Los primeros días fueron los peores: sumergida en el almacén, intentando encontrar un hilo de congruencia entre las tripas de aquel caos donde las docenas de cuadernos se mezclaban con montones de folios escritos a dos caras, con cientos de paquetes de cuartillas amarillentas y un número infinito de cartas y tarjetas alborotadas. Todo esparcido por el suelo, arrumbado en montones contra la pared, en estantes que amenazaban con desplomarse y en pilas desequilibradas al borde del tambaleo.
El paso de la primera semana me trajo una cierta confianza. Aun con lentitud de caracol, el miedo ante aquel tumulto se fue diluyendo progresivamente, hasta que comencé a moverme con una mínima seguridad entre esa masa informe. Apenas tenía tiempo, sin embargo, para lanzar mucho más que una ojeada fugaz a cada documento: lo justo como para intuir su contenido y asociarlo a la categoría correspondiente según mi rudimentario plan de organización. Crítica literaria, prosa y poesía, historia de España, historia de California. Correspondencia personal, correspondencia privada. Todo tenía acomodo entre los escritos del difunto profesor.
Establecer aquella distribución en bloques fue una tarea compleja que me llevó jornadas enteras en las que empezaba a trabajar antes de las nueve de la mañana y no paraba hasta pasadas las cinco de la tarde, con apenas una pausa más breve que larga para comer sola en alguna esquina de la cafetería del campus mientras hojeaba distraída el periódico de la universidad. Lo hacía más tarde de lo común, a eso de las dos, cuando los empleados de la limpieza comenzaban a pasar parsimoniosos sus fregonas gigantescas por el suelo y ya solo quedaban unos cuantos estudiantes desparramados por las mesas. Algunos leían y otros sesteaban, había quien subrayaba sin ganas unas líneas, otros tantos apuraban con prisa los últimos bocados de sus almuerzos tardíos.
El flujo de los días me llevó también a conocer por fin a Luis Zárate, el director del departamento. Necesitaba unas tijeras para cortar las cintas de unos legajos y las mías no aparecían ni muertas ni vivas, perdidas sin duda bajo cualquier montón. Tampoco logré dar con Fanny para pedirle unas prestadas, así que opté por acercarme al despacho de Rebecca y allí encontré a ambos, revisaban al alimón un catálogo de cursos. Ella, sentada, hablaba pausadamente. Él, de pie a su lado, con las manos apoyadas sobre la mesa y la espalda inclinada, parecía escucharla con atención. Capté su imagen en un fogonazo: espigado, pantalón gris oscuro, camisa negra, corbata color grafito. Gafas con cristales al aire, pelo castaño con buen corte y una edad imprecisa cercana a la mía, intuí.
Intercambiamos las frases imprescindibles de cortesía, me invitó a acompañarle a su despacho a la vez que yo me lamentaba interiormente por el deplorable estado de mi indumentaria. La ropa cómoda resistente a la mugre y las telarañas conformaba mi atuendo cotidiano y con ella me conoció quien habría de ser lo más cercano a mi nuevo jefe: polvorienta y desteñida, con una coleta que a duras penas podía contener mi melena en orden y unas manos grises que hube de frotar sobre la culera del pantalón antes de tender una de ellas para saludarle.
—Bueno, pues encantado de recibirla en nuestro departamento, doctora Perea —dijo señalándome un sillón frente a su escritorio—. O Blanca, si me lo permite —añadió mientras se sentaba.
Su cordialidad sonó creíble y su español excelente: educado, modulado, con un leve acento que no pude en principio ubicar con precisión.
—Blanca, por favor —acepté—. Igualmente encantada y agradecida por haber sido acogida.
—No hay de qué, ni mucho menos. Siempre es un placer recibir profesores visitantes, aunque no acostumbramos a que vengan muchos desde España. Así que su visita o, si prefieres, tu visita, nos complace doblemente.
Aproveché aquel intercambio inicial de frases sin pizca de sustancia para echar un vistazo rápido a su despacho. Flexo de acero liviano, grabados modernos, libros y papeles envidiablemente ordenados. Sin llegar a ser del todo minimalista, se acercaba bastante a ello.
—Para nosotros —continuó— ha resultado muy grato iniciar este convenio con la FACMAF para subvencionar tu labor. Cualquier iniciativa que suponga atraer a investigadores de otras instituciones es siempre bienvenida. Aunque no esperábamos a alguien con tu currículum…
Sus palabras me pusieron en guardia. Prefería hablar lo menos posible sobre las razones que me habían empujado a solicitar aquel puesto tan ajeno a mis intereses, no tenía ninguna intención de ser sincera ni tampoco me apetecía inventar una mentira aparatosa. Por ello decidí virar el rumbo de la conversación. O, al menos, intentarlo.
—La FACMAF y el departamento han realizado todas las gestiones de una forma muy eficiente; me lo han puesto todo fácil y aquí estoy ya, trabajando a fondo. Santa Cecilia me está resultando además un sitio muy agradable, de hecho. Un lugar diferente para poner fin a este año tan determinante. Quizá acabe la vida en la tierra mientras yo aún sigo aquí —dije tratando de resultar ingeniosa.
Para mi alivio, me siguió en mi torpe broma.
—¡Qué paranoia el fin del milenio! Y en España, toda esta locura del fin del siglo XX os estará afectando aún más ahora que se acerca la entrada del euro. ¿Cómo va el asunto, por cierto, cuándo dejarán de funcionar las viejas pesetas?
Las razones que me habían llevado a solicitar aquella beca resultaron ser mucho menos interesantes para el director que una conversación superficial sobre los últimos cambios de mi país en el umbral del nuevo siglo. Sobre España en general, sobre la situación de la universidad española en particular; sobre todo y nada a la vez, sobre eso hablamos. Y, entretanto, me puse a salvo y, de paso, aproveché para observarle con detenimiento.
Calculé que sería tres o cuatro años menor que yo. Los cuarenta cumplidos, sin duda, pero no muchos más. Y, con ellos, sus señales. Las primeras canas en las sienes y unos pequeños pliegues en las comisuras de los ojos no le restaban sin embargo atractivo. Hijo de una psicóloga chilena, me dijo, y de un traumatólogo santanderino de larga residencia americana con quien no parecía tener demasiado trato. Ameno, buen conversador.
No cabía duda de que a Luis Zárate le gustaba hablar y yo, interesadamente, aproveché la coyuntura y le dejé hacer. Cuanto menos tuviera que contar sobre mis propios asuntos, mejor. A cambio, supe de su trayectoria académica, averigüé que solo llevaba en Santa Cecilia un par de años e intuí que su intención era marcharse de allí cuanto antes en pos de un puesto en alguna universidad prestigiosa de la Costa Este. Y, para mi satisfacción, tras pasar más de media hora departiendo con él, quedé convencida de que a aquel especialista en estudios culturales posmodernos le venían bastante al pairo los papelotes amarillentos del antiguo docente que llevaba tres décadas criando malvas. Seguir trabajando a mi aire sin tener que dar a nadie explicaciones era para mí fundamental.
Ya estaba en el pasillo, a punto de emprender el camino de vuelta al sótano tras despedirnos cuando, como si se resistiera a dejarme marchar del todo, me llamó de nuevo desde la puerta de su despacho.
—Creo que sería una buena idea organizar una pequeña reunión para presentarte a los demás miembros del departamento. —No esperó mi respuesta—. El jueves a mediodía, por ejemplo —añadió—. Aquí mismo, en la sala de reuniones.
Por qué no. Me vendría bien salir de mi agujero y socializar un poco, pensé. Sería además un buen momento para poner nombre a las presencias que empezaban a resultarme familiares: caras y cuerpos con los que a menudo me cruzaba en la escalera o el ascensor, mientras esperaba el turno para pedir un café en la cola del Starbucks, cuando compraba en alguna tienda del pueblo o caminaba por cualquier sendero del campus.
Llegó por fin la comida propuesta. La sala de reuniones que yo aún no conocía resultó ser una estancia amplia con grandes ventanales en dos de sus cuatro paredes. La tercera la ocupaba por completo una librería llena de volúmenes vetustos encuadernados en piel. La cuarta, por su parte, mostraba una colección nutrida de fotografías. El servicio de catering de la universidad había dispuesto un buffet: carnes frías, quesos, fruta, ensaladas. Apenas nadie se sentó, casi todos nos servimos mientras nos manteníamos de pie, hablando en pequeños grupos que se formaban y desintegraban rítmicamente acoplándose al flujo de las conversaciones.
Hablé con unos y otros, el director me fue moviendo por los corrillos de profesores de distintas lenguas, entre los cuales el grupo más numeroso era el de español. Hispanos norteamericanizados, norteamericanos hispanizados y unos cuantos entes que circulaban en tierra de nadie. Profesores de literatura chicana y expertos en Vargas Llosa, Galdós o Elena Poniatowska; especialistas en lingüística comparada y en Bryce Echenique; destripadores de jarchas y apasionados de las cosas mestizas o alternativas; de todo hallé. A la mayor parte los conocía ya de vista, hubo alguno a quien no. Rebecca estuvo también en el almuerzo, participando alternativamente en todas las conversaciones mientras controlaba la intendencia con ojo sagaz. Fanny, entretanto, sola en una esquina, se atiborraba de roastbeef y Diet Pepsi, absorta en su propio universo mientras masticaba a ritmo de trituradora industrial.
La reunión comenzó a las doce y duró sesenta minutos justos. A la una en punto se produjo la diáspora mientras un par de estudiantes uniformadas en azul y amarillo —los colores de la universidad— empezaba a recoger los restos del almuerzo. Y entonces, cuando casi todo el mundo se hubo marchado, por fin pude concentrarme en la cuarta pared, la ocupada íntegramente por fotografías. La que, como presentía, mostraba el testimonio gráfico del devenir de aquel departamento que, para bien o para mal, se había convertido temporalmente en el mío propio.
Había instantáneas de todo tipo: más antiguas, más modernas, individuales y de grupo, en color, en blanco y negro. La mayor parte plasmaba actos institucionales —entregas de diplomas, graduaciones, conferencias— y sus figurantes solían vestir atuendos formales, a menudo toga y birrete. Indagaba en busca de algún rastro de familiaridad entre los rostros cuando noté que Rebecca se había acercado hasta mí.
—La historia de tu nueva casa, Blanca —dijo con un leve punto de añoranza.
Quedó entonces unos segundos en silencio, después desplazó el dedo índice de forma sucesiva por cuatro fotografías distintas.
—Y aquí lo tienes: Andrés Fontana.
El porte fuerte y enérgico, los ojos oscuros, inteligentes bajo las cejas pobladas. El cabello abundante, rizado, peinado hacia atrás. La barba cerrada, la boca amplia cuando hablaba, el gesto adusto cuando parecía escuchar. Un hombre de carne y hueso a pesar del estatismo de las imágenes. Un pálpito congelado tras el silencio de la inmovilidad.
Lo supe de inmediato. De inmediato fui consciente de mi error. Antes de contemplarle tras el cristal opaco de las viejas fotografías, de una manera difusa había pensado que el objetivo único de mi tarea era la organización mecánica de un conjunto de documentos redactados por la mano de un ser cuya alma no me paré a buscar. Pero nada más ver aquellas imágenes me di cuenta de que el brío con el que me había lanzado a mi nueva tarea me había llevado a tratar todo aquel legado con una frialdad que rozaba el desafecto, como si estuviera trabajando con un mero producto comercial listo para ser asépticamente empaquetado tal como haría un anónimo operario de bata blanca en cualquier planta de embalaje. Absorta en mis propias miserias y forzada por mí misma a trabajar de forma compulsiva para evadirme de mis problemas, apenas me había molestado en advertir los trazos de humanidad que por fuerza se escondían en cada página del legado: agazapados entre las líneas, embozados tras las frases, suspendidos como arañas en los trazos de cada palabra.
Con un pellizco en las tripas, me separé de la pared.
Necesitaba espacio, distancia, aire. Por primera vez desde mi llegada, decidí darme una tregua.
Sin volver siquiera al almacén para apagar las luces, me dediqué a vagar por Santa Cecilia atravesando espacios por los que nunca solía moverme. Calles por las que únicamente aparecía de tanto en tanto algún coche aislado o un estudiante solitario en bicicleta, zonas residenciales y áreas remotas casi despobladas en las que nunca había puesto un pie. Hasta que mis pasos erráticos acabaron por llevarme a un paraje desconocido: un extenso espacio arbolado, una masa de pinos que ascendía en pendiente y se perdía en el horizonte sin que se percibiera su fin. A aquella hora cercana al atardecer, su sosiego resultaba sobrecogedor. Carente del dramatismo estético de los entornos de belleza extrema, sin el impacto paisajístico que cabe entre los límites cuadriculados de una postal, pero con la serenidad de un lugar especial que genera paz y consuelo. Que reconforta, que calma.
Lo que festoneaba aquel territorio me hizo saber, no obstante, que ese pedazo de paraíso de andar por casa muy pronto iba a dejar de serlo. En un inmerso cartel promocional lleno de instantáneas virtuales y fotografías de rostros supuestamente felices, con letras de más de medio metro de altura se anunciaba el inminente destino de la zona. «Premier Retail Center. Exciting Shopping, Dining and Entertainment. Specialty Stores. Restaurants and Attractions. Family Fun.»
Clavadas en el suelo a los pies y alrededores, como un David multiplicado frente al gran Goliat del gigantesco anuncio, un montón de proclamas y pancartas caseras sobre cartón, madera y tela replicaba docenas de veces la palabra NO. No al exciting shopping, no a las specialty stores, no a ese tipo de family fun. Rememoré entonces haber visto repetidas menciones al respecto de ese rechazo en el periódico de la universidad. Columnas y cartas en contra de aquel proyecto de centro comercial; entrevistas, anuncios de asambleas y artículos de opinión. La eterna historia.
Me alejé del cartel que prometía un edén de tiendas y diversión sin fin, y dejé la tarde caer mientras observaba cómo los últimos paseantes iniciaban también su vuelta a la civilización. Unos cuantos estudiantes sudorosos quemando calorías, una madre con un niño y un triciclo, una pareja de ancianos enamorados. Gente que disfrutaba el espacio, gente que quizá tardara poco en dejar de disfrutarlo. Pensando en que aquella historia de devastación con barra libre me resultaba tristemente familiar, decidí que era hora de volver a casa.
De camino a casa, me detuve a comprar algo para la cena. Solía cubrir mis necesidades domésticas en Meli’s Market, en un callejón junto a la plaza central. A pesar de la aparente falta de pretensión del local, con sus suelos de madera sin pulir, las paredes de ladrillo visto y aquel aire de viejo almacén de película del Oeste, las múltiples delicatessens y los productos orgánicos etiquetados con elegante simplicidad evidenciaban que se trataba de un establecimiento destinado a paladares sofisticados y buenos bolsillos, y no a estudiantes y familias medias con presupuestos ajustados para llegar a fin de mes.
Con mi llegada a Santa Cecilia, no obstante, había dejado atrás casi todas mis antiguas rutinas y, entre ellas, la gran compra quincenal en hipermercados funcionales llenos de megafonía estridente, descuentos en congelados y ofertas tres por dos. Como tantas otras cosas en mi vida, los carros metálicos desbordados con cajas de leche semidesnatada y docenas de rollos de papel higiénico eran ya tajadas del pasado. La visita cotidiana a Meli’s Market los sustituyó con honor.
Se acercaba la hora del cierre: los últimos clientes compraban ya con una cierta precipitación y los empleados, ataviados con grandes delantales negros, parecían ansiosos por dar fin a la jornada. En la zona de los quesos me decidí sin pensarlo demasiado por una cuña de parmesano, añadí después a la cesta un bote de tomates secos en aceite y una bolsa de rúcula; me dirigí luego a la panadería, intuyendo que poco quedaría en ella. Y allí, inesperadamente, noté un toque en mi hombro izquierdo. Poco más que el roce de dos dedos y una presión levísima. En mitad de mi absurda disyuntiva entre un pequeño pan redondo con pizcas de olivas o una barra coronada por semillas de sésamo, Rebecca Cullen, cuya presencia en la tienda yo no había advertido hasta ese momento, llamó mi atención. Cómo estás, te he visto de lejos, bien y tú, mirando, decidiendo, yo también, no sé qué llevarme, yo tampoco, están ya a punto de cerrar…
Y entonces, sin saber cómo ni de dónde, alguien apareció a su espalda. Alguien alto y distinto, alguien con camisa blanca, barba clara sobre piel morena y un pelo entre rubio y gris más largo de lo convencional. Sostenía una botella de vino, las gafas de lectura sobre la punta de la nariz sugerían que apenas unos segundos antes había estado concentrado en escudriñar su etiqueta. Mi amigo Daniel Carter, antiguo profesor de nuestro departamento, fueron las credenciales que Rebecca me ofreció. Sin menos. Sin más.
Me tendió una mano grande, noté que llevaba en la muñeca derecha un reloj digital negro y voluminoso, uno de esos aparatos que suelen usar a menudo los deportistas y casi nunca la casta de la universidad. Le tendí la mía y anticipé un saludo en inglés que no llegó al aire. Un saludo de molde, automatizado ya a fuerza de repetirlo tantas veces desde mi llegada. Cómo estás, encantada de conocerte, quise decir. Pero él se me adelantó. Insospechadamente, desconcertantemente, aquel americano de aspecto atlético y casi juvenil a pesar de su madurez consolidada, que poco parecía compartir por su apariencia con mis colegas de aulas y oficio, que mantenía mi mano en la suya mientras me miraba con sus ojos claros, se arrancó en mi propia lengua y, con su castellano rotundo, me descolocó.
—Rebecca me ha hablado de tu presencia en Santa Cecilia, querida Blanca, de tu misión al rescate del legado de nuestro viejo profesor. Ganas tenía de conocerte, no abundan en estos remotos parajes las damas hermosas de regia estirpe española.
No pude evitar echarme a reír. Por la gracia embutida en aquella parodia de una escena galante pasada de moda. Por la calidez agazapada tras su espontaneidad. Por lo reconfortante que me resultó, tras mis semanas oscuras de reclusión, oír un acento tan cercano e impecable en alguien tan ajeno a mi universo.
—Han sido muchos mis años en tu patria —añadió sin soltar mi mano—. Grandes afectos, grandes amigos españoles, Andrés Fontana entre ellos. Más de media vida yendo y viniendo de acá para allá, grandes momentos. Qué país. Siempre vuelvo, siempre. Cómo no.
Apenas tuvimos posibilidad de seguir hablando: estaban ya bajando las persianas de la tienda y las luces empezaban a apagarse, a ellos los esperaban en algún sitio para cenar y a mí me aguardaba un apartamento vacío. Mientras nos dirigíamos a las cajas y después a la salida, tuve tiempo tan solo de saber que era profesor de la Universidad de California en Santa Bárbara y que el disfrute de un año sabático y la amistad con Rebecca le habían hecho regresar temporalmente a Santa Cecilia.
—No sé aún cuánto tiempo me quedaré —concluyó mientras sostenía la puerta para cedernos el paso—. Ando terminando un libro y me viene bien mantenerme lejos de las distracciones cotidianas. Narrativa española de fin de siglo, seguro que conoces a toda la tropa, ya iré viendo cómo avanza.
Nos despedimos en la calle con una difusa promesa de volvernos a encontrar en alguna otra ocasión y echamos a andar por caminos opuestos cuando las primeras estrellas comenzaban a poblar la noche.
A pesar de haber invertido la tarde en escenarios ajenos a los habituales y de haber interrumpido momentáneamente mi desasosiego gracias al encuentro con Rebecca Cullen y su inesperado amigo de esencia medio española; a pesar de que él había conseguido arrancarme una risa auténtica tras tanto tiempo de sequía en mi ánimo, al llegar a mi apartamento me volvió a invadir aquella sensación incómoda y difícil de definir que llevaba arrastrando como un lastre desde después de la comida del departamento.
Dormí mal aquella noche, inquieta, probablemente dando vueltas en el subconsciente a una idea cuyo perfil exacto me costaba etiquetar. La visión del Andrés Fontana real, de su rostro, su cuerpo y su presencia contundente, había trastocado de alguna manera mis esquemas generándome una inquietud cuyo trasfondo no alcanzaba a comprender. Soñé en la madrugada con fotografías antiguas: un desvarío onírico angustioso en el que yo intentaba identificar un rostro entre cientos de imágenes y estas, rebeldes, se diluían en manchas acuosas borrando los contornos hasta desaparecer.
Me desperté con sed y calor, me dolía la cabeza. Tras la ventana empujaba con timidez el inicio del día, la abrí de par en par en busca de aire fresco. Apenas se oían coches y tan solo las siluetas de un par de corredores rompieron con su trote rítmico la quietud de la escena. Saqué un vaso mecánicamente, abrí el grifo, lo llené. A medida que el agua descendía por mi garganta, a la memoria me volvieron las imágenes del día anterior. Y entonces, justo entonces, lo entendí.
Por fin fui consciente de que había abordado mi tarea desde un enfoque equivocado, por fin supe cuál había sido mi error. Tras la disciplina que me autoimpuse, tras las largas horas encerrada en el sótano batallando frente una tonelada de viejos documentos, había faltado algo más. Algo que me habría evitado encarar los papeles de Andrés Fontana como si de cajas de tornillos se tratara. Algo que me habría prevenido para no convertir mi tarea en una invasión irrespetuosa de la intimidad de un ser humano.
Entre los materiales de mi trabajo y las viejas instantáneas de la sala de reuniones existía algo más que un hilo conductor apenas perceptible. La conexión entre el contenido del legado y las cuatro imágenes en las que se percibía salteada una figura de la que hasta entonces solo conocía el nombre era tajante y poderosa. Y no debía, no podía ser desatendida.
Y así supe que el trabajo con lo que el profesor Fontana dejó a su muerte tendría que cambiar de perspectiva. Ya no podía limitarme a la simple clasificación de documentos al peso, ahora sabía que aquello no era un mero arsenal de escritos sin alma susceptibles de ser manejados con la frialdad de los datos estadísticos o los pedidos de pares de zapatos en un almacén. Abrirme paso en su vida como quien cava una zanja no era la manera de proceder, mi tarea debería ser abordada desde otra posición. Desde una postura humana, cercana, esforzándome por percibir a la persona oculta entre las palabras.
Mi labor era la recuperación de la memoria de un hombre.
La memoria enterrada de un hombre olvidado.