CAPÍTULO 5

La estación del Mediodía deslumbró al joven Fontana con su estructura majestuosa de hierro forjado. Desconocía que aquella estación que se le antojó imponente había sido el escenario de la salida de las tropas españolas a la guerra de África o del multitudinario recibimiento del cadáver del torero Joselito, muerto diez años atrás en la plaza de Talavera. En realidad, puestos a desconocer, el chico lo desconocía casi todo. Para empezar, no sabía siquiera cómo abandonar aquel lugar lleno de vaho, estruendo y un tumulto humano cargado de bultos que se movía con prisa brusca entre los andenes.

Vestía un raído traje de pana y una gorra vieja, y a sus dieciséis años recién cumplidos había superado ya la envergadura de muchos hombres curtidos que a diario bajaban a las minas en el pueblo que había dejado atrás. En la mano izquierda llevaba el hatillo que le había preparado su madre, ya más ligero sin el avío del pan con queso que se había comido en el tren. Con la derecha dentro del bolsillo del pantalón, apretaba el sobre que don Ramón Otero había entregado a Simona el día anterior. En él guardaba la dirección a la que había de encaminarse, algo de dinero para los primeros gastos y la carta que le abriría su paso hacia el saber. El resto de las asignaciones mensuales le serían entregadas oportunamente por la señora Antonia, la portera en cuya vivienda residiría. Cómo llegaría el dinero del testamento de doña Manolita a las manos de aquella mujer no era asunto ni de su conocimiento ni de su incumbencia.

Siguiendo el paso acelerado de los viandantes, consiguió salir finalmente de la estación para adentrarse en la ciudad inmensa y desconocida. Había sol para dar y tomar, pero el frío era cortante. Cuando sintió los rayos acariciarle la cara, se caló la gorra, se subió las solapas de la chaqueta y se puso en movimiento sin tener la más remota idea de hacia dónde dirigirse. Impulsado por sus jóvenes piernas y por una mezcla equilibrada de ansiedad, euforia y desamparo, poco tardó en encontrar su rumbo.

Se demoró más de tres horas en alcanzar su destino no porque el trayecto las requiriera, sino porque fue parándose a cada paso admirado por los prodigios que la urbe desplegaba ante sus ojos: la grandiosidad de los edificios, la velocidad de los automóviles, la opulencia de los escaparates, la elegancia de las mujeres trotando sobre sus tacones por las aceras flamantes de la Gran Vía. Finalmente, siguiendo las indicaciones que le facilitaron varios transeúntes, consiguió llegar al número 47 de la calle de la Princesa, muy cerca de la estatua de don Agustín de Argüelles.

La señora Antonia resultó ser una mujer pequeñita y cantarina, mucho más joven de lo que él había imaginado, casada con un albañil militante en la entonces ilegal CNT de nombre Marcelino. Por todo patrimonio contaban entre ambos con dos chavales, Joaquín y Angelito, que por entonces no habían cumplido todavía los diez años. El cuarto que habría de ocupar Andrés junto a todos ellos en la portería era oscuro y raquítico, y amontonaba contra las paredes medio desconchadas sus más que escasos enseres: una cama niquelada, un armario desvencijado, la mesa tocinera que habría de suplir la falta de un escritorio. Del techo colgaba una bombilla pelada de veinticinco vatios. Un ventanuco se abría a un patio interior en el que la señora Antonia lavaba y tendía la ropa y en el que convivían unos cuantos tiestos con geranios, un par de canarios en sus jaulas y el primitivo retrete que la familia usaba a medias con un vecino ebanista. El aseo personal cotidiano se ventilaba en la pila de la cocina y para los actos higiénicos de más envergadura había un barreño de cinc.

En los días sucesivos Marcelino, por entonces sin trabajo, se dedicó a enseñarle el barrio a fin de familiarizar al chico con el nuevo entorno. En menos de una semana ya le había presentado a la mayor parte de los vecinos; además, anarquista acérrimo y hablador infatigable como era, poco tardó en ponerle al tanto sobre los últimos acontecimientos históricos, transmitiéndole de paso unas soflamas políticas que a Andrés, fascinado por su realidad más inmediata, le importaban más bien poco. De hecho, apenas se enteró de que a finales de aquel mismo mes de enero el rey Alfonso XIII aceptaría la dimisión de Primo de Rivera, de que el general Berenguer se encargaría de formar el nuevo gobierno y de que el pueblo de Madrid —pobre, inculto y cada vez más agitado— demandaba de sus próceres un cambio radical.

Fue también Marcelino quien acompañó a Andrés en su primera visita al instituto Cardenal Cisneros, en el que, según las instrucciones de doña Manolita, habría de obtener el título de bachillerato que le abriría las puertas de la universidad. Sus carencias en materia de educación eran por entonces todavía abrumadoras. Lo mucho o poco que en su cabeza guardaba procedía de unos escasos años de rudimentaria escolarización, de la lectura de los libros que caprichosamente le había suministrado su madrina y de los tomos de la enciclopedia juvenil que había devorado con pasión a lo largo de los últimos meses. Gracias a ellos atesoraba ciertos conocimientos en campos variados y un tanto pintorescos: geografía del mundo, tecnología aplicada, algo de folclore internacional. Carecía, no obstante, de una formación sistemática en materias básicas como matemáticas, gramática, latín o francés; desconocía los más elementales conceptos éticos y sociales, y no tenía la más mínima idea de lo que el hábito de estudio conllevaba. Una mera evidencia andante del desolador panorama educativo de la España de las primeras décadas del siglo XX, cuando el analfabetismo afectaba a más del sesenta por ciento de la población, y los maestros —escasos y muchos de ellos con formación deficiente— recibían sueldos paupérrimos pagados con constantes recortes y retrasos.

Nada importaron a Andrés las deficiencias del sistema aquella fría mañana en la que recorrió la calle de los Reyes en compañía de Marcelino para adentrarse por primera vez entre los muros del instituto Cardenal Cisneros. Con la carta que a su muerte dejó doña Manolita escrita a nombre del director como salvoconducto, siguieron en silencio reverencial al bedel que los condujo a lo largo de un ancho corredor lleno de luz de invierno. Marchaban con sus gorras proletarias en las manos, intentando no hacer ruido al pisar, plenamente conscientes de la incongruencia de sus modestas estampas en aquel erudito lugar.

Fueron pocos los minutos que hubieron de esperar: los que se demoró un señor huesudo y calvo en salir a buscarlos al banco donde el bedel les había indicado con un gesto despectivo que se sentaran. Ambos se levantaron entonces como accionados por un resorte, el caballero sonrió apenas. Era don Eladio de la Mata, el director.

Les hizo pasar a su despacho repleto de libros, diplomas enmarcados y retratos de otros hombres igualmente notables que le habían precedido en el cargo. Leyó a continuación la carta dirigida a él que doña Manolita había dejado en su testamento, escuchó luego atento la exposición del muchacho y con gestos breves pero inflexibles impidió varias veces que el locuaz Marcelino le interrumpiera para aportar observaciones ajenas al discurrir de la narración. Después realizó a Andrés unas preguntas que, a su juicio, el joven respondió con una madurez y seriedad del todo impropias de sus orígenes y edad.

Tomó entonces la palabra don Eladio y, con dicción modulada y claridad milimétrica, expuso al muchacho los pilares en los que a partir de entonces se habría de sustentar su existencia si estaba en verdad dispuesto a completar sus estudios para ingresar en la universidad. Le habló de trigonometría, declinaciones y empeño; de poetas, fórmulas químicas y tesón. De ecuaciones y sintaxis, de entereza. El joven escuchó embelesado, absorbiendo una a una las palabras y anotando mentalmente todos los conceptos, todos los nombres, todas las ideas. Cuando abandonaron el despacho media hora más tarde, tanto el director como él mismo presentían que su objetivo era alcanzable. El pobre Marcelino, entretanto, barruntaba que algo fundamental se le estaba escapando en la vida.

Salieron en silencio del instituto y callejearon por sus cercanías. Marcelino, delante, avanzaba a grandes zancadas con las manos en los bolsillos y anormalmente silencioso. Andrés le seguía apretando el paso, intentando no perderle mientras aún paladeaba las palabras de don Eladio. Tras una breve caminata entraron en una taberna cercana al mercado de los Mostenses. Se abrieron paso hasta el mostrador a codazos entre el gentío y Marcelino pidió dos chatos de vino. Bebieron en silencio, envueltos en el bullicio de los parroquianos. El chico no acababa de entender qué le ocurría a Marcelino, cuál era la causa de su inusual quietud. Lo supo tan pronto como el albañil anarquista con más corazón que conocimientos dio el último trago a su vaso y lo dejó con un golpe seco sobre la barra. Entonces se limpió la boca con la manga de la chaqueta y, mirando fijamente al muchacho, le pidió que le enseñara a leer y escribir.

A partir de aquel mismo día comenzó para Andrés una etapa en la que las semanas y los meses se le fundieron en un revuelto compacto de jornadas de estudio sin tregua encerrado en su cuarto en la portería. Dormía lo justo y comía solo cuando la señora Antonia le obligaba. Compartía entonces con la familia el potaje o los huevos fritos con pisto y se esforzaba por participar en sus conversaciones, atender a las noticias que de la calle traía Marcelino o reír con los chavales y sus ocurrencias. Lo intentaba, pero su mente estaba lejos, rumiando el teorema de Pitágoras, desmenuzando la tabla periódica, recitando sin voz fragmentos de la Eneida: At regina gravi iamdudum saucia cura…

La renta mensual de su madrina le permitía sobrevivir sin demasiadas estrecheces. Además de proporcionarle los útiles imprescindibles —los lápices, las plumillas, la tinta, los palilleros—, le posibilitaba costearse de vez en cuando algún que otro lujo encaminado a apuntalar con mayor firmeza sus nuevos conocimientos: un atlas de España y sus provincias, un juego de láminas enceradas del cuerpo humano, una pequeña pizarra marca La Moderna. E incluso hacer de vez en cuando un pequeño regalo a su patrona, invitar a cualquier tasca a Marcelino y dar algunas perras chicas a los chiquillos para que se compraran un cucurucho de garbanzos torrados o un pirulí de La Habana.

A lo largo del tiempo que necesitó para concluir el bachillerato, a su alrededor pasaron también cosas que habrían de cambiar definitivamente la historia de su país; cosas de las que él, con su hambre atrasada de saberes, apenas se habría enterado de no haber sido por la desbordante verborrea de Marcelino, quien, firme en su afán, aprendía poco a poco a leer y escribir entre las faldas de la mesa camilla sumergido en el Catón.

Celebraron juntos su primera Navidad en la portería brindando con gaseosa y vino peleón por un 1931 venturoso y en paz. Y aunque apacible no fue el año, sí recibieron en aquella casa como algo venturoso los cambios que se produjeron tan solo unos meses más tarde con el exilio del rey y la llegada del aire fresco de la Segunda República.

El 23 de mayo de 1932 el hijo de la humilde fregona y el minero analfabeto, repeinado, encorbatado y sin nervios aparentes, logró aprobar con solvencia y ante un adusto tribunal el examen de bachillerato. Doña Manolita se habría sentido orgullosa al ver que su pupilo había cumplido satisfactoriamente con su planificación. Desde casa de la señora Consuelo, la recia asturiana del segundo derecha, pusieron una conferencia para transmitir la noticia a Simona, que recibió la llamada en casa de don Ramón Otero mientras planchaba sudorosa las camisas de su señor. Emocionada e incapaz de decir nada coherente en la distancia insondable de los hilos telefónicos, la pobre mujer solo alcanzó a repetir una y otra vez mi hijo, mi hijo, mi hijo mientras retorcía con fuerza su ajado mandil de percal.