Mientras Daniel Carter acababa de despedirse de unos cuantos colegas que se resistían a dejarle marchar, nosotras cruzamos unas palabras con nuestro director a la salida del acto. Si el debate había causado en él alguna incomodidad, no lo mostró. Tampoco la frase final que su oponente le había lanzado en privado parecía haberle generado irritación. O, al menos, esa impresión daba.
—Para eso está la universidad, ¿verdad? Para estimular el debate y la reflexión crítica, para confrontar ideas y opiniones. En fin, la vida académica y sus tortuosidades… —bromeó antes de marcharse—. Por cierto, Blanca, ¿has decidido ya si vas a aceptar el curso?
—Había pensado decirte mañana que sí. Parece interesante, creo que me va a gustar.
—Cuento contigo entonces, Rebecca se encargará de las formalidades.
Lo vimos irse aparentemente solo. De soslayo, sin embargo, percibí que un poco más lejos, en la semioscuridad, lo estaba esperando una de las profesoras jóvenes del departamento cuyo nombre en aquel momento no logré recordar. Juntos se dirigieron hacia su Toyota con matrícula del lejano estado de Massachusetts. Juntos se perdieron en la noche.
—Creí que nunca iba a lograr escaparme… —anunció Daniel acercándose al fin—. Me alegra mucho volver a verte, Blanca, eras la única verdaderamente auténtica en este aturullado final del debate sobre la esencia española en el que los demás hemos tocado de oído. ¿Qué tienes en el frigorífico, Rebecca? —preguntó entonces frotándose las manos con brío—. ¿Algo sabroso para que nos invites a cenar a la doctora Perea y a mí?
Me sorprendió su comentario tanto como su espontánea autoinvitación. Su comentario por la consideración en la que parecía tenerme a pesar de no conocernos apenas, y su autoinvitación no tanto por la naturalidad con la que la planteó, sino por incluirme a mí en ella sin haberme siquiera consultado. No puse objeciones, sin embargo. Aquella propuesta era infinitamente más estimulante que lo que me esperaba esa noche: una tortilla francesa o cualquier sosería a la plancha mientras veía en la tele un par de episodios aislados de alguna serie trasnochada.
—Un trozo fantástico de salmón de Alaska —contestó Rebecca—. Y me parece que aún quedan dos o tres botellas de la caja del merlot que trajiste de Napa.
—No se hable más, pues. ¿Vamos dando un paseo?
A medida que caminábamos hacia la casa cercana de Rebecca, fuimos charlando sobre el acto recién terminado. Sin tomar partido ni por su posición ni por la de Luis Zárate, confesé a Daniel que sus menciones inesperadas a la España cañí habían estado a punto de hacerme soltar una carcajada.
—Probablemente me has servido de inspiración.
No reaccioné, no supe qué decir.
—Viéndote entre el público desde ahí arriba —matizó entonces— me han venido de pronto a la cabeza mil imágenes de tu patria, y no solo las rancias que entre tu director y yo hemos mencionado.
—Mientras no me hayas imaginado tocando las castañuelas con una bata de cola a la sombra de un toro de Osborne… —repliqué cómplice en mi lengua sin poderme resistir.
Rio con ganas y le explicó a Rebecca en inglés la imagen imposible que yo le acababa de esbozar.
—Esa España en la que vuestro director pretende anclarme, y que yo mismo conocí a fondo en su día con sus luces y sus sombras, lleva ya décadas enterrada —siguió explicándole a su amiga.
—Afortunadamente —apunté.
—Afortunadamente, sí. Lo que no podemos hacer es negar que existió y que, guste más o guste menos, ha contribuido a moldear el país que hoy tenéis.
—Quizá el profesor Zárate desconozca esa esencia —terció Rebecca. Siempre leal, pretendía sin duda partir una lanza a favor de su jefe—. Aunque su padre sea español, tal vez no haya vivido lo suficiente allí como para conocer a fondo el país. Además, comparte su raigambre hispana con Chile, la tierra de su madre, tal vez se inclina más hacia su cultura…
—Eso no disculpa su actitud —interrumpió Daniel—. A nosotros no se nos reconoce nuestra valía profesional en proporción al grado de vinculación afectiva o de pasión que sintamos por uno u otro país, sino en función de los trabajos que publicamos, los congresos a los que asistimos, las tesis que dirigimos o los cursos que enseñamos. El afecto no es un plus cuantificable, sino una cuestión del todo personal.
—Pero algo ayudará ese afecto, supongo —dije.
—Vive Dios que ayuda —confirmó socarrón—. Pero algunos todavía no se han enterado.
Nunca había recorrido el campus de noche, era la primera vez que veía sus edificios con las aulas y los despachos casi apagados y sus residencias enteramente iluminadas. La primera vez que no veía a los estudiantes yendo con prisa de una clase a otra, sino sentados con indolencia en sus puertas, fumando, hablando, riendo, apurando el día. La primera vez que contemplaba las luces estruendosas de las canchas de baloncesto encendidas mientras las pelotas rebotaban sonoras contra los tableros y un ligero olor a rancho colectivo salía de los respiraderos de las cocinas.
Atrás dejamos también mi apartamento mientras nos encaminábamos hacia la plaza de Santa Cecilia, la zona más urbana de la pequeña ciudad. Todavía no había transcurrido un mes desde mi llegada, pero al verla, súbitamente, tuve la impresión de que había pasado un siglo desde aquella mañana en la que me senté a tomar allí mi primer café, desubicada y desorientada, esforzándome por aceptar que aquel habría de ser, por un tiempo todavía impreciso, mi nuevo sitio en el mundo.
Mi pensamiento duró lo que dura un fogonazo porque, al oír a Daniel mencionar a Andrés Fontana, retorné veloz al presente.
—A él le encantaba sentarse en esta plaza, ¿sabes, Blanca? Siempre decía que tenía aire de poblachón español.
—En cierta manera, yo creo que sí, que algún aire remoto tiene —reconocí.
—Es lógico, ¿no? —apuntó entonces Rebecca—. Los fundadores de esta ciudad fueron los antiguos californios, mexicanos de ascendencia puramente española, cuando no propiamente españoles en sí.
—Quizá por eso esta plaza y Los Pinitos eran sus lugares de esparcimiento. Caminaba por ellos pensando en sus cosas, solía decir que así oxigenaba el cerebro.
Para entonces yo ya sabía que Los Pinitos era la zona por la que paseé aquella tarde en la que la visión de las fotografías del profesor muerto trastocó el enfoque de mi trabajo.
—Y ahora parece que hay problemas con esa zona, que van a construir un centro comercial, ¿no?
Me contestaron casi al unísono.
—Efectivamente —corroboró Rebecca—. Un centro comercial que quizá traiga beneficios económicos a Santa Cecilia, pero que arrasará un sitio entrañable que los que vivimos aquí siempre hemos considerado muy nuestro. Un sitio muy ligado a nosotros y nuestras familias, un sitio de esparcimiento, de picnics con niños…
—De burradas de estudiantes… —apuntó Daniel.
—De simples paseos…
Continuaron explicándome la situación, ambos abiertamente contrarios al proyecto.
—En cualquier caso, la batalla no está perdida del todo: hay dudas sólidas respecto a la viabilidad del plan —prosiguió Daniel— porque la propiedad legítima del terreno parece estar enmarañada desde hace más de un siglo.
—Pensé que era terreno público, que pertenecía al ayuntamiento local —dije.
—El ayuntamiento dispone de él y puede negociar su concesión porque no hay constancia fehaciente de su propiedad histórica, se trata de un asunto muy confuso.
—Por eso hay una plataforma ciudadana intentando encontrar algún sustento legal que lo frene, pero llevan meses tras ello y todavía no han hallado la manera —terció entonces Rebecca—. Y el plazo para recurrir el proyecto acaba en diciembre, así que todos nos tememos lo peor.
En aquella conversación andábamos enredados cuando, apenas unos metros delante de nosotros, una puerta se abrió y alguien salió a la acera, frenándonos momentáneamente el paso y la palabra.
Se trataba de una pequeña clínica, las luces de dentro estaban ya casi apagadas, los que ahora se marchaban debían de ser los últimos empleados a punto de cerrar. La puerta, sostenida por una joven enfermera con pijama y zuecos de hospital, permaneció abierta unos instantes sin que nadie saliera por ella y sin permitirnos tampoco continuar nuestro camino en línea recta. Entre esperar o desviar los pasos, optamos por lo segundo y, abandonando la acera, pisamos el asfalto. Justo en ese momento, una silla de ruedas emergió con lentitud del interior.
El pelo claro en una melena por debajo de los hombros, el rostro palidísimo lleno de arrugas, los labios pintados en rojo pasión y, por vestimenta, un viejo chándal. Esa era la imagen de su ocupante. Chocante, ciertamente. O, al menos, muy alejada de la de una anciana convencional. A pesar de que la noche llevaba ya un buen rato en el aire, ella se protegía con unas grandes gafas de sol. Sobresaliendo a la montura, sobre su ojo derecho se percibía un parche de gasa y esparadrapo, como si le acabaran de hacer algún tipo de cura.
—Vaya, vaya, vaya… —oí murmurar a Daniel a mi lado con una voz ronca apenas audible.
—¡Señora Cullen, doctora Perea, qué sorpresa verlas por aquí! Profesor Carter, aunque ya le saludé el otro día en la biblioteca, cuánto me alegra encontrarme con usted otra vez. ¡Mira, mamá, mira, míralos a los tres!
Quien nos recibía con tan arrebatado entusiasmo a la vez que empujaba la silla de ruedas era Fanny. Hasta que la dejó de empujar, plantándose inmóvil en mitad de la acera mientras la enfermera se escurría de nuevo veloz hacia dentro de la clínica.
—Buenas noches, Fanny. Encantada de verte de nuevo, Darla —saludó Rebecca cordial—. ¿Algún problema? Espero que no sea nada grave esta vez.
Ni caso hizo la anciana a sus palabras. No respondió, ni siquiera la miró, como si no la hubiera oído. Pensé que quizá tenía sus facultades un tanto mermadas; a juzgar por su estética, podría ser así. Para confirmar lo equivocado de mi juicio y saber que estaba del todo en sus cabales tan solo necesité oírla hablar.
—Pero bueno, pero bueno… Mira a quién tenemos aquí…
De inmediato supe que se refería a Daniel. Quizá fueran también viejos amigos, pensé. Todos por allí parecían recibir con gran afecto a aquel hijo pródigo de la universidad.
—Cuánto tiempo, Darla —dijo él con cierto desapego—. ¿Qué tal, cómo estás?
Se saludaron desde la distancia de los tres o cuatro metros que los separaban. Él, con las manos en los bolsillos del pantalón, no hizo ningún movimiento para acercarse a ella. Ni dio un paso adelante, ni se agachó para ponerse a la altura de su silla, ni hizo amago de tenderle una mano o rozarle un milímetro de la piel.
—Espectacular, ya ves cómo estoy, querido —contestó la anciana con cinismo—. ¿Y tú cómo andas, profesor?
—Tampoco me va mal. Trabajando, como siempre…
Las frases de ambos se ajustaban a los moldes de la cortesía, pero no había que ser ningún lince para percibir de inmediato que les faltaba calor. Antes de que yo intuyera hacia dónde derivaría aquel aparente desafecto, Rebecca decidió intervenir.
—¿Qué te ha pasado en el ojo, Darla?
—Mamá se golpeó el otro día con la puerta del armario del cuarto de baño, se hizo una buena herida y le salió un montón de sangre. Hoy hemos venido a revisión.
—Calla, Fanny, calla, no seas exagerada… —gruñó Darla—. Solo ha sido un pequeño accidente doméstico, una tontería nada más.
—Esta es la doctora Perea, mamá —prosiguió su hija—. Te he hablado de ella un montón de veces, por fin la conoces.
—Encantada —dije tan solo. Por alguna razón de la que no fui consciente, imité a Daniel en su comportamiento y no me acerqué.
—Otra españolita en Santa Cecilia, mira tú qué bien. Ya me ha contado mi hija lo que andas haciendo por aquí.
—Trabajando también, Darla. Como todos en la universidad —irrumpió Daniel sin darme tiempo a responder.
—Me han dicho que andas enredada con los papeles que por allí dejó nuestro viejo amigo Andrés Fontana —dijo dirigiéndose de nuevo a mí como si no le hubiera escuchado—. Y ¿qué, has encontrado algo interesante? ¿Cheques bancarios? ¿Mensajes anónimos? ¿Cartas de amor?
—Entre los papeles del doctor Fontana solo hay documentos profesionales, Darla —aclaró Rebecca—. La doctora Perea simplemente…
Para mi fortuna, la puerta de la clínica se abrió otra vez a nuestra espalda e interrumpió aquella incómoda conversación sobre mi quehacer. De ella salió un hombre con gesto adusto y un maletín, cincuentón. Intuí que sería el médico que la había atendido. Tras él, en vaqueros esta vez, su enfermera procedió a cerrar la puerta desde fuera con un contundente manojo de llaves.
—Ya sabe, señora Stern, nada de levantarse el apósito hasta la próxima visita la semana que viene. Y pidan cita anticipada, por favor.
Su tono no mostraba la menor simpatía, seguramente madre e hija habían aparecido sin aviso previo a última hora de la tarde y le había obligado a entretenerse un buen rato al margen de su horario habitual.
Fanny se excusó con explicaciones atropelladas, alegando sus numerosas obligaciones entre el trabajo, sus reuniones espirituales y la atención a mamá. Pero nadie la escuchó: aprovechando la intervención del médico y sus últimos consejos, Daniel ya había echado a andar y Rebecca y yo le seguimos dejando a nuestra espalda unos cuantos saludos difusos.
—¡A ver si pasas a hacerme una visita uno de estos días, Carter! —gritó la anciana en la distancia.
—Ciao, Darla, que te vaya bien —fue su respuesta. Ni siquiera se giró.
—Vaya par, ¿no? —dije mientras cruzábamos el paso de peatones.
—Vaya par, vaya par… —repitió Rebecca con una breve carcajada un tanto postiza. Como si intentara quitar hierro a la situación.
Daniel seguía caminando en silencio, noté que Rebecca le agarraba el brazo izquierdo y se lo apretaba cariñosamente. Él, agradecido pero un tanto ausente, se sacó por fin la mano derecha del pantalón, la puso sobre las de ella y las palmeó.
—Nadie dijo nunca que el pasado no tuviera sombras.