No la perdió de vista ni un segundo mientras caminaba a su espalda. La seguía en la distancia sin tener idea de hasta dónde acabarían por llevarle los pasos elásticos de ella y aquella impetuosa insensatez de él. Sabía que lo razonable sería volver al hostal, tomarse las medicinas, descansar sin alterarse demasiado. Pero no pudo, no fue capaz. A cambio, se apostó en una esquina. Esperándola, esforzándose por ocultar su estatura tras un furgón de reparto aparcado en la cercanía. Hasta que la vio salir.
Antes lo habían hecho la madre y sus tres demonios con el zafarrancho a rastras. Después, un viejo achacoso que logró colarse en la farmacia en el último minuto como una lombriz. Y, al fin, ella. Terminándose de poner un abrigo azul, quitándose de la cara otro mechón subversivo, entrecerrando los ojos cuando la luz del mediodía la cegó por sorpresa. Sin la barrera intermedia del mostrador, por fin Daniel pudo contemplar su cuerpo entero mientras ella ajustaba los cierres y se guardaba las llaves en un bolsillo. A medida que la observaba, volvió a sentir algo que no fue capaz de definir. Ni siquiera en su propia lengua.
Acomodó el ritmo de sus piernas al compás airoso con el que la joven cruzaba calles y avanzaba entre los viandantes, su melena pajiza le sirvió de guía. La vio saludar a unos y otros, en un par de ocasiones se paró a charlar con alguien un minuto o dos. Él, entretanto, para seguir pasando desapercibido, simulaba detenerse para atarse el cordón de un zapato, para encender un cigarrillo con el rostro medio oculto entre las cuencas de las manos o leer un anuncio pegado en cualquier esquina. Varias veces pensó que todo eso era una insensatez: quizá debería haberla abordado abiertamente, preguntarle su nombre, pedirle que le dejara acompañarla, proponerle quedar para tomar un café. Pero no se sintió con fuerzas. Le costaba trabajo pensar, notaba la fiebre que todavía hacía estragos. En cualquier otro momento habría saltado por encima de todo. Ahora, sin embargo, dudaba.
Callejeó tras ella hacia una breve cuesta que pareció subirlos por encima del nivel del mar, hasta que la ausencia de movimiento a su alrededor le hizo duplicar las precauciones. Apenas había gente, tan solo muy de vez en cuando se veía un vehículo. Ralentizó el paso, se giró, deshizo unos metros de camino y volvió a seguirla. Alcanzaron por fin una calle que no parecía del todo ser tal. A su izquierda se alineaban las fachadas de edificios de varias alturas, a la derecha halló una especie de paseo y una balaustrada colgante. Debajo el puerto y, al fondo, el mar. El hechizo de luz, salitre y calma duró apenas los segundos que ella tardó en entrar en el portal de la que supuso que sería su casa.
Sobre la cabeza de Daniel chillaron un par de gaviotas, el sol se ocultó de pronto. El aire sopló antipático y él se subió el cuello de la chaqueta, hundió las manos bajo sus propios brazos cruzados y se dispuso a iniciar el camino de regreso. Volvería a la farmacia por la tarde, quizá para entonces se encontrara mejor.
Antes de dejar la calle se detuvo a mirar su nombre. Paseo de la Muralla, leyó. Acto seguido sintió una punzada en el estómago y se percató en paralelo de dos cosas importantes en las que hasta entonces no había caído. La primera era que, antes o después, habría acabado visitando aquel mismo lugar: allí, imaginariamente, había vivido también Míster Witt, el protagonista de la novela cuyo rastro le había llevado hasta aquella ciudad. La segunda, que, a excepción del bocadillo que le había proporcionado la mujer anónima, llevaba más de dos días en ayunas. Por fortuna para él, esta última cuestión se resolvió en cuanto encontró una casa de comidas. Con el plato de guiso por delante empezó a planteárselo y al llegar las sardinas a la mesa, la balanza se acabó de inclinar. El flan le trajo la certeza: sus afanes investigadores no tendrían de momento más remedio que pasar a un plano secundario. En el instante más inesperado, mágicamente casi, se le había cruzado por delante de la vida algo que le apremiaba mucho más.
Regresó al hostal dispuesto a echarse un rato a la espera de que le hicieran efecto los remedios que ella le había ofrecido. Le vendría bien, tenía otra vez frío, sentía flojera en las piernas y notaba que, ya sin la virulencia de los días anteriores, la fiebre no había acabado de desprenderse de él. Se acostó vestido pensando en ella con la determinación de intentar recuperar el contacto en cuanto hubiera logrado descansar. Pero cayó en un sueño tan espeso que cuando se despertó, desorientado y con la cabeza embotada, eran ya las nueve y cuarto de la noche. Salió apresurado de su habitación poniéndose la chaqueta a la vez que bajaba los escalones de tres en tres, maldiciendo su desatino con sonoros fuck, fuck, fuck, y peinándose con los dedos mientras salía del hostal y recorría las aceras a grandes zancadas en busca de su objetivo. Los escasos viandantes se dirigían ya con prisa a sus casas para cenar en familia, las calles estaban casi vacías, todas las tiendas cerradas. En breve confirmó lo que se temía. La farmacia Carranza también.
Acometió la mañana siguiente con la decisión firme de concentrarse en la búsqueda de la joven sin nombre. Solo el mancebo atendía a la abultada clientela cuando Daniel atravesó de nuevo el umbral de la farmacia. Aguantó con paciencia su turno mientras desde la rebotica sonaba machacona la retransmisión radiofónica del sorteo de la Lotería del Niño y escuchaba a los parroquianos anticipando en qué gastarían el premio que nunca les iba a tocar. Dos mil cuatrocientos quince: tres miiiiil pesetas. Trece mil seiscientos cuarenta y uno: tres miiiiil pesetas…
—Usted me dirá, caballero…
—Aspirinas, por favor.
Aunque no las necesitaba, confiaba en que, junto con el ácido acetilsalicílico, el tal Gregorio le dispensara también alguna pista sobre su compañera de trabajo. Para su frustración, sin embargo, no obtuvo nada más que el pequeño paquete de medicamentos envuelto con maña en papel.
—Ocho cincuenta, por ser usted.
—¿Cómo?
No acabó de entender la broma, por un momento pensó que tal vez el dependiente quería transmitirle algo en particular por su condición de cliente del día anterior. O por ser extranjero. O, mejor todavía, por alguna otra razón que tal vez tuviera que ver con la chica ausente. Pero erró. El mancebo no le estaba dando ningún trato personalizado, sino repitiendo por enésima vez lo que él consideraba una apostilla la mar de ingeniosa.
—Ocho cincuenta, señor. Un durito, tres pesetas y cincuenta céntimos. Cosa barata. Y para usted, doña Esperanza, lo de siempre, ¿no? Dos cajas de supositorios laxantes y el agua de Carabaña.
Mientras volvía a ralentizar disimuladamente el pago igual que hiciera con ella, Daniel notó que la oportunidad de preguntar por su paradero se le escapaba como el agua entre los dedos a medida que Gregorio se desentendía de él y se concentraba con diligencia en otros clientes. Ahora o nunca, pensó.
—¿No está hoy la señorita? —se aventuró a preguntar por fin señalando con un gesto la rebotica.
A grandes voces, como si Daniel no solo fuera extranjero, sino también sordo, el mancebo proclamó a los cuatro vientos:
—¡No, no! ¡La señorita hoy no está! ¡Está de compras! ¡Los Reyes, los Reyes Magos! ¡Esta noche llegan los Reyes!
Y entonando a gritos Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén… maniobró con maña la caja registradora mientras al fondo se oía a los niños de San Ildefonso coreando eufóricos el tercer premio que acababa de salir del bombo.
En pos de ella callejeó sin rumbo el resto de la mañana, variando constantemente la dirección de sus pasos, barriendo con la mirada los rincones y los grupos de amigas, las entradas de los comercios y las terrazas de los cafés. Pero la zona de trasiego comercial era limitada y, tras unas cuantas vueltas, se vio recorriendo las mismas calles una y otra vez sin dar con su objetivo. A la una y media todos los establecimientos se prepararon para el cierre de mediodía: los dependientes comenzaron a bajar las persianas metálicas con largos ganchos de hierro, las señoras miraron de pronto sus relojes entre exclamaciones de alarma y el ajetreo se empezó a diluir poco a poco.
Y entonces la vio. La vio al fin, airosa como un junco, con sus rizos rebeldes escapando una vez más del pasador que intentaba sujetarlos en la nuca, envuelta en una gabardina beige anudada con firmeza a la brevedad de su cintura. Caminaba parapetada entre dos señoras de aspecto elegante que le doblaban la edad y que parecían quitarse la palabra la una a la otra sumidas en ágil conversación. Hasta que ella reparó en él. En el americano guapo y griposo al que había atendido en la farmacia el día anterior, en el estudiante que aspiraba al extravagante oficio de enseñar literatura española en una universidad de su lejano país. Y, por segunda vez en su vida, el resuelto Daniel Carter no supo qué hacer.
Aquel hombre precozmente independiente que, a pesar de su juventud, había corrido ya más mundo que muchos otros en toda su existencia, que había sido capaz de ganarse su propio sustento trabajando hombro con hombro con rudos obreros industriales, que había leído a todos los clásicos españoles y pateado en solitario los caminos polvorientos de aquella patria extraña, quedó desarmado al verla acercarse hasta él.
—Espero que las medicinas le hayan hecho efecto.
Nunca fue capaz de recordar qué respondió, quizá alguna trivialidad plagada de incoherencias gramaticales y errores de pronunciación. Solo se dio cuenta de que el encuentro había terminado al ver su espalda desvanecerse entre la gente. No averiguó nada más sobre ella, volvió a perderla sin saber su nombre. Pero el recuerdo de su rostro y de su voz lo acompañó a lo largo del almuerzo y ni un momento se la pudo apartar de la mente durante el inútil amago de lectura desconcentrada al que dedicó las primeras horas de la tarde, tumbado como un preso en su cama estrecha del hostal, sintiéndose frágil como nunca, sin tener qué hacer ni adónde ir, ni con quién compartir lo que le estaba quemando por dentro.
Cuando intuyó que la vida volvía a llenar las calles tras la larga parada que las familias españolas dedicaban a la comida de mediodía, se dispuso a salir. Aún no sabía que aquella tarde Melchor, Gaspar y Baltasar, en su milagro anual de multilocación, estaban a punto de recorrer simultáneamente cientos de pueblos y ciudades en las cuatro esquinas del mapa.
Aquel inesperado acontecimiento de bullanga callejera maravilló a Daniel una vez más. Tanto que, por unos minutos, fue capaz de apartar de su cabeza a la joven de la farmacia para concentrarse en el espectáculo, observando fascinado las reacciones de los chiquillos y las suntuosas indumentarias de los de Oriente y sus séquitos. El olvido duró poco, en cualquier caso. El azar quiso que su imagen, de improviso, emergiera sin buscarla entre la gente.
Estaban en aceras opuestas, pero casi frente a frente, mientras la cabalgata discurría entre ambos arropada por gritos y aplausos. Ella llevaba la misma gabardina que aquella mañana; una bufanda verde alrededor de su cuello largo fue el único cambio que él percibió. Reía y hablaba con alguien a su lado, alguien que hizo que las ilusiones de Daniel se desmoronaran de pronto como un castillo de papel soplado por la brisa. Un hombre joven, con pelo muy corto y rostro moreno, que sonreía asintiendo con la cabeza mientras ella le decía algo agarrada a su brazo con confianza. Posiblemente fuera su novio. Quizá su marido. Probablemente militar, quizá marino. O eso, al menos, supuso él.
El interés de Daniel por todo lo que le rodeaba se desvaneció de pronto como una pompa de jabón. Los niños que aplaudían entusiasmados dejaron de parecerle criaturas deliciosas y se transmutaron en pequeños diablos gritones. Los majestuosos atuendos de los Reyes y sus pajes se le antojaron de repente groseramente ostentosos para aquel país tan necesitado de muchas otras cosas. Para colmo, a Baltasar se le estaba corriendo el betún que le cubría la cara y a Gaspar se le había ladeado la barba postiza.
Sintió un repentino golpe de calor, le pareció que la fiebre se le disparaba. Sofocado, decidió marcharse: volver al hostal, huir de aquel tumulto estruendoso que ahora le resultaba insoportable. Pero no pudo hacerlo con la premura que pretendía porque se dio cuenta de que estaba inmovilizado entre la gente, aprisionado entre la masa apelotonada que, ajena al derrumbe de sus pobres ilusiones, seguía disfrutando al paso del cortejo. Y entonces, mientras se esforzaba por hallar la forma de escapar de allí, ella reparó en su presencia y desde la acera de enfrente le envió un saludo. Con la mano, abriéndola y cerrándola repetidamente, segura, cordial. Él respondió con torpeza, copiando el gesto a la vez que marcaba una sonrisa ortopédica, y escondía unas ganas inmensas de no haber aparecido nunca por aquella ciudad en la que todo le estaba resultando endiabladamente complejo. Logró al cabo abrirse paso entre la muchedumbre casi a empujones, pero antes de volatilizarse no pudo evitar volver la vista a ellos por última vez. Y comprobó que le observaban. Y que hablaban. No le cupo duda de que lo hacían sobre él.
En la habitación seguían retumbando los tambores de la maldita cabalgata. Quiso leer, pero no pudo concentrarse. Quiso dormir, pero no llegó el sueño. Permaneció tumbado un rato infinito, con los brazos doblados tras la cabeza, la boca cerrada en un rictus adusto y la mirada fija en una gotera informe del techo. Ofuscado, abatido. Cuando la irritación se convirtió en un fastidio más soportable y consiguió analizar la situación con serenidad, por fin asumió que nunca había tenido demasiados números para esa tómbola.
Aquello había sido un sinsentido desde el principio. Suponerla accesible, nada más que una mera ilusión. Y una fanfarronería imaginar que tras su simpatía, tras su sonrisa y el brillo de sus ojos, se agazapara algo más que la simple cortesía hacia el forastero desorientado.
Una vez que logró medio engañarse con el convencimiento de que nunca había existido la posibilidad factible de nada, finalmente pudo retornar a las cuestiones más mundanas y notó una sensación de hambre tremenda. Aunque la cabalgata había acabado hacía un buen rato, le faltó ánimo para volver a salir a las calles desiertas en las que aún quedaría el rastro triste de la bulla extinguida. Bajó a recepción con la esperanza de que la mujer de la noche de la fiebre pudiera prepararle otro bocadillo. Las penas con pan son menos, solía decir la señora Antonia rescatando la frase de su catálogo infinito de refranes de pueblo. A ver si era verdad.
No encontró a quien buscaba, pero sí volvió a ver al conserje del primer día, abducido de nuevo por la lectura. Transitaba esta vez por el desierto de Arizona sin saber aún si el gobernador acabaría o no sentenciando a los cuatreros. Nacidos para la horca, leyó Daniel de refilón en la portada.
—¿Interesante? —preguntó. Por preguntar. En el fondo, le daba exactamente lo mismo el contenido de aquella novelucha.
—Pssse. Me ha gustado más Plomo en el pecho, dónde va a parar. Y El cobarde de Syracusa, ni le cuento. Por aquí abajo las tengo… —dijo quedando momentáneamente oculto tras el mostrador. Emergió en breve con un par de librejos resobados en la mano—. Si quiere le presto alguna para que eche usted la noche, hasta mañana no tengo que devolverlas en el kiosco.
Había visto en el cine montones de westerns, pero jamás había leído una novela del Oeste. Ni siquiera las de su legendario compatriota Zane Grey. Mal asunto sería empezar a aficionarse con las escritas por un español, a saber qué disparates narrarían.
—¿Qué, se queda con alguna, amigo? —insistió el recepcionista—. Si le digo la verdad, las dos valen la pena. Y si no le gustan estas, mañana si quiere le traigo otras cuantas de El Coyote, que tengo por ahí un montón de ellas desde hace años. Esas son de California y los personajes parecen españoles, no sé yo si a usted…
—No se preocupe, muchas gracias. En la maleta traigo mis libros.
No mentía, le aguardaban varias lecturas pendientes. Cosas más serias, más esenciales para su carrera. Jaramas entre visillos, colmenas y vientos solanos. Obras de autores españoles contemporáneos a los que estaba empezando a conocer.
—Pues usted verá, pero para mí que no va a encontrar otra cosa mejor que esto. Venga, quédese una, hombre…
La conversación se vio interrumpida por la llegada del ángel anónimo que le había socorrido en su calentura. En zapatillas, rondando la cincuentena y con un delantal a cuadros.
—Que digo yo, Modesto, que si vas a hacer tú el turno de noche hoy, o si va a venir por fin tu primo Fulgencio.
—Pues no lo sé, Catalina, no me ha avisado todavía.
—Es por ir preparando ya la cena o esperarme un rato. Sopa de fideos y escabeche de estornino tengo, ¿quiere que le suba a usted un plato también a su cuarto, hijo? —preguntó entonces dirigiéndose a Daniel, todavía acodado en el mostrador—. Se está poniendo muy fea la noche, así no tiene usted que volver a echarse a la calle. Y le vendrá bien, que lo veo muy chupado, con esas fiebres que ha tenido y tanto trajinar para arriba y para abajo, que no para usted quieto un rato, a ver si se va usted a poner malo otra vez. Ahora le aparto yo a usted un poquico de lo nuestro, que donde comen dos comen tres.
—Espérate, Catalina, que antes tiene que elegir una novela. ¿Por cuál se decide, amigo?
Plomo en el cuerpo fue el precio que tuvo que pagar por la cena.
Había pensado dedicar la jornada siguiente a la búsqueda de datos que le abrieran los ojos a la retaguardia de Sender al escribir su novela. Antes de acostarse repasó por encima sus notas sobre lugares y personajes. La taberna de la Turquesa en el Molinete, Paco el de la Tadea en Escombreras, Milagritos con su cuerpo de jaca y su aire populachero, gente de papas y aladroques, el fuerte de Galeras. Todo aquello de repente parecía haberle dejado de interesar y, aunque se hizo el firme propósito de esforzarse en su trabajo, decidió también que, como las cosas siguieran igual de oscuras, regresaría a Madrid un día después.
A punto de dormirse, añadió una última resolución a su lista: no volver a evocar el recuerdo de la joven de la farmacia. Pensándolo bien, tampoco ella era para tanto. Sus zancadas al caminar resultaban excesivamente enérgicas, su estatura un tanto desbordada para la talla media de las mujeres de su edad. Y aquel pelo suyo, tan rebelde, resultaba demasiado llamativo en comparación con las melenas morenas y bien peinadas que solían llevar las españolas. Por su vida habían pasado antes y habrían de pasar después, se dijo, mujeres más hermosas, más accesibles, menos remotas. Cayó en el sueño convencido de que su interés por la chica de la Muralla había muerto definitivamente. Para siempre, se propuso con firmeza. Apenas media hora después, soñaba que hundía los dedos en los rizos pajizos de su nuca y, atrayéndola hacia sí, la besaba en su boca grande y dulce como un pozo de miel sin fin.
Amaneció el día siguiente lloviendo a cántaros y no paró de jarrear hasta la noche. Un día triste, oscuro, de calles vacías y establecimientos con las persianas bajadas. De cielo de plomo y charcos en los que chapoteaba la melancolía. Lejos de achantarse, se lanzó a la calle armado con un paraguas propiedad de Catalina al que faltaban dos varillas y con su copia manoseada de Míster Witt en el Cantón. Forrada todavía con papel de periódico, no fuera a encontrarse con algún problema paseando el nombre del autor exiliado a la vista de cualquiera. Su difuso objetivo era hallar alguna pista sobre qué pudo inspirar a Sender para crear el personaje del viejo ingeniero inglés que el escritor ubicara en la Cartagena insurrecta de la Primera República. O sobre los hechos que entonces acontecieron. O sobre los personajes y escenarios que trufaban las páginas de su novela. Pero nadie pudo darle razón porque apenas a nadie solvente pudo encontrar en aquel día de aguacero, juguetes y familias reunidas. Y nada halló, como ya esperaba, tampoco a su paso. Ni el nombre de una calle, ni una minúscula placa conmemorativa, ni la portada del libro en el escaparate de ninguna librería. Y para colmo, la biblioteca pública estaba cerrada.
El único que pareció arrojar algo de luz ante tan penosa ausencia fue un parroquiano entrado en años con aspecto de llevar encima unos cuantos copazos de más. En una taberna de la calle Cuatro Santos, le aclaró que Sender era un rojo malnacido y que su nombre no se mentaba en aquella patria de paz y orden que había traído el Caudillo. Y, para rematar su discurso, se alzó tambaleante y se marcó un sonoro arriba España. El taconazo que acompañó a tan patriótico saludo a punto estuvo de hacerle caer de espaldas si Daniel no lo hubiera llegado a sujetar.
Regresó al hostal empapado y con el humor tan negro como el día. Dejó pasar la tarde absorto en otra sesuda sesión de contemplación de las manchas del techo y después comenzó una carta para el profesor Fontana que no pasó del encabezamiento. A eso de las siete bajó a recepción y echó un vistazo a la prensa local. Un anuncio informaba de que aquella tarde en el cine Central estrenaban El príncipe y la corista. En Cinemascope y Technicolor. Si se daba prisa, llegaría a la sesión de las siete y media. Así se distraería un poco. Aunque fuera oyendo a Marilyn Monroe y Laurence Olivier flirteando en español.
A la vuelta preparó la maleta; volvería a Madrid al día siguiente pese a todo. Sin haber conseguido ni un solo dato interesante para su trabajo y sin intención de darse ni una oportunidad más. Y con la imagen de la chica de la farmacia aún fresca en la mente a pesar de los esfuerzos por arrancársela. Para compensar lo primero, ya tendría ocasión de consultar otros recursos en la Biblioteca Nacional. Lo segundo lo iría desvaneciendo el tiempo.
A fin de evitar contingencias similares a las del viaje de ida, en la estación sacó sin dudarlo un billete de primera clase para el regreso. Tiempo habría de buscar más esencia racial; de momento, lo único que le interesaba era largarse de allí. Cuanto antes, mejor.
Aunque el tren estaba ya dispuesto para su salida, prefirió no subir antes de tiempo y dedicarse a contemplar el trasiego de gentes y bártulos desde un banco del andén. Sin rastro ya de la lluvia del día anterior, se sentó a saborear en la piel el último sol mediterráneo de aquella tierra a la que no tenía intención de volver jamás.
Le gustaban las estaciones de ferrocarril y sus rutinas, le entretenía especular sobre la vida de los viajeros y sus destinos, las razones que los impulsaban a ir y venir. Algunas costumbres de los españoles le resultaban particularmente llamativas, como aquella tendencia a desplazar a los andenes a varias generaciones de familias enteras para despedir o recibir a alguno de sus miembros.
Contemplaba el ambiente con el ánimo crecido ante la inminencia de su marcha mientras a su espalda, desde la puerta abierta de la cantina, entre el ruido de los platos y los vasos al chocar, sonaba la radio. Olé, olé, te mueves mejor que las olas y tienes la gracia del cielo, la noche en tu pelo, mujer española… El cadencioso ritmo mañanero se le metió sin darse cuenta en los huesos y casi inconscientemente comenzó a marcar el compás con la suela del zapato mientras seguía enfrascado en sus pensamientos. Olé, olé, tus ojos son tan pintureros que cuando los miro de cerca, prendido en su embrujo, soy su prisionero… Ya no le quedaba duda de que en poco tiempo aquella ciudad caería al fondo de la zanja menos accesible de su memoria. Olé, olé, envidia te tienen las flores, que llevas esencia en tu entraña del aire de España, María Dolores. Tan pronto como el tren se alejara de aquella tierra, atrás quedaría tan solo el leve recuerdo de un personaje literario cuyo rastro no encontró y el de una mujer que le atrajo momentáneamente y de la que nunca supo siquiera cómo se llamaba. Olé, olé, olé, por linda y graciosa te quiero… Hasta que el movimiento machacón de su pie se paró en seco, truncado en el tránsito de una nota a otra, dejando a Jorge Sepúlveda liquidar la canción desde la radio de la cantina ya sin su acompañamiento. Y en vez de decirte un piropo, María Dolores, te canto un bolero…
Una elegante pareja de mediana edad, una anciana de aspecto distinguido y tres muchachos acababan de entrar en el andén a la carrera, cargados de prisa y maletas. Instintivamente, sin pararse a pensar por qué, abrió uno de los periódicos que acababa de comprar y se ocultó tras él. Por el flanco derecho, sin embargo, no los dejó de observar.
Acompañaban todos ellos a una joven de melena pajiza que volvía a la Universidad de Madrid tras la Navidad para terminar su último curso de la carrera de Farmacia. Los vio intercambiar besos y abrazos que se intensificaron al llegar el turno del hermano mayor, un joven teniente de aviación con pelo muy corto y rostro tostado a quien esperaba en breve el regreso a su destino en Canarias.
Aguardó al último segundo para subir de un salto al vagón. A través de la ventanilla contempló cómo la familia se iba empequeñeciendo en la distancia, apiñados, palpando ya la ausencia mientras agitaban unos brazos en los que apenas quedaba brío.
La chica, entretanto, se esforzaba por frenar una lágrima tozuda que llevaba ya un buen rato amenazando con echar a rodar. Para evitar que se saliera con la suya, se concentró en organizar el equipaje. Una gran maleta, un bolso de viaje, el abrigo azul del primer día…
—¿Te puedo ayudar? —oyó ella a su espalda.
Lo recibió otra vez con su sonrisa gloriosa y aquellos ojos grises que brillaban como el mar frente a su balcón en las mañanas de invierno. Por fin él averiguó las seis letras de su nombre.