Con ayuda de unos cuantos estudiantes de posgrado, trasladé la primera de las partes del legado a mi despacho y apilé las cajas y los montones en el suelo contra la pared. Fue un cambio significativo no solo porque dejé la oscuridad y el aislamiento del sótano para empezar a trabajar en un entorno más grato, sino también porque en cierta medida tuve la sensación de estar sacando de las tinieblas a Andrés Fontana, por fin.
Su contorno difuso se fue a partir de entonces perfilando ante mí con el trazo cada vez más firme, con un enfoque más humano y una implicación más cercana por mi parte, abriéndome paso hacia la luz en la vida del profesor sin perder la perspectiva de su existencia real. Todo tenía ahora un poco más de sentido: sus letras, sus movimientos, su correspondencia.
Y así fueron pasando los días, adentrándome con paso estable, pensé, por el camino recto hacia la reconstrucción. Hasta que una llamada inesperada me hizo trastabillar y lanzó al suelo con estrépito las pelotas de colores que —ingenua de mí— creía mantener armoniosas en el aire. Fue a primeros de octubre. Y fue Alberto quien, una vez más, derrumbó el equilibrio.
No nos habíamos vuelto a hablar desde el inicio del verano, ni siquiera cuando tuve noticia de su futura paternidad a través de David. De hecho, una vez que conocí la noticia, fui yo quien se cerró en banda, quien se negó a cualquier forma de contacto. Preferí evitarle, sabía que sería doloroso enfrentarme cara a cara con la crudeza de las circunstancias: como echar sal en una llaga fresca, como el aceite hirviendo que salta repentino y quema la mano que empuña la espumadera. Posiblemente Alberto también lo había entendido así y decidió no insistir en sus llamadas para ahorrarme el sufrimiento. O tal vez no entendió nada y tan solo se olvidó de mí, inmerso como estaba en su nuevo proyecto vital en un loft rehabilitado con aquella compañera de trabajo mucho más joven que él, que ahora también era ya la compañera de su vida.
La oposición de Alberto para integrarse en el cuerpo superior de administradores del Estado la habíamos vivido juntos durante tres años, esforzándonos en paralelo a fin de conseguir el mismo objetivo. Cuando nos casamos, ninguno de los dos había terminado todavía la carrera. A mí me faltaba un curso y medio, a él apenas unos meses. Pensamos entonces que concentrar los esfuerzos mutuos en su proyección profesional sería tal vez lo más efectivo. Además de ir un año por delante de mí en la universidad, él tenía del todo claro lo que quería hacer con su vida: preparar una oposición como la de su padre y la de sus hermanos. Mis planes de futuro, en cambio, eran mucho más difusos. De hecho, casi ni existían. Me gustaban las lenguas, me gustaban los libros, me gustaba viajar. Banalidades indefinidas, en suma, con escasas posibilidades de materializarse de forma inmediata en un trabajo productivo y medianamente bien pagado. Así que Alberto, cuyo expediente era mucho menos brillante que el mío, se dedicó a estudiar. Y yo, entretanto, aparqué en la cuneta mis humildes aspiraciones para centrarme en sacar adelante a nuestra pequeña familia.
El éxito final fue, lógicamente, suyo: había preparado como un loco el temario inmenso y consiguió su objetivo al segundo intento. Entretanto yo no hice ninguna oposición, ni recibí felicitaciones al conocerse las listas de aprobados, ni cambié por trajes y corbatas los vaqueros de siempre y aquellos largos jerséis de lana gruesa que yo misma me tejía en mi escaso tiempo libre. Pero sí hice otras cosas que tal vez pudieron contribuir, al menos de forma tangencial, en el triunfo de mi entonces joven y prometedor marido. A la par que él memorizaba sus leyes y decretos encerrado con tapones en los oídos para aislarse de las rutinas pedestres, yo había gestado, parido y criado a sus dos hijos y me había esforzado de noche y de día para que no interrumpieran con sus llantos y sus reclamos infantiles el sosiego que él necesitaba. A lo largo de kilómetros de aceras y de horas interminables sentada en la piedra fría de los bancos de los parques, mi vida transcurrió pegada a un cochecito cargado con un niño mientras otro bebé se formaba dentro de mí, y después empujé un cochecito cargado con dos niños, y después fueron dos niños los que llevé agarrados de las manos andando a su paso minúsculo, recogiéndolos del suelo cuando se caían, limpiándoles las lágrimas, las heridas y los mocos, echando después a andar otra vez. Y así durante días y meses y años, con frío, con tedio y con lluvia, con viento, cansancio y calor, para que Alberto pudiera estudiar con la tranquilidad necesaria. Sin ser distraído, sin ser perturbado. Como nunca logré hacer yo.
Y mientras mi marido permanecía aislado en su burbuja jurídica ajeno a trivialidades domésticas tales como pagar el alquiler y el butano o comprar huevos, pollo y detergente, yo trabajé como mercenaria a salto de mata en cualquier cosa que me fue saliendo al paso. Clases particulares durante la siesta de los niños o mientras ellos gateaban por el suelo entre las piernas de mis alumnos; traducciones de textos médicos tecleadas con una mano mientras con la otra daba el biberón a David; mecanografiado de manuscritos indescifrables con Pablo enganchado a mi pecho. Para que Alberto estudiara como me habría gustado estudiar a mí. Pero no fue así, porque ni siquiera nos lo planteamos. Tal vez porque nuestros hijos ya venían de camino, tal vez porque yo solo aspiraba a ser profesora de algo vinculado con las letras y eso era bastante menos trascendente que la ambición de mi marido por alcanzar la categoría de funcionario de división de honor.
Me las arreglé con todo y con eso para acabar a duras penas la carrera. No tuve más remedio, sin embargo, que aparcar mi ambición de hacer seguidamente el doctorado, y buscar un empleo digno por ayudarle a él en su muy noble propósito de llegar a ser alto servidor del Estado como su padre: ese padre que —al igual que los míos— había considerado un deshonor para la familia que nos casáramos tan jóvenes y con un embarazo más que notorio redondeando mi perfil. Ese padre que jamás se había preocupado por su hijo, ni por la mujer de su hijo, ni por los hijos de su hijo, hasta que el Boletín Oficial del Estado publicó el nombramiento de su vástago. Solo entonces pareció olvidar nuestra deshonra y nos abrió de nuevo las puertas de su mundo. Maldita la falta que ya entonces nos hacía. Pero Alberto aceptó volver al redil con la misma pasmosa naturalidad con la que ahora se había acomodado a no tenerme a su lado y a emprender una nueva vida con Eva. Como si nada hubiera pasado, como si no hubiera habido nunca un antes. Como si a lo largo del camino no hubiera existido el dolor. Así era Alberto: el más tenaz para lo que le interesaba, el más insensible ante las complicaciones. Cuánto nos conocíamos.
Cuando él logró sacar su oposición, por fin pude concentrarme en buscar un trabajo regular de jornada completa. Mi experiencia con infinitas clases particulares a decenas de adolescentes me hizo descartar la idea de dedicarme a la enseñanza en el BUP de entonces. No tenía madera para afrontar la voz pasiva y las oraciones de relativo lidiando a la vez con la explosión hormonal y la edad del pavo de mis pupilos. Por eso me agarré como a un clavo ardiendo a una plaza convocada por una de las nuevas universidades que empezaron a florecer en aquellos años, un puesto en el peldaño más bajo del escalafón docente que a mí, desde un principio, me entusiasmó. Y así arranqué.
Fue pasando el tiempo, terminé la tesis, mi trabajo se estabilizó. Nos mudamos de casa: de apenas sesenta metros cuadrados interiores y mal distribuidos en un barrio viejo pasamos a casi doscientos recién construidos con un pequeño jardín, y los niños crecieron y comenzaron a salir y entrar, y así siguió la vida. Hasta que un día, un día de tantos, alguien se le cruzó a mi marido por delante y, de pronto, su mujer y su mundo doméstico debieron de parecerle tremendamente aburridos. Y a primeros de julio, cuando el calor empezaba a imponerse feroz, Alberto me dijo que se iba de casa.
Por primera vez en mi vida fui consciente de lo frágiles que son en realidad las cosas que creemos permanentes, de la facilidad con la que lo estable se resquebraja y las realidades pueden volatilizarse con un soplo de aire que entra por la ventana. Cuando Alberto se marchó aquella noche, se llevó consigo algo más que una maleta con ropa de verano. Con él se fue también mi confianza, mi ingenuo convencimiento de que la existencia es algo unidireccional que sigue una linealidad preestablecida labrada por los años, asentada firmemente en pilares sólidos y duraderos. Cuando cerró la puerta tras sí, no dejó dentro solo a una mujer con el corazón desolado. Atrás quedó también una persona cambiada para siempre: un ser que se pensaba fuerte, convertido en un alguien vulnerable, descreído y desconfiado para con el resto del mundo.
Su llamada me pilló desprevenida, alguno de mis hijos debió de haberle dado mi número. Su voz me resultó ajena en la distancia. Era la de siempre, pero ya no transmitía aquella complicidad que habíamos trenzado durante casi cinco lustros de convivencia. Se había desvanecido, o quizá se la llevó con él cuando vació su armario y recogió de distintos rincones de nuestra casa unos cuantos puñados de cosas. Ya no existía entre nosotros aquel código imperceptible mediante el cual nos habíamos comunicado durante años con la precisión de un francotirador. Su voz ahora era la de un señor atento y distante que me hablaba de abogados, cuentas corrientes, hipotecas y poderes notariales. Acepté incondicionalmente sus propuestas como una autómata, no planteé rechazos ni alternativas. En el fondo, todo me daba ya igual.
Nunca habíamos establecido demarcaciones en nuestras propiedades y en nuestra vida en común más allá de las que había impuesto la fuerza de la costumbre: el lado de la cama en que cada uno dormía, el sitio que ocupábamos en la mesa, el orden de nuestras cosas en los armarios y en las estanterías del cuarto de baño. Habíamos empezado a convivir con tan escasos haberes que todo lo que llegó después fue siempre a parar a una bolsa familiar conjunta. El par de coches en los que íbamos a trabajar, la casa que habitábamos y un pequeño chalet en la playa eran todo nuestro patrimonio. Me propuso entonces poner a la venta ambas viviendas, pagar lo que restaba de las hipotecas y repartir el dinero entre los dos. No me pareció mal. Ni bien. Por mí, como si les prendía fuego.
Tras colgar permanecí inmóvil, tratando de rebobinar y digerir la conversación con el auricular ya devuelto a su sitio y la mano derecha aferrándolo aún con fuerza. A los pocos segundos el teléfono sonó de nuevo, rompiendo abruptamente mi quietud. Supuse que sería otra vez él, quizá había olvidado decirme algo. La voz que oí, sin embargo, no fue la suya.
—Blanca, aquí Luis Zárate. ¿Estás libre para comer? Quiero proponerte una cosa. Mejor dicho, dos.
Me reuní con el director en la entrada del Guevara Hall y juntos nos dirigimos hasta la cafetería del campus. A pesar de que intentaba aparentar absoluta normalidad, aún mantenía la voz de Alberto resonando en los oídos. Había retornado con tanta fuerza, con tan inesperada intensidad que, mientras el director hablaba y yo simulaba atenderle asintiendo de tanto en tanto con la cabeza, mi mente andaba perdida en otros derroteros. Hasta que, cargados con las bandejas del autoservicio, nos sentamos uno frente al otro y él al fin abordó la razón por la que quería verme. No tuve entonces más remedio que descender a la realidad y prestarle atención.
—Han invitado al departamento a participar en un nuevo programa de extensión universitaria —dijo atacando concienzudo su ensalada—. Nos proponen que ofertemos un curso que pueda ser de interés general. He pensado que tu estancia podría ser una buena oportunidad para plantear algo relacionado con la España contemporánea. Por aquí se conoce poco tu país, la práctica totalidad de la influencia hispana proviene de México. Por eso, tal vez podría resultar atractivo diseñar un curso destinado a mostrar otra vertiente del español, un curso destinado a interesados en mejorar su dominio lingüístico a la vez que aprenden sobre aspectos de la España actual, ¿cómo lo ves?
En realidad, no lo veía de ninguna manera. Aquella propuesta y en aquel momento no me daba ni frío ni calor. Ni aquella, ni ninguna otra que me hubiera hecho. Intenté no demostrarlo con excesivo descaro.
—Parece interesante —mentí escuetamente a la vez que simulaba concentrar mi esfuerzo en pinchar un triste champiñón.
—No se trataría de un seminario académico, sería algo más informal —continuó—. Podrías utilizar artículos de periódicos, noticias, fragmentos de novelas: cualquier tipo de material que se te ocurra. Películas incluso, yo tengo un buen montón de vídeos. Solo te ocuparía un par de tardes a la semana y no pagan mal.
—¿Quiénes serían los alumnos?
—Adultos profesionales, estudiantes graduados de otros departamentos quizá. Gente vinculada a la universidad o simples residentes en Santa Cecilia con interés en aprender algo más.
A pesar de mi desgana, la oferta era tentadora. Me gustaba el trabajo en el aula y el diseño de mis propios materiales. Además, no tenía nada especial que hacer por las tardes y el dinero siempre me vendría bien. Con todo, fui incapaz de comprometerme.
—¿Me lo puedo pensar?
Me observó con ojos curiosos. Como si intentara averiguar si en realidad necesitaba tiempo para tomar una decisión o si en verdad no acababa de aceptar su propuesta por algún otro motivo.
—Por supuesto, tómate tu tiempo. De todas maneras, Rebecca tiene los datos concretos de la convocatoria, por si quieres conocer otros detalles. Bueno, y ahora viene mi segunda proposición, más breve y más simple todavía.
Estaba convencida de que, dijera lo que dijera, tampoco aquello iba a despertar en mí un entusiasmo excesivo. Pero disimulé.
—Cuéntame.
—No sé si sabes que entre el 15 de septiembre y el 15 de octubre en este país se celebra el mes de la Hispanidad. Es algo que creo que se remonta a los años sesenta, un tributo a la riqueza de la herencia hispana.
—¿Y en qué consiste, básicamente?
—En un montón de proyectos distintos, depende del ámbito. Desde festejos folclóricos hasta actuaciones políticas. El servicio de relaciones internacionales de la universidad, por su parte, propone todos los años un debate en el que el departamento suele participar con un representante como parte del panel. Y se me ha ocurrido que este año podrías asistir tú como nuestra invitada que eres.
—Para hablar ¿sobre qué?
—Sobre mil cosas en general. Suele ser un panel grande, con siete u ocho participantes de distintas áreas y disciplinas vinculadas al mundo hispano. Profesores de historia de América Latina, de relaciones internacionales o de ciencia política; algún profesor visitante, algún estudiante de doctorado…
No le dejé siquiera acabar.
—¿Te hago una faena si te digo que no?
No me sentía con ganas ni fuerzas para aportar opiniones medianamente interesantes sobre sabía Dios qué en un debate a tantas bandas, ni siquiera tenía ganas de pensar.
—En absoluto, era tan solo una idea. Puedo proponérselo a otros compañeros. O incluso quizá asistir yo.
—No estoy en mi mejor momento para actuaciones estelares, ¿sabes?
—No te preocupes, eso nos pasa a todos de vez en cuando…
Empezamos a recoger nuestras bandejas, las dejamos en los carros, era hora de volver. Luis siguió hablando por el camino, monopolizando la conversación sin preguntarme nada ni esperar a que yo hablara, consciente de mi escaso ánimo para charlar.
—Quedas entonces en manos de Rebecca, ella te dará los detalles del curso por si finalmente te animas. Ya me contarás, ¿de acuerdo? —fue su despedida al salir del ascensor.
Amagué una sonrisa, musité otro de acuerdo en respuesta al suyo y me giré dispuesta a marcharme. Una mano, sin embargo, me retuvo antes de empezar a andar. Una mano en mi muñeca, su mano en un breve apretón.
—Si te apetece hablar en algún momento, ya sabes dónde estoy.
Se dio la vuelta sin más hacia la sala de reuniones y yo fui en busca de Rebecca, un tanto desconcertada aún por aquel inesperado gesto. Quizá no estaba tan sola como creía. Quizá la solución pasaba por llenar mi vida con otros afectos en vez de seguir lamentando los perdidos.
Encontré la puerta cerrada y un post-it amarillo. Salgo a comer, decía. Así que volví a mi despacho para seguir trabajando mientras intentaba calcular a qué hora regresaría, daba vueltas a la propuesta de aquellas clases y notaba aún los dedos inesperados de Luis Zárate en mi piel. Al entrar, sin embargo, un zarpazo súbito arrancó de mi mente aquellos asuntos y, como por arte de magia, todo —curso, panel, Rebecca, el director, mis buenos propósitos y el gran paraguas de la hispanidad—, todo, absolutamente todo se volatilizó ante el violento asalto a la memoria de la llamada de Alberto.
Pero resistí una vez más. Me negué a mí misma el derecho a hurgar en lo escuchado, a analizar la propuesta tan cruda y tan triste de quien había sido tanto tiempo la persona más próxima a mí. Me negué a preguntarme, una vez más, cómo era posible que aquello nos estuviera pasando a nosotros.
Los papeles de Fontana fueron de nuevo mi refugio. En ellos braceé un rato largo, usándolos como analgésico, hasta que el golpeteo de unos nudillos contra la puerta me sacó de mi ensimismamiento. Al levantar la vista encontré el rostro siempre agradable de Rebecca.
—Sé que me has andado buscando y sé para qué era. Aquí tengo los detalles.
Le pedí que se sentara mientras quitaba un montón de documentos de encima de una silla. La única del exiguo despacho, aparte de mi viejo sillón.
—Como creo que ya te ha contado el director —comenzó a decir mientras se acomodaba frente a mi mesa—, la propuesta es de un seminario de cuatro horas semanales a lo largo de ocho semanas. Sé que hay varias personas interesadas en él de antemano, incluso a mí me gustaría participar, aunque me temo que mi conocimiento de tu lengua es demasiado elemental.
—¿Has estado alguna vez en España, Rebecca? —pregunté entonces. Ni yo misma supe por qué le hacía esa pregunta. Quizá porque, a pesar de la corriente de simpatía que se había creado entre nosotras, nunca me había planteado cuánto de mi patria conocía. Quizá porque, en aquel momento, necesitaba recurrir a algo que me procurara un poco de calor.
Reaccionó con lentitud ante mi simple pregunta. Se quitó las gafas primero, me contestó después mientras limpiaba los cristales con un pico del faldón de su camisa.
—Una vez estuve a punto de ir, hace ya muchísimos años. Tenía una amiga española, ¿sabes? Una gran amiga. Vivía aquí, en Santa Cecilia y habíamos organizado un viaje para pasar el verano entero en España. Pero ocurrió algo inesperado aquella primavera y esos planes nunca pudieron llegar a su fin. —Alzó de nuevo la vista—. Cualquier día de estos, igual me animo otra vez.
Volvimos a enfrascarnos en el proyecto del curso, ya estaba casi convencida de que lo iba a aceptar. Hablamos de fechas y plazos, de posibles asistentes. Hasta que nos dimos cuenta de que eran ya casi las cinco, hora de ir acabando la jornada. Rebecca recogió sus papeles, comenzó a despedirse. De pie en la puerta, a punto de marcharse, me miró con una media sonrisa y un punto de nostalgia en los ojos y la voz.
—Era una mujer magnífica. Su memoria aún sigue por aquí.