Tal y como el testamento indicaba, el paso inmediato en la vida de Andrés Fontana fue la universidad. Al comenzar la década de los treinta, la Universidad de Madrid carecía aún de un núcleo común y tenía repartidas por la capital numerosas instalaciones, en su mayoría vetustas cuando no terriblemente obsoletas. La Ciudad Universitaria estaba aún en fase de construcción, inmersa en un largo proceso que había comenzado en 1927 impulsado por el ideal de Alfonso XIII de dotar a la capital de un recinto universitario similar a los norteamericanos en el que primaría la planificación integral, la arquitectura funcional y las amplias zonas destinadas a los deportes y el esparcimiento.
La llegada de la Segunda República y la súbita salida de Alfonso XIII hacia el exilio no frenaron el proyecto, sino que este se reimpulsó con interés incidiendo, no obstante, en la eliminación de cualquier concesión a la grandiosidad y el exceso. Cuando Andrés ingresó en su primer curso, los estudios humanísticos aún se realizaban en el viejo caserón de la calle de San Bernardo. Aquella ubicación duraría muy poco, puesto que en 1933 la Facultad de Filosofía y Letras se trasladaría a su edificio aún inacabado de la Ciudad Universitaria, un pabellón cuadrado y compacto, de ladrillo rojo y lleno de ventanas al que los estudiantes se trasladaban en modernos autobuses de dos pisos. La facultad estrenaba por entonces una reorganización de sus enseñanzas y contaba con eminentes profesores: Américo Castro, Ramón Menéndez Pidal, Xabier Zubiri, Tomás Navarro Tomás, Pedro Salinas, Rafael Lapesa… Esa fue la universidad que conoció Andrés Fontana: una institución que se esforzaba por modernizarse y que, poco a poco, había ido avanzando desde la atrofia más pertinaz hasta una pujanza moderada, pero ciertamente esperanzadora.
El mismo tesón con el que logró superar el bachillerato guió al chico en la carrera destacando de tal forma que en su tercer año el profesor Enrique Fernández de la Hoz, catedrático de Gramática histórica, le propuso participar como becario colaborador en los cursos de español para extranjeros que se celebrarían en el siguiente trimestre. Aceptó el ofrecimiento sin ni siquiera averiguar del todo el alcance del cometido.
La difusión del español era una de las acciones de la Junta para la Ampliación de Estudios: a través de ella se enviaban lectores año tras año a universidades de distintos países y se organizaban recíprocamente cursos para estudiantes y profesores extranjeros. El compromiso de Andrés con aquella tarea comenzó en enero de 1935 y se extendió hasta finales de marzo. Su cometido habría de ser participar en sesiones prácticas de conversación, actuar como acompañante en visitas y excursiones, y estar disponible para solventar cualquier incidencia que pudiera generarse dentro de un grupo de profesores norteamericanos, desde recomponer malentendidos motivados por el idioma hasta localizar a un practicante a deshora o llevarlos por las tabernas más pintorescas del centro de Madrid.
Todo le sorprendió de ellos, todo le impresionó. La energía infatigable con la que aquellos forasteros plasmaban con sus modernas cámaras fotográficas las escenas más simples —un gato en un balcón, un escudo de piedra, una vieja enlutada vendiendo huevos con su cesta de mimbre colgada del brazo—; la ligereza con la que gastaban el dinero; el colorido casi estruendoso de sus ropas; aquellas sonrisas de dientes blancos. Por ellos mismos supo que el país del que provenían estaba compuesto por cuarenta y ocho estados, con ellos mismos fumó su primer cigarrillo rubio emboquillado y bailó a ritmo de swing con una valkiria de Detroit en la rotonda del hotel Palace. Junto a ellos se emocionó ante el acueducto de Segovia y Las Meninas de Velázquez, saboreó por primera vez el chocolate espeso de La Mallorquina y les enseñó expresiones castizas y a beber vino de un porrón. Disfrutaron en grupo en el teatro María Isabel de Un adulterio decente de Jardiel Poncela y compraron libros en la cuesta de Moyano. Y lejos de ser solo un lazarillo fiel en sus casi noventa días de andanzas, también resultó de gran ayuda a aquellos incansables extranjeros para seguir practicando su español una vez terminadas las clases, para corregirles la pronunciación de la jota y la zeta, ayudarles con los subjuntivos, revisar la ortografía de sus redacciones, arrojar luz sobre aspectos difusos de la idiosincrasia hispana y —en definitiva— para conseguir que la estancia de todos ellos fuera mucho más grata y provechosa de lo que habría sido sin él.
Un par de semanas antes del regreso del grupo, una de las profesoras —Sarah Burton, la rubia esbelta que siempre llevaba pantalón y fumaba sin parar dejando un borde perpetuo de carmín en las boquillas— le informó de que su universidad tenía establecido un programa de becas anuales para auxiliares de conversación extranjeros. Si estaba interesado, podría recomendarle. En caso de aceptar, además de enseñar su propia lengua, tendría la oportunidad de aprovechar el año para aprender inglés y continuar con su formación tomando clases relativamente afines a las de su titulación: lingüística, historia de América, literatura comparada. Al término del curso podría volver a Madrid y reincorporarse a su carrera tras haber visto algo de mundo, vivido otras experiencias y adquirido nuevos conocimientos.
Los americanos retornaron a su país a finales de marzo cargados de abanicos, botijos y alpargatas de esparto. Sin saberlo, dejaban tras ellos a un Andrés Fontana con la perspectiva del mundo alterada para siempre. A partir de entonces se acostó noche a noche dando vueltas a la propuesta de la beca y se volvió a levantar a la mañana siguiente con la misma idea en su mente. Abandonar su pueblo minero para instalarse en la capital había sido un paso grande aunque accesible; saltar el océano para disfrutar de una estancia en una universidad norteamericana se le antojaba un abismo. Un abismo inmenso, pero fascinante.
La primavera de 1935 se fue instalando con quietud en Madrid mientras él preparaba la recta final del curso y esperaba impaciente noticias de Michigan. Cuatro semanas después recibió un sobre apaisado. Se lo entregó la señora Antonia al volver de la facultad y, a pesar de la infinita angustia que sintió al verlo, lo rasgó con extremada pulcritud, extrajo parsimonioso la carta que contenía y se sentó a leerla sin prisa a los pies de la cama. La remitía el director del departamento de Lenguas Clásicas y Románicas, y en ella le anunciaba que, a la vista del informe altamente favorable aportado por la doctora Burton, tenía la satisfacción de cursarle una invitación formal para disfrutar de una beca dentro del programa de Estudios Hispánicos impartido por la institución. Sus responsabilidades incluirían quince horas de clase semanales y la participación en algo llamado The Spanish Club los viernes por la tarde. A cambio, viviría en las instalaciones del campus, recibiría un pequeño estipendio en dólares para sus gastos y tendría matrícula gratuita en cuantas materias quisiera cursar. En caso necesario, la institución podría abonarle un cincuenta por ciento de los gastos de viaje. Su compromiso duraría nueve meses, desde el primero de septiembre de 1935 hasta el 31 de mayo de 1936. La carta estaba redactada en un perfecto español, mecanografiada con pulcritud en papel grueso de color marfil y firmada en tinta negra con trazo rotundo por Richard J. Taylor, Ph. D., Chairman. Requerían su respuesta antes de fin de mes.
Tras doblar la carta respetando sus dos únicos pliegues, la metió en su sobre, la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y se sentó a comer con la familia intentando esconder su nerviosismo entre la conversación y las habichuelas. Apenas terminó, salió de casa y echó a andar sin rumbo. Cuando regresó al anochecer ya había resuelto su disyuntiva, pero no lo comentó con nadie y se acostó sin cenar. A la mañana siguiente comunicó solemnemente su decisión a la señora Antonia mientras esta tendía las sábanas recién lavadas en el alambre del patio de luces. A Simona le escribió una carta para que se la leyera don Ramón.
El 14 de julio de 1935 embarcó en el puerto de Cádiz en una litera de los sollados del Cristóbal Colón rumbo a un país inmenso y desconocido. Inicialmente tenía previsto regresar a principios de junio del año siguiente nada más terminar las clases, pero una invitación para colaborar en un curso de verano para profesores de escuelas secundarias le hizo cambiar de planes y posponer su vuelta hasta principios de agosto de 1936. Pensó que con la remuneración de aquel curso podría comprar algunos regalos: modernidades tecnológicas, aparatos que en su país no se podían aún ni intuir siquiera.
Aquel pequeño cambio de planes en el calendario desvió irremediablemente su destino: a la vista de las malas jugadas de la historia, nunca volvió. Se quedó en América con el alma encogida y una maleta repleta de ropa nueva, media docena de cartones de tabaco rubio y cuatro portentosas planchas eléctricas de la casa General Electric. La señora Antonia, su madre y sus hermanas aún tendrían que pasar largos años planchando a la antigua usanza.
La guerra cambió su país para siempre. Madrid se preparó para una dura resistencia y su fisonomía se transformó radicalmente. La estatua de don Agustín de Argüelles que cada mañana le saludaba al abandonar la portería de la calle de la Princesa fue eliminada para no entorpecer los movimientos de tropas y vehículos. La rotonda del hotel Palace donde bailar al mando de una rubia monumental se convirtió en un hospital de campaña. Al principio de la contienda ya estaban casi todas las facultades y centros de la nueva Ciudad Universitaria en fase muy avanzada, cuando no concluidos y en pleno funcionamiento. Poco habría de durar, sin embargo, el olor a pintura fresca, el brillo de los cristales y los pupitres de madera recién barnizados. La guerra cruenta reduciría a escombros una universidad que avanzaba airosa camino de la excelencia. Machacaría gran parte de su patrimonio científico, artístico y bibliográfico, y empujaría al abismo del exilio a numerosos miembros de su profesorado. Al caer Madrid, aquel ambicioso sueño monárquico de un campus de esplendor americano había quedado brutalmente arrasado y sus edificios reducidos a tremebundos esqueletos. De los cuarenta mil árboles que se plantaron, apenas quedaban las raíces. El lugar de las aulas lo ocuparon las trincheras; el de los laboratorios, los parapetos. Con las enciclopedias y los diccionarios se hicieron barricadas, y los sacos terreros, los fusiles y los cadáveres se desperdigaron siniestros por los hemiciclos y las bibliotecas.
Los muertos en Ciudad Universitaria fueron miles. Entre ellos estuvo Marcelino, caído en el Hospital Clínico con el cráneo reventado, boca abajo sobre aquel suelo destinado a hacer florecer la ciencia, el saber y la esperanza, y no el horror y la muerte. En el bolsillo izquierdo de la guerrera llevaba una carta arrugada a medio escribir en la que, con su letra de párvulo, comenzaba formulando un saludo transoceánico que jamás llegaría a su destino: «Querido amigo Andrés, espero que a la llegada de la presente te encuentres bien de salud…».