El calendario atravesaba el otoño, pasó Halloween con sus brujas, sus espantapájaros y sus calabazas. Vinieron después días lluviosos y, en paralelo a ellos, mi ánimo también se empezó a nublar.
La causa no estaba ahora a un continente y un océano de distancia, sino mucho más cerca. Gravitando sobre mi entorno inmediato y el trabajo cotidiano, en el embrollo en el que la producción escrita del profesor Fontana se iba convirtiendo con el paso de los días. Los textos en los que estaba trabajando databan ya de los años sesenta, algunos estaban mecanografiados, pero la mayoría seguían siendo manuscritos. Mi problema, no obstante, no radicaba en la grafía, sino en el contenido: en la falta de coherencia entre unos y otros, en las lagunas y la ausencia de nexos. Como si faltaran grandes trozos de información, como si alguien hubiera arrancado de cuajo pedazos enteros.
Además, por si la desconexión entre textos fuera poco, la temática de los mismos tenía ya un cariz muy distinto al de las décadas anteriores. Los autores españoles, la literatura del exilio y otros tantos temas recurrentes parecían haber quedado progresivamente abandonados desde que Fontana se estableciera en California a principios de los sesenta. En el sitio que antes ocupaban novelistas, poetas y dramaturgos, ahora encontraba nombres de exploradores y monjes franciscanos sobre cuya vida y acciones yo no tenía la más remota idea. El lugar de las obras literarias lo llenaban ahora las viejas crónicas sobre los españoles en aquel extremo norte de la Nueva España; donde antes hubo crítica literaria ahora hallaba nombres de presidios y misiones. Poner un poco de coherencia en toda aquella información me llevaba trastornando la semana entera. Me pasaba los días encerrada en mi despacho, alargando las horas como un elástico mientras intentaba casar folios, establecer vínculos y conectar párrafos de aquí y allá. A menudo tenía la sensación de estar montando un puzle gigante en el que faltaban un buen montón de piezas.
Amontoné dudas hasta el jueves por la tarde, cuando, por fin, me decidí a recurrir a quien quizá habría necesitado desde un principio. Antes hice una parada en el despacho de Rebecca, para que ella me dijera adónde debía ir.
—Prueba en Selma’s Café, junto a la plaza. Suele ir casi todas las tardes si está por aquí.
Hacia allí decidí dirigirme, dando por terminado el trabajo de aquel día mucho más temprano de la hora habitual.
Al abandonar el Guevara Hall encontré el tiempo revuelto y los alrededores agitados. Calentaban motores, según me contaron unos estudiantes en la misma puerta, para empezar una manifestación contra el proyecto de construcción del centro comercial que amenazaba a la zona de Los Pinitos, aquel paraje de calma y verdor que conocí el mismo día en que descubrí el rostro de Andrés Fontana en las fotografías de la sala de juntas. El mismo por el que, según supe después, él solía pasear a menudo.
El Santa Cecilia Chronicle y el periódico de la universidad dedicaban cada vez más páginas a propósito de aquel asunto: reportajes informativos, artículos de opinión a favor y en contra, cartas de lectores que se pronunciaban al respecto… El núcleo duro en su contra, según había ido sabiendo con los días, se había gestado dentro de la universidad y entre sus cabezas visibles figuraba mi alumno Joe Super, el profesor emérito del departamento de Historia que había sacado a relucir el primer día de clase la epopeya de los franciscanos y sus misiones. Esgrimían razones contundentes: descalabro medioambiental e incluso un posible uso ilegal de ese suelo al no estar del todo clara, tal como me contaron Rebecca y Daniel en su día, la legitimidad de su posesión. No era terreno privado, pero tampoco público. Las autoridades locales lo controlaban, pero carecían de su propiedad. Un desbarajuste de intereses, en fin, a raíz del cual se había formado una plataforma antiproyecto que, a falta de soluciones definitivas, batallaba con empuje y ganas de hacer ruido.
Vi que algunos estudiantes llevaban pancartas, otros megáfonos, más lejos había un chico de pelo rastafari con un enorme tambor. El acto no había comenzado aún, pero el movimiento era ya intenso. Me abrí paso entre un grupo de ancianas con pelo blanco de peluquería, una de ellas intentó venderme una camiseta naranja butano decorada con frases de protesta, otra me entregó una pegatina con la palabra NO! En el camino me crucé también con coches que asomaban banderines y hacían sonar el claxon como muestra de apoyo.
Logré atravesar el bullicio y alcanzar mi destino zigzagueando entre los manifestantes; en realidad, no iba demasiado lejos. Mi objetivo era un café con aspecto de llevar abierto unas cuantas décadas, un local ante cuya puerta yo había pasado docenas de veces sin cruzar nunca el umbral. En esta ocasión, en cambio, sí lo hice. Y allí, junto a la cristalera que asomaba a la calle, lo encontré.
—Vengo en tu busca.
—Qué inmenso honor —dijo levantándose a saludarme—. Te estaba viendo mientras te las ingeniabas para avanzar entre todos esos locos, pero no me imaginaba que venías a verme. Siéntate, cuéntame…
En la mesa, frente al sillón de cuero viejo, tenía un ordenador portátil, unos cuantos libros y un bloc lleno de notas y garabatos. No sabía si era el mejor de los momentos, quizá mi invasión había sido un poco abrupta. Él fue, no obstante, quien se ofreció a echarme una mano con Fontana y sus enredos la noche que compartimos una cena imprevista en casa de Rebecca.
—¿Seguro que no te interrumpo, Daniel? —dije mientras me quitaba la gabardina—. Podemos hablar en otro momento si ahora no te viene bien.
—Por supuesto que me interrumpes. Y no sabes cuánto agradezco a estas horas, después de un día entero de trabajo, un buen rato de interrupción.
El sitio era cómodo, acogedor: suelo y paredes de madera, sillones desperdigados y un par de mesas de billar. Tras la barra larga y vacía, un camarero secaba vasos con parsimonia mientras contemplaba un partido de fútbol americano en una gran pantalla sin voz. Casi inaudible a través de los altavoces, Crosby, Stills, Nash&Young rasgaban sus guitarras y desmigaban la legendaria Teach Your Children.
—Rebecca me ha dicho que vienes por aquí casi todas las tardes —dije mientras intentaba acomodarme el pelo tras la ventosa caminata.
—Por la mañana suelo trabajar en mi apartamento y por las tardes prefiero cambiar de escenario, airearme un poco. Este es un buen sitio, a esta hora casi nunca hay gente. Y el café no está mal. Nada tiene que ver con un buen café con leche de bar español, por supuesto, pero algo es algo.
Alzó su taza para llamar la atención del camarero e indicarle sin palabras que trajera otra para mí.
Entre sus libros descubrí algunos títulos leídos a trompicones durante la infancia de mis hijos. Solía cargar entonces con grandes bolsones en los que se acumulaban las cosas más insospechadas: miembros de la saga Playmobil mezclados con paquetes de Ducados, un par de plátanos, bolígrafos sin capucha y bocadillos de jamón de york a medio comer. Y algún libro. Siempre algún libro en el que iba picoteando como buenamente podía mientras David bajaba por un tobogán o Pablo daba sus primeras patadas a un balón, mientras aguardaba nuestro turno en la sala de espera de la pediatra, mientras mis hijos empezaban a crecer. Con el tiempo había dejado de fumar, mejoró mi capacidad adquisitiva, los niños se olvidaron de los bomberos y los cowboys, y comenzaron a requerir videoconsolas y libertad para salir y entrar. Y aquellos bolsones se fueron convirtiendo en bolsos auténticos, de piel, de moda, de verdad. No conseguí desprenderme, sin embargo, de la querencia a que fueran grandes y a llevar casi siempre dentro una novela.
El camarero se acercó con mi taza y una cafetera de cristal en la mano, volvió a servirle a él también.
—Narradores españoles de fin de siglo, entre ellos ando; los veinticinco últimos años de vuestras letras. Los que ya venían de antes y los que surgieron entonces. Aunque supongo que tú no has venido a verme para que charlemos sobre toda esta tribu a la que seguro que conoces tanto como yo.
—La verdad es que no —dije mientras abría un sobrecillo de azúcar—. Quería hablar contigo de otra cosa.
Me miró con ojos de haber leído y haber vivido mucho antes de aquella tarde gris.
—De Andrés Fontana, supongo.
—Supones bien.
—¿Se te está complicando el legado?
—No te imaginas cuánto.
Le contesté con la vista concentrada en la negrura del café. Sin darme casi cuenta, había bajado la voz. Como si estuviera hablando de los problemas íntimos de alguien cercano en vez de comentar un asunto de trabajo. Como si todo mi cometido se hubiera vuelto, de pronto, algo profundamente personal.
—Estoy aquí para ayudarte en todo lo que necesites, Blanca, ya te lo dije en su día.
—Por eso he venido. ¿Sabes, por cierto, que el otro día encontré entre sus papeles una postal tuya?
—¡No puede ser! —dijo con una carcajada de incredulidad.
—Nochevieja de 1958. Anunciabas tu marcha desde Madrid a no sé dónde en busca de Míster Witt.
—Dios mío… —murmuró a la vez que sonreía con cierta nostalgia—. Aquella fue mi primera Navidad en España, cuando yo andaba todavía tanteando mi tesis. Él fue precisamente quien me propuso trabajar sobre Sender y aquello, quién iba a decirlo, trastocó lo más profundo de mi vida para siempre. En cualquier caso, no quiero entretenerte con batallas melancólicas de tiempos de las cavernas, cuéntame en qué líos te está metiendo a ti ahora mi viejo profesor.
Tardé en elegir las palabras adecuadas, me tomé mi tiempo mientras disolvía el azúcar con la cucharilla. No tenía del todo claro cómo definir lo que de él quería.
—Ya he completado la clasificación por décadas hasta los cincuenta y ahora estoy empezando con los textos de la etapa de California, ya en los sesenta —dije al fin—. Son interesantes, pero muy distintos de los anteriores.
—Menos literarios, intuyo.
—Así es. Ya no se centran prioritariamente en autores ni en crítica literaria, como hasta ahora, aunque siempre hay apuntes al respecto. Son en general más históricos, más californianos, menos familiares, por eso me cuesta más procesarlos. Además, se mezclan datos y, en ocasiones, me pierdo porque tengo la impresión de que falta información.
—Y lo que ahora quieres es saber si yo sé si en verdad falta algo.
—Eso es. Y ya puestos, por mera curiosidad personal, también me gustaría que me contaras, si tienes idea, por qué dio ese vuelco en su carrera. Por qué de pronto la literatura dejó prácticamente de interesarle y se adentró en todo este mundo de la historia de California, algo en principio ajeno a él y a sus intereses académicos.
Se tomó también su tiempo antes de contestarme, reflexionando la respuesta con sus manos grandes alrededor de la taza.
—La primera cuestión, si falta información e incluso si sé qué puede haber sido de aquello que tú echas de menos, tiene una respuesta fácil: no tengo la menor idea. Yo me fui de Santa Cecilia muy poco después de su muerte y, hasta donde sé, todos sus documentos quedaron en la universidad sin que nadie los haya tocado hasta tu llegada. Yo mismo, de hecho, nunca los llegué a ver fuera de su propio despacho.
—¿Cuánto tiempo viviste aquí? —pregunté a bocajarro, un tanto indiscreta quizá. Nada tenía que ver la vida privada de Daniel Carter con mi trabajo sobre Fontana y sus asuntos, pero me invadieron repentinamente las ganas de saber.
—Dos años y pico, no llegó a tres cursos.
—¿Hace cuánto?
—Me marché en el 69, así que… —Hizo una rápida operación mental y añadió—. Dios, treinta años ya, qué barbaridad…
Se mantenía recostado en el sillón de cuero. Las piernas largas cruzadas, el codo izquierdo sobre el respaldo, un jersey azul marino. Se le veía cómodo, con la apariencia de ese tipo de personas que, de tanto ir y venir por la vida, son capaces de sentirse a gusto en todas partes.
—Y respecto a tu segunda pregunta, respecto a la causa de ese viraje en sus intereses investigadores, la verdad es que mi respuesta es solo tentativa porque, después de tanto tiempo, mis recuerdos están ya un poco oxidados. Pero creo que se apasionó con la historia de California nada más instalarse aquí y de ahí posiblemente el cambio que dices que has percibido en su producción. Descubrió una conexión entre esta tierra y España y aquello, no me preguntes por qué, le apasionó.
—¿Y por qué vino aquí, por qué dejó Pittsburgh?
Yo también me había acomodado. Gracias a lo acogedor del sitio o a la taza de café reconfortante, supuse. O a la habilidad natural de Daniel para hacerme sentir cómoda con él cerca.
—A todos los que le conocíamos nos extrañó que, después de haber pasado tantos años en un campus tan grande y tan urbano como el de Pitt, decidiera mudarse a esta pequeña ciudad en la otra punta del país. Pero tenía sus razones. En primer lugar, le ofrecieron un puesto de director bastante apetecible. En segundo, acababa de divorciarse, había salido de una relación que no le dejó buen sabor de boca y yo intuyo que quiso poner tierra de por medio.
Me sorprendió aquello, no recordé haber visto ninguna referencia a matrimonios o divorcios entre sus documentos. Así se lo hice saber.
—Fue un matrimonio breve con una profesora de biología de origen húngaro. Yo a ella apenas la conocí, pero sé que estuvieron unos cuantos años juntos, dejándose, volviendo y torturándose mutuamente, hasta que decidieron casarse. Por entonces yo ya no estaba en Pitt pero, según él mismo me contó años después sin entrar en detalles, a los pocos meses ambos se dieron cuenta de que aquello había sido un error.
Habría querido saber algo más sobre esa historia, pero él no parecía tener demasiada información adicional.
—Y, aunque no se lo había dicho a nadie —continuó—, quizá la principal razón por la que decidió cambiar de aires fue porque empezaba a estar delicado de salud. Era de apariencia fuerte y recia, sus alumnos le llamaban a menudo el toro español. Pero tenía los pulmones castigados, era un fumador empedernido, y el invierno implacable y los humos de las fábricas de Pittsburgh cada vez le sentaban peor. Así que decidió mudarse, instalarse en un sitio tranquilo de clima moderado y sin polución. Y así llegó a Santa Cecilia.
—Y tú le seguiste…
De nuevo me di cuenta demasiado tarde de mi indiscreción, aunque no pareció molestarle lo más mínimo.
—No, no, qué va —dijo cambiando de postura—. Yo vine años después, antes anduve por otros cuantos sitios. Con el tiempo surgió una plaza interesante en este departamento, él me la propuso y así acabé recalando aquí. Aunque, en realidad, a donde yo de verdad quería ir era a la Universidad de California en Berkeley, pensé que esto sería solo una parada cercana y transitoria.
Su español cada vez me asombraba más, pocos nativos de mi lengua habrían usado el verbo recalar para hablar de un destino profesional.
—¿Y lograste lo de Berkeley al final?
—Bueno, en realidad todo acabó tomando un rumbo que nadie había previsto… Resumiendo una larga historia, el resultado fue que yo nunca llegué a ser profesor de Berkeley y que Andrés Fontana, a los dos años y pico de mi llegada a Santa Cecilia, falleció.
—¿Tan enfermo estaba?
—En absoluto. De hecho, aquí se encontraba mucho mejor.
—¿Entonces?
—Murió en un accidente. —Volvió a beber un sorbo de café antes de continuar—. Conduciendo su propio coche, el viejo Oldsmobile que tenía desde hacía un siglo.
Nunca se me había pasado por la cabeza aquel final; inconscientemente, había supuesto que su vida se apagó por causas naturales, por el desgaste propio de la edad.
Quería seguir haciéndole preguntas, Daniel parecía abierto sin reservas a responder. En realidad, lo que me estaba aportando eran solo unas pinceladas sobre la vida de Fontana, pero me resultaban valiosas para encajar sus escritos en sus tiempos y circunstancias, para verlo todo bajo otra luz. Lamenté no haber acudido a él antes, me habría ahorrado horas de dudas y algún dolor de cabeza.
Los ruidos de la calle desviaron súbitamente nuestra atención y ambos enfocamos la vista en lo que se acercaba al otro lado del cristal del café. El chico de las rastas y el bombo, como un flautista de Hamelin alternativo, abría la nutrida manifestación. Tras él, la fauna más variopinta: estudiantes con pancartas y megáfonos, jóvenes parejas con bebés en cochecitos, profesores y ciudadanos de mediana edad, niños de colegio con globos de colores, las abuelitas enérgicas que vendían camisetas y chillaban como camioneros, y algún que otro personaje estrafalario más propio de una comparsa gaditana o de un desfile de drag queens.
—¿Vamos? —dijo empezando a recoger sus libros.
Me puse la gabardina a la vez que él terminaba de guardar sus cosas, dejaba unos cuantos dólares sobre la mesa sin esperar a que el camarero trajera la cuenta y apuntaba después algo con prisa en una servilleta.
—Por si me sigues necesitando —dijo tendiéndomela.
Mientras me guardaba dos números de teléfono en un bolsillo —casa y móvil, supuse—, él se colgó al hombro su mochila cargada y yo hice lo mismo con mi bolso otra vez.
—Mil gracias por aclararme unas cuantas cosas —dije mientras nos encaminábamos a la salida.
—Todo lo contrario, Blanca, me estás haciendo un favor tú a mí. Me gusta recordar a mi viejo amigo, volver a hablar de él. Es sano desatascar las cañerías de la memoria y terminar de hacer las paces con todo lo que quedó atrás.
La tarde estaba cada vez más desapacible; apenas pisamos la calle, yo me cerré la gabardina cruzando los brazos con fuerza sobre el pecho y él se subió el cuello de su chaquetón. El aire nos revolvió a los dos el pelo.
—¿Sabes? —añadió con una media sonrisa colgada de su barba clara—. De haber seguido vivo, Andrés Fontana habría estado sin duda en esta protesta. Siempre se habría opuesto a cualquier intervención en aquel paraje. Te dije que él solía andar a menudo por Los Pinitos, ¿verdad? Sobre todo en los últimos meses, cuando todavía no anticipaba lo poco que le quedaba para llegar al final.
Me pasó entonces un brazo por los hombros, en parte protegiéndome del tumulto y, en parte, arrastrándome hacia su interior. En apenas unos segundos, estábamos en medio de la manifestación. Entre gritos, cantos, consignas y el ruido retumbante del tambor, Daniel, sin soltarme todavía, tuvo que gritar para que pudiera oírle.
—Él solía decir, medio en broma medio en serio, que andaba por allí en busca de la verdad.