La España que acogió a Daniel Carter la primera vez que cruzó el Atlántico ya había despertado del brutal sopor de la posguerra, pero aún seguía siendo una nación lenta, atrasada y asombrosamente pintoresca ante la mirada de un estudiante norteamericano.
Aportaba él veintidós años y un puñado difuso de razones para embarcarse en aquel lance: cierta desenvoltura en la lengua española, una creciente pasión por su literatura, y unas ganas inmensas de poner el pie en esa tierra a la que llevaba vinculado en la distancia desde que decidiera dinamitar temerariamente las líneas no escritas de su destino.
Hijo de un dentista y de una cultivada ama de casa, Daniel Carter había crecido en la confortable convencionalidad de la pequeña ciudad de Morgantown, West Virginia, arropado por el aire de los Apalaches y por el sueño común de sus padres según el cual su primogénito —buen alumno, buen deportista, buen chico— habría de convertirse con los años en un brillante abogado o un prestigioso especialista en cirugía. Por lo menos. Pero, como suele pasar en estos casos de cándido convencimiento unilateral, los planes de los progenitores acabaron circulando por un lado y los pasos e intereses del hijo por otro.
—He estado dando vueltas a mi futuro.
Dejó caer la frase como quien no quiere la cosa, entre un bocado de ternera y unos guisantes hervidos. En una cena como tantas otras. En un atardecer de domingo cualquiera.
—¿Derecho por fin? —preguntó la madre risueña con el tenedor cargado de puré de patata a medio camino entre el plato y la boca.
—No.
—¿Medicina, entonces? —preguntó el padre maldisimulando su satisfacción.
—Tampoco.
Le miraron atónitos mientras él les narraba con voz firme lo que ni en cien días de cábalas habrían podido ellos llegar a imaginarse. Que al término de sus estudios universitarios iniciales, no tenía ningún interés en especializarse en leyes a pesar de haber sido admitido en la Universidad de Cornell. Que la medicina no le interesaba lo más mínimo, que no sentía la menor fascinación por el funcionamiento de la jurisprudencia o el cuerpo humano, que no se le antojaba ni remotamente apetecible un futuro rodeado de jueces, quirófanos, inculpados o bisturíes. Que lo que quería hacer con su vida era conocer otras culturas. Y dedicarse a estudiar literatura. Extranjera, por más señas.
El padre se quitó la servilleta con extrema lentitud y la vista concentrada en el mantel.
—Disculpadme —musitó.
El portazo retumbó en toda la calle. La madre, con el tenedor suspendido todavía en el aire, se quedó sin habla mientras las lágrimas empezaban a brotar de sus hermosos ojos verdes a la vez que se preguntaba dónde y cuándo se habían equivocado en la crianza de aquel hijo al que creían haber proporcionado una educación ejemplar.
Conocían a Daniel, sin embargo: convivían a diario con su vehemencia y su feroz capacidad de apasionamiento. Y por eso sabían que aquella resolución, por extravagante que pareciera, por ridícula y descabellada que les sonara, difícilmente tendría vuelta atrás. Los hermanos pequeños se intercambiaron patadas por debajo de la mesa, pero no se atrevieron a soltar palabra, no fueran en mitad de la bronca a resultar salpicados ellos también.
Frente a la acción, reacción. A partir de aquel día, el silencio se extendió como una manta por la casa, dejando pasar las semanas sin apenas dirigirle la palabra, confiando ingenuamente en que tal vez el desgaste acabara metiendo en la cabeza del joven díscolo un poco de sensatez. Lo único que consiguieron, sin embargo, fue calentar el entorno con una temperatura tan desagradable que, lejos de incitarle a cambiar de actitud, lograron el efecto contrario: despertar en él un ansia desbordante por poner tierra de por medio.
El paso siguiente había consistido en solicitar una plaza para realizar estudios de posgrado en la Universidad de Pittsburgh. A destiempo y por los pelos, logró ser aceptado en el programa de Lenguas Clásicas y Románicas: las asignaturas de francés y español que había cursado en los años anteriores le facilitaron el pasaporte. Los solventes ingresos familiares y la precipitación con la que solicitó su plaza, sin embargo, le inhabilitaron para recibir una beca. A la vista de que el padre mantuvo férrea su negativa a financiar aquel dislate, el joven Carter abandonó al final del verano la casa familiar cargado con un petate de lona a la espalda, sesenta y siete dólares en el bolsillo y la brecha con su familia todavía sin cerrar.
Su primer objetivo una vez en Pittsburgh fue buscar un empleo a tiempo parcial: anticipaba que poco iban a durarle los menguados ingresos que había ganado trabajando como socorrista aquel verano, su único capital. Lo encontró rápido en Heinz, la gran fábrica de ketchup, judías cocidas y sopas enlatadas. Tenía enormes ansias y pocas exigencias; a partir de ahí llegó el inicio de un tiempo fundamental.
El primer trimestre pasó en un soplo. Alquiló una habitación en una destartalada casa compartida con siete estudiantes, cinco gatos y un buen montón de ventanas rotas. Su decadencia le preocupaba bastante poco, la usaba tan solo para dormir, el resto de su tiempo transcurría entre la universidad y los turnos de Heinz. Comía en cualquier esquina, lo mismo una lata de alubias frías sentado en un escalón a la vez que repasaba sus ejercicios de gramática que un sándwich de queso en tres bocados mientras avanzaba desatado por los pasillos entre dos clases. En su escaso tiempo libre, apenas tenía una hora disponible, se calzaba sus zapatillas de deporte y se lanzaba a correr como un poseso por las pistas de atletismo de la universidad. La presencia de aquel muchacho alto, extravertido, lleno de energía y siempre con prisa tardó poco en hacerse popular entre los compañeros y profesores con los que convivía en su entorno académico. En la otra facción, la fábrica, bromeaban con él cada vez que le veían con un libro entre las manos en los ratos de descanso, sentado entre pilas de cajas con el mono de trabajo puesto. No se aislaba del todo, sin embargo. En un ejercicio de caótica multifunción, tampoco perdía comba de cualquier asunto que hubiera en el aire: de la última honrosa derrota de los Pittsburgh Steelers en la liga de fútbol a las bromas sobre los jefes, las mujeres y la vida que circulaban entre los obreros de mil orígenes con los que compartía su quehacer.
En el segundo trimestre cursó cuatro asignaturas. Literatura española del siglo XX fue una de ellas; su horario, de dos a tres y media de la tarde en la Cathedral of Learning, el edificio emblemático de Pitt, como todos allí llamaban a la universidad. Gran parte del presupuesto para la construcción de aquella monumental obra se había costeado con contribuciones económicas de filántropos, corporaciones y gobiernos, así como con pequeños donativos privados. Algunos de ellos fueron especialmente entrañables, como los aportados por los niños de la zona durante las etapas más duras de la gran depresión, cuando existía el riesgo de que el proyecto de aquella torre del saber nunca pudiera finalizarse. Gracias a la ingeniosa campaña de buy a brick for Pitt, los escolares de los alrededores realizaron casi cien mil minúsculas aportaciones de diez centavos que contribuyeron a la culminación de la obra en 1937. A cambio, cada chiquillo acabó recibiendo un certificado oficial en el que constaba como propietario de un ladrillo del edificio.
Daniel había llegado a la primera clase de la asignatura apenas unos minutos antes de su inicio, justo después de comer, arrebatado como siempre. Con las piernas estiradas y los brazos cruzados, se dispuso a esperar la llegada del profesor. Mal momento para la cabeza sostenida por unos jóvenes hombros cansados tras el esfuerzo nocturno cargando camiones: en apenas un par de minutos tenía la barbilla contra el pecho, el pelo caído sobre los ojos y la mente plagada de esas presencias extrañas que suelen pulular entre las neuronas durante los primeros acordes del sueño.
Recobró la lucidez al notar en su pie izquierdo una patada breve y certera. Se despertó de inmediato y musitó un azorado I’m sorry mientras recuperaba raudo la compostura. Frente a él halló a un hombre moreno. Con barba cerrada de corsario, el pelo oscuro peinado hacia atrás y unos ojos rotundos como dos minerales.
—Las siestas, en casa y en verano. Y, a ser posible, a la sombra de una parra y con un botijo de agua fresca al lado.
—I beg your pardon, sir…
—Que aquí venimos a trabajar, joven. Que para echar la cabezada hay otros sitios mejores. ¿Su nombre, por favor?
Con un español todavía un tanto tambaleante, Daniel aún se debatía entre la especialización en esta lengua o en francés, sin saber a ciencia cierta en cuál de las dos culturas acabaría marcando su territorio. Pero el sentido de aquel mensaje lo captó de forma automática. Captó el sentido y captó a su emisor, aquel hombre recio que no parecía dispuesto a transigir en su aula con la menor tontería.
Sus clases tardaron poco en desequilibrar la balanza: los poetas del 27 y la fascinación por el conflicto sangriento entre hermanos se impusieron con contundencia y los estudios en lengua y literaturas hispánicas hacia los que finalmente se inclinó perpetuaron en el estudiante la convicción de que, a pesar del rechazo familiar, su empeño había merecido la pena. Las relaciones con sus padres, sin embargo, no acabaron de enderezarse. Seguían sin entender la estrambótica obcecación de su hijo por las letras ajenas, incapaces de asumir su afán por desperdiciar una notable capacidad intelectual en aquella absurda especialidad académica que, a sus ojos, auguraba un futuro profesional incierto y una posición social muy escasamente prometedora.
Quizá tampoco el propio Daniel fuera capaz de sostener su decisión con argumentos convincentes. De hecho, antes de quebrar para siempre las expectativas familiares, su contacto con el mundo de habla española se había limitado a los conocimientos elementales de aquellos cursos intensivos donde le enseñaron unas cuantas listas de palabras y a distinguir a duras penas entre los vericuetos del presente, el pasado y el futuro. Los libros de texto le habían equipado además con un arsenal de datos un tanto inconexos sobre pintores, monumentos, museos y alguna que otra excentricidad gastronómica como el pulpo, el rabo de toro o esos dulces con el siniestro nombre de huesos de santo. Y a ello, como mucho, se le podría añadir la lectura en una larga noche de verano de Por quién doblan las campanas de Hemingway, y un puñado de expresiones sueltas que en las tardes de sábado mascullaban desde la gran pantalla del Warner Theatre de su Morgantown natal los mexicanos bigotudos de los westerns. Puede que fuese en ese sedimento tan menudo donde se enraizara la semilla de su resolución. O puede que no: que todo se debiese a un simple impulso de rebeldía, a un mero e inconsciente afán por arremeter contra el orden establecido de las cosas.
Fuera cual fuera la chispa y por insignificante y precario que hubiera sido su origen, el desenlace había culminado en una llama que carbonizó los planes de sus mayores y dejó el terreno limpio para asentar en él los cimientos del resto de su vida. Y, sobrevolando todo ello, intangible pero poderoso, había estado definitivamente el empuje de Andrés Fontana.
Casi sin ser conscientes de ello ninguno de los dos, todo vino al final con un verso. Un verso sencillo, escrito a mano, encontrado entre los pliegues del bolsillo de un poeta muerto. Nueve palabras de aparente simplicidad que Daniel jamás habría entendido en toda su dimensión si su profesor no le hubiera abierto los ojos. Nueve palabras que Andrés Fontana escribió con tiza blanca en la pizarra. Estos días azules y este sol de la infancia.
—¿Cómo era el sol de la infancia de Antonio Machado, profesor?
La pregunta vino de una estudiante espabilada con cara de ratón y grandes gafas de pasta que siempre se sentaba en primera fila.
—Amarillo y luminoso, como todos —terció un gracioso sin gracia.
Unos cuantos rieron tímidamente.
Fontana no.
Daniel tampoco.
—Uno solo valora el sol de la infancia cuando lo pierde —dijo el profesor acomodándose en el borde de su mesa con la tiza sostenida entre los dedos.
—¿Cuando pierde el sol o cuando pierde la infancia? —preguntó Daniel alzando un lápiz al aire.
—Cuando pierde el suelo que siempre ha pisado, las manos que le han agarrado, la casa en la que creció. Cuando se marcha para siempre, cuando le empujan fuerzas ajenas y tiene la certeza de que nunca volverá.
Y entonces el profesor, sobrio y escrupulosamente respetuoso con el programa docente hasta aquel día, se despojó de constricciones académicas y les habló. De pérdida y exilio, de letras trasterradas y del cordón umbilical de la memoria; ese que, a pesar de los montes y océanos que acaben separando a las almas de los soles de la infancia, jamás se llega a romper.
Cuando el timbre sonó al final de la clase, Daniel tenía ya la certeza absoluta de hacia dónde iban a encaminarse los pasos de su futuro.
Unas semanas después, al término de la lectura de las «Nanas de la cebolla» de Miguel Hernández, Fontana les sorprendió con una petición.
—Me hace falta un voluntario para…
Antes de acabar la frase, Daniel ya había alzado el brazo hacia el techo en toda su notoria longitud.
—¿No cree, Carter, que antes de ofrecerse, debería saber para qué lo requiero?
—No importa, profesor. Cuenta conmigo.
—Cuente conmigo.
—Cuente conmigo, perdón.
La actitud del muchacho no dejaba de sorprender a Fontana a medida que pasaban los días. A lo largo de los muchos años que llevaba batallando en las aulas norteamericanas, se había enfrentado a estudiantes de todo tipo y condición. En pocos, sin embargo, había visto el entusiasmo de aquel chico alto de flequillo largo y cuerpo por entonces un tanto desgarbado.
—Le voy a necesitar tres días. Vamos a celebrar un encuentro de profesores hispanistas, una especie de congreso. Nos reuniremos aquí desde el jueves, deberá tener total disposición de horario para cualquier cosa que precisemos hasta el sábado por la tarde, desde acompañar a los visitantes a sus hoteles hasta servirnos el café. ¿Sigo contando con usted o ya se ha arrepentido?
A pesar de que Fontana les había hablado de lo que significaba el exilio al hilo del verso de Machado, Daniel apenas sabía nada por entonces de los numerosos catedráticos y ayudantes de la universidad española que dos décadas antes hubieron de emprender aquel amargo camino. Algunos se habían marchado durante la contienda, otros lo hicieron a su término al ser destituidos de sus cargos. La mayor parte inició un periplo por la América Central y del Sur vagando de un país a otro hasta encontrar asiento permanente; un puñado de ellos se acabó estableciendo en los Estados Unidos. Hubo también quien regresó a España y se acomodó como buenamente pudo a los preceptos intransigentes del régimen. Hubo quien regresó y se mantuvo firme en sus principios a pesar de la crudeza de las represalias. Y hubo además quien nunca se fue y vivió un exilio interno, amargo, mudo. La nómina de la diáspora intelectual fue bien nutrida y con algunos de ellos habría de reunirse Andrés Fontana tan solo unos días después.
—Ciertamente, señor, cuenta conmigo.
No tuvo tiempo Fontana de corregirle: antes de empantanarse otra vez con el subjuntivo, el muchacho, decidido a no arriesgarse, se adelantó.
—A sus órdenes, señor.
Intentaba sonar correcto y convincente, pero mentía. Tenía trabajo en la fábrica Heinz, cinco horas con sus sesenta minutos íntegros durante cada una de aquellas noches. Mediante algunos complicados cambalaches y un montón de generosas promesas de duplicar turno en las jornadas siguientes, consiguió finalmente que varios compañeros le cubrieran las espaldas. Sabía que devolver los favores le costaría un sobreesfuerzo y sabía que debería ser un estricto cumplidor. Pero, por alguna sospecha puramente intuitiva, anticipaba que aquellos tres días entre hispanistas habrían de valer la pena.
Conduciendo el Oldsmobile de Fontana, recogió del aeropuerto y de estaciones de autobús y ferrocarril a los recién llegados: algunos con inglés fluido aunque cargado de acento y otros tantos con recursos lingüísticos limitados. Los trajo y los llevó de acá para allá, los atendió con sus mejores artes y maneras, estuvo atento a todos y se aprendió de memoria un buen montón de nombres, cargos y especialidades. Un tal Montesinos llegado desde Berkeley, California; el mejor lopeveguesco del mundo, dijo Fontana al presentárselo, y los dos soltaron una carcajada ante su cara de desconcierto mientras se palmeaban con fuerza las espaldas. Un tal Américo Castro, bastante mayor en edad que la media y a quien todos parecían reverenciar. Un tal Vicente Llorens, enormemente desolado por la muerte de su esposa, según creyó Daniel entender. Un tío y un sobrino que compartían el apellido Casalduero. Y así, hasta un par de docenas de profesores más.
Y mientras ellos debatían sobre su literatura en un territorio ajeno a la patria común en la que esta se generó, Daniel, sin saber que se estaba convirtiendo en el reverso de los viejos días madrileños de su profesor, volvió a sus hoteles en busca de gafas y carteras olvidadas, llevó a un alérgico a la consulta de un médico, les abasteció de tabaco cuando lo necesitaron y acompañó a un par de noctámbulos en busca del último bar. Y, sobre todo, puso sus cinco sentidos en descifrar qué había detrás de aquellos hombres que se quitaban unos a otros la palabra siempre con ganas de hablar, y se esforzó por conocerlos, entenderlos y averiguar qué se escondía tras las extravagantes etiquetas de galdosiano, lorquiano, cervantista o valleinclanesco que unos a otros se aplicaban.
Tras ellos buscó también la nostalgia del sol de la infancia de la que Fontana le había hablado, pero tan solo encontró algún brochazo suelto, como si hubiera un acuerdo tácito entre todos para no rascarse el alma ni entrar en honduras. Por ello se mantuvieron en la superficie de lo banal, lanzando a los pájaros apenas unas migas de memoria. Uno maldijo el frío demoníaco de aquellas tierras y recordó la tibieza del clima de su tierra de Almería. Otro echó de menos el vino de Rioja durante una de las comidas en la abstemia cafetería de la universidad. Un tercero tarareó una coplilla al paso de una camarera especialmente rumbosa. ¡Pues anda que unos buenos garbanzos en vez de tanto maíz! De política apenas hablaron. Arrancaron con ella en algún momento, pero se negaron a seguir. Nadie quería una sombra negra sobrevolando aquel encuentro que todos anticipaban cordial.
Daniel se desvivió por ellos y aprendió mil cosas nuevas. Palabras sonoras y títulos de libros, frases sueltas, nombres de autores y pueblos, e incluso algún que otro taco como ese ¡coño! contundente con el que muchos de ellos aliñaban la conversación. Hasta que llegó el sábado por la tarde y empezó a devolver a unos y otros a sus trenes, aviones y autobuses. Hasta que lo inesperado se le plantó en la cara sin previsión.
El vestíbulo del hotel estaba prácticamente vacío, entre la secretaria del departamento y él creían haber terminado con todos los traslados en varios viajes sucesivos a lo largo de la tarde. Ella acababa de irse. Daniel, a punto de hacerlo, esperaba a Fontana para devolverle las llaves de su coche.
Y entonces, los vio salir del bar.
—¿Cuál es el plan para esta noche, chico? —preguntó uno de ellos desde la distancia—. Por aquí quedamos aún tres de nosotros y su jefe nos dijo que usted se ocuparía de todo hasta el final.
Un sudor frío empezó a correrle por la espalda. Aquella noche tenía que doblar turno, ya lo había concertado con uno de sus compañeros de la fábrica: un polaco callado y padre de cinco hijos que no solía admitir bromas.
—Yo no sé nada, señor —dijo buscando a Fontana con la mirada cargada de urgencia.
—¡No me diga eso, hombre! Al final decidimos cambiar nuestros billetes para no viajar durante toda la noche. Acabamos de comer algo, no pretenderá que nos quedemos ya hasta mañana por la mañana encerrados en el hotel.
—Tengo que hablar con el doctor Fontana, disculpen, por favor.
Intentaba no mostrar alarma mientras seguía buscando con avidez al profesor. Lo encontró en la puerta del hotel, en la acera, despidiendo a una pareja a punto de partir rumbo a Buffalo. Se intercambiaban abrazos, se agradecían atenciones.
—Bien, esto se ha terminado —anunció satisfecho dando a su pupilo un par de palmadas en el hombro cuando por fin le vio—. Buen trabajo, Carter, le debo un par de cervezas.
—Creo que no, profesor…
—¿No quiere tomar conmigo unas cervezas algún día de la semana que viene? Bueno, tomaremos entonces un café. O, mejor, déjeme que le invite a comer en un buen restaurante, se lo merece.
—No digo que no quiera tomar unas cervezas, señor. Digo que esto no ha terminado aún.
Con un gesto disimulado, señaló a los profesores al otro lado del cristal. En el vestíbulo, el trío se mantenía a la espera. Con los sombreros en la mano. Dispuestos a que alguien los sacara de allí.
—Yo tengo mis planes —masculló Fontana entre dientes parándose en seco—. Nadie me había dicho que estos tres colegas tenían pensado quedarse otra noche más.
Daniel sabía por entonces que había una mujer rondando la vida del profesor. Desconocía su nombre y su rostro, pero sí había oído su voz. Extranjera. Extranjera con un buen inglés. Lo supo porque él mismo se había encargado de atender su llamada en el despacho de Fontana un par de semanas atrás. Había ido tan solo a recibir instrucciones para aquel encuentro. Descuelgue, Carter, le pidió al tercer timbrazo mientras se ponía con prisa la chaqueta. Y diga que voy para allá. Solo la oyó pronunciar su nombre: ¿Andrés? Y, después, un está bien, gracias, cuando él le trasladó el recado del profesor. Lo justo para saber que se trataba de una mujer relativamente joven. Hasta entonces, nada más.
—Pero habíamos quedado en que mis obligaciones con usted acabarían el sábado por la tarde —insistió—. Hoy tengo que trabajar en la fábrica, tengo que compensar a mis compañeros los días que me han sustituido.
—No me fastidie, Carter, por Dios.
—Profesor, usted sabe que lo haría encantado. Pero no puedo, de verdad… —repitió tendiéndole las llaves de su automóvil.
La pitada de un sonoro claxon al otro lado de la calle les hizo interrumpir la conversación. Ambos desviaron automáticamente la mirada hacia un Chevrolet blanco. En el asiento del conductor, cubriendo el cabello con un pañuelo de seda floreado y el rostro con gafas de sol, una mujer. Fontana alzó una mano, le pidió que esperara.
—Piense en algo, Carter, piense en algo… —volvió a musitar sin apenas despegar los labios y sin coger las llaves que su alumno le tendía—. Ya ve que yo no me puedo hacer cargo.
—Si no aparezco en la fábrica esta noche, el lunes me echan a la calle.
Fontana encendió un cigarrillo con una calada ansiosa. Al otro lado del cristal, los tres profesores descolgados parecían empezar a moverse.
—Usted sabe que, si pudiera, no lo dudaría, profesor, pero…
—El departamento tiene que empezar pronto a evaluar las solicitudes de becas para el próximo curso —atajó entonces Fontana expulsando una bocanada de humo.
—¿Y cree que esta actividad podría considerarse un mérito académico? —preguntó Daniel captando al vuelo la indirecta.
—Aun fuera de horario, no me cabe la menor duda.
El claxon volvió a sonar, los tres profesores estaban a punto de salir por la puerta giratoria.
—Me quedo con su coche.
La mano grande de Fontana le dio un apretón en la nuca mientras él se guardaba las llaves en el bolsillo.
—Trátemelos bien, muchacho.
Sin una palabra más, aspiró una última calada profunda, lanzó el cigarrillo al asfalto y cruzó la calle rumbo al Chevrolet.