Daniel Carter partió a finales de octubre del 58 hacia el Aragón natal de Ramón J. Sender. En la provincia de Huesca visitó el pueblo que le vio nacer, Chalamera, y aquellos lugares en que había vivido su niñez y que siempre perdurarían en la memoria del escritor. Alcolea de Cinca, bajo la montaña que, como él mismo dijo, parecía cortada a cuchillo. Tauste, donde emplazaría su Crónica del alba revisitando aquel amor de infancia por Valentina.
Pateó caminos, se refugió de la lluvia en ermitas ruinosas, durmió en malas fondas y habló con los paisanos, de los que aprendió palabras sin fin. Bebió vino de las botas que le ofrecieron y comió lo que hubo allí donde la generosidad ajena le puso un plato en la mesa. De Aragón pasó a Navarra, de Navarra a Castilla la Vieja, de la Vieja a la Nueva. Y tomando trenes y autobuses cuando pudo, y encaramándose en tantos carros, camionetas y furgones como conductores bien dispuestos se cruzaron a su paso, el estudiante americano fue dando tumbos por el mapa de la vieja piel de toro, quedando subyugado ante todo lo que le salió al encuentro. Capitales de provincia con calles mayores, yugos y flechas; con casas nobles y casas menos nobles y casas que de nobles apenas tenían nada entre charcos, mercados y barrios. En los pueblos y los campos halló escenarios en los que casi siempre aparecían, recurrentes, los mismos personajes: niños con mugre, mujeres que andaban con canastos sostenidos mágicamente sobre sus cabezas, cerdos y gallinas por las calles embarradas, y hombres con boinas y sin dientes a lomos de mulas viejas. En el norte encontró piedra, cal a medida que avanzó hacia el sur, pero las diferencias nunca eran sustanciales. Atraso y miseria en una España que solo cinco años antes había logrado alcanzar la misma renta per cápita de antes de la guerra, ya por entonces lastimosamente escuálida.
Nada más distinto de lo que en su patria había dejado al partir: una nación próspera y dinámica en la que el baby-boom estaba en el punto más glorioso y los ciudadanos asentaban con optimismo sus casas modernas en las zonas arboladas de los suburbios. Un país en el que los Ford Fairlane y los Chevy Impala llenaban las calles y en el que los electrodomésticos ya no eran objetos de lujo, sino aparatos básicos para las rutinas caseras más cotidianas. Una América consumista y contradictoria en la que el bienestar y el entretenimiento convivían con la paranoia anticomunista, los coletazos de la segregación racial y la amenaza de la guerra nuclear.
A pesar de los inmensos contrastes con los que se fue tropezando en su periplo español, disfrutó cada instante de aquella tierra dura llena de chuscos de pan, gachas y tocino, de achicoria y tabaco de picadura, campanas de iglesia, cánticos imperiales y parejas de la Guardia Civil. Mordía ya el frío cuando regresó a Madrid a finales de noviembre, con los pies encallecidos, cinco cuadernos repletos de anotaciones, un puñado de rollos de fotografías sin revelar y la sensación de haber estrujado hasta el extremo cada minuto de aquel viaje iniciático y pleno.
Una vez instalado de nuevo bajo el ala de la señora Antonia, tras un par de jornadas disfrutando hasta hartarse del sabor de sus pucheros, cumplió con sus obligaciones y volvió al despacho de Cabeza de Vaca.
Le entregó el informe que había pasado dos días tecleando en su cuarto de la portería. En él pormenorizaba su aventura paso a paso: lo percibido en la tierra de Sender, las conversaciones con sus paisanos, sus visitas añadidas a ciudades, pueblos y parajes. Lo visto, lo vivido, lo sentido, lo aprendido.
—Excelente, señor Carter, excelente —dijo el profesor guardando los folios en un cajón—. Y ahora le toca exprimir Madrid. Le espero mañana por la mañana en el Museo del Prado.
—Gracias por su interés, profesor, pero yo ya conozco el Prado. Estuve allí una tarde entera, vi Las Meninas, La rendición de Breda y Los fusilamientos del tres de mayo, y también…
El arqueo de la ceja izquierda de Cabeza de Vaca le sugirió que más le valdría callar.
—Considérelo mi aportación a su formación integral, muchacho. Dos semanas intensivas de introducción a la pintura española. A las diez. Bajo mi tutela.
Así fue atravesando el americano el último tramo del año, entre cuadros y enseñanzas con su nuevo mentor mutilado mientras ambos recorrían con lentitud descompensada las galerías. Por intermediación suya asistió también a unas cuantas clases afines a sus intereses y conoció a algunos estudiantes que le invitaron a un par de guateques y a una excursión a La Granja. Y así continuó pasando las páginas de los días y pisando las calles del otoño llenas de castañeras y vendedores de lotería que prometían un futuro opulento a un pueblo aún lleno de carencias en tantos, tantos flancos de sus vidas.
Sin que la señora Antonia tuviera que insistir demasiado, aceptó pasar la Nochebuena con el resto de su familia en casa de su hijo Joaquín, que entonces vivía en la calle Santa Engracia y tenía una mujer que se llamaba Teresa y tres niñas que quedaron prendadas ante aquel gigantón que hablaba español con un acento extraño, comía los polvorones de dos en dos, cantaba con ellas villancicos a grito limpio y preguntaba por el significado de palabras que nadie conocía, como el anafre que iba en la burra con la chocolatera y el molinillo. Aquella ruidosa celebración navideña a ritmo de zambombas, panderetas infantiles y una botella de anís La Asturiana raspada con un tenedor le hizo disfrutar enormemente. Y tan absorto en ella estuvo, tan entusiasmado que ni siquiera se dio cuenta del par de lágrimas furtivas que resbalaron de los ojos cansados de la viuda en recuerdo de su Marcelino y de aquellos tiempos perdidos, atroces y entrañables a la par, que habían quedado congelados para siempre en su memoria.
—La Nochevieja también la pasarás con nosotros, ¿verdad, hijo? —le preguntó un par de días después. Tras meses de insistencia por parte de Daniel, ella finalmente se había acostumbrado a tutearle.
—Pues… ya sabe que les agradezco de todo corazón su hospitalidad, pero estaba pensando…, estoy pensando… que quizá me gustaría pasar esa noche por ahí, si no les molesta.
Tenía otros planes. O, para ser más exactos, tenía otro plan. Acercarse andando hasta la Puerta del Sol en busca del bullicio de la masa. Nada más. Intentaba ser fiel al consejo de Cabeza de Vaca: no se deje llevar por la anécdota, muchacho, no se quede en la superficialidad. Y con todo, a sabiendas de que con ello caería en lo más banal y lo más común, no pudo resistirse a la tentación de comer sus primeras doce uvas al son de las campanadas, rodeado de un gentío bullanguero en el que la sidra y los matasuegras corrían a raudales entre soldados de permiso, buscavidas de calaña diversa y catetos vestidos de fiesta recién llegados a la capital.
—¿Y por qué no cenas con nosotros y después te vas? Ya le he dicho a mi nuera que me voy a ir para su casa esa tarde tempranito y voy a asar un cochinillo que me van a traer de mi pueblo que me va a salir tan rico, por lo menos, como los de Casa Botín.
—¿Usted cree que me dará tiempo? —preguntó Daniel saboreándolo de antemano. La viuda sabía que el estómago del muchacho era un flanco seguro por el que atacar.
—Tú no te preocupes, que ya me encargo yo de que para las once hayamos terminado.
Así fue: a las once y media estaba en la Puerta del Sol. Incluso le sobraron unos minutos para comprar unas cuantas postales, garabatearlas y echarlas a un buzón con destino a ultramar.
Al despertar en la mañana de Año Nuevo, en la pared del comedor de la portería le estaba esperando la Chiquita Piconera abriendo el mes de enero en el flamante almanaque de 1959. Sobre la mesa, café recién hecho y porras calentitas. Como todos los días.
—Bueno, hijo, pues ya tenemos encima un año más. ¿Y qué tienes pensado hacer tú ahora, quedarte en Madrid o volverte a ir como la otra vez, a andar por esos caminos de Dios?
—Irme, irme. Eso es lo que tengo planificado, hay que trabajar.
—¿Y para dónde vas a ir esta vez, si puede saberse?
—Al Cantón de Cartagena, si es que logro averiguar cómo se llega hasta allí.
Míster Witt en el Cantón era la novela con la que Ramón J. Sender había ganado el Premio Nacional de Literatura en 1935, y él había decidido que su siguiente viaje tendría como destino aquel enclave tan significativo en la producción literaria del autor. La viuda, indocta en geografía como en tantas otras cosas más allá de sus faenas, fue incapaz de ayudarle, así que no tuvo más remedio que ir en busca de su resobado mapa de España al acabar el desayuno.
Apartó el tazón vacío del café con leche y lo extendió sobre la mesa. Tomando como referencia la capital, bordeó con el dedo índice los alrededores de Madrid, pero no dio con su objetivo. Continuó ampliando su radio de acción a las provincias cercanas, pero tampoco allí aparecía lo que estaba buscando. Se extendió hasta la periferia sin suerte y finalmente abordó las costas. Tardó un rato largo en localizar aquel rincón de la Península y tan solo encontró el nombre de Cartagena, porque lo de Cantón no aparecía por ningún sitio. Pero allí estaba, en una esquina del sureste. Sacó un lápiz rojo y lo marcó con una cruz. Aquel sería su próximo destino.