CAPÍTULO 12

Recorrieron sin rumbo Pittsburgh, la ciudad del acero, con Daniel tras el volante del automóvil de Fontana mientras lanzaba constantes miradas fugaces al reloj. Tenía que encontrar una solución para dejar a los tres hispanistas entretenidos como fuera, solo quedaban cuarenta minutos para su turno. Empezaba a nevar.

Como copiloto llevaba a un profesor mexicano experto en San Juan de la Cruz con el que parlamentaba a ratos en inglés. Detrás, con los abrigos puestos y fumando como posesos, un español mayor y discreto, y otro más joven que se defendía en una confusa mezcolanza lingüística que él apenas lograba entender. Demasiado tarde ya como para visitar el Carnegie Museum, pasaron por el Pitt Stadium en el campus. Daniel cruzó los dedos, pero no hubo suerte: los Pittsburgh Panthers, el equipo de fútbol de la universidad, no entrenaban esa noche. Siguió conduciendo. Los alrededores del Forbes Field, el estadio de los Pittsburgh Steelers, también estaban desolados. Faltaban treinta minutos para su hora cuando llegaron al Penn Theater y les propuso entrar a ver a Elvis Presley en Love Me Tender. Ninguno de los profesores mostró interés. ¿Qué tal una visita al Atlantic Grill de Liberty Avenue, templo local de la cocina alemana? El viejo silencioso se carcajeó sin pudor, después le dio un ataque de tos. ¿Y una copa en el bar del Roosevelt Hotel? Ni caso. Veinte minutos para fichar, calculó volviendo a mirar la hora. Seguía nevando. Maldita beca.

—Escuche, joven —dijo por fin el mexicano mientras cruzaban uno de los puentes sobre el río Monongahela por tercera vez—. Estos humildes profesores que somos, y a los que usted tiene esta noche la gentileza de acompañar, venimos de Nueva York. Yo enseño en el Hispanic Institute de Columbia University, el doctor Montero es profesor emérito del Brooklyn College de CUNY y el joven doctor Godoy acaba de incorporarse al college de la misma universidad en Staten Island. A los restaurantes, cines y eventos deportivos, estamos más que acostumbrados ya. Lo que a nosotros nos gustaría esta noche es algo singular. Algo especial, algo que solo pueda hacerse en Pittsburgh, ¿me entiende?

—Perfectamente —corroboró con un volantazo.

Por fin se le había ocurrido una idea. Igual era una locura, pero no le quedaba ninguna otra baza que jugar.

La fábrica no detenía su actividad por las noches. La reducía, pero no la paraba del todo. El primer escollo fue el vigilante.

—Espérenme aquí, por favor.

Los dejó fumando en el coche, con la calefacción al máximo, confusos e intrigados ante su reacción, observándole a través de las ventanillas mientras él se dirigía a la caseta de acceso. Lo que a continuación contó no llegó a oídos de los tres profesores. Afortunadamente.

—Buenas noches, Bill, tío —saludó leyendo la placa que el empleado llevaba prendida en el pecho.

Solían cambiar de día y horario, no conocía a todos por el nombre. Pero recordaba haber visto a este alguna que otra vez. Y sabía que no era precisamente una lumbrera. Por ahí decidió atacar.

—Buenas noches, chico —respondió el tal Bill sin despegar del todo los ojos de la página de deportes del Pittsburgh Post-Gazette.

—Entro ahora en el turno —dijo enseñándole su credencial de trabajador—. Pero no te puedes ni imaginar lo que me ha pasado mientras venía en el coche.

—¿Un pinchazo?

—Ni mucho menos. He salvado tres vidas.

—¿Has salvado tres vidas? —preguntó atónito al tiempo que dejaba de lado el periódico.

—Sí, señor, tres vidas. Y quizá el futuro de esta empresa también.

Señaló entonces el coche en el que los hispanistas seguían rumiando su desconcierto entre caladas de Lucky Strike. En tono cómplice, continuó elaborando su dislate.

—Aquí traigo a tres representantes europeos del sector agroalimentario. Venían en visita comercial a la mítica casa Heinz, pero su automóvil alquilado se ha quedado averiado en una cuneta al poco de salir del aeropuerto. Se les ha incendiado el motor, podrían haberse matado.

—Vaya…

—Pero fíjate tú qué gran suerte que yo los haya encontrado por pura casualidad. Y menos mal que, aun con un enorme retraso, los he podido traer en mi coche hasta aquí.

El vigilante, grandón, gordón, torpón, se rascó con recelo la cabeza. Justo detrás de la oreja izquierda.

—Me temo que hoy ya no pueden entrar. A estas horas solo está autorizado el acceso a los trabajadores.

—Ya, pero es que ellos necesitan ver la fábrica ahora mismo.

—¿Y por qué no vienen mañana?

—Porque es domingo.

—Que vuelvan el lunes.

—Imposible, los esperan en Atlanta para visitar la fábrica de Coca-Cola.

El mismo Daniel estaba anonadado por la facilidad con que las mentiras salían de su boca. Todo fuera por la beca del demonio.

—Pues no sé qué decirte, amigo…

—Pues a ver cómo le explicas la semana que viene al encargado que estos representantes se han vuelto a Europa dispuestos a vender allí millones de litros de Coca-Cola y ni un solo producto nuestro.

El gigantón volvió a rascarse la cabeza. Esta vez, la coronilla.

—Lo mismo tengo un problema, ¿no?

—Eso pienso yo.

Dos minutos más tarde estaban todos dentro.

—Bienvenidos, señores, al alma de América —proclamó entonces Daniel en un chirriante español que intentaba sonar triunfal.

—¿Perdón? —preguntó el profesor emérito.

—¿Cuál es la esencia de la vida americana? —continuó.

Había vuelto a su lengua nativa, la necesitaba para la opereta que estaba a punto de montar. Sin darles tiempo siquiera a tantear una contestación, automáticamente se respondió a sí mismo:

—¡La hamburguesa, por supuesto!

Caminaban por los pasillos mientras Daniel continuaba soltando sandeces a la vez que se preguntaba qué diantres iba a hacer a continuación.

—¿Y cuál es la clave de una buena hamburguesa? ¿La carne, creen ustedes? Ni hablar. ¿El pan? Tampoco. Ni la lechuga o la cebolla, por supuesto. La clave, señores, ¡es el ketchup! ¿Y dónde está el secreto del ketchup, el corazón del ketchup? ¡En Heinz!

Habían llegado a la zona de rellenado de botellas, oscura y fantasmagórica a aquellas horas con toda la maquinaria parada y sumida en un silencio de cementerio. Buscó los interruptores de la luz, los accionó con ímpetu hasta que todos los neones deslumbraron la inmensidad de la estancia. Sabía que se metería en un buen problema si algún encargado pasaba por allí, pero no le quedaba otra opción. Moviéndose de un lado para otro, se fue inventando sobre la marcha para qué servía cada una de las gigantescas máquinas. Apenas tenía idea de sus funciones: en aquella parte de la fábrica había estado tan solo un par de veces con anterioridad. Pero en un derroche desesperado de imaginación, al encontrar lo que recordaba vagamente como la máquina etiquetadora, les dramatizó su tarea. Se empeñó después en que cada uno se guardara en el bolsillo un puñado de tapones de rosca cuando llegaron a la zona de sellado y cierre. Y al alcanzar al fin lo que se suponía que era el inicio del proceso, el rellenado, Daniel, de un salto, subió hasta la plataforma que contenía el depósito desde el que se realizaba tal función. Metió un dedo dentro, lo sacó rojo.

—¡El ketchup, señores, orgullo de la gran casa Heinz! ¡Aquí está, no hay que ir más lejos! ¡Suban y pruébenlo!

Tendió una mano al más joven de los profesores. Aun un tanto desconcertado, no se atrevió a negarse.

—¡Pruebe, pruebe la gran gloria de América, profesor! —insistió obligándole a meter la mano en el depósito.

Después ayudó a subir al mexicano, un poco más reacio. Al depósito fue su mano derecha también. El maduro doctor Montero, a pesar de la insistencia, dijo que ni hablar.

Mientras bajaban de la plataforma tras hartarse de probar la salsa de tomate con sabor dulzón, Daniel volvió a consultar la hora. El tiempo se le agotaba y no tenía la más remota idea de qué hacer a continuación. Los encaminó entonces hacia el vestuario, les pidió que le esperaran fuera mientras se ponía el mono color arena que todos los empleados estaban obligados a llevar. Al fondo se oía el ruido de las cintas transportadoras y las carretillas mecánicas que usaban para llenar de cajas los camiones. Y voces de hombres dándose órdenes entre ellos, alguna risotada de vez en cuando, alguna palabra malsonante de tanto en tanto también. Mientras, los profesores, incongruentes con sus largos abrigos oscuros, sus corbatas y sus sombreros, seguían preguntándose qué demonios hacían allí.

En el mismo momento en el que Daniel salía del vestuario de hombres, tres jóvenes lo hacían del de mujeres.

—Hola, estudiante —dijeron dos de ellas al unísono con tono burlón. La tercera se ruborizó ligeramente al verle.

Iban ya vestidas de calle, con los labios pintados, el uniforme recién quitado guardado en el bolso y el abrigo cada una de un color. Violeta la morena más alta, amarillo la rubia redondita, azul verdoso la castaña que se sonrojó. El mexicano y el joven profesor español por fin reflejaron en la cara un minúsculo interés. El viejo tosió de nuevo.

—¿Qué hay, chicas, ya os vais a casa? —saludó Daniel con prisa.

—Qué remedio… —dijo la rubia con un gesto impostado de fastidio—. No tenemos a nadie que nos saque por ahí.

La ocasión se le estaba presentando antes de lo esperado. Y no la dejó pasar.

—Señores, les presento a mis amigas Ruth-Ann, Gina y Mary-Lou. Las mujeres más hermosas de todo el South Side. Las empaquetadoras de latas de sopa más rápidas de toda la industria manufacturera mundial. Chicas, estáis ante tres hombres sabios.

Hablaba a toda velocidad, calculando que le quedaban apenas un par de minutos para que el operario que le antecedía en su carretilla transportadora apretara el botón de stop. Mientras chocaban manos y se intercambiaban nombres, soltó su oferta en el oído de la rubia.

—Cinco pavos para cada una si los entretenéis durante tres horas —dijo en voz baja entregándole disimuladamente las llaves del coche de Fontana—. Y el jueves por la tarde, os invito al cine.

—Seis por cabeza —corrigió rauda la tal Mary-Lou—. Y después del cine, a cenar.

Ni siquiera tuvo tiempo para calcular que en ello se le iba a ir el salario de una semana entera.

—Mis queridos profesores, estas encantadoras señoritas ansían continuar enseñándoles las instalaciones de nuestra magnífica empresa. Y, después, se ofrecen a llevarlos a bailar. No encontrarán mejor compañía en toda la ciudad, se lo aseguro. Aunque me temo que yo estaría de sobra entre ustedes, así que, si me lo permiten, les voy a ir dejando.

Atónitos quedaron los hispanistas al verle salir corriendo como un loco por el pasillo camino del almacén. Pero las chicas, con su gracia proletaria y el desparpajo de su juventud, entre latas de alubias, cócteles y pasos de chachachá, se ocuparon de que se olvidaran muy pronto de él. Para siempre recordaría el trío de profesores aquel viaje a Pittsburgh como un encuentro académico sin parangón.

Otro pasillo muy distinto fue el que volvió a atravesar Daniel Carter a grandes zancadas casi un par de intensos años más tarde y una eternidad de clases y lecturas después. Mucho más curtido en lo mental, lo moral y lo físico, asomó por fin la cabeza por la puerta abierta del despacho del profesor Fontana en una de las últimas plantas de la imponente Cathedral of Learning.

—Pase, Carter, pase —saludó su voz robusta en español—. Le estaba esperando. Veo que viene como siempre sin resuello. Siéntese tranquilo un rato, haga el favor.

Daniel ya estaba más que habituado al abigarramiento de las estanterías repletas, a las pilas de trabajos y exámenes que poblaban todas las esquinas y a aquella mesa de despacho cubierta siempre de papeles. Con el transcurrir de las asignaturas y los trimestres, Andrés Fontana había llegado a ser no solo su supervisor académico, sino también el mentor respetado e incluso el amigo que, poco a poco, fue desentrañando ante el joven americano algunos misterios de la idiosincrasia de un país que aún no había logrado cicatrizar las heridas de uno de los mayores horrores de la historia.

Mantenía el profesor su austera formalidad española en el trato con colegas y alumnos. Era rápido, resuelto, sólido en cuerpo y alma, con una recia barba oscura que empezaba a encanecer, un torso contundente y unas manos grandes que parecían haberse configurado para algún fin menos sofisticado que el que le ocupaba en las aulas, los despachos y las salas de reuniones. Camino ya de los cincuenta, con excepción de unas cuantas hebras plateadas en las sienes, mantenía intacto un pelo denso y oscuro peinado siempre hacia atrás y gastaba una voz bronca que jamás formulaba elogios gratuitos. A pesar de los largos años de residencia en tierra americana y de dominar un inglés formalmente intachable, ni había limado la firmeza de su acento nativo, ni se esforzaba por disimular el rechazo que le provocaban ciertas actitudes relajadas tan propias del entorno estudiantil en el que llevaba media vida ejerciendo: las risas intempestivas, las carreras ocasionales por los pasillos o esa querencia involuntaria de algunos alumnos a echar una cabezadita en sus clases de primera hora de la tarde. Mostraba escaso aguante para la frivolidad y una tozuda intolerancia ante la desidia y la pereza. Y, pese a ello, era vital, generoso y dialogante, siempre dispuesto a la conversación cuando se le solicitaba, siempre capaz de escuchar y debatir sin prejuicios inamovibles. Siempre presto a tender una mano.

Usando la pluma como un estoque, todavía realizó unos cuantos tachones enérgicos sin levantar la vista de la página manuscrita por algún estudiante mediocre al que estaba despedazando.

—Supongo que todavía seguimos interesados en pasar una buena temporada en España —dijo sosteniendo el cigarrillo entre los labios y la mirada en su despiadada corrección.

—Sí, señor, ya sabe que así es.

A pesar de la confianza que habían ganado entre ambos con el tiempo, en el entorno académico conservaban la más exquisita convencionalidad.

—Pues tengo algo que contarle. Vaya echando un vistazo a esto.

Los folios sujetos con un gancho metálico planearon por encima de la mesa y Daniel los agarró al vuelo. Programa Fulbright, leyó en voz alta.

—Por fin llega a España, alabado sea Dios.

Para rematar su irónico comentario, Fontana trazó con contundencia una última raya horizontal sobre el texto masacrado. Enroscó entonces el capuchón de la estilográfica y se concentró en el asunto para el que había convocado al estudiante a su despacho.

—Se trata de un programa de intercambio académico internacional. Lleva una década funcionando, patrocinado por el Congreso de los Estados Unidos. A España, sin embargo, la habían mantenido hasta ahora al margen, como en tantas otras cosas. Pero, como nuestros países parece que van camino de un dulce entendimiento, por fin han decidido abrirle la puerta y en breve va a constituirse una comisión conjunta.

—¿En qué consiste el programa exactamente? —inquirió Daniel mientras ojeaba los papeles con avidez.

—Becas para cursar estudios de especialización o realizar un trabajo de investigación en una universidad del país elegido.

—Espero que para conseguirla no me pida que le entretenga a cambio a unos cuantos profesores, como la otra vez.

Rio Fontana con ganas. Con la familiaridad ganada a través del tiempo, Daniel había acabado por confesarle los detalles de aquella pretérita noche en Heinz.

—No se preocupe, le garantizo que en esta ocasión todo se hará por el procedimiento más ortodoxo —dijo apagando el pitillo en un cenicero ya repleto de colillas.

Aún le costaba trabajo reconocer en aquel hombre joven, consistente y desenvuelto al muchacho impetuoso que no tanto tiempo atrás llegó a esas aulas con un español vacilante y unas ansias desbocadas por aprender. Se había serenado, se había pulido, había multiplicado por diez su dominio de la lengua y, pese a ello, no había perdido un ápice ni del entusiasmo ni de la curiosidad intelectual que traía consigo el primer día. Y, según lo pactado entre ambos, había conseguido la beca que por fin le libró del trabajo nocturno en la fábrica y le permitió centrarse en sus estudios con determinación. Pero aún le quedaba un largo trecho por delante para llegar a ser lo que apuntaba desde las primeras clases, pensó Fontana. Todavía había que seguir encarrilándole.

—¿Cree que tengo posibilidades?

—Usted sabrá… —replicó el profesor con un punto de socarronería.

—Igual hay suerte.

Dobló entonces los folios, se los guardó en el bolsillo trasero del pantalón y comenzó a recoger del suelo sus libros, sus carpetas, su chaqueta, impulsado por las prisas de quien siempre andaba justo de tiempo y sobrado de cosas que hacer.

—Un momento, Carter, espere, espere, hombre de Dios. A ver cuándo consigo que venga a verme sin que tenga que salir zumbando en cinco minutos.

—Ya sabe que este trimestre tengo seis asignaturas, profesor, y…

—No me cuente penas, muchacho. Céntrese en lo que acabo de decirle. A esta gente hay que presentarles un proyecto serio y bien elaborado. Siéntese otra vez, haga el favor.

Le obedeció con gesto interesado.

—He pensado en alguien. Ramón J. Sender.

—Ramón ¿qué?

—Jo-ta-sén-der.

—¿Quién es?

—Un buen escritor para empezar a considerar un posible tema de su tesis. Y, además, un amigo.

Le lanzó entonces un libro por encima de la gran mesa de trabajo.

—¿Vivo? —preguntó Daniel atrapándolo hábilmente con la mano izquierda.

—Y coleando. Enseña literatura moderna en Albuquerque, Nuevo México. Y sigue escribiendo. Acabo de estar con él en el congreso de narrativa de Amherst.

—¿No vino al encuentro de hispanistas?

—No pudo ser. Y no sabe cuánto le eché de menos.

—¿Profesor visitante?

—Permanente. Exiliado.

—Mosén Millán —leyó Daniel en la portada. Pasó después el dedo pulgar a través de las breves páginas—. Muy corto —añadió como único juicio.

—Y muy bueno. Definitivo. Lo publicó en México hace cuatro o cinco años. Ahora está pensando en cambiarle el título, que pase a ser Réquiem por un campesino español. Y tiene además una gran producción anterior.

—¿Hay ya algo hecho sobre él?

—Apenas nada. Escritor non grato en España y fuera, a menudo, también. Por eso, si finalmente se decide, tendremos que andarnos con cuidado.

Abandonó el despacho con Mosén Millán añadido a su voluminoso cargamento y con el propósito de pelear con uñas y dientes por aquella beca que iba a suponer un paso más en la reconciliación entre su propio país y la España que ansiaba conocer. La idea de Sender, sin embargo, habría de madurarla con sosiego. Ya había hablado antes con Fontana sobre su intención de enfocar una futura tesis doctoral en algún autor contemporáneo. Pero no conocía al escritor propuesto y prefería tener una idea clara de quién era antes de enfrascarse a ciegas en un laborioso trabajo de años sobre sus libros. Aunque eso de que fuera un repudiado dentro y fuera de España no dejaba de causarle una sabrosa morbosidad.

Ya en el pasillo, a punto de lanzarse a la carrera para no llegar tarde a la clase siguiente, oyó como un trueno la voz de Fontana en la distancia, soltando una última frase que no acabó de entender del todo.

—¡A ver cómo nos las arreglamos para envainársela a todos sin que se enteren!