Atravesar en tren la Península desde la capital era, a finales de los años cincuenta, una aventura heroica que Daniel Carter vivió desde su asiento de tercera clase como un espectador privilegiado en palco de honor. A la hora de sacar el billete en la estación de Atocha, dudó sobre la categoría en la que viajar. Aunque en su país probablemente no se hubiera podido permitir elegir entre una u otra clase tan a la ligera, los menguados precios de su nación de acogida le permitían considerar todas las opciones sin gran menoscabo para su bolsillo. Primera, pensó, prometía un viaje cómodo pero carente de sabor. Segunda, ni gran confort ni nuevas experiencias. Se decidió finalmente por tercera, un paso más en su ansia por conocer a fondo la verdadera esencia del pueblo español. Y vaya si encontró esencia. A manos llenas.
Las locomotoras de carbón seguían siendo el alma de los ferrocarriles nacionales, un alma renqueante para la que el cumplimiento de los horarios era una mera ilusión dependiente del paso entrecruzado de docenas de correos y mercancías. En los vagones con asientos de listones de madera, el invierno se soportaba mal que bien con la calefacción que generaban los cuerpos amontonados. El chacachá de la marcha era sustituido en incontables paradas por los martillazos en las ruedas y por el rellenado de las calderas y el chirrido de maniobras interminables cada dos por tres. Por las ventanillas entraban y salían montones de maletas de madera, cajas de cartón atadas con cuerdas, petates militares y fardos envueltos en tela que contenía sabía Dios qué. Hasta un par de gallinas y un colchón enrollado vio que pasaban entre un padre y un hijo en La Roda.
Le maravillaron los andenes convertidos en mercados provisionales en los que, según la localidad, se anunciaban tortas de Alcázar, navajas de Albacete o papeletas para la rifa de un jamón. Y más aún le fascinó, en ausencia de servicio de restaurante, el sube y baja de aquellos canastos de los que, acompañados siempre por un solidario ¿ustedes gustan?, emergían hogazas de pan y tarteras de hojalata rebosantes de tajadas de tocino entreverado. Las botas de vino iban de mano en mano mientras, con mordiscos feroces, los viajeros devoraban bocadillos de sardinas grandes como torpedos envueltos en papel de periódico, un cóctel de aceite con noticias que desparramaba manchas igual de negras que la carbonilla. Eche un trago, amigo, insistían al americano. Pruebe usted este choricillo, coja un cacho de morcilla, que es de nuestra matanza, verá qué rica está. A nada ni a nadie dijo Daniel no.
El humo denso de los Celtas cortos y del tabaco de picadura se amasaba a lo largo de kilómetros eternos con el llanto de niños de pecho, los suspiros de viejas en luto eterno y un espeso olor a pies. Por el aire planeaban charlas entre desconocidos en las que se mezclaban pronósticos para las cosechas venideras con comentarios sobre la última corrida de Antoñete y un puñado de hazañas épicas protagonizadas por parientes que habían emigrado a Barcelona el año anterior.
A ratos, con gran esfuerzo, logró concentrarse en Míster Witt en el Cantón. Bien forrado, para que no hubiera problemas. Lo había leído en Pittsburgh el invierno anterior, pero ahora necesitaba entresacar algunos datos. En la medida en que la incomodidad del entorno se lo permitía, se esforzó por subrayar a lápiz escenarios, pasajes y nombres entre las páginas de aquella novela sobre el afán independentista y revolucionario de la ciudad a la que se encaminaba. Veintitrés días, según le había contado Fontana, fue lo que Sender tardó en escribir con su prosa ágil las aventuras y desventuras de la Cartagena insurrecta de la Primera República.
Dos policías de paisano se pasearon por el vagón unas cuantas veces. A medida que pedían documentación a cara de perro, el volumen de las conversaciones descendía mansamente y los ojos de los viajeros se concentraban en el suelo sin una sola protesta. Pasado el trámite, la viveza de la palabra volvía a prender mientras algunos pasajeros cruzaban miradas rápidas o disimulaban un suspiro de alivio. Hasta que el sueño empezó a contagiarse y, mientras alguno se echaba en el suelo para roncar a pierna suelta, otros comenzaban a dar cabezadas a trompicones sobre el hombro del vecino.
En Chinchilla salió a estirarse y a respirar un poco de aire fresco, un aire que resultó ser un relente helador nada más pisar el andén. Se refugió en la cantina y pidió con un gesto lo mismo que consumían los dos soldados que charlaban acodados en la barra: un vaso de achicoria con leche y una copa de anís Machaquito.
Hasta que por fin, por fin, por fin, llegó a su destino. Y para su sorpresa, la ciudad que encontró al término de aquel viaje perpetuo en nada le resultó parecida inicialmente a otras que había conocido en el interior de España. O quizá tuvo esa sensación por ser aquel su primer contacto con la luz invernal del Mediterráneo. O tal vez porque el cansancio acumulado en el tren había alterado su sentido de la percepción. En cualquier caso, en ella se adentró dispuesto a abrir un nuevo capítulo en su deambular ibérico.
Era domingo y la gente vestía de domingo, inmersa en las rutinas del día grande de la semana. Saliendo de misa, tomando el aperitivo, eligiendo pasteles en La Royal. Se dejó aconsejar por un par de señoras a las que abordó en plena calle. ¿Un sitio para dormir? Aquí mismo, en el hostal de la calle del Duque. Céntrico y aseado, para qué va usted a buscar más. Por el módico precio de setenta y cinco pesetas diarias tomó una habitación en principio para tres noches. Al cargar la maleta escaleras arriba notó punzadas de dolor en la cabeza y una somnolencia un tanto gruesa, pero achacó su malestar al cansancio y al frío que aún llevaba agarrado a los huesos. La exigua cama del cuarto le pareció de pronto gratamente tentadora, pero no sucumbió a su canto de sirena. En vez de acostarse como el cuerpo le pedía a gritos, se armó como pudo de energía y salió de nuevo al exterior. No se encontraba bien y era consciente de ello, pero su obstinado empuje por no perderse nada le impulsó a recorrer las calles, a vagar sin rumbo definido.
Tardó poco en encontrarse en una calle peatonal. Larga, estrecha y flanqueada por terrazas, su final se abría en una plaza que, como en todos los centros de todas las ciudades que pateó, se llamaba del Caudillo. Más adelante se intuía el puerto, pero no pudo llegar hasta él. Iba notando que sus fuerzas menguaban progresivamente, tenía la boca seca y en las sienes le retumbaban los ruidos de la calle y las voces de la gente. Decidió entonces desandar sus pasos, regresar a la concurrida calle Mayor, entrar a tomar algo en uno de sus cafés. Ni se percató de que el establecimiento que eligió al azar parecía por su nombre estar predestinado a recibirle con generosa hospitalidad. Bar Americano.
—Un vaso de agua, por favor.
—¿Cómo ha dicho?
El camarero de pajarita y calva reluciente le había entendido a la primera, pero prefirió pensárselo antes de servirle. La presencia de aquel grandullón despeinado y con la ropa arrugada había despertado una reacción poco complaciente en el local. Entre vermuts con aceituna y platitos de almendras, la clientela endomingada le recibió con ojeadas de desaprobación, murmullos suspicaces y ni un ápice de simpatía.
—Un vaso de agua, por favor —repitió—. O de seltz…
Sin percibir las miradas ni los comentarios y con la capacidad de reacción notablemente mermada, Daniel permaneció unos segundos inmóvil, a la espera de que le pusieran delante cualquier líquido que aliviara la sequedad de su garganta. Pero lo único que recibió fue un toque en la espalda, como si alguien le llamara la atención.
—Creo que se ha equivocado de establecimiento, amigo.
—¿Perdón?
Al girarse se encontró con un individuo de fino bigotito pulcramente trajeado. Le llegaba, como mucho, a la altura del hombro.
—Este es un negocio de gente de bien. Márchese, haga el favor.
—Solo quiero beber un vaso de agua —aclaró. Y volviendo la vista al camarero, insistió por tercera vez en su empeño de ser atendido—. O una Coca-Cola, si es posible…
—El agua, para las ranas. Y las Coca-Colas se las toma usted en su tierra. Salga de aquí inmediatamente. Andando, que es gerundio —insistió el valedor de la virtud.
Daniel se esforzó por explicar de nuevo sus simples intenciones a aquel señor cuyo rostro, voz y bigote se distorsionaban ante sus ojos y oídos cada vez más. Sus palabras, pastosas e incongruentes, lejos de aclarar nada, solo sirvieron para reafirmar la presuposición inicial de casi todos los presentes: aquel desaliñado forastero andaba ya como una cuba. Y apenas era mediodía.
Lo siguiente fue agarrarle del brazo.
—¡Que se largue de una vez, leche! ¡Que este no es sitio para mamarrachos como usted!
Probablemente el español de Daniel resultara grumoso y difícil de comprender, tal vez lo mezclara con el inglés sin advertirlo.
—Suélteme, señor, por favor. Please, sir, please…
A la vista de que el aguerrido bienhechor no cejaba en su empeño, Daniel, aturdido como estaba, impuso una inconsciente brusquedad en su intento por zafarse de él. Tanto que a punto estuvo de mandarlo al suelo.
A modo de refuerzo ante la reacción aparentemente temeraria del forastero, unos cuantos espontáneos se despojaron apresurados de sus chaquetas dispuestos a neutralizarle. El rifirrafe fue rápido y en menos de un par de minutos el muchacho, desconcertado y tambaleante, estaba de nuevo en lo ancho de la calle Mayor. Expuesto a las miradas indiscretas de los viandantes, con los faldones de la camisa colgando fuera del pantalón, el pelo revuelto y una manga medio arrancada a la altura del hombro.
«¡Miserables! ¿De veras van a atreverse? ¡Si quieren pelea, la tendrán! ¡Michael O’Reilly no ha retrocedido nunca!» Al percibir la llegada del huésped, el recepcionista ni siquiera se molestó en levantar la vista de la novela de a duro de Marcial Lafuente Estefanía que le mantenía absorto. Sin mirarle, tan solo le tendió la llave de su cuarto y se limitó a chasquear la lengua y a mover la cabeza con gesto de resignación; después se mojó el pulgar con saliva para pasar la página de Incendiarios en Oklahoma. Como para frenar la lectura por uno de tantos viajeros estrafalarios que a diario llegaban a aquel puerto, debió de pensar. Y menos en ese preciso momento, cuando el sheriff del condado estaba a punto de meter un cargamento de plomo en el cuerpo de los dos forajidos que amenazaban con armar jaleo en el saloon.
Treinta horas pasó en su austera habitación, acostado entre sábanas revueltas. A ratos sintió un frío helador, a ratos sudó como si estuviera en pleno desierto. Alguna vez recobró la consciencia, se levantó de la cama y con paso vacilante se acercó ansioso a beber agua al lavabo que había dentro del cuarto. Esa fue su única ingesta. Hasta que en la tarde del segundo día, alguien llamó a su puerta. Primero de manera discreta. Después, insistentemente. Daniel articuló con esfuerzo un flojo ¡adelante! y una cabeza femenina se asomó entonces con la preocupación dibujada en el rostro. No supo quién era, si la dueña del hostal, o quizá una empleada, o un ángel con mandil mandado desde el cielo. El caso fue que aquella alma caritativa, alarmada ante la ausencia de sonidos por parte del huésped, le recompuso la cama con sábanas limpias y una manta extra, y le llevó un par de pastillas de Okal, un vaso de leche caliente y un recio bocadillo de tortilla a la francesa que a él, ya algo más entonado, le supo a gloria bendita.
Aquella noche consiguió dormir con cierto sosiego y no volvió a tener temblores ni pesadillas. Al día siguiente, bien entrada la mañana, pudo reunir las fuerzas suficientes como para levantarse y, aun con lentitud, ducharse, afeitarse, vestirse y salir a la calle. Entre los sudores y la frugalidad alimentaria había perdido un par de kilos y cualquier resto de memoria de la bronca del Bar Americano.
La ciudad le recibió con un sol amistoso. Le tentaron las fachadas modernistas con sus caprichosos balcones de hierro, los miradores blancos que salpicaban numerosos edificios y las calles llenas de gente; le sedujo la luz y el olor a mar. Pero prefirió no despistarse y centrarse en su objetivo: encontrar una farmacia. Sabía que aquello no había sido más que un inoportuno proceso gripal y que no necesitaba un médico, pero aún se sentía débil y era consciente de que estaba expuesto a la recaída. Lo primero que debía hacer para evitarlo era, por tanto, encontrar un remedio infalible para no volver a verse postrado en su triste habitación. Siguiendo las indicaciones del conserje, en un par de minutos halló lo que buscaba.
La farmacia del licenciado Carranza estaba a punto de cerrar para la prolongada pausa del mediodía. El propietario se había marchado un buen rato antes a fin de pasarse por el casino a echar un ojo al periódico y tomar el aperitivo antes de volver a casa para comer, no fueran a perderse las buenas costumbres. Cuando Daniel empujó la puerta, el mancebo cetrino y cuarentón se estaba ya desabrochando la bata blanca, ansioso por encararse al arroz con conejo que su madre le tenía prometido desde la noche anterior. Intentó disuadir al joven extranjero de que entrara, estamos cerrando, señor, vuelva usted por la tarde si no es mucha molestia. La insistencia de Daniel fue firme. Ni loco estaba dispuesto a salir de allí sin un arsenal de medicinas. El tira y afloja que se estableció entre ambos solo terminó cuando desde la rebotica se oyó una voz de mujer.
—¡Váyase ya, Gregorio, no se preocupe, que cierro yo!
Aunque satisfactoria para su estómago de tragaldabas, aquella propuesta no pareció convencer al mancebo. La idea de abandonar la farmacia dejando a un forastero dentro no acababa de entusiasmarle, y todavía invirtió unos segundos en tomar su decisión. La gula, no obstante, se impuso finalmente a cualquier otra cuita y el tal Gregorio, tras mirar de arriba abajo repetidamente al recién llegado como intentando calibrar su grado de decencia, se despidió de la voz del interior con un hasta la tarde cargado de prisa.
La farmacia olía reconfortante, anticipando los remedios que él necesitaba encontrar. Todo en ella transmitía sosiego y bienestar. El mostrador de mármol frente a la puerta presidido por una caja registradora centenaria. El arco amplio que daba paso a la rebotica. El suelo de losas blancas y negras simulando un gran tablero de ajedrez. A la espera de ser atendido, mató el tiempo contemplando los tarros de cerámica que llenaban los armarios acristalados, intentando descifrar el latín de sus inscripciones.
Cuando sonó de nuevo la voz oculta, su cercanía le desarmó.
—Perdóneme, por favor, es que estaba desembalando un pedido…
Desprendió rápidamente la atención de los latines, volvió la cabeza, la buscó. Y, apenas a tres metros, la encontró. Con los pómulos encendidos por el esfuerzo previo mientras con movimientos ágiles intentaba poner orden en los rizos desatados de una melena pajiza. Diferente a una farmacéutica convencional, diferente a sus compañeras de aulas y pasillos. Diferente a cualquier mujer con la que hasta entonces se hubiera cruzado en la vida.
—Si me dice en qué puedo ayudarle…
Hablaba con los brazos aún alzados, afanándose por domar sus mechones rebeldes mientras esperaba a que él se arrancara. Su boca grande, entretanto, sonreía con una mezcla de simpatía y sorpresa ante la perspectiva de concluir la mañana atendiendo a alguien tan distinto a los clientes de siempre.
—Creo que tengo un gripe —logró decir por fin.
—¿Una gripe? —preguntó ella extendiendo involuntariamente la sonrisa ante el error.
—Una gripe, perdón.
Todavía le costaba trabajo asignar el género correcto a algunas palabras del español. Y más aún en su condición de convaleciente medio febril. Y más aún ante la presencia más adorablemente desgreñada que nunca había sospechado que llegaría a contemplar.
La escuchó en silencio mientras ella le recomendaba distintos medicamentos para atajar los coletazos de su malestar. La oyó después hablar sobre la forma traicionera en la que aquel clima engañaba constantemente a los forasteros que tendían a creer que junto al Mediterráneo todo era pura bonanza. Mudo, absorto, pasmado, se dejó aconsejar con la fe de un catecúmeno y ni siquiera un segundo fue capaz de separar su vista de ella mientras sus manos rebuscaban entre armarios y cajones con agilidad gatuna y disponían los medicamentos sobre el mármol blanco del mostrador.
Hasta que las instrucciones sobre las dosis y frecuencias de las tomas llegaron a su fin y él no tuvo más opción que disponerse a pagar la cuenta. Y a la vez que contaba el dinero, su cabeza, turbia todavía, se esforzó por encontrar una excusa para prolongar su estancia, para no marcharse, para no perder de vista ni la melena desastrada, ni los ojos grises, ni los dedos largos de la inesperada proveedora de su bienestar. Pero su mente embotada parecía negarse a proporcionarle recursos mientras él ralentizaba sus movimientos y se demoraba en ordenar con toda la calma del mundo los billetes del cambio en la cartera, en meterse esta después con lentitud en el bolsillo de la chaqueta, en simular más tarde un cambio de idea para guardarla entonces en el pantalón.
Hasta que no tuvo nada más que hacer. Ni cambio que ordenar, ni cartera que guardar, ni palabras que decir. Agarrar su paquete y marcharse. No había opción a más.
—Ha sido usted muy amable, muchas gracias —fue la fórmula cortés de despedida, sin margen en su mente revuelta para mayor naturalidad.
—No hay de qué —dijo ella tendiéndole el paquete. A él le pareció que, durante la mitad de la mitad de un segundo, sus dedos llegaron a rozarse—. Cuídese. Y abríguese bien.
Asintió, con las medicinas envueltas en papel de seda en una mano y una sensación extraña agarrada a un sitio impreciso de sus tripas. Las baldosas blancas y negras acogieron sus zancadas hacia la salida, creyó notar la mirada de ella clavándosele en la espalda. Al tirar de la barra de latón bruñido, el cristal de la puerta tintineó. A un paso, la calle. Y en la calle, la gente. Gente anónima, gente en masa entre la que probablemente nunca volviera a encontrar el rostro que estaba a punto de dejar atrás.
Hasta que su voz le paró.
—¿Es usted militar de la base americana?
La puerta volvió al dintel, dejó el cristal de sonar.
—Soy norteamericano, pero no militar —dijo sin girarse, sin mirarla, sin soltar la barra aún.
Por fin se volvió. Y fugazmente, como en un chispazo vertiginoso de lucidez y anticipación, aquel breve movimiento le sirvió para intuir que, de alguna manera, nunca acabaría de irse del todo.
Posiblemente la joven ya preveía una respuesta negativa antes de hacer la pregunta, no tenía aquel extranjero pinta de militar a pesar de su porte sin tacha. Pero su pelo era demasiado largo para lo común en tal oficio, y sus posturas y gestos, aunque correctos, tenían un punto de relajación que no parecía corresponderse con las maneras castrenses. Con todo, se lo preguntó. Y él se lo aclaró.
Tras sus palabras pretendía ofrecerle algo más que unas breves pistas sobre su identidad: el deseo ansioso de que ella lo mirara como el hombre que era en su esencia y no como a un simple cliente de paso en busca de un bálsamo que le devolviera la salud. Que se estaba especializando en literatura española, le dijo. Que aspiraba a ser profesor, que había llegado a aquel puerto siguiendo el rastro de una novela…
La puerta se abrió a su espalda de pronto, impidiéndole continuar. Tres pequeños torbellinos cargados de toses y mocos entraron de pronto en la farmacia seguidos por una madre repleta de agobios.
—¡Por los pelos! ¡Ya creía que no íbamos a llegar!
La estancia se llenó de pronto de voces, los niños empezaron a perseguirse mientras la pobre señora alternaba su esfuerzo por contenerlos con la búsqueda afanosa de una receta en el bolso. Uno de ellos empujó a otro contra uno de los armarios repleto de loza, el mueble se tambaleó amenazando un vuelco. El ejecutor recibió un capón de la madre mientras la víctima exageraba aparatosamente el efecto del golpe tapándose media cara, gritando como un poseso y pataleando con furia contra el suelo.
Tras el mostrador, la chica, consciente de su incapacidad para recuperar la cercanía creada entre ambos, se encogió de hombros y lanzó a Daniel un gesto de disculpa e impotencia.
—No se preocupe —musitó él amagando una sonrisa que solo le salió a medias.
Se cruzaron las últimas palabras ajenos a la trifulca familiar, mirándose por encima de los tres pequeños cafres y su sufrida progenitora.
—Adiós —leyó en los labios de ella. Su voz, perdida entre los llantos de los niños y las reprimendas airadas de la madre, apenas le llegó a los oídos.
—Adiós —repitió él casi sin voz también.
Cuando por fin pudo reunir el coraje suficiente como para separar su mirada de aquella boca grande y aquellos ojos grises, salió de la farmacia.
Nunca la calle le había parecido tan fría.