Un Lockheed Super Constellation de la TWA depositó a Daniel Carter en la pista de Barajas una mañana del fin del verano tórrido de 1958. Con él llevaba dos maletas, una máquina de escribir portátil y un cargamento de optimismo que no habría cabido en la bodega del avión. Para su subsistencia, la beca Fulbright que finalmente le había sido concedida. A un tipo de cambio de cuarenta y dos pesetas por dólar, esperaba ser capaz de estirarla para vivir sin apreturas durante un curso completo.
El mozo enjuto se le acercó raudo. Sin sacarse de la boca un Bisonte rechupado, se ofreció a cargarle el equipaje en una carretilla medio oxidada. Una vez fuera de la terminal y tras un tira y afloja con dos colegas de oficio, el propietario de un taxi negro le abrió obsequioso su puerta trasera. Como para no pelearse por un turista con pinta de americano, pensó el hombre. Con los tiempos que corrían.
—Adonde ordene el caballero… —dijo el taxista con un palillo entre los dientes.
—Calle Luisa Fernanda, número 26 —pidió. Su primer amago comunicativo en suelo español.
Se fue bebiendo Madrid tras las ventanillas, todo le resultaba fascinante, todo le llamaba la atención. Desde el secarral desolado por el que la carretera se adentraba en el extrarradio hasta los edificios y las gentes que con creciente densidad iban llenando los cruces, las calles y las esquinas. El taxista, entretanto, dispuesto a arrancarle una propina generosa, se brindó a servirle de cicerone. A voces, para que se enterara bien.
—Si a usted se le ofrece preguntarme cualquier cosa, míster, aquí me tiene para lo que guste.
—Muchas gracias, señor —replicó Daniel, cortés. Más que oír al taxista, sin embargo, lo que en ese momento quería era seguir absorbiendo todo cuanto se le cruzaba delante de los ojos.
Sin tener plena certeza, a medida que recorrían calles de desigual amplitud, empezó a sospechar que estaban dando más vueltas de la cuenta. A veces, incluso, le pareció que pasaban por el mismo sitio más de una vez. Obreros con mono y boina frente a una zanja, criaditas a la carrera y parejas de guardias vestidos de gris, de todo vio. Ciegos que vendían cupones al grito de veinte iguales para hoy, madres con el cesto al brazo camino del mercado, carteros en bicicleta, tres curas con sotana cruzando la calle a la vez. Figurantes todos, en esencia, de ese gran escenario que llevaba meses anticipando en su imaginación.
—Y esto, la Puerta de Alcalá, menuda preciosidad —aclaró el taxista al cabo de un buen rato de zigzagueo—. Y ahí tiene la Cibeles, fíjese, como una reina. Y enseguida vamos a enfilar la Gran Vía. Mire, mire, mire qué fenómeno: la Sarita Montiel en El último cuplé. Cerca de un año lleva en cartel, malo me pongo cada vez que paso por la puerta del Rialto. A ver si se le va a ocurrir a usted volverse para su tierra sin verla cantar el Fumando espero…
Sus ojos saltaban de los anuncios de licores y detergentes a los nombres de las bocas de metro y a los guardias urbanos que organizaban a silbatazos la circulación. De los carteles gigantescos que anunciaban películas nacionales y forasteras a las muchachas que taconeaban garbosas por las aceras con vestidos bien apretados en la cintura y a los hombres flacos y repeinados que fumaban compulsivamente mientras les soltaban piropos y obscenidades sin sombra de pudor. Todo le resultaba subyugante bajo el sol aún combativo de septiembre.
—Y ahora llegamos a la plaza de España. Mire usted, la Torre de Madrid, recién terminada, casi ciento cincuenta metros de altura dicen que mide, ¿qué le parece?
—Magnífica —mintió Daniel. No aclaró que acababa de pasar un par de días en Nueva York en su tránsito hacia España.
—Treinta y siete plantas y un chorro de ascensores para parar un tren —añadió tan orgulloso como si la fuera a heredar—, el rascacielos más alto de Europa. Para que luego digan que aquí no hacemos las cosas bien.
—Magnífica —reiteró Daniel mientras detenía la mirada en una mujer de luto que, sentada en el suelo y con un niño harapiento al pecho, extendía la mano pidiendo limosna a pocos metros de la entrada principal.
—Y ya estamos llegando a su destino, entrando en el barrio de Argüelles. Esta es la calle Princesa, y eso de ahí a la derecha que casi no se ve es el palacio de Liria, la choza del duque de Alba, no vea usted cómo vive el gachó. Y ahora torcemos para abajo y nos metemos en Luisa Fernanda, como la zarzuela. Y al final de la calle llegamos al número 26, como me dijo usted. Pues aquí estamos, amigo. Treinta y tres con cincuenta la carrera, más diez pesetas de los bultos y la voluntad por la información. Y no me irá a decir que ha estado mal el circuito, ¿eh, míster?
De sobra sabía Daniel que el mismo recorrido podría haberlo hecho por la mitad con un taxista un poco menos avispado y algo más honrado. Pero pagó sin rechistar el importe pedido. Un extra asumible, pensó, por la clase de literatura aplicada que acababa de recibir: picaresca española del siglo XX. En vivo.
Otra cosa fue la propina.
—¿Qué es esto que me ha dado, amigo? —preguntó el taxista al observar las extrañas monedas que el americano le acababa de entregar. El palillo rechupado que aún llevaba entre los dientes, impulsado quizá por la sorpresa, fue por fin a parar al suelo.
—Quince centavos, señor. Para que usted también empiece a conocer un poco de mi país.
Dejó atrás a su cicerone rumiando algo ininteligible sobre sus muertos y entró en el edificio cargando su equipaje. El portal era amplio, de buena casa burguesa. Colgadas del techo, dos lámparas bruñidas. Al fondo arrancaba una amplia escalera, en el centro un ascensor. A la derecha un cubículo acristalado, vacío en aquel momento. Al lado, la puerta de una vivienda sin cerrar del todo. Una placa anunciaba que aquel era su destino: portería.
Llamó con los nudillos y nadie respondió. Después encontró un timbre, lo hizo sonar y tampoco recibió respuesta. Asomó entonces la cabeza y descubrió un cuarto escueto. En su epicentro, una mesa redonda coronada por un tapete de ganchillo con cuatro sillas alrededor. Hola, dijo en voz alta. Hola, hola, repitió más alto aún. Nadie salió. Convencido finalmente de que allí no había presencia humana alguna, optó por empujar su equipaje en la estancia y marcharse de nuevo. No estaba dispuesto a perder un solo minuto de aquella primera mañana.
Echó a andar sin rumbo, absorbiéndolo todo otra vez con los cinco sentidos. A cada paso intentaba descifrar anuncios y voces mientras disfrutaba el aroma de establecimientos que ni siquiera sabía qué ofrecían a su clientela. Salazones y encurtidos, mercería, churrería. Hasta que tropezó con un kiosco y su atención se desvió hacia los titulares que desgranaban el acontecer del país. Leyó las portadas y escogió unos cuantos ejemplares casi al tuntún, esperando encontrar en ellos radiografías de la tierra recién pisada. Ya, Pueblo y Abc porque el vendedor le aseguró que eran los que más se despachaban. Añadió después El Caso, prometía detalles jugosos sobre los cuatro asesinatos perpetrados aquel verano por un criminal apellidado Jarabo. Y una revista a color que paradójicamente se llamaba Blanco y Negro y que mostraba a un niño canijo y moreno al que presentaba como Joselito, el pequeño ruiseñor. En el último momento, pegados a sus piernas, notó a dos mocosos que apenas le llegaban a la cintura. Observaban con arrobo las publicaciones infantiles mientras uno de ellos se rascaba con ahínco la cabeza y el otro se hurgaba con un dedo en las profundidades de la nariz. Pidió tres ejemplares, ¿Tiovivo le vale al señor? Regaló dos a los chiquillos y añadió el suyo al paquetón de publicaciones.
Tras pagar con un billete de cien pesetas y recibir como cambio unas cuantas monedas, intuyó que la vida en Madrid iba a resultarle sorprendentemente barata. Mejor, pensó mientras empujaba la puerta del establecimiento vecino. Más cosas podría hacer, más rincones visitar, más libros comprar. Pero eso ya lo iría pensando más adelante. De momento, su prioridad era averiguar con qué iba a llenar el estómago hambriento a las once y media de la mañana en una taberna que anunciaba en letras rojas su especialidad en bocadillos y raciones variadas.
Desplegó sobre la mesa la prensa recién comprada mientras saboreaba a ciegas lo que el camarero le sirvió ante su incapacidad para descifrar la pizarra con las especialidades de la casa: media barra de pan rellena de calamares fritos y un vaso de vino blanco un tanto turbio servido directamente de un barril. Devoró los periódicos a la vez que la comanda y se enteró así, entre bocado y bocado, de que el barco de Franco se llamaba Azor y, gracias a él, aprendió el significado del verbo fondear y la situación en el mapa del puerto de Vigo. Supo también que un torero conocido como el Litri volvería a los ruedos la temporada siguiente. Que, al cierre de la edición, a un ferroviario de nombre Emiliano Bermejo Salcedilla le había arrollado una locomotora en la estación del Norte.
Eran ya cerca de la dos cuando regresó a su destino inicial. A través de la puerta aún entreabierta de la vivienda de la portería se oía por fin ruido y agitación. Un canturreo, un grifo abierto. El grito de ya voy, ya voy, ya voy al oír el timbre. Pasos pequeños que cada vez se acercaban más.
—¡Virgen del amor hermoso, pero qué buen mozo es usted, señorito Daniel! —fue el saludo de la mujer rechonchita que llegó a la puerta apresurada secándose las manos con un trapo.
No pudo evitar una carcajada ante el cumplido. Acto seguido, al reclamo de ella, se dobló casi en un ángulo recto para que la portera pudiera plantarle en las mejillas un par de besos sonoros como ventosas. Mes y medio llevaba reservándolos, desde que recibiera la carta de Andrés Fontana en la que le anunciaba la llegada del joven americano.
—Pase para adentro, hijo mío, pase para adentro, que tengo ya el cocido a puntito en la lumbre. ¡Mira tú que irme yo a la droguería en el momento justo en que ha ido usted a llegar!
Daniel quiso decirle que ya había comido algo antes, que no se preocupara por él, que quizá le vendría mejor echarse un rato. Pero perdió la batalla antes de iniciarla y no tuvo más remedio que sentarse a la mesa ya puesta y acomodarse la servilleta a cuadros en la pechera, tal como ella le indicó. Quién iba a decirle que aquel cocido, el primero de los muchos que a lo largo de su vida comería, con su sopa, sus garbanzos y sus viandas —como tantas cosas a partir de aquel día, como tantos otros días en los meses que habrían de llegar—, le sabría a algo imposible de definir. Ni siquiera con el diccionario bilingüe que llevaba en la maleta.
Otra cosa muy distinta fue el dormir. El país que le acogía ya no tenía cartillas de racionamiento ni Auxilio Social para los menesterosos, había comenzado a resquebrajar su orgullosa autarquía congraciándose con el Vaticano y con el gobierno de los Estados Unidos, y había encumbrado al poder de la política económica a un equipo de tecnócratas que, aun con mayores capacidades y conocimientos que sus predecesores, tenían el mismo interés que estos en democratizar el país. O sea, ninguno. Aquel anquilosamiento parecía permear también en algunas otras esferas de la vida. En la estatura media de los españoles, por ejemplo, que apenas superaba el metro setenta en los hombres y unos cuantos centímetros menos en las mujeres. Y en los muebles y enseres domésticos, adaptados aún a esa talla menuda, como el lecho insuficiente que esperaba a Daniel en el cuarto que había sido de los hijos de la portera en su juventud.
—¡Ay, Señor bendito! ¿Y en qué cama voy yo a meterle, con esa largura que me gasta?
Comenzaba a recoger la mesa: para su gran satisfacción, el americano había repetido cocido, devorado media fuente de arroz con leche y rematado la comida con casi una olla entera de café. En cuanto la vio empezar a apilar platos, se levantó dispuesto a ayudarla.
—¡Ni hablar, hijo mío, ni hablar! —protestó enérgica la portera—. Vaya usted metiendo las maletas en la habitación, que en un momentito estoy yo allí.
La cama era, efectivamente, a todas luces escasa. Pero faltaba comprobar hasta qué punto.
—Túmbese, criatura, túmbese…
A duras penas pudieron los dos contener la risa. Las piernas de Daniel sobresalían de los pies de la cama a partir de media pantorrilla.
—Esto nos lo arregla el Mauricio el carpintero, ya verá como sí —dijo dándole unas palmaditas en el brazo como para tranquilizarle—. ¿Cuánto mide usted, señorito Daniel, que se lo diga yo a él, a ver qué puede hacernos?
—Seis pies dos pulgadas —respondió de forma automática, ajustándose a la lengua, pero no a las varas de medir del país.
—¿Y cuánto es eso en cristiano, si se puede saber?
—¿Perdón?
—En metros, hijo, que cuánto mide usted en metros.
—Pues… pues no lo sé.
—Eso lo arreglamos en un satiamén —murmuró entre dientes mientras salía de la habitación en busca de su costurero. En unos segundos estaba de vuelta—. A ver, apóyese usted contra esta pared —dijo deshaciendo el rollo de cinta métrica. Daniel obedeció divertido—. Espérese, que no llego —dijo acercando la única silla de la habitación. A ella se subió la señora Antonia sin pensárselo dos veces—. A ver, alce la cabeza, no se mueva, ya está. Un metro y ochenta y ocho, ya sabe usted su talla, por si le mandan a cumplir el servicio militar, no lo quiera el Señor.
Daniel no alcanzaba a entender el sentido de un buen montón de palabras y frases de la viuda, pero como para los sentimientos no existen lenguas, sí comprendió el afecto que emanaba y su más que generosa disposición. Entre ambos, portera y americano, viuda y recién llegado, asimétricos en todo y acompasados empero como el punto y la i, arreglaron el problema nocturno con un poco de ingenio y la ayuda combinada del carpintero del barrio y un vecino colchonero. El primero montó con unas cuantas tablas una extensión para la cama, el segundo hizo un colchón a la medida del apéndice. Y la señora Antonia cosió a las sábanas unos trozos de lienzo de algodón. Perfecto, afirmó Daniel cuando todo estuvo listo. Niquelao, fue el adjetivo que ella eligió para alabar el resultado del apaño. Rápidamente entró a formar parte del cuaderno de vocabulario en el que él insertaba su continuo caudal de adquisiciones.
El asunto de la cama podría haberle servido como excusa para buscar, tras los primeros días de estancia, un nuevo alojamiento. Después de unas cuantas jornadas de adaptación a Madrid en la humilde vivienda de la portería, tal vez debería haberse aventurado a encontrar un cobijo algo más holgado. Una buena pensión para señoritos de provincias, un hostal céntrico y luminoso, una plaza en la mítica Residencia de Estudiantes quizá. Pero prefirió no moverse: seguir durmiendo en una habitación oscura abierta a un patio en el que siempre había ropa tendida y olor a lejía, alumbrarse con la luz escasa de una bombilla pelada, sentarse a leer en una silla de enea ante la ausencia de un buen sillón. Nada de eso parecía importarle, nada se le hacía incómodo. Todo lo contrario, más bien. Lo percibía como algo sustancialmente auténtico. Realidad en su esencia más pura, sal de la vida.
Puede que existiera también en su voluntad de no mudarse un trazo involuntario de intención continuista, el deseo inconsciente y un tanto romántico de perpetuar algo que se había interrumpido bruscamente más de dos décadas atrás. En casa de la señora Antonia —en otra portería de la calle Princesa antes de que se mudaran a Luisa Fernanda, antes de que ella enviudara y de que sus hijos crecieran y se marcharan de su lado— también había vivido el profesor Andrés Fontana en sus años de estudiante. Él mismo fue quien ofreció a Daniel aquel alojamiento como opción de arranque para sus primeros días en España, quien escribió a la portera desde Pittsburgh y le encargó la acogida de su alumno americano a razón de doscientas pesetas semanales. Si Fontana, con su solidez, había residido en unas condiciones aún más adversas y con la misma compañía, por qué no habría de hacerlo también Daniel Carter. Va por usted, maestro, habría dicho el americano de haber sabido entonces que tal expresión existía. Lástima que no la aprendiese hasta que llegara la feria de San Isidro unos cuantos meses después.
Hubo, definitivamente, un cúmulo de razones prácticas y contundentes que sumadas unas a otras le hicieron dudar poco. Los guisos llenos de sustancia servidos con pan para mojar, el café de puchero con el que abría los ojos por las mañanas, sus camisas lavadas a mano y planchadas con primor y almidón. Las anécdotas de la señora Antonia y su memoria intacta del ayer que, en sesiones continuas de mesa camilla, le ayudarían a ir descubriendo la miga de la tierra que pisaba. El manantial de habla popular que a diario oía, el borboteo constante de giros y chascarrillos que él empezó a anotar por montones en el cuaderno que a partir de entonces decidió llevar siempre en un bolsillo.
Y, quizá sin él saberlo y por encima de las demás causas, sobrevolándolas a todas de manera imperceptible, hubo algo más. Algo impalpable, intangible. Algo que había percibido desde el momento en que atravesó la puerta de la vivienda y se enfrentó al tapete de ganchillo y al retrato añoso de una boda de pueblo en el que ya faltaba la mitad. Al olor de comida en la lumbre, a la estampa enmarcada del Sagrado Corazón, al almanaque de mujeres morenas con sombreros cordobeses y ojos tristes, y a la radio permanentemente encendida, inaudible casi a veces, jaranera a ratos con concursos, seriales y coplas. La calidez. La ternura. El verse de pronto arropado. El hecho de que alguien, después de tanto tiempo huérfano de afectos, se preocupara por él tras el desamparo en el que braceaba desde que anunció en voz alta que su futuro nunca transitaría por los bufetes, los juicios o los hospitales.