El departamento apareció a la semana siguiente empapelado con carteles que anunciaban el debate sobre la Hispanidad, para que a ninguno se nos pasara por alto la fecha.
—Irás, ¿verdad? —me preguntó Rebecca a media mañana asomando brevemente la cabeza en mi despacho.
—Supongo. ¿Y tú?
—Por supuesto, nunca me lo pierdo. Pasaré a recogerte.
El salón de actos estaba prácticamente lleno, aún andaba todo el mundo acomodándose. El escenario, en cambio, permanecía vacío con la excepción de un par de técnicos que ajustaban los micrófonos frente a nueve sillas sin ocupar. Me alivió saber que ninguna de ellas iba a ser la mía.
Encontramos a Luis Zárate departiendo en el pasillo con colegas y estudiantes. Nada más vernos, se desgajó del grupo y se acercó.
—Espero que os resulte interesante, puede que hasta divertido. Me habría encantado que intervinieras en él, Blanca, otra vez será.
—Otra vez será, seguro —dije sabiendo a ciencia cierta que esa vez nunca llegaría—. ¿Vas a participar tú por fin?
—Me temo que sí, que al final no me queda otra opción. Confío en no aburriros…
Estaba convencida de que no lo haría. Le sobraba facilidad de palabra, era rápido y sagaz en sus intervenciones y acumulaba un depósito considerable de conocimientos. De todo ello tenía yo constancia creciente porque nos seguíamos viendo a menudo: encuentros en los despachos y en los pasillos, alguna que otra comida en la cafetería en la que nunca nos faltaba conversación.
Rebecca y yo nos sentamos en el lateral de una de las primeras filas. Se apagaron algunas luces hasta dejar un ambiente cálido y los integrantes del panel subieron finalmente al estrado mientras la sala se llenaba poco a poco de silencio.
Luis Zárate, de oscuro como casi siempre, ocupó el tercer lugar por la derecha, el sitio que sin duda me habría correspondido a mí de haber aceptado su propuesta. El último en acceder a la tarima en un par de zancadas fue Daniel Carter, el antiguo profesor de aquella universidad a quien conocí en Meli’s Market. Con chaqueta y sin corbata, con su barba clara y su pelo medio largo. Seguro, envuelto en prisa con apariencia de recién llegado de algún sitio. Antes de sentarse repartió entre los ponentes apretones de manos, gestos afectuosos y algún abrazo rápido. No tuvo, en cambio, opción de cruzar palabra con nuestro director: para cuando pasó por su lado, él parecía absorto en anotar algo en su agenda.
—¿Por qué está ahí tu amigo? —pregunté a Rebecca en un susurro mientras él finalmente se acomodaba a la izquierda del moderador.
—Siempre invitan a algún profesor visitante que tenga algo que ver con el mundo hispánico, igual que Zárate te lo ofreció a ti.
—¿No andaba por aquí solo de paso?
Aunque era imposible que me hubiera oído, justo en ese momento él reparó en nosotras y nos envió un saludo fugaz.
—Está pensando en quedarse más tiempo de lo que tenía planeado en principio —me aclaró Rebecca en un bisbiseo acelerado.
No hubo más explicaciones, el moderador había arrancado con la presentación de los distintos participantes. Una pintora guatemalteca docente del departamento de Arte, ataviada con un huipil lleno de flores y pájaros. Un joven profesor argentino, flaco y con perilla rubia, especialista en relaciones económicas internacionales. Una periodista madura recién llegada de Ecuador, donde su hija trabajaba con los Peace Corps. Una estudiante de posgrado con una tesis por rematar sobre las relaciones entre Estados Unidos y Chile en tiempos de Allende. Más mis dos conocidos, más algún otro participante cuya filiación fui incapaz de retener.
El debate avanzó fluido. En atención a la mayoría de la audiencia, el inglés fue normalmente la lengua vehicular, aunque casi todos lo salpimentaban con español cuando las referencias o las evocaciones lo requerían. Solo la pintora se enrocaba más de la cuenta de cuando en cuando en algún aspecto del todo intrascendente, pero el moderador manejaba los turnos con pericia y conseguía que las intervenciones de cada uno duraran únicamente lo que tenían que durar. Hubo ideas claras y datos interesantes, frases ingeniosas, bromas que arrancaron risas entre el respetable y tan solo un par de pequeños puntos polémicos que se solventaron con rapidez.
Hablaron sobre mil cosas distintas del panorama doméstico e internacional vinculadas con el mundo de los hispanohablantes y adelantaron opiniones, pronósticos y perspectivas para el milenio que habría de empezar en menos de tres meses. Los temas saltaron desde la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela hasta los diálogos de Pastrana en Colombia con la guerrilla de las FARC. De las políticas crecientemente flexibles de Clinton hacia Cuba a la invasión latina en la música pop, o del óscar recibido por Pedro Almodóvar con Todo sobre mi madre. Y entonces, justo ahí, fue cuando la cerilla se prendió.
—La mención a ese premio me produce una enorme satisfacción —adelantó Zárate en cuanto el asunto saltó a escena—. Y no solo por el reconocimiento que supone de la magnífica calidad creativa del propio cineasta sino, fundamentalmente, porque por fin viene a confirmar lo que algunos de mis colegas no han querido o no han sabido valorar en la más reciente producción cinematográfica en español.
Nadie replicó, todos los ponentes quedaron a la espera de que continuara su intervención sin terminar de comprender el sentido de sus palabras.
—Me estoy refiriendo —prosiguió— a la posición reaccionaria de un sector muy concreto de nuestra comunidad académica hispanista.
Volvió a quedar sin réplica mientras el silencio se mantenía entre sus compañeros de panel. Hasta que, de manera del todo inesperada, Daniel Carter separó lentamente la espalda del respaldo de su asiento, se inclinó hacia delante y, en vez de hablar al público, se giró hacia él.
—Por simple curiosidad, profesor Zárate, ¿tiene tal vez ese sesudo dardo que acaba de lanzar al aire algo que ver con mi persona?
—No creo que la intención del doctor Zárate haya sido… —intentó terciar el moderador.
—Porque, en caso de que así sea, y discúlpame, Raymond, por favor —continuó interrumpiendo al moderador a la vez que le tocaba levemente el brazo para que le dejara proseguir—, digo que, en el caso de que así sea, quizá podría ser más directo y explícito en su argumentación en vez de escudarse en florituras retóricas confusas para la audiencia.
—Es usted muy libre de interpretar mis palabras como desee, profesor Carter —replicó Luis Zárate con un punto de altanería.
—Pues explíquese con más claridad y así se librará de interpretaciones subjetivas.
—Lo único que yo he querido decir es que quizá este premio sirva a ciertos investigadores académicos para reconsiderar el valor de la producción almodovariana…
—No creo que nadie en nuestra profesión haya puesto jamás en duda la calidad y originalidad del cine de Pedro Almodóvar —interrumpió de nuevo Carter.
—… el valor de la producción almodovariana y de otras producciones de similar interés, insisto, como producto cultural digno de ser sometido a riguroso estudio científico —continuó Zárate, haciendo caso omiso a su interlocutor.
El debate plural se había tornado de pronto en una especie de ácido partido de ping-pong en el que la pelota saltaba rauda entre dos únicos participantes. El público, entretanto, seguía atento el ágil cambio de impresiones, sin tener del todo claro adónde pretendían ambos llegar.
Entre la sofisticación de las nociones teóricas, sin embargo, a mí me pareció percibir algo más. Algo personal, carnal, humano. Algo que reptaba subterráneamente bajo las intervenciones de ambos aunque ninguno lo mencionara con claridad. Algo que, fuera lo que fuera, debió de generar en algún momento pasado la evidente antipatía que en aquel presente se palpaba entre el veterano profesor visitante y el director del departamento de Lenguas Modernas.
La disputa continuaba. Luis Zárate atacaba con un borboteo incesante de palabras y muy escaso lenguaje corporal: estático, apoyándose tan solo en el movimiento de un bolígrafo que clavaba ocasionalmente en la mesa para enfatizar de cuando en cuando sus intervenciones. Daniel Carter, por su parte, acompañaba sus palabras con una gesticulación más generosa mientras permanecía de nuevo recostado en el respaldo de su sillón, con la aparente comodidad de quien lleva acumuladas a sus espaldas un buen montón de contiendas.
—Lo que intento decir es que hay académicos que aún viven anquilosados en viejas prácticas materialistas vinculadas a la mera crítica social —insistió el director—. Como si no hubiera habido avances ni en la metodología investigadora ni en la cultura española a partir del cine de Carlos Saura o de la publicación de Tiempo de silencio de Martín Santos. Como si aún perviviera el compromiso marxista y España siguiera siendo un país de charanga, pandereta y toros.
—Por Dios, Zárate, no me diga que también vamos a hablar hoy de toros…
Quizá fue el tono más que el comentario en sí lo que arrancó una risa general. Miré entonces a mi alrededor y percibí que, lejos de encontrarse confusos, casi todos los asistentes estaban disfrutando con la airada discusión.
—En ese ámbito se defendería usted mucho mejor que yo, sin duda alguna. Su particular afición a tan sangriento espectáculo es del dominio público, según tengo entendido. Quizá sea una muestra más del encasillamiento inmovilista al que me refiero.
—¿Y no lo ve también como un apoyo manifiesto por mi parte a la más rancia y retrógrada pervivencia del franquismo? Porque es la única chorrada que le queda por decir.
—No frivolice el tema, profesor Carter, por favor. Estamos manteniendo un debate intelectual.
—Yo no frivolizo en absoluto, mi querido colega. El que ha sacado a relucir los viejos tópicos recurrentes de la cultura española es usted. Aunque le han faltado unos cuantos para completar el catálogo de demonios del perfecto hispanista posmoderno. ¿Qué tal una mención a la morena de la copla y los tricornios de la Guardia Civil?
Esta última intervención salió de su boca en español y, aunque el noventa y nueve por ciento de la audiencia no la entendió, yo tuve que hacer un esfuerzo por no dejar que mi carcajada se oyera entre el público. Algo debió de notar desde la distancia Daniel Carter en mi rostro porque, levantando brevemente una ceja, me lanzó un guiño cómplice, casi imperceptible pero certero.
—Le agradecería que recurriera a argumentos de verdadero peso, profesor Carter.
—No necesito que me instruya sobre el tipo de argumentos a los que tengo que recurrir, gracias —replicó retomando una serenidad desprovista ya de cualquier tono de broma—. Usted es el único que desde un principio está pervirtiendo esta discusión, manipulándola para convertir una mera coyuntura personal que no viene al caso en un supuesto desencuentro de altura intelectual.
El director se dispuso de inmediato a contraatacar, pero Daniel Carter, en cuya paciencia empezaba a percibirse ya un cierto hartazgo, decidió unilateralmente dar por zanjado el asunto.
—Bien, amigo mío, hasta aquí creo que debemos llegar. —Y aportando un énfasis añadido a sus palabras con una sonora palmada sobre la mesa, concluyó—. Creo que ya hemos aburrido lo bastante a la audiencia con nuestra pequeña disputa dialéctica. Dejemos a nuestro moderador que cierre el acto porque, si no lo hacemos, vamos a permanecer enfangados en él hasta que lleguen las nominaciones de los Óscar del año que viene, cuando la gran candidata sea una película sobre los sinsabores de un huérfano en Uzbequistán y a nosotros se nos haya olvidado la razón por la que un lejano día empezamos a discutir.
En el rostro de Luis Zárate percibí una leve ráfaga de contrariedad. Intuí que le habría gustado que el rifirrafe continuara: seguir estrujando sus argumentaciones, apretar el pulso hasta tumbar el brazo de su contrario. Pero no lo consiguió. No hubo opción a que nadie venciera, no hubo ganador. El debate, simplemente, ante la nula perspectiva de alcanzar un entendimiento armónico, se cerró. Sobrevolando el escenario, sin embargo, quedó para mí la incógnita de la verdadera causa de aquella soterrada animadversión entre los dos.
El moderador remató el acto agradeciendo presencias y atenciones, la sala volvió a llenarse de ruido, movimiento y luz. Mientras todos nos levantábamos, los ponentes del debate fueron bajando del estrado. Daniel, en la distancia, nos pidió con un gesto a Rebecca y a mí que le esperáramos conforme empezaba a avanzar hacia nosotras abriéndose paso entre el público.
Para alcanzar el exterior, sin embargo, habría de pasar necesariamente junto a Luis Zárate, que en ese momento cruzaba unas palabras con dos profesores del vecino departamento de Lingüística. Pensé que se evitarían o que, como mucho, se despedirían con frialdad. Pero, para mi sorpresa, vi cómo Daniel se paraba a su lado, le ponía una mano sobre el brazo y le daba un leve apretón.
Si para las dos frases que a continuación dijo hubiera usado el inglés, con toda seguridad me habrían pasado desapercibidas en medio de las docenas de voces en ese idioma que se cruzaban a mi alrededor. Pero, quizá porque eligió mi lengua, sus palabras me llegaron a los oídos con toda nitidez.
—No se tome las cosas tan en serio, muchacho. Saque la cabeza de entre los papeles y échese a la vida de una puñetera vez.