?
A medida que iba conociéndole, me iba acostumbrando también a su manera natural de andar por la vida, al afecto con el que trataba a todo el mundo y con el que todos los que le conocían parecían tratarle a él. Flirteaba con las camareras, cuanto más feas y más gordas, mejor. Abrazaba a sus amigos sin reservas, solía mirar las cosas a través del cristal de la ironía y hacía que todo resultara fácil a su alrededor. Tan solo le había visto tenso con un par de personas, casualmente el mismo día. Con Zárate en aquella tarde ya remota del debate de la Hispanidad. Y con la madre de Fanny, un rato después. Nunca supe las razones de aquellas faltas de sintonía, en realidad me daba igual. Mucho más me importaba seguir contando con él para que me ayudara a ver la luz en el legado de su viejo profesor.
—No lo soñaste, lo único que conseguiste fue quitarme el sueño a mí. Y obligarme a encerrarme como una reclusa en la biblioteca.
—No sabes cuánto me alegro —dijo dando un pellizco a mi burrito.
—Pero si acabas de comer… —protesté.
—Pero tú has elegido hoy mejor que yo, mi gulash era bastante penoso. Cuéntame más cosas, qué es lo que estás haciendo.
—Ahora lo veo todo mucho más nítido, empiezo a entender que poco a poco se fue fascinando por la historia de sus compatriotas en esta tierra, que desarrolló una especie de atracción personal hacia todo ello, y que por eso dio un vuelco a sus líneas de investigación y se centró cada vez con más pasión en la vieja California. Y cada vez voy entendiendo con más claridad la esencia de ese mundo en que se volcó.
—¿Por dónde andas, entonces?
—Estoy trabajando con documentos relativos a las últimas misiones franciscanas, ya en las etapas finales de la California hispana. Unos años antes de que se independizara brevemente y pasara luego a formar parte de los Estados Unidos.
—Es una historia muy atractiva la de las misiones, aunque yo he tardado años en reconocerlo. Recuerdo que, cuando Fontana andaba investigando sobre ellas, me parecía un tema de trabajo soporífero.
—¿Por qué?
—Porque yo era entonces un completo ignorante aunque me creía una lumbrera. No entendía el interés que habían despertado en un especialista en literatura de su talla aquellas simples construcciones de adobe, un puñado de curas andrajosos y unos cuantos indios confundidos a los que de pronto les habían cambiado los nombres, la lengua y los fundamentos de su simple vida. Y, a pesar de que a menudo intentó transmitirme su interés, no logró convencerme. —Volvió a arrancar con los dedos un trozo de mi burrito—. El último, te lo prometo.
La cafetería se había ido vaciando, apenas quedaban tres o cuatro mesas ocupadas. El ruido de fondo se había amortiguado y ya solo se oía alguna despedida suelta y el choque de los platos entre sí conforme los empleados los recogían.
—Quizá se cansó de hacer lo mismo durante décadas —planteé—. Quizá necesitaba nuevas perspectivas en sus líneas de investigación. Y en estas misiones, tan lejanas en la geografía y a la vez tan cercanas a su propia cultura, tal vez encontró algo distinto.
—Seguramente tienes razón. Pero dime una cosa, solo por curiosidad. ¿Has encontrado alguna referencia a una supuesta misión Olvido?
—¿En la documentación que estoy consultando ahora en la biblioteca?
Negó con la cabeza.
—En los papeles de Fontana.
—No, pero aún me faltan bastantes escritos por mirar. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque recuerdo que él mencionó varias veces aquel nombre al final de su vida. Ya llegarás a ello si es que hay algo, supongo.
Salimos de la cafetería hablando aún y, tras despedirnos en la puerta, cada uno retornó a su quehacer. Con la mención todavía fresca a aquella supuesta misión, a lo largo del camino hacia la biblioteca me rondaron por la mente los nombres de las veintiuna misiones levantadas por los franciscanos españoles en esa larga cadena que festoneaba toda California a lo largo del Camino Real. Me había familiarizado con ellas en los últimos días: San Diego de Alcalá, San Luis Rey, San Buenaventura, La Purísima, Santa Inés, La Soledad… Historias de frailes corajudos y de soldados violentos, de indios bautizados e indios rebeldes, de reyes ambiciosos, expediciones en tierra ignota y una vieja España ansiosa por extender ad infinítum sus confines sin prever lo efímero de sus conquistas. Pero nunca me había cruzado con ninguna referencia a una tal misión Olvido, de eso estaba segura. Archivando el dato en la carpeta misiones de mi memoria, empujé con brío la puerta de la biblioteca y entré en mi particular paraíso enmoquetado, donde todos los saberes que de momento necesitaba me esperaban dispuestos a absorberme otra vez.
A media mañana del día siguiente recibí una visita inesperada. Fanny, acelerada y nerviosa. Por las sienes le resbalaban pequeñas gotas de sudor, suspiró con alivio al verme.
—¡Por fin la encuentro, profesora!
Realmente no era fácil dar conmigo en aquella esquina remota de la cuarta planta de la biblioteca, una zona casi siempre desierta. La mayor parte de los estudiantes se concentraban en la planta principal, en las zonas más accesibles y frente a los ordenadores. Imaginaba que en época de exámenes todo estaría más lleno. Pero en aquellos días, salvo por la presencia esporádica de algún alumno en busca de un libro puntual, mi área de trabajo era una laguna de sosiego. La aparatosa llegada de Fanny, sin embargo, lo desbarató.
—¿Pasa algo? —pregunté con un punto de alarma.
—Nada, nada, nada, gracias a Dios. Es que llevo un buen rato dando vueltas y no conseguía encontrarla. Me manda la señora Cullen. Esto es para usted.
Me tendió un sobre color crema. A mi nombre, adornado con unas cuantas arrugas y un par de huellas que las manos sudorosas de la portadora, en su impetuoso arrebato por localizarme, habían dejado tatuadas en él. Dentro, una tarjeta manuscrita por Rebecca en la que me invitaba a compartir con ella y su familia la cena de Acción de Gracias. Un adelanto elegante realizado con su particular tacto para no proponerme en persona y de sopetón algo en lo que tal vez no me apeteciera participar.
El día de Acción de Gracias no significaba verdaderamente nada para mí por ser una celebración ajena a mi cultura y a mi inventario de festividades nostálgicas. Podría haber pasado tal noche sola en mi apartamento leyendo un libro o viendo una película sin sentirme desarropada ni añorar a mis hijos, el pavo o la tarta de calabaza. Pero sabía que para los americanos era un acontecimiento fundamental en el calendario, su reunión familiar más entrañable. Por eso me reconfortó saber que Rebecca contaba conmigo.
—Da las gracias de mi parte a la señora Cullen, por favor, Fanny. Dile que acepto encantada y que pasaré a verla en cuanto pueda.
—Ok —musitó quedamente.
Había comenzado a balancearse. Adelante y atrás, como una mecedora. Con los pies pegados al suelo, las manos juntas en la espalda y la vista baja, concentrada. Su atención no estaba ya en mis palabras, el ok que acababa de pronunciar habría servido para dar respuesta a cualquier cosa. Sus ojos, entretanto, vagaban por mi mesa y el despliegue de libros, mapas y documentos que tenía extendidos sobre su superficie.
Permanecimos un tiempo en silencio, mientras ella miraba la mesa, yo la miraba a ella, y ninguna de las dos arrancaba a decir nada. Hasta que finalmente su mirada me buscó.
—¿Ya no está trabajando con el legado del profesor Fontana, doctora Perea?
Formuló la pregunta con timidez, como con vergüenza. Posiblemente pensara que estaba invadiendo mi intimidad.
—Sí, Fanny, claro que sigo con él, aunque cada vez me falta menos para terminar de procesarlo todo. Pero antes de continuar, necesitaba documentarme sobre algunos asuntos, por eso estoy aquí. No me llevará demasiado tiempo, casi estoy acabando. Dentro de unos días regresaré a mi despacho y seguiré trabajando allí. Volveremos a vernos a menudo.
Asintió a la vez que persistía en el balanceo. Adelante y atrás. Adelante y atrás. Su pelo lacio, sujeto a un lado con una pinza infantil con forma de nube rosa, se movía acompasadamente. Volvió a concentrar su mirada de pez sobre mi material. Tres libros abiertos y unos cuantos cerrados. Un montón de fotocopias. Dos mapas extendidos. Varios folios llenos de notas. No entendía en qué podía todo aquello resultarle de interés.
—Él también trabajaba así —dijo al cabo señalándolo todo con un dedo—. Como usted, con muchos papeles y mapas sobre la mesa, escribiendo siempre muchas cosas. Usaba su pluma y una máquina de escribir. Aunque no le gustaba mucho escribir a máquina, así que mamá lo hacía a veces por él. Mamá podía escribir a máquina deprisa. Muuuuuy deprisa. Pero no le gustaba transcribir los papeles en español, porque no los entendía. Solo en inglés. Pero él prefería escribir en español. Y hablar en español. Tío Andrés era bueno. Muuuuuy bueno. Siempre me regalaba cosas. Zapatos. Ropa. Y muñecas. Y nos llevaba en su coche. Y me compraba helados y batidos. De fresa, sobre todo.
Tardé unos momentos en lograr que los datos me cuadraran, en encajar que el Fontana de mis desvelos y ese tío Andrés cuyo nombre en mi lengua ella pronunciaba penosamente eran la misma persona. Me sorprendió que Fanny y el profesor hubieran tenido una relación tan cercana, por eso la seguí escuchando atenta mientras continuaba hablando sin mirarme. Aunque sus ojos parecían aún posados sobre mi mesa, en realidad ya no miraban a ningún sitio fijo. A nada real, a nada concreto. Vagaban tan solo sobre el pasado.
No la interrumpí, creo que ni siquiera me habría oído.
—Una vez nos llevó al Santa Cruz Beach Boardwalk, junto al mar. Es muy antiguo, el parque de atracciones más antiguo de California. Algunas atracciones eran muy divertidas. Muuuuuy divertidas. Y otras peligrosas. Muuuuuy peligrosas. Me subí en casi todas, lo que más me gustó fue la montaña rusa. Él se subió conmigo y me dio la mano fuerte para que no tuviera miedo. Mamá se quedó abajo. Fue un gran día.
De su rostro simple y ausente desapareció de pronto la media sonrisa de los últimos momentos.
—Me puse muy triste cuando murió. Yo estaba dormida y me despertó la señora Walker, la vecina. Mamá ya no estaba en casa, se había ido durante la noche. No me gustaba estar con la señora Walker, me decía tonta y otras cosas feas. Tío Andrés nunca me regañaba, siempre me decía ¡Muy bien, Fanny! o ¡Bien hecho, Fanny! Él también es así conmigo. Nunca me dice nada malo, ni desagradable. Solo cosas buenas.
Parpadeé extrañada, había perdido el hilo, no sabía de quién me hablaba ahora. La miré esforzándome por escudriñar su mente mientras ella seguía desmigando recuerdos y sensaciones a la vez que mecía rítmicamente el fardo que tenía por cuerpo, con su vestido del color del salmón hervido abotonado hasta el cuello y la cara aún sudorosa. La mirada permanecía extraviada y las palabras continuaban saliendo de su boca sin gracia, pero con una cierta delicadeza.
—Él es como tío Andrés, pero distinto. No los veo a ninguno, pero sé que están ahí. Los dos son buenos conmigo. Él también me dice ¡Adelante, Fanny!, Tú puedes, Fanny, Buena chica, Fanny.
Entonces todo hizo clic. Recordé su oficina, las pegatinas de su coche, sus saludos fervorosos. Ya sabía quién era él, ese otro ser que la trataba con el mismo cariño que antes lo hiciera Andrés Fontana. Hablaba de su Dios, ese Dios particular que ella misma había configurado a su propia medida para iluminar los rincones oscuros de su vida.
—A mamá no le gusta que hable tanto con él y que le dedique tanto tiempo —prosiguió en su tono monocorde—. Yo creo que es porque sabe que él no va a darle a ella nada de lo que quiere. De lo que tío Andrés le daba cuando yo era pequeña, después ya no. Regalos, paseos en el coche. A veces hasta se lo dejaba para que condujera ella sola, sin él. Yo me sentaba a su lado y ella corría y corría y corría. Le gustaba mucho conducir, pero nosotras no teníamos coche porque papá se lo llevó cuando se fue de casa y nosotras no podíamos permitirnos comprar otro, por eso mamá conducía a veces el automóvil de tío Andrés. A mí también me gusta conducir. Me gusta mucho. Después del accidente, su coche quedó hecho chatarra. A mamá le habría gustado quedárselo, pero ya no se podía arreglar. Estaba hecho polvo.
La llegada de un par de estudiantes interrumpió su monólogo. Despreocupadas, en chándal, morenas de rayos UVA. Hablaban y reían moviendo rítmicamente sus coletas rubias, nos ignoraban. El hecho de no encontrar el libro que andaban buscando parecía resultarles sumamente chistoso. Su frívolo parloteo retrotrajo a Fanny a la realidad.
—Creo que debo irme, se me ha hecho un poco tarde —anunció acercándose el reloj hasta los ojos—. Le diré a la señora Cullen que irá a verla en cuanto pueda.
La contemplé alejarse con su ritmo patoso mientras agarraba un rotulador para seguir trabajando, pero ni siquiera llegué a destaparlo. Fontana y Fanny flotaban aún en mi cabeza. Fontana y Fanny, Fontana y Darla Stern, vínculos inesperados que de pronto se asomaban ante mí. No sabía que madre e hija hubieran tenido una relación cercana con él, pero tampoco era inverosímil. Fontana había sido director del departamento; Darla, la secretaria del mismo; Fanny, una niña torponcita y sin padre que posiblemente despertara ternura alrededor.
El tiempo había recompuesto el orden y el sitio de las piezas. Él ahora estaba ausente, ellas seguían allí. Él muerto, ellas vivas. Vivas y con él en la memoria, al menos Fanny. Quizá Darla también.
Me obligué a retomar mi tarea y comencé a patear de nuevo el mapa de las viejas misiones. De Santa Bárbara a Santa Inés, de Santa Inés a la Purísima Concepción. La tarde fue pasando, el sol cayendo tras la cristalera. La imagen del profesor español y una Fanny niña subidos en una vieja montaña rusa quedó, sin embargo, colgada en el aire. Haciéndome compañía, como una pequeña araña sujeta a un hilo que apenas se deja ver.