A mediados de noviembre llegó mi cumpleaños y con él un buen puñado de felicitaciones cibernéticas de mi familia y amigos. Junto con sus mejores deseos, la mayoría me preguntaba de paso, casi como quien no quiere la cosa, cuándo tenía planeado volver. Pero a nadie adelanté datos ni fechas, y no porque quisiera mantener el secreto, sino porque ni yo misma los conocía. Mi beca no contemplaba una fecha límite precisa, simplemente estipulaba una duración de entre tres y cuatro meses hasta la culminación de la tarea asignada. Aún me quedaba trabajo y tiempo por delante, de momento no tenía ninguna intención de regresar.
Acumular años, con todo, no era lo más fascinante que puede pasarle a alguien a quien su marido acaba de cambiar por una mujer más joven, más rubia y con mejor sueldo. Tampoco me ayudaba a levantar el optimismo vivir lejos de mis hijos ni recibir las llamadas insistentes de mi hermana cada cuatro o cinco días espoleándome rabiosamente para que me lanzara a sabotear a mi exmarido en su camino hacia la felicidad. Así las cosas, decidí celebrar la fecha, tal vez para demostrarme a mí misma que la vida, pese a todo, seguía adelante.
Nadie en Santa Cecilia sabía que yo cumplía años, el día podría haber pasado de largo sin celebración alguna. Pero quizá por eso, por querer sacar yo misma la fecha de los días comunes del calendario y poner a mi tiempo un poco de color, se me ocurrió organizar una fiesta. Una fiesta española para los recientes amigos americanos que me habían abierto las puertas de sus casas y me habían brindado su dedicación y su afecto. Una fiesta en la que no faltara ningún ingrediente del tipismo clásico español de guía de viajes, un guiño quizá a aquel día ya casi remoto del debate sobre la hispanidad. Tortillas de patatas, gazpacho, sangría, aceitunas. Decidí, no obstante, mantener oculto el motivo del evento: a nadie interesaba estar al tanto de los avances de mi edad.
En un arrebato creativo confeccioné unas cuantas invitaciones en la vieja impresora de mi despacho, que, como casi siempre, seguía funcionando a su antojo, ahora sí, ahora no. Las distribuí en los casilleros del departamento y repartí otras tantas entre los alumnos de mi curso. De acuerdo con las normas habituales de la cortesía norteamericana, debería haber avisado con más antelación. Pero las cosas habían venido así. Impensadas, imprevistas. Como casi todo en los últimos tiempos.
A medida que me fueron confirmando presencias y ausencias, calculé que nos reuniríamos más de treinta entre propios y parejas. Luis Zárate aceptó desde un principio, lo mismo que unos cuantos compañeros más. Rebecca no faltaría, por supuesto. Daniel Carter se acercaría si lograba llegar a tiempo, regresaba esa misma noche de un congreso en Phoenix, Arizona, me dijo cuando le llamé. Tampoco me fallarían la mayoría de mis estudiantes.
Tras dudarlo inicialmente, me decidí a invitar a Fanny también, pero rehusó mi ofrecimiento alegando que los sábados cenaba siempre con los miembros de su iglesia. Poco a poco me había ido acostumbrando a su extraña personalidad y nos habíamos llegado a entender bien. Con cariño incluso. Ya no me extrañaban sus pequeñas excentricidades ni su manera a veces alborotada de proceder; los días la habían ido convirtiendo en una presencia cercana y casi entrañable. No en una amiga exactamente, pero sí en alguien un tanto especial.
—¿Necesitas que te ayude o que te preste algo? —se ofreció Rebecca cuando le detallé mis planes.
Antes de que pudiera responder, dio por sentado que mi respuesta sería afirmativa y comenzó a enumerar los útiles imprescindibles para reconvertir mi apartamento de apenas cuarenta metros cuadrados en un sitio apropiado para una fiesta decente.
—Déjame pensar… Tengo una mesa y sillas plegables para cuando en casa nos juntamos más de la cuenta. También te puedo dejar utensilios para cocinar si los necesitas y, si quieres, un mantel grande, y copas, y cubiertos…
No tuve más remedio que frenar su abrumadora generosidad, de lo contrario habría llenado el menguado espacio de tantos trastos excesivos que no habría cabido ni la quinta parte de los invitados. Acepté la mesa, unas cuantas sillas y un par de cosas sueltas. El resto sería desechable. Cero complicaciones, no había necesidad.
—El viernes por la tarde, te espero al terminar y vamos juntas a mi casa. Cargamos mi coche y lo llevamos todo a tu apartamento. El sábado por la mañana tengo que ir a Oakland y seguramente vuelva con el tiempo justo para la fiesta, así que será mejor dejarlo todo listo el día anterior.
Aparcamos delante de su casa poco después de las cinco, un hogar de toda la vida con un jardín frondoso y una piscina en la parte de atrás. Con un perro grande, tranquilón, peludo entre blanco y gris, con escaso pedigrí, querencia por los bordes de las pizzas y tanta simpatía como su dueña. Macan, se llamaba. Llegó un día cualquiera, me contó Rebecca, pegado a la rueda trasera de la bicicleta de una de sus hijas hacía casi una década. Nunca lo reclamó nadie a pesar de que empapelaron la zona en busca de su dueño. Macan no se volvió a ir.
Aún quedaban en la casa marcas indelebles de los habitantes que por allí habían pasado: patines y bicicletas en el garaje, chubasqueros en el perchero tras la puerta. Los hijos eran tres, cinco los nietos, ninguno cerca. La casa, sin embargo, no parecía la de una mujer madura independiente, sino el hogar de una familia cuyos miembros acababan de salir al cine o a hacer un recado, y no a construir sus propias vidas en las esquinas más remotas del país. No era otro nido vacío al uso, sino un refugio al que todos podrían regresar en cualquier momento y sentirse como si nunca se hubieran ido.
—Empecemos por la cocina —propuso.
Un gran ventanal la abría al jardín y una isla de madera en el centro contenía los fuegos. Sobre la isla, de un armazón de hierro colgaban sartenes, cazos y ramos de hierbas secas. La eficiencia de Rebecca se extendía más allá de su oficina y quedaba patente en su entorno doméstico. Todo estaba en su sitio, los botes etiquetados, el calendario colgado de la pared con anotaciones perfectamente caligrafiadas, las flores recién cortadas sobre la encimera.
—Esto es para el gazpacho —dijo sacando de un armario un enorme armatoste eléctrico sobre el que se acoplaba una gran jarra de cristal.
Intenté aclararle que una simple batidora de brazo me vendría bien, pero en el país donde todo se hace a lo grande, aquella era la herramienta más básica que Rebecca tenía para triturar unos cuantos tomates.
—Y esto para la sangría. Me lo trajo de España hace años Pablo González, el profesor colombiano —proclamó levantando triunfal un enorme recipiente de loza con una espita en la base—. Y ahora, vamos al sótano a por las sillas.
Descendimos hasta un espacio diáfano en el que se acumulaban ordenadamente los trastos y enseres más inverosímiles. Una mesa de ping-pong, cajas de cartón con nombres de propietarios y contenidos, posters de cantantes pasados de moda, cientos de discos de vinilo y montones de fotografías, banderines y diplomas clavados en un corcho gigante fijado a una pared. El paraíso de un chamarilero con el orden de un desfile de la legión.
Mientras Rebecca localizaba las sillas plegables, no pude resistirme a echar un ojo a las fotografías clavadas con chinchetas. Allí estaba la historia gráfica y remota de su familia: picnics en la playa, fiestas infantiles, bailes de prom. Bebés que ya eran adultos, jóvenes que ya serían padres y abuelos que solo seguían vivos en la memoria de sus descendientes.
—Bueno, esto ya está listo —anunció una vez que hubo amontonado unas cuantas sillas junto a la escalera. Al verme observar las fotografías se acercó a mí—. Son viejísimas —dijo sonriendo.
Al igual que al poco tiempo de mi llegada me había mostrado el rostro de Andrés Fontana en la sala de reuniones del departamento, esta vez me indicó quién era quién en su gran álbum familiar. Para cada imagen tenía un recuerdo, una anécdota.
—Esto fue un Cuatro de Julio en la playa, al final nos sorprendió una tormenta tremenda y se nos fastidiaron los fuegos artificiales. Aquí estamos en una excursión en Angel Island, en la bahía. Esto fue el día en que mi hijo Jimmy acabó cayéndose del patín, se hizo una brecha en la ceja y tuvieron que darle siete puntos.
Prosiguió desmenuzando escenas, trasladándose en el tiempo a medida que señalaba instantáneas. Hasta que se topó con la de un grupo de adultos jóvenes.
—¡Dios mío, qué pintas! ¡Cuántos años! Hace mucho tiempo que no me fijaba en esta foto. A ver si eres capaz de reconocer a alguien —me retó.
Observé la instantánea con detenimiento. Cuatro humanos al aire libre, dos hombres a los lados, dos mujeres en el centro. Todos apoyados contra un gran coche rojo cubierto de polvo. Al fondo, un pasaje desértico y lo que parecían casas mexicanas. A lo lejos, el mar. El primero por la izquierda era un hombre moreno con una ancha cinta en la frente. Muy delgado, con una camisa floreada y una cerveza en la mano tendida hacia delante, como si se la estuviera brindando al fotógrafo. A su lado, una chica menuda, pura sonrisa con las manos metidas en los bolsillos de un short, dos trenzas y una camiseta amarilla con la palabra PEACE. La tercera figura era una mujer joven, esbelta, hermosa. Su boca grande parecía haber sido cazada en el momento de soltar una carcajada. El vestido blanco le llegaba casi hasta los pies descalzos, multitud de collares de colores rodeaban su cuello. A su lado, un hombre alto cerraba el grupo con camiseta desteñida y vaqueros desarrapados. Apenas se le distinguían los rasgos de la cara, escondidos entre una melena rubia hasta el hombro, barba tupida y gafas de sol. Parecía verano, estaban morenos, sudaban alegría.
—Ni idea.
No sabía quiénes eran, pero no me habría importado ser alguno de ellos. Tan radiantes. Tan despreocupados.
—Esta soy yo —aclaró señalándome a la joven de las trenzas.
—¡No! —dije con una carcajada.
Costaba realmente hacerse a la idea de que la Rebecca Cullen elegante y madura que yo conocía fuera aquella muchacha de pantalón mínimo cuyo pecho proclamaba la paz mundial.
—Y hay alguien más que conoces. Observa despacio…
Lo hice, pero no fui capaz de reconocer a nadie. Posó su dedo entonces sobre la última figura, la del hombre alto de melena y barba.
—Fíjate bien…
Entonces creí distinguirlo. El rostro apenas se percibía, pero había un no sé qué en su figura que me hizo intuir quién podría ser.
—¿Daniel Carter? —pregunté dubitativa.
—El mismo —confirmó con una sonrisa nostálgica—. ¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado! Fíjate qué jóvenes éramos, qué ropa llevábamos, qué pelos. —Volvió a señalar de nuevo la fotografía, moviendo alternativamente el dedo sobre las dos figuras restantes—. Esta era su mujer y este mi exmarido, Paul.
Me mordí la lengua para no preguntar inmediatamente qué había sido de ellos, dónde acabaron, qué pasó después. No hizo falta, sin embargo, que mostrara mi curiosidad porque, a medida que Rebecca se alejaba de las fotografías y se disponía a recoger las sillas, comenzó a hablar sin que yo se lo requiriera.
—Esa foto es del verano del 68 en el cabo San Lucas, en la Baja California. Aunque parezco muy joven, ya habían nacido mis tres hijos. Paul, mi marido, era profesor de filosofía aquí, en Santa Cecilia. Nos habíamos mudado a California desde Wisconsin tres años antes. Los Carter llegaron poco después y nos hicimos grandes amigos.
Subíamos la escalera, ella cargada de sillas plegables delante. Yo, con una mesa a rastras, detrás.
—Por entonces, yo me dedicaba solo a la familia. No trabajaba, los niños eran todavía pequeños y habían nacido muy seguidos. Acabábamos de comprar esta casa, estaba hecha una ruina y aún la estábamos arreglando. Aquel verano vinieron mis padres desde Chicago y se quedaron con nuestros hijos durante una semana para que nosotros pudiéramos tener unas vacaciones al fin.
Habíamos llegado de nuevo a la cocina, la Rebecca del presente y su eficiencia retornaron a la realidad.
—Bueno, ahora vamos a cargar todo esto en el coche. Creo que lo mejor será que guardemos primero la mesa porque es lo que más ocupa. Después meteremos las sillas y encima pondremos el resto de las cosas, ¿te parece bien?
Asentí mintiendo. No, en realidad no me parecía bien. Prefería que me siguiera contando cosas de su vida, de aquel verano en el que fueron jóvenes y recorrieron la costa del Pacífico en un coche cargado de polvo.
Para mi fortuna, como la mujer eficaz que mostraba ser siempre, ella se las arregló sin problemas para hacer ambas cosas a la vez.
—Paul nos dejó cuatro años más tarde. Se largó con una estudiante de doctorado. Mi hija Annie tenía nueve años, Jimmy siete y Laura cinco. Me dijo que era una pasión animal, una fuerza superior a él que no podía controlar.
Estábamos ya en el jardín delantero, junto al coche. Había oscurecido.
—Estuvo yendo y viniendo un tiempo, desconcertando a los niños y volviéndome loca a mí —prosiguió—. Desaparecía una semana y luego regresaba suplicando perdón, prometiendo que su historia había acabado, jurando que me sería fiel el resto de sus días. Así durante cuatro o cinco meses.
Dejó las sillas en el suelo y abrió el maletero sin parar de hablar con naturalidad. Sin dramatismo y, a la vez, sin exceso de frivolidad, con el desapego justo que el tiempo transcurrido proporciona a nuestra manera de rememorar las realidades que la vida nos ha forzado a dejar atrás. Macan, el perro, nos había seguido desde el interior de la casa y observaba cachazudo la escena tumbado sobre la hierba. Acompañándonos tan solo, preguntándose quizá para qué demonios estaba su dueña empeñada en guardar tanta silla con lo grandiosamente a gusto que se estaba en horizontal.
—Annie, que hasta entonces había sido una niña dulce y aplicada, se volvió arisca y dejó de esforzarse en el colegio. Jimmy empezó a hacerse pis en la cama. Laura solo conseguía dormir si yo me acostaba con ella. Cuando no pude soportar más la situación, llené un par de maletas y nos fuimos a Chicago, a casa de mis padres. Pon la mesa primero en el fondo, por favor.
La obedecí sin una palabra y ella empezó después a meter las sillas una a una, ordenadamente.
—Me instalé allí con los niños, pero Paul me llamaba mil veces por teléfono —añadió mientras colocaba las primeras—. Reconocía que todo había sido un error, que se había portado como un verdadero imbécil. Insistía en que su romance había terminado, que no vería más a aquella chica, Natasha era su nombre, medio rusa. Nos rogaba que volviéramos a Santa Cecilia, diciendo que no podía vivir sin los niños y sin mí. Gritaba como un loco que yo era su único amor. Finalmente se presentó en Chicago. Habló con mis padres y con nosotros, pidió perdón por lo que nos había hecho sufrir, me juró que todo volvería a ser como antes. Ahora pásame la batidora.
Hablaba sin dolor, con la voz de siempre, concentrada y metódica en su quehacer.
—Hasta que me convenció. Regresamos juntos a casa y durante un par de meses todo fue perfecto. El mejor padre, el marido más cariñoso. Pasaba horas jugando con los niños, les compró un cachorro. Cocinaba por las noches y ponía velas en la mesa, me traía flores cada dos por tres. Hasta que una mañana, tras dejarnos preparado a todos el desayuno, se fue a la universidad y esa noche no volvió. Ni la siguiente, ni la siguiente. Al cuarto día, reapareció. ¿Nos falta algo, Blanca?
—¿Y qué hiciste entonces? —pregunté mientras le tendía el recipiente para la sangría, el último de los trastos por guardar.
Cerró el maletero con un golpe seco.
—No le dejé entrar. Le mandé al infierno y busqué un trabajo.
Después giró la cabeza y me miró con sus ojos claros entre un puñado armonioso de arrugas diminutas a la luz de las farolas del jardín. Y, pese a la historia triste que me estaba contando, con un gesto al que no faltaba un punto de dulzura, sonrió.
—Ojalá aquel verano en el cabo San Lucas hubiera sido eterno. Ninguno imaginaba entonces lo dura que acabaría siendo la vida con todos nosotros.