Pero la vida doméstica no lo fue todo, qué va. Desde un principio se volcó a la calle también. A la calle en su sentido más genérico: al aire, por ahí, vagando por ese Madrid que se desplegaba ante sus ojos ofreciéndole sorpresas en cada rincón. En aquel vagabundeo errático invirtió sus días iniciales, paseando por barrios castizos, pateando aceras, plazas y parques, entrando y saliendo de iglesias y tabernas, asomándose a bodegas, comercios, escuelas y almacenes, y enseñando repetidamente su documentación cada vez que algún contumaz velador del orden y la seguridad nacionales se le plantaba delante con cara de malas pulgas en la esquina más insospechada.
Una vez saciada esa primera sed, esa necesidad casi orgánica de ver, oír, palpar y oler, por fin se decidió a poner un destino a sus pasos y una finalidad a su devenir. El objetivo fue una zona del oeste de Madrid, vecina a su barrio de Argüelles. Una zona en la que, a pesar de constituir la justificación formal de su estancia, todavía no había puesto un pie.
Allí, en la Ciudad Universitaria, le esperaba la Facultad de Filosofía y Letras: recién estrenada había acogido a Andrés Fontana y, dos décadas y unos cuantos años después, habría de acoger también a su estudiante americano en una mañana con nubes de primeros de octubre. Entre ambos momentos había pasado por ella una guerra, un minucioso barrido de profesores y estudiantes indeseables y una reconstrucción en todos los órdenes que alteraría radicalmente la esencia de la institución.
Minutos antes de salir hacia allí, la viuda se le acercó con un cazo en la mano. Llevaba el mango envuelto en un trapo para no quemarse, acababa de fregar de rodillas tramo por tramo la escalera y se disponía a servirle el desayuno. El viacrucis de porterías tras la muerte de su marido arrastrando a sus hijos sin apenas nada que llevarse a la boca y la lucha constante por sacarlos adelante habían terminado por fortalecerla. Tanto esconder las lágrimas para que ellos no notaran su dolor, tanto cargar calderas, bajar basuras y tragar miserias habían hecho de ella una mujer resuelta sin cabida para la palabra desaliento en su cuerpo compacto y achaparrado.
—¿Y adónde vamos hoy tan elegantes, hijo mío? —preguntó mientras le servía la leche caliente sobre el café.
Se había fijado en la corbata de Daniel, llena de rayas y colores, tan distinta a las sobrias y oscuras del español común. Era la primera vez que se la veía puesta desde que llegó.
—Me temo que ya es hora de ponerme a trabajar —respondió él mientras mojaba en su taza una de las porras recién traídas de la churrería.
—¿Ya se nos ha acabado la buena vida, entonces?
En dos bocados más, dio cuenta de la porra entera. Después contestó.
—O igual empieza ahora, vamos a ver…
Invirtió el camino en reflexionar una vez más sobre la manera en la que iba a plantear el proyecto que la comisión Fulbright había por fin becado con generosidad. Fontana y él lo habían hablado largamente. A veces, mientras recorrían entre clase y clase los pasillos neogóticos de la Cathedral of Learning, cargados ambos de libros, avanzando con paso apresurado entre estudiantes en busca de sus aulas. A veces, mientras caminaban por las calles del campus de Pitt. En alguna ocasión, incluso, mientras compartían unas cervezas al final de las clases en los días ya largos y cálidos de la última primavera, cuando la relación entre ambos se había afianzado lo suficiente como para prolongar la conversación más allá de las horas lectivas. Prudencia, muchacho, prudencia, solía repetir Fontana. Prudencia y buena cabeza.
—¿Por qué insiste tanto en la prudencia, profesor?
—Porque a Sender le quieren muy pocos, y no nos conviene levantar ningún recelo.
Fontana sabía bien lo que decía. El aragonés Ramón J. Sender, efectivamente, constituía en aquellos años de finales de los cincuenta una figura con un cariz muy particular entre los escritores españoles exiliados tras la guerra civil. Escritor y periodista prolífico ya antes de la contienda, su biografía de hombre de armas y letras en el bando republicano estaba, sin embargo, llena de turbulencias. Disidente del Partido Comunista, acusado por sus líderes de oscuros episodios de cobardía y traición, sometido tras ello a una larga operación de desprestigio, excluido sin miramientos de los círculos de solidaridad expatriada.
Él mismo había rebatido siempre aquellas acusaciones, aunque reconocía sin ambages episodios de indisciplina e incluso de irresponsabilidad en el ejercicio de sus funciones militares durante la guerra. Pero allí donde el Partido Comunista vio deslealtad y vileza, Sender y sus escasos defensores apuntaban una simple disconformidad frente a la política y la conducta militar de las jerarquías del partido: una forma personal de rebelión ante la autoridad arbitraria y una heroica defensa de su integridad como individuo. En cualquier caso, la realidad era que el escritor, fiel a su compromiso político, se había exiliado como tantos otros. Lejos de figurar como uno más entre la mayoría, no obstante, en numerosas ocasiones fue tratado como un enemigo, como un incómodo compañero de viaje en la larga travesía de la diáspora.
Se mantuvo, con todo, fiel a su posición. Con su familia rota para siempre —su mujer fue fusilada en el cementerio de Zamora y sus hijos acogidos por una millonaria norteamericana—, tras estancias en Francia y México acabó asentándose en los Estados Unidos, donde continuó escribiendo e impartiendo clases, donde se volvió a casar. Y donde hizo amigos nuevos. Americanos muchos, algún que otro español. Andrés Fontana entre ellos.
El eco de aquellas charlas fue volviendo a la mente de Daniel a medida que avanzaba por la Ciudad Universitaria en busca de su destino. Una vez en la facultad, un conserje uniformado con la galanura de un coronel le dio las indicaciones necesarias.
—Doctor don Domingo Cabeza de Vaca y Ramírez de Arellano, despacho 19, al fondo del corredor a la derecha.
Recorrió los pasillos con actitud reverencial escuchando tan solo el ruido de sus pisadas sobre el suelo pulido. Eran las nueve y media de la mañana, las clases ya habían comenzado y fuera de las aulas no se veía un alma. Llamó al fin a la puerta del despacho indicado, una voz bien timbrada dijo adelante, entró.
Ni buscándolos a propósito habría encontrado una estancia y un hombre más distintos de lo que esperaba. Cabeza de Vaca había sido compañero de Fontana en sus años de estudiantes de preguerra y Daniel, ingenuamente, había previsto hallar en aquella primera visita una cierta coincidencia con el hábitat y la persona de su profesor. Alguna leve similitud, cualquier pequeña semejanza. Pero ni por asomo.
Pulcritud, raigambre, atildamiento. Tres conceptos nuevos para apuntar en su cuaderno de vocabulario. Tres características aplicables tanto al individuo que halló como a su entorno. Una gran mesa de nogal con las patas torneadas, escribanía de plata, taco de calendario y un crucifijo de marfil. Un atril con un libro antiguo abierto, cortinones de terciopelo verde oscuro, un esmalte con un escudo heráldico, la librería acristalada llena de volúmenes encuadernados en piel. Tras el escritorio, un hombre delgado y de apariencia exquisita. Tez blanca, terno impecable y cabello encanecido peinado hacia atrás. Gemelos en los puños, un alfiler de oro atravesando la corbata. No se levantó a saludarle, solo le tendió una mano por encima de la mesa. Una mano leve, delgada y, con todo, no exenta de cierta energía.
—Encantado de conocerle, señor Carter. Siéntese, por favor.
Obedeció consciente de su disonancia con aquel despacho y con tal presencia. Con disimulo precipitado se ajustó el nudo de la corbata, recompuso las solapas de la chaqueta y se echó hacia atrás el pelo que siempre tendía desobediente a írsele hacia la cara. Su físico le pareció de pronto excesivamente intenso, exageradamente viva su indumentaria.
—Qué honor que mi estimado colega Andrés Fontana haya depositado su confianza en mí para encomendarme su tutoría. Qué gran honor.
La voz de Cabeza de Vaca era modulada, su afecto por el profesor de Pittsburgh sonaba a auténtico.
—Fontanita, Fontanita… —murmuró como para sí—. Qué bien te salieron las cosas al final, bribón… Cuánto me alegro, cuánto… Bien, señor Carter —continuó cambiando de tono—, así que está usted interesado en especializarse en nuestra narrativa contemporánea.
—Así es, señor.
—Excelente, joven, excelente. Un magnífico objetivo académico. Una formidable idea.
Daniel no necesitó ser un perfecto bilingüe para sobreentender que ambos adjetivos, magnífico y formidable, habían sido pronunciados con un punto de algo parecido a la ironía.
—¿Y sería tan amable de exponerme de manera sucinta la razón subyacente a tal elección?
Tardó siete minutos y medio en desgranar su razonamiento, llevaba la intervención preparada. La gran literatura española y sus nobles plumas, la fuerza de su prosa, la tradición y la herencia, la leal representación del espíritu de un pueblo. Un intenso bla-bla-bla formulado en un español decente con marcado acento extranjero, en el que no tuvieron cabida adjetivos como silenciado, proscrito o discrepante. Ni mucho menos el nombre de Ramón J. Sender.
Cabeza de Vaca le escuchó con quietud de estatua de mármol y una pluma de plata sostenida entre los dedos.
—Y, respecto a su metodología de trabajo, ¿podría adelantarme algo, por favor?
Seguimiento cercano, rigor documental, rectas interpretaciones. Cinco minutos largos llenos de acrobacias verbales para evitar decir abiertamente que su labor en España pretendía centrarse de manera prioritaria en el recorrido de los escenarios por los que transcurrieron la vida y las novelas de un escritor exiliado.
—Entiendo, pues, que no tiene usted intención de encerrarse en demasía entre las paredes de aulas y bibliotecas.
Se esforzó para que no se le notara que estaba empezando a ponerle nervioso aquella actitud un tanto incisiva del profesor.
—Bueno, la verdad es que mi intención primordial es buscar influenzas, puntos de arranque, fuentes y evocaciones.
—Influencias.
—¿Perdón?
—Se dice influencias, no influenzas. Continúe, por favor.
—Influencias, lo siento, señor. Quiero decir… Quería decir… que lo que yo pretendo es recorrer las sendas vitales de los autores para comprender mejor así su producción posterior.
La frase le salió redonda, la llevaba bien aprendida. Su satisfacción, no obstante, fue pasajera.
—Hollar las mismas veredas, sentir el pálpito de los parajes, destripar sus entrañas geofísicas y trasladarlas a su quehacer intelectual. ¿Es eso lo que pretende?
Hacía muchos años que Daniel no notaba esa sensación: un calor excesivo en la cara y la certeza de que empezaba a enrojecer.
—Creo que no le entiendo, señor.
—¿Qué es lo que no entiende?
—Casi todo.
—¿Hollar? ¿Vereda? ¿Pálpito? ¿Paraje? ¿Destripar? ¿Entraña?
—Todas esas palabras, profesor. No conozco su significado.
—Ya lo aprenderá en su momento, muchacho. Prosigamos, pues. Y dígame ahora, ¿tiene en mente algún autor en particular?
Antes de solicitar a Cabeza de Vaca que aceptase ser su tutor, Fontana había sopesado varias opciones y considerado a un puñado de compañeros de estudios que ahora formaban parte del claustro de su antigua facultad. A través de contactos con colegas en otras universidades americanas, recabó información sobre sus carreras y estatus, sobre su grado de adhesión al régimen y su nivel de implicación con las autoridades. No quería que su alumno encontrara problemas en una España cargada de controles y dictámenes: buscaba a alguien que le acogiera oficialmente dentro de la institución, firmara los documentos necesarios y le dejara funcionar a su aire. Alguien a quien aquel extranjero descolocado le importara lo mínimo imprescindible. Un mero vínculo administrativo, un simple trámite oficial. Nada más. De las directrices académicas que darían cuerpo a su futura tesis a la vuelta a su patria, ya se encargaría él.
Se decidió finalmente por Domingo Cabeza de Vaca a pesar de que el campo de especialización de su antiguo compañero distara leguas de la narrativa contemporánea y, mucho más aún, de aquellos escritores desterrados a causa de la guerra. A sabiendas de que él pertenecía a los vencedores y de que en su mundo no existía ni la sombra de una remota vinculación con aquellos que durante tres años atroces estuvieron en el otro bando, intuyó que podría confiar en él. Pero prefirió no implicarse demasiado, por si acaso. Esperaba que su colega, abstraído en un universo de manuscritos de siete siglos atrás, aceptara una cooperación burocráticamente correcta, pero del todo distante. Sin embargo, a Cabeza de Vaca, por lo visto, aquello no le servía. Quería más.
Ante la pregunta recién formulada sobre su interés particular en algún autor concreto, Daniel sabía que no podía mentir. Era consciente de que no le convenía hablar sin tapujos sobre Sender, de que más le valía seguir aferrándose a una noción de narradores genérica y abstracta. Pero Fontana y él habían considerado remotamente este escenario y habían acordado que, en caso de sentirse acorralado, sería peligroso insistir en el engaño.
—He de reconocer que hay algún autor que me interesa de manera particular, aunque todos en general son dignos de…
Cabeza de Vaca alzó una ceja, no necesitó preguntar. Daniel supo que no tenía escapatoria.
—Ramón J. Sender, señor.
—Francamente interesante… O sea, que lo que usted pretende es seguir los pasos de Sender por España para después investigar sobre su producción.
—Así es, más o menos —confirmó en un tono de voz algo más bajo de lo normal.
—Entonces, y corríjame si estoy equivocado, ¿no contempla acercarse durante su estancia en España a la prosa del autor?
Se revolvió en su asiento, cruzó las piernas y, automáticamente, las volvió a descruzar. Aquello estaba yendo más lejos de lo que Fontana y él habían previsto en Pitt.
—No me es posible, señor.
—¿Sería tan amable de explicarme la razón?
Cambió de postura de nuevo, volvió a ajustarse el nudo de la corbata que le estaba ahogando.
—Resulta difícil encontrar sus libros en España —reconoció al fin.
—¿Difícil?
—Imposible, más bien.
—¿Por alguna causa en concreto?
Carraspeó.
—Censorship —dijo en voz baja.
—En castellano, por favor.
Tragó saliva con fuerza.
—La censura, señor. Los libros de Ramón J. Sender están prohibidos.
—¿Y usted cree que eso es correcto?
Notó la boca seca. Su cabeza, sin embargo, hervía.
—¿Lo considera correcto o no, señor Carter? —repitió el profesor ante su mudez.
Sabía que se la estaba jugando. Que aquello podía ser el fin de todo: de su estancia en España, de su beca, de su aún incipiente carrera profesional. Pero se arriesgó. Qué otra salida le quedaba.
—No, profesor. Creo que no es correcto.
—¿Por qué?
—Porque creo que las voces no se deben callar.
—Acallar.
—¿Perdón?
—Callar, verbo intransitivo, es cesar de hablar. Acallar, verbo transitivo, es hacer callar. Un leve matiz diferenciador. Aquí no estamos hablando de decisiones propias, sino de imposiciones externas, ¿sí o no?
—Sí, señor —musitó.
No quiso dejar ver que los matices lingüísticos le daban en ese momento exactamente igual, que lo que de verdad le importaba era que no lo sacaran de allí a patadas.
La reacción del profesor tardó en llegar unos segundos y, en su transcurso, mientras los dos se sostenían la mirada, por la mente de Daniel pasaron como en una secuencia precipitada los peores pronósticos que con su bullicioso optimismo jamás había llegado a imaginar. Fontana se había equivocado: confiar en aquel colega suyo había sido una penosa elección, no habían contado con su insidia. La decisión de trabajar en la obra de Sender iba a ser sentenciada a muerte antes de empezar, fin de su primer gran proyecto académico. La comisión Fulbright sería informada de lo improcedente de su trabajo, le retirarían la beca, en breve tendría que volver a Pittsburgh. Adiós a Madrid, a su sueño de recorrer España. Quizá debería haber hecho caso a sus padres y haber cejado en su absurdo empeño de especializarse en una literatura extranjera. Quizá su destino profesional estaba en la escuela de leyes. O en la sala de urgencias de un hospital. O en la fábrica Heinz, cargando camiones de ketchup y alubias hasta que sus huesos no pudieran más.
—Bien, señor Carter, muy, muy bien… —sentenció finalmente el profesor apuntando en la comisura de su boca una leve sonrisa un tanto burlona—. A pesar del mal trago que le he hecho pasar, no me cabe duda de que acabará usted siendo un buen hispanista cuando consolide su dominio de la lengua y avance en sus investigaciones. De momento, se le ve bien encauzado, dueño de opiniones firmes y de una evidente determinación.
Daniel estuvo a punto de resoplar mostrando su alivio, a punto de destensarse y de echarse a reír. De sentirse a salvo.
—Pero todavía le queda un arduo camino por delante —añadió Cabeza de Vaca—. Y, para ello, como primer paso y antes de que se embarque en su cometido, debemos cumplir con algunas exigencias formales.
Volvió a sentir una cierta turbación, pero estaba seguro de que lo peor ya había pasado. El profesor, entretanto, seguía elaborando su discurso bien medido.
—Para que cubramos todos los requisitos académicos, le vamos a matricular en dos materias. Una será Paleografía visigoda, con especial atención al Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana. La imparto los lunes, martes y miércoles a las ocho de la mañana. La otra, Análisis comparativo de las Glosas Silenses y Emilianenses. Jueves y viernes, de siete y media a nueve de la noche.
En el español aún a medio cocer del joven americano empezaron a amontonarse las palabras necesarias para elaborar un pretexto que le eximiera de cursar algo tan disparatadamente ajeno a sus intereses.
—Disculpe, señor, pero… yo, bueno, mi intención…
—Aunque quedará dispensado de asistir a las clases de ambas materias sin menoscabo de obtener en ellas la calificación de sobresaliente si le tengo aquí de vuelta el mes que viene y me cuenta qué tal le ha ido allá por el Alto Aragón.
El rostro de Daniel debió de reflejar algo parecido al estupor. Cabeza de Vaca, rompiendo su frialdad hasta entonces exquisita, soltó una sonora carcajada.
—Sus palabras han sido convincentes, como lo son también las cartas de recomendación que me han llegado desde la Universidad de Pittsburgh y el informe de la Fundación Fulbright. Aunque, naturalmente, yo no estaba dispuesto a aceptar a un alumno de mi querido Andrés Fontana sin antes retomar con él el contacto perdido. No porque desconfiase, entiéndame: habría aceptado cualquier petición suya sin ni siquiera dudarlo. Pero no quería perder la oportunidad de volver a saber de mi viejo compañero y conocer qué ha sido de él a lo largo de todos estos años.
Así que ya había hablado con Fontana. Así que Cabeza de Vaca estaba al tanto de sus intenciones y de la vida de su compañero en las últimas décadas. Así que solo le estaba poniendo a prueba. Su alivio fue tan inmenso que casi le entraron ganas de llorar.
Entreverado con su desahogo, sin embargo, Daniel fue de pronto consciente de que tampoco él sabía gran cosa del pasado de su profesor. Las conversaciones entre ambos casi siempre se centraban en el presente y, sobre todo, en el futuro: planes y proyectos, programas que cumplir, objetivos que alcanzar. Lo remoto que de Fontana conocía se circunscribía tan solo a las aulas y las lecturas, al pasado histórico y literario que envolvía su patria. Apenas nada más.
—Fue emotivo, créame. Jamás supe de su paradero desde que ambos concluimos la carrera en el 35. Sabía que tenía la intención de pasar un curso como lector en una universidad norteamericana, pero desconocía si alguna vez volvió, si luchó en la guerra o no, si lo mataron o sobrevivió.
—Nunca regresó —adelantó Daniel.
—Lo sé, lo sé. Ahora ya lo sé todo. Ya he averiguado en qué acabó fraguando el tesón y el empuje de aquel hijo de minero que jamás se sintió incómodo entre los señoritos que pululábamos por aquí esos días. Siempre admiré eso de él: la confianza en sí mismo, su capacidad para no amilanarse, para adaptarse a todo sin perder nunca la perspectiva de quién era y de dónde venía. Ha sido una grandísima alegría recuperarle. Y me ha enviado un mensaje para usted. Téngalo, transcrito letra a letra.
Le tendió una cuartilla doblada. Dentro, un breve puñado de monosílabos en su propia lengua.
—Let him do his way —leyó para sí. Déjele hacer a su manera, aconsejaba su maestro.
—Contrariamente a lo que entre ustedes dos tramaron en un principio, me he comprometido con Andrés Fontana no solo a actuar como su supervisor nominal para cumplir con los requisitos formales de su beca, señor Carter, sino también a ayudarle verdaderamente en todo lo que esté en mi mano.
—Se lo agradezco, señor.
Pretendía sonar sincero, pero estaba confuso, incapaz de vislumbrar si aquella reacción del profesor iba a resultar positiva para sus intenciones o se tornaría en un lastre difícil de arrastrar.
Cabeza de Vaca siguió hablando como si no le hubiera oído.
—A diferencia de lo que pensaban inicialmente, en el fondo, su proyecto me complace. O me voy a esforzar para que me complazca, por expresarlo con más precisión. Enseguida entenderá por qué.
Se inclinó entonces lateralmente, agarrando algo que quedaba oculto de la vista tras la recia mesa que los separaba. Se trataba de una muleta. Una muleta que el profesor se ajustó con destreza bajo el brazo derecho a la vez que hacía un esfuerzo enérgico para ponerse en pie. Solo entonces pudo percibir Daniel la merma de su cuerpo.
—La guerra me arrebató a mi novia, dos hermanos y una pierna. Hay que ser muy fuerte para superar algo así y mirar sin angustia hacia el futuro. Y yo no lo fui. Me faltó el coraje y, por eso, me refugié en el pasado. Retrocedí hasta el Medievo —dijo desplomándose en la silla otra vez y tirando la muleta al suelo. El ruido sonoro de la madera al estamparse contra las baldosas no pareció alterarle—. Entre los códices, las crónicas y las cantigas hallé el sosiego que la memoria y las pesadillas me robaban. De ellos hice algo más que mi profesión de medievalista: los convertí en una guarida en la que cobijarme a lo largo de estos años.
—Entiendo… —murmuró Daniel sin ser del todo sincero. Creía entender, pero no estaba seguro de asimilar la justa densidad de lo que estaba oyendo.
—Pero no creo que mi postura sea la más sensata, ni muchísimo menos. Y por eso me parece que debo hacer un esfuerzo por comprender y ayudar a quien se empeña en seguir hacia delante. He estado pensando mucho sobre esto desde que retomé el contacto con Fontana, ¿sabe? Y aunque jamás imaginé que me vería defendiendo esta postura, he llegado a la conclusión de que mal camino llevaría este país si todos los intelectuales se escondieran como yo en una caverna pretérita, ausentes y ajenos, sordos, ciegos y mudos ante el presente que nos rodea.
—Entiendo… —volvió a murmurar. En el fondo, seguía sin comprender.
—Mi vida transcurre volviendo una mirada reflexiva hacia el pasado, pero creo que también es necesario que nuestras letras se sigan nutriendo, que dejemos avanzar nuestra cultura por todos sus cauces hacia el futuro. Y en esos cauces, guste más o menos, están las voces de todos los que sobrevivieron a la atrocidad de la guerra: los que se quedaron y los que se fueron. Los que siguen aquí y los desterrados.
—¿Se refiere a los exiliados como Sender, señor? —preguntó Daniel dubitativo.
—Exactamente. Los únicos que ya están silenciados para siempre son los muertos. Los demás, incluso en la distancia, siguen siendo hijos de esta patria, mantienen viva su memoria y ennoblecen nuestra lengua con su palabra. Ignorarlos y perpetuar la escisión dolorosa que separa a los de fuera de los de dentro solo contribuirá a deformar aún más el desarrollo intelectual de nuestro país.
—Así lo cree también el doctor Fontana, profesor —se aventuró a decir.
—Y así creo yo que deberíamos empezar a pensar todos también aquí. Considerar a los que no pueden o no quieren volver como parte esencial de nuestra cultura es, nos guste o no, una responsabilidad moral. Así que cuente conmigo para recuperar a su escritor, amigo mío, y también para ayudarle a comprender este país y para todo lo que necesite. Intuyo que no será mucho lo que yo pueda hacer por usted, vaya eso por delante. Pero aquí me tiene, por si acaso. Solo le exijo a cambio que me informe periódicamente sobre sus avances.
—Lo haré tal como me pide, muchas gracias, profesor —fue lo único que logró replicar. Demasiada información, demasiada emoción contenida como para digerirla de golpe.
—Le estaré esperando —concluyó Cabeza de Vaca tendiéndole la mano sin volverse a levantar—. Se despide de usted un Heroico Requeté y Caballero Mutilado por la Noble Causa de Dios, la Patria y los Fueros. Un iluso que no tuvo la suerte de su mentor, se tragó la milonga de la gran cruzada, y no supo quitarse de en medio en el momento oportuno.
Daniel se la estrechó con fuerza, trasladándole con su apretón una mezcla de admiración y aturdimiento.
—Volveré en un mes, señor, se lo prometo.
—Eso espero. Y una cosa más, antes de que se vaya. Probablemente usted no conozca la película Bienvenido, Mr. Marshall, ¿verdad?
—No la conozco, no…
—La estrenaron hace unos años, en el 53, si no recuerdo mal. Es divertida y amarga a la vez, desoladora en el fondo. Véala si tiene ocasión y reflexione después. Intente no hacer usted lo mismo que sus compatriotas en el film. Respete a este pueblo, muchacho. No pase por delante de nosotros sin pararse a entender quiénes somos. No se quede en la anécdota, no nos juzgue con simpleza. Confiamos en usted, Daniel Carter. No nos decepcione.