Un padre minero y casi analfabeto. Una madre que servía en una casa pudiente, que sabía juntar unas cuantas letras y que, a fuerza de hacer cuentas con los famélicos ingresos familiares, había aprendido a sumar y restar ristras de números con mediana rapidez. Se llamaba Simona y había parido a Andrés a los treinta y siete años, después de más de tres lustros infecunda tras los nacimientos sucesivos de sus dos primeras hijas y de una criatura muerta a la que enterraron sin gloria ni nombre ni pena y a la que casi nunca había vuelto a recordar. Vivían en lo que en aquel pueblo del sur de La Mancha llamaban un cuartel, apenas dos cuartos comunicados con el suelo de tierra aplastada sin agua ni luz. La llegada intempestiva de aquella última criatura fue recibida con escaso regocijo: una boca más, un poco de espacio menos. Hasta la tarde de antes del alumbramiento había seguido Simona trabajando, el lustre de los suelos de su señora no entendía de embarazos añosos. Al día siguiente estaban ya de vuelta madre e hijo en casa de doña Manolita. Ella, baldeando los patios y cargando las calderas con carbón. El niño, metido en un cesto y envuelto en trapos en un rincón de la cocina.
Doña Manolita, la señora, andaba entonces por los cincuenta y tantos, y había sido una solterona rica, medio coja y fea hasta una década antes, cuando se prendó de uno de los trabajadores del molino de aceite que había heredado de su padre. Ramón, el mozo moreno de espaldas anchas y sonrisa luminosa que faenaba para ella durante los meses de la aceituna, pasó a ser don Ramón Otero a los veintiún años por mor del antojadizo deseo de su patrona. Nadie preveía tal destino para aquel muchacho guapote y espabilado que otoño tras otoño huía junto con sus hermanos del frío inclemente de su pueblo serrano para buscar trabajo como temporero en otras comarcas. Pero a doña Manolita le gustaban los hombres jóvenes, y más si tenían vigor en el cuerpo, descaro en los ojos y la piel del color de la canela en rama. Y las noches de invierno eran gélidas y ella no tenía la menor intención de acabar siendo la más rica del cementerio, así que, con la desvergüenza y el atrevimiento de quien se sabe con poder, la señora se insinuó a Ramón sin disimulo. Primero fueron las miradas, más tarde los encontronazos, los roces y el cruce de alguna procacidad encubierta entre palabras en apariencia banales. En menos de veinte días estaban retozando sobre los tres mullidos colchones de su cama de caoba en un primer encuentro carnal que resultó inmensamente gratificante para ambos, aunque por razones bien distintas. Para ella, porque al fin había calmado su deseo con el cuerpo musculoso del mancebo que la llevaba loca desde hacía semanas. Para el muchacho, porque jamás antes en su miserable vida había conocido el intenso placer que proporcionaban actos tan simples como rozar la piel desnuda con sábanas de hilo, andar descalzo sobre una alfombra o sumergir el cuerpo cansado en un baño de agua caliente.
Los encuentros se extendieron a lo largo de los meses para satisfacción de las dos partes, aunque Ramón estaba convencido de que aquella relación tan disonante se cortaría de raíz una vez la temporada de faena llegara a su fin y él hubiera de regresar a su tierra. El pronóstico se le desbarató, sin embargo, una noche de tormenta. Inmerso él en la bañera de porcelana de doña Manolita, esta, sin dejar de volcar jarros de agua casi hirviente sobre su espalda, le propuso matrimonio. Como era despierto y de sobra sabía que a buen hambre no hay pan duro, tasó raudo los beneficios de la operación y le cuadraron las cuentas: convertirse en consorte mantenido de una mujer acaudalada, por ajada y contrahecha que fuera, siempre resultaría más rentable que la vida trashumante entre la tala de pinos en su serranía y la recogida y prensa de olivas en fincas ajenas. Y aceptó el casamiento sin siquiera un pestañeo.
La inusitada noticia causó a partes iguales regocijo y envidia entre sus hermanos y compañeros del molino, y disparó las habladurías implacables del pueblo. Pero a la pareja le dio exactamente igual. Con nadie tenía doña Manolita que despachar sus componendas porque en sus querencias y sus dineros no mandaba más que ella, así que una breve ceremonia en la parroquia de la Asunción los convirtió en marido y mujer sin traba ni reproche alguno por los veintitrés años que los separaban.
Además de que ella no volvió a dormir sola ni él a partirse el espinazo laborando de sol a sol, sucedieron dos cosas más en aquel matrimonio, tal como las voces de los vecinos habían pronosticado. La primera fue que no tuvieron descendencia. La segunda, que el joven marido —ya don Ramón— comenzó a ser infiel a su mujer con cuanta moza apetecible se cruzaba en su camino desde el día mismo de los esponsales. Ante tales realidades, ella mantuvo dos firmes líneas de acción: aceptar en su casa la presencia de los hijos pequeños de las mujeres que trabajaban allí, y cerrar las puertas de esta a cualquier muchacha joven que quisiera unirse a su servicio doméstico. Los niños ajenos jamás reemplazaron a los que ella no pudo tener, como tampoco la ausencia de mujeres en edad de merecer disuadió a su fogoso cónyuge de tener docenas de aventuras extramaritales fuera de las paredes del ya hogar común, pero los razonamientos subyacentes a aquellas decisiones de doña Manolita solo ella los conoció.
El hijo de la criada Simona fue bautizado con el nombre de Andrés, que era como se llamaba el difunto padre de la señora, ese que le legó fortuna, la cara chata y unas muy poco atractivas hechuras. Ella fue la madrina y regaló al chiquillo una medalla de oro de la Virgen de Gracia que el padre de la criatura se apresuró a revender aquella misma tarde para invertir al momento el rédito en cazalla. Tal vez viera algo especial doña Manolita en aquel niño moreno que un año después comenzó a andurrear a su aire por la casa o tal vez fuera tan solo que se estaba haciendo vieja; el caso fue que volcó en él una atención que, sin ser ni remotamente maternal, sí se debió de aproximar de alguna manera al cariño de una tía abuela aburrida y regañona pero, en el fondo, afectuosa. Con inmensa insensibilidad ante las auténticas precariedades de la familia minera, la señora adquirió la costumbre de regalar al niño costosos caprichos que ni él ni su madre eran capaces de apreciar en su justa medida: trajes de terciopelo para que la acompañara a misa de doce, una pequeña pianola, álbumes de cromos acharolados y hasta un sombrero de marinero que habría levantado las carcajadas de los filios de su calle de haberle visto con él puesto algún domingo.
De poco le servía a Simona que su hijo vistiera en ocasiones aquellos ropajes ostentosos cuando a diario iba en alpargatas y lleno de remiendos, como igualmente extemporáneo e inútil le parecía que doña Manolita se empeñara en enseñarle a manejar los cubiertos de plata en la mesa cuando en su paupérrimo hogar todos compartían las mismas gachas llevando directamente las cucharas de la sartén común a la boca. Aquella particular madrina jamás se preocupó en realidad de cubrir las necesidades reales del niño, como tampoco parecía ser consciente de que cada uno de los antojos que encargaba para él en la capital costaba más que el sueldo semanal conjunto de sus padres. Pero Simona nunca chistó ni desarrolló animadversión alguna ante el caprichoso comportamiento de su señora, ni siquiera se burló de la cruel ridiculez de esos actos. Solo la dejaba hacer y, al final del día, casi siempre con la noche ya caída, cogía a su hijo de la mano y, ateridos por el frío y caminando en silencio entre la niebla, volvían ambos a la menesterosa cotidianeidad de su infame vivienda compartiendo sin palabras una misma sensación.
Sin embargo, al cumplir Andrés los seis años, la situación cambió. Aprendió a leer en las escuelas del Ave María y entonces, por fin, tanto él como su madre comenzaron a apreciar la parte más positiva de aquel tutelaje: el acceso a la lectura. Simona no era una mujer inteligente, pero llevaba décadas observando de cerca cómo vivían los ricos y tenía las luces necesarias como para percibir que, además del dinero y las propiedades, la educación y la cultura tenían también algo que ver en aquel menester. Por eso, cuando doña Manolita empezó a suministrar a su hijo libros infantiles a los que él de otra manera jamás habría tenido acceso, ella intuyó que por fin su señora estaba aportándole algo valioso.
A los catorce años Andrés había dejado las clases y trabajaba encargándose de hacer recados para un negocio de paquetería local. El padre insistía en que ya era hora de que bajara a la mina: no concebía otro oficio para su hijo más que perpetuar el suyo propio. Simona, por su parte, intentaba aplazar todo lo posible aquel triste destino que presentía inevitable. Al cumplir los quince doña Manolita le regaló El tesoro de la juventud, una enciclopedia para jóvenes que de inmediato se convirtió en su único balcón al universo. En su decimosexto cumpleaños, no recibió regalo alguno porque su madrina estaba ya al borde de la muerte. Falleció en la víspera de la Nochebuena de 1929 y su marido fue, naturalmente, el beneficiario de su testamento.
Para sorpresa de todos, no obstante, dejó una carta manuscrita dirigida a Simona y su hijo, y otra a nombre de un tal don Eladio de la Mata. Sin ninguna exposición gratuita de afectos, en la primera estipulaba dejar una renta fija a nombre de su ahijado, destinada en exclusiva a su educación. Las condiciones respecto a la formación del muchacho estaban desgranadas de manera meridianamente clara. En caso de aceptarlas, el joven se trasladaría a Madrid, donde viviría como huésped en casa de los porteros de un inmueble de su propiedad en la calle de la Princesa. Debería entonces preparar y presentarse al examen de bachillerato y, de aprobarlo, matricularse en la universidad, donde cursaría los estudios de su elección. Para todo ello, don Ramón Otero correría con todos los gastos a cuenta de su herencia. En caso contrario, si nunca ingresaba en la universidad, no habría forma posible de recibir compensación ni en metálico ni de ninguna otra manera. La propuesta, fuertemente blindada, no admitía doble lectura ni resquicio alguno para sacarle otra tajada que no fuera la de apartar al chico del miserable futuro que le esperaba arrancando carbón en las profundidades de una mina. El objetivo del ofrecimiento era, en palabras de doña Manolita, hacer del muchacho lo que entonces se denominaba un hombre de provecho.
Aquel despotismo ilustrado dejó a Andrés y a su madre llenos de ilusión en la misma medida que al padre y marido encabronado hasta los tuétanos. Incapaz de descifrar el sentido de tan extemporánea voluntad, el minero maldecía su negra suerte mientras se cagaba a voces en la estampa de la difunta sin presentir que con tal comportamiento no hacía sino ratificar sus pronósticos. Y así, sin dejar de mentar con malos nombres tanto a la señora como a su santa madre, agarró una cogorza de tales dimensiones que acabó perdiendo el sentido en plena calle y no logró recuperarlo hasta que dos barreneros del Pozo Norte lo llevaron a rastras hasta su casa.
Simona, en cambio, no lo entendió igual y por eso se enfrentó a su marido con el mismo brío con el que fregaba casas ajenas desde que era una chiquilla. Pero el minero Fontana era terco como un mulo y cada vez que su mujer intentaba hacerle entender lo provechoso del asunto, esta acababa recibiendo más palos que razones. Así que ella decidió atajar por lo sano y, sin decir nada a nadie, en la última noche del año preparó un miserable hatillo con una muda, una camisa limpia y media hogaza de pan con queso, y se dedicó a esperar. A las tres de la mañana del día de Año Nuevo regresó al hogar el minero Fontana con otra melopea monumental. Cuando logró acostarlo, se sentó en una silla de enea, se arrimó al brasero de picón y se quedó mirando las brasas abstraída en sus pensamientos.
Una hora después despertó a Andrés y le ordenó en voz queda que se vistiera. Atenazados por la escarcha de la madrugada, los dos apretaron el paso camino de la estación. Una vez allí, ella le entregó el sobre con papeles y billetes que esa misma mañana había recibido de manos de don Ramón Otero. Después lo abrazó con furia, clavándole todos los huesos de su cuerpo enjuto. A las cinco y diez de la mañana del día 1 de enero de 1930 tomó Andrés Fontana el tren correo que le conduciría a un mundo ajeno del que ya no regresaría. Jamás volvió a ver a su madre.
Simona deshizo el camino hacia su casa envuelta en su harapiento rebozo negro y arrastrando las alpargatas con desconsuelo. Llevaba todo el dolor del mundo en las entrañas, pero no soltó ni una lágrima. No quedaba ya ninguna en sus ojos secos y exhaustos.