Siempre me había gustado enredar en la cocina entre sartenes y cacerolas, y lo mismo disfrutaba experimentando con innovaciones y modernidades que homenajeando a los pucheros de toda la vida. Cualquier excusa, la celebración de cualquier pequeño evento había sido siempre una buena razón para sentar a amigos y familia alrededor de la mesa. La llegada del fin del curso, un aniversario, el más pequeño éxito de mis hijos o una noche de viernes cualquiera. A veces fueron comidas bulliciosas con conversaciones cruzadas y sobremesas eternas. A veces, cenas pequeñas de tertulia, vino y velas encendidas hasta la madrugada, con la sensación del mundo parado bajo los pies.
Pero ahora todo era distinto. Mis amigos de siempre estaban en la otra esquina del planeta, mi familia se había desintegrado y yo no tenía ningún acontecimiento memorable al que rendir honores salvo el hecho de que el calendario acababa de certificarme que ya tenía un año más. Triste perspectiva que, bien mirada, tal vez podría ser una buena ocasión para asentarme en mi nueva vida. Una vida inesperada y no elegida, llena de ausencias e incertidumbres. Una vida que, de pronto, casi de un día para otro, me había exigido reinventarme y empezar a dar tumbos inciertos. Como un niño que empieza a andar, solo que con cuatro décadas y media a mis espaldas. Una edad en la que debería haber alcanzado una madurez serena, afianzada en la experiencia y la seguridad de lo conquistado a lo largo de los años, pero que a mí, sin embargo, me había pillado con el paso cambiado. Con la autoestima desgarrada, la vulnerabilidad a flor de piel y el asqueroso sabor del fracaso en la boca. Sin expectativas, sin ilusiones. Dueña de un destino confuso y desorientado, con un futuro tan borroso como la tinta en el agua.
A media mañana salí en busca de provisiones. Necesitaba más huevos, más patatas, tomates para el gazpacho y melocotones para la sangría, ajos. Las anchoas del Cantábrico, el par de cuñas de manchego curado y algunas otras exquisiteces las tenía compradas desde unos días antes a precio de oro molido. Lo que me faltaba era el abastecimiento más elemental, por eso no opté por el más exclusivo Meli’s Market, sino por el G&G de detrás de la plaza. Donde compraban los estudiantes y las familias con recursos más moderados. Donde se cocía la esencia.
Fui a tiro fijo y acabé rápido, tenía prisa por volver y empezar a cocinar. Hasta que, ya en la cola de la caja a la espera de mi turno, recordé súbitamente que me faltaban las servilletas de papel. Maldije entre dientes mi mala cabeza. Media vuelta, dónde estarán las malditas servilletas, pensé. En su busca andaba cuando, en mitad del pasillo de los consumibles de papel, la vi. Parecía estar escrutando el contenido de un paquetón de kleenex, lo observaba del derecho y del revés. Se sostenía en un andador ortopédico y, con aquel pelo teñido de un rubio imposible para sus años y las enormes gafas de sol, su identidad me resultó inconfundible. La madre de Fanny, Darla Stern. La que fuera secretaria del departamento en los tiempos remotos, la que no logró generar en Daniel Carter la misma cordialidad que él siempre desplegaba con el resto de los mortales.
Le di la espalda con disimulo. Por si me reconocía. Por si Fanny, que sin duda andaría cerca, aparecía de pronto a su lado y me obligaba a detenerme y departir. Evitando la ocasión y con ella el peligro, agarré mis servilletas sigilosamente y me evaporé.
El día transcurrió entre el humo de las tortillas y el ruido de los tomates al triturarse. Mientras con una mano batía huevos, con la otra espantaba a los fantasmas que, gamberros, me acosaban sabedores de la magia que tienen los olores para devolvernos al pasado y sacarnos las emociones de las entrañas. Media hora antes de las ocho todo estaba listo. La mesa plegable de Rebecca parecía el sueño de un emigrante y mis espectros nostálgicos reposaban ya serenos en sus jaulas. Me vestí de negro, puse un cedé de Ketama y, para rizar el rizo de la españolada completa, me coloqué en el pelo un par de claveles reventones que en un arrebato había comprado en el G&G justo al salir.
Estaba terminando de ponerme la segunda capa de rímel cuando sonó el teléfono. Supuse que sería Rebecca para preguntarme si tenía alguna urgencia de última hora o quizá alguien disculpándose tardíamente por no poder asistir a la fiesta, pero no acerté. La voz al otro lado, tan distante en kilómetros, pertenecía a quien más de veinte años antes había sido casi un pedazo de mí. Alguien que superaba en más de un palmo mi estatura y que ya andaba suelto por el mundo por más que yo deseara que se hubiera quedado eternamente a mi lado sin rebasarme nunca la altura del hombro.
—¡Eeeeeeeh! ¿Dónde te metes, madre? ¡Aquí la caña de España!
Mi hijo Pablo, previsiblemente de copas a las tantas de la madrugada. Llevaba desde el verano en las playas de Cádiz abducido por el surf, su última gran pasión hasta que cualquier otro arrebato la suplantara. Contra todo pronóstico, había terminado la carrera de Empresariales en junio, algo insospechado habida cuenta de que se había juntado en quinto con tres asignaturas de cuarto y alguna de tercero. Pero él era así, impulsivo e imprevisible. Como imprevisible fue también su resolución de tomarse un año en blanco antes de pensar en algo útil para su futuro profesional. Así las cosas, a diferencia de su hermano, que el año anterior había conseguido una beca para un máster en la London School of Economics, Pablo había decidido dedicar sus primeros meses de recién licenciado a saltar olas como un loco en el sur del sur de la Península. Aquel fin de semana, sin embargo, había previsto volver a Madrid y desde allí me llamaba en plena noche de juerga.
—Qué vieja eres ya, mami, cuarenta y cinco tacos… Que no… que es broma… que estás hecha una chiquilla… ¡La más guapaaaa!
No pude evitar sonreír mientras una punzada de melancolía me atravesaba el esternón. Inmovilizada en el escueto perímetro del cuarto de baño, me senté a escucharle en el borde de la bañera. Mi niño. Qué deprisa se me había hecho mayor.
—Oye…, ¿me oyes? —Seguía hablando a gritos, con un estruendo de fondo difícil de identificar—. Que estamos aquí… y que estábamos hablando de ti, que hemos salido a cenar y después a tomar una copa por ahí, y nos hemos ido liando y liando, y… y… y este se la va a cargar cuando llegue…
Una carcajada feroz remató la frase. No sabía a quién se refería con este, probablemente a alguno de sus amigos. No me dejó siquiera intentar averiguarlo, solo dijo espera, que te lo paso.
—Hola, Blancurria. Soy yo.
La sonrisa que la voz de Pablo había dibujado en mi rostro se me quedó congelada en un rictus tenso. Era Alberto, mi exmarido, con voz gangosa. Llamándome por el apelativo cariñoso de siempre, el de lo cotidiano, el de la complicidad.
—Aquí estoy, con Pablito, que me ha liado, qué morro tiene… —prosiguió sin esperar a que yo dijera nada—. Está hecho un hombre, el tío, con unas melenas que a ver si se las corta de una vez… Pero a mí no me hace ni caso, como siempre, a ver si le dices tú algo y lo convences, ya sabes que lo que yo le digo siempre se lo pasa por el arco del triunfo. Bueno, que… que feliz cumpleaños. No tengo ningún regalo para ti, como estás tan lejos. El otro día vi un cuadro, nada, una chorrada, una marina con unos barquitos, una gilipollez, y pensé, para Blanca, que en invierno siempre echa de menos el mar. Pero después me acordé de que ya no estabas, de que te has ido… bueno, de que… de que me he ido yo…
Calló entonces y yo no fui capaz de articular una sola palabra. El ruido de fondo seguía siendo atronador y hacía más tenso todavía nuestro silencio. Permanecimos así unos segundos que se me hicieron interminables, mudos ambos, él en su bar y yo en mi cuarto de baño, consciente cada uno de la presencia callada del otro en la distancia. A pesar de la lejanía trasatlántica y del abismo abierto entre nosotros, a pesar del distanciamiento afectivo que yo llevaba tanto tiempo luchando por superar, por primera vez en mucho tiempo Alberto y yo nos sentimos cercanos. Él fue el primero en hablar. Su voz sonó clara. Pastosa, pero clara como el cristal.
—No sé si esto ha sido una locura…
Un nudo me atravesó la garganta y en los ojos se me agolparon las lágrimas. Luché por contenerlas y con esfuerzo conseguí no derramar ni una sola. Con todo, el escozor fue descomunal. Alberto. Como en un relámpago, a mi memoria retornó su rostro, su presencia que todo lo llenaba. Su trote ruidoso al bajar la escalera, su espalda caliente durmiendo a mi lado. Su pelo moreno, su risa, sus dedos, su piel. Por un instante deseé que tuviera razón, que todo hubiera sido un mal sueño, que su abandono no hubiera sido más que una pesadilla febril. Que el hijo suyo que crecía dentro de otra mujer no fuera más que un desvarío de mi imaginación. Pensé que quizá aún estábamos a tiempo de recomponer nuestras vidas, de empezar otra vez. A tiempo de perdonar y olvidar. Y quise decírselo.
Pero por alguna extraña descoordinación neuronal entre los canales del pensamiento y el lenguaje, o tal vez por ese cable de auxilio que la lucidez nos echa de tanto en tanto cuando estamos al borde del precipicio, las palabras que salieron de mi boca fueron otras.
—Adiós, Alberto. No me vuelvas a llamar.
Sin apenas intervalo para procesar lo que acababa de ocurrir, al tiempo que cortaba oí que llamaban a la puerta. Miré el reloj, las ocho pasadas. Hora de empezar. Antes de salir, comprobé fugazmente mi imagen en el espejo. El aderezo cañí sobre mi oreja izquierda se me antojó de pronto un penacho estrafalario. Ni mi humor ni mi cara estaban para claveles, así que me los arranqué del pelo de un tirón. Los eché al retrete, tiré de la cadena y, con una sonrisa más falsa que Judas, salí a recibir a mis invitados.
La primera en llegar, cómo no, fue Rebecca. Con un gran dip de espinacas y un cuenco gigantesco de guacamole, dispuesta como siempre a ayudar. Después, una profesora de portugués y su novio canadiense y, apenas dos minutos más tarde, tres de mis alumnos con otras tantas botellas de vino bajo el brazo. Luis Zárate, el director, fue el siguiente, con tequila reposado y en vaqueros. El apartamento tardó poco en llenarse de voces, música y humo. Los platos y las fuentes de comida empezaron a vaciarse a velocidad de vértigo a la vez que yo me esforzaba por diluir, al menos superficialmente, mi desasosiego. Unos entraban y otros salían, comenzaba a hacer calor, alguien abrió una ventana. Hubo quien no se presentó y hubo quien trajo a unos amigos. Otro de mis alumnos llegó un rato después con una guitarra y una pareja de uruguayos a los que yo no conocía. Mientras los saludaba, noté que alguien me tocaba el brazo para llamar mi atención.
—Voy a por limas y más hielo, vuelvo enseguida.
Era Luis Zárate, a cargo espontáneamente del bar desde su llegada. Al contrario de lo que yo esperaba, había llegado solo, sin la joven profesora de alemán con la que yo alguna vez le había visto y con la que, según los rumores del departamento, llevaba un tiempo saliendo. Nunca lo había imaginado como un hombre de farra y trasnoche, pero, para mi sorpresa, se manejaba con enorme destreza preparando margaritas y caipiriñas a la vez que departía con todo el mundo cargado de buen humor.
—Perfecto, pero no te escapes. Te necesitamos para que sigas con las copas, aún queda mucha noche. ¿De dónde has sacado esa maña, por cierto?
—Tiene truco —dijo acercándose a mi oído—. Aprendizaje académico de bajo impacto. Hice un curso de cócteles hace un par de años, pero no se lo digas a nadie.
—Ok, pero pórtate bien conmigo, para que nunca tenga que usarlo en tu contra.
—Todo lo bien que tú me dejes…
Volvió a acortar la distancia entre nosotros. A juzgar por su actitud, seguramente la mitad de los cócteles que llevaba preparados desde su llegada se los había bebido él mismo. Pero estaba distendido y divertido, así que le seguí el juego.
—Cuando me cambies la impresora de mi despacho, hablaremos —le contesté con una carcajada, yo también llevaba unas cuantas—. De momento, con que te encargues del hielo es suficiente.
—¿Y qué tal si…? —insistió volviéndose a acercar.
No le dejé que siguiera; agarrándole por el brazo, lo llevé hasta la puerta.
—Hay un 7-Eleven en la esquina, ya sabes. Ni se te ocurra conducir.
—A sus órdenes, doctorsita —dijo simulando acento mexicano. No pude evitar reír mientras cerraba la puerta a su espalda.
Hubo más risas, más mezcla de lenguas y finalmente un rasgueo de guitarra y algunas palmas que dieron pie a un repertorio desacompasado de viejas glorias en español y en inglés, entonado a grito limpio sin el menor pudor.
En algún momento impreciso de la noche, entre las carcajadas y las estrofas de una ranchera, oí que llamaban a la puerta. Supuse que era Luis al fin, hacía un buen rato que se había marchado y aún no había vuelto. Pero no fue al director a quien encontré, sino a Daniel Carter dentro de un chaquetón de cuero oscuro, con un bolso de viaje en una mano y una bolsa de plástico en la otra. Al fondo seguían reventando pa todo el año la memoria del gran José Alfredo Jiménez.
—Ya pensaba que ibas a fallarme.
—Antes muerto —dijo mientras se quitaba el chaquetón y dejaba su equipaje en el suelo—. Mi avión tenía retraso, he estado a punto de estrangular al piloto.
Sin dejarme darle réplica y sin una palabra más, tomó entonces mi mano, me agarró por la cintura y, uniendo su voz fuerte al coro desafinado —porque yo tendré el valor de no negarlo, gritaré que por tu amor me estoy matando, y sabrán que por tus besos me perdí…—, me arrastró por el salón con cuatro diestros pasos de baile en busca de algún resto de tortilla de patatas, ya más que improbable a aquellas horas.
Acabamos a las mil y pico sin que quedara ni un miserable resto de mi esfuerzo culinario y sin volver a saber de Zárate. Con la marcha de los últimos invitados se fueron también mis responsabilidades de buena anfitriona, así que decidí dejarlo todo tal como estaba y acostarme de inmediato. No tenía fuerzas para recoger nada, ni los restos de la fiesta, ni los retazos de la conversación con Alberto que, a pesar de la larga fiesta, no había dejado de ir y venir dentro de mi cabeza. El cansancio y las copas me lo pusieron fácil: para mi suerte, me quedé dormida de inmediato, sin dedicar a aquel triste reencuentro telefónico ni un solo segundo más.
A la mañana siguiente, tras una ducha descongestionante, me puse manos a la obra. Entre bolas de servilletas, copas vacías y decenas de botellas sin rastro de lo que en su origen contuvieron, encontré dos pertenencias olvidadas la noche anterior. Una era un jersey rojo caído en el suelo tras un sillón, recordé que lo llevaba puesto uno de mis estudiantes. La otra era una bolsa de plástico verde y blanca de la cadena de librerías Barnes&Noble. Miré dentro con la intención de identificar a su dueño según el contenido y encontré un libro y un sobre con mi nombre. La imagen de Daniel Carter en su llegada tardía volvió entonces a mi retina. En ella, llevaba aquella bolsa en la mano.
El sobre contenía una simple tarjeta con dos frases en letra negra y firme.
Y un libro. Un libro de tamaño mediano con sobrecubierta amarilla. A History of California. Lo hojeé. Trescientas cuarenta y cuatro páginas en inglés que desgranaban la historia de California en catorce capítulos, un mapa, una cronología, algunas fotografías y una lista de referencias bibliográficas.
No entendí el sentido de aquel regalo inesperado, aunque presumiblemente no tuviera ninguno más allá del de una compra de paso para cumplir con el trámite de la mera cortesía. Tampoco sabía de dónde había sacado Daniel la información sobre mi cumpleaños, supuse que se lo habría dicho Rebecca. Tras un último vistazo, lo aparté junto con el jersey sobre una silla para poder continuar limpiando.
Aireé el apartamento, llené tres bolsas enormes de basura, fregué el suelo a conciencia y saqué mil botellas al contenedor del reciclaje. Al terminar me di cuenta de que tenía un hambre tremenda y la nevera vacía, así que salí a comer. Aproveché para comprar periódicos, di un corto paseo y volví a casa. Domingo de otoño por la tarde. Mal momento para mantener a raya la nostalgia, aún más después de la llamada de Alberto la noche anterior.
Encendí la televisión en busca de algo con lo que distraerme. La CNN hablaba de un accidente de avión con dieciocho muertos en México, la explosión en un geriátrico de Michigan y la llegada a los cines de los Pokemon. Trasteando entre canales di con una reposición de Rambo III, dos teletiendas, un reportaje sobre peluquerías caninas y el enésimo episodio trasnochado de Miami Vice. En la cadena local de Santa Cecilia hacían un seguimiento al asunto de Los Pinitos otra vez. Me detuve en él unos minutos, las cámaras recorrían el paraje y entrevistaban a algunos paseantes. Con grados variables de fogosidad, casi todos se mostraban abiertamente en contra de su aniquilación. Conversaron después con mi alumno Joe Super, el profesor emérito de Historia del que yo ya sabía que era un enérgico activista en la plataforma propreservación. No había podido asistir a mi fiesta del día anterior, estaría fuera, me había avisado con tiempo. Me gustó verle al menos en la tele disertando convincente acerca de las nefastas consecuencias del proyecto del centro comercial que pretendían construir. Tras Joe intervinieron otros cuantos miembros de la plataforma que pronto dejaron de interesarme. Con uno de ellos hablando sobre la dudosa propiedad legal del paraje, me quedé dormida.
Cuando me desperté era de noche. Miré el reloj desorientada y me di cuenta de que había dormido una siesta de más de tres horas, con un sueño denso y profundo. Puede que la causa fuera el cansancio tras la limpieza del apartamento. O el peaje del alcohol y el trasnoche. O quizá un inconsciente mecanismo de defensa para rehuir el encuentro con la melancolía. En cualquier caso, independientemente de la razón, la cruda realidad era que allí estaba yo, sola, insomne ante una larga madrugada, encerrada en un apartamento semivacío. Había terminado una novela el viernes y no había tenido tiempo de comprar otro libro ni de pasar por la biblioteca. Recorrí entonces decenas de veces los canales de televisión sin encontrar nada interesante. Me tomé un yogur. Revolví los periódicos, que en unas horas parecían haber perdido su actualidad. Leí un artículo sobre el diseño inteligente y una entrevista con Oprah Winfrey. Me tomé un plátano. Maldije mi decisión de no haberme llevado a casa mi ordenador portátil ese fin de semana, había pensado que con la fiesta apenas tendría tiempo para usarlo. Y entonces mi vista enfocó el libro de Daniel Carter. La historia de California. Lo abrí y empecé a leer.
En la página tres lo intuí y en la seis lo tuve claro. Aquel obsequio tenía un sentido más allá del de una mera compra precipitada. En la tarde que pasamos juntos hablando entre cafés, yo le había contado los quebraderos de cabeza que los papeles de Fontana me estaban generando en los últimos tiempos. Con aquel regalo inesperado, él intentaba hacerme ver que mi procedimiento tal vez no fuera el más adecuado y me daba un consejo. En la constante huida hacia delante que parecía dominar todas las facetas de mi vida a lo largo de los últimos meses, mi objetivo inmediato se centraba en avanzar desentrañando el legado, saltando acelerada barreras y agujeros, sorteando con urgencia las grietas y los obstáculos que constantemente aparecían en los escritos. Textos incompletos, referencias desconocidas, comentarios sobre anotaciones inexistentes y un inmenso desconocimiento por mi parte.
El antiguo alumno de Fontana me estaba sugiriendo ahora una solución llena de sensatez que, pese a ser la más obvia, yo no me había parado a considerar. Sosiego y calma. Y una documentación exhaustiva para poder completar la hoja de ruta de los escritos del viejo profesor sobre el mapa real de los tiempos y los hechos.
Leí de un tirón los primeros capítulos y comprendí que mi intuición era cierta. Aquella lectura me estaba ya ayudando a apreciar con mayor claridad el sentido de la última parte del legado. Pero el contenido relativo a la presencia española en California solo alcanzaba los tres capítulos iniciales del libro y, aunque a grandes rasgos estos contenían la información elemental para visionar el trasfondo general del panorama, supe que necesitaba saber más.
Estaba a punto de quedarme por fin dormida casi a las cuatro de la madrugada cuando decidí no dejar para la mañana algo importante. Tecleé en mi móvil:
LECCIÓN APRENDIDA. INTENTARÉ ESTAR A LA ALTURA
Suponía que Daniel no iba a leer mi mensaje hasta el día siguiente, pero alguna razón irracional me impulsó a darle las gracias de inmediato. Apenas había vuelto a apagar la luz cuando oí un bip-bip. Abrí el icono del sobrecito casi entre sueños.
COMO SIEMPRE